Introducción.
En ciencia política existen tres estados: Estado Unitario, el Estado Federal y el Estado Regional.
Estado regional es una forma de Estado intermedia entre el Estado federal y el Estado unitario que busca compatibilizar la idea de unidad y descentralización o autonomía. Este tipo de estado, habitualmente, posee divisiones territoriales denominadas regiones. Existen distintas denominaciones similares, como Estado unitario con autogobierno o, para el caso de España, Estado de las autonomías o Estado autonómico (por organizarse en comunidades autónomas).
Para algunos juristas no habría una diferencia fundamental entre un Estado federal y uno regional. La única diferencia sería el origen de las atribuciones: mientras que en el Estado federal son los estados federados los que deciden ceder parte de sus atribuciones a la federación, en el regional es el Estado central el que las cede a las entidades subnacionales que lo componen.
Sin embargo, en general, se considera que un Estado regional es más centralizado que uno federal y menos centralizado que un Estado unitario. Para algunos autores, el Estado regional no es más que un subtipo de Estado unitario en que existe un importante grado de descentralización.
Antecedentes.
En la doctrina de derecho político se sostiene que, así como el Estado unitario y el Estado federal se sustentarían en el concepto de nación, el Estado regional se articularía sobre un hecho mucho más cercano a la realidad humana, conocido con el nombre de región.
El concepto regional habría estado siempre presente en la conciencia de las estructuras estatales en Europa, puesto que parte de una realidad social, histórica, cultural y geográfica que determinan el reconocimiento de una comunidad como tal y que genera la demanda de autonomía, en la consecución de un gobierno propio, capaz de representar sus intereses.
En el siglo XX, , se institucionalizo el Estado Regional en España, en 1931, durante el gobierno de la Segunda República, restaurado en 1977; en Italia en 1947, como reconocimiento a una larga historia de autonomías en ciudades y regiones en la península Itálica.
Características.
Las regiones no poseen el carácter de soberanas, como los estados federados, pero disponen de un importante autonomía política. En otras palabras, se mantiene en cierto modo el carácter unitario del Estado, concediendo a la vez crecientes grados de autonomía a las entidades territoriales, más allá de las meramentes administrativas, produciéndose una descentralización de carácter político.
Tienen un gobierno propio, con capacidad de dirigir y administrar la entidad territorial, de acuerdo a sus propias políticas. La autonomía política también implica la posibilidad de disponer de organismos administrativos y legislativos regionales.
Así, para algunos juristas y politólogos el Estado regional se encuentra en medio de los extremos del Estado unitario y del Estado federal, puesto que la región goza de libertad y autonomía frente a sus problemas, pero no de soberanía para seccionar al Estado y a la nación. En la misma medida, la regionalización política o el Estado regional se caracteriza por la creación de colectividades territoriales dotadas de competencias exclusivas. En otras palabras, el modelo del Estado regional se sitúa en una posición intermedia en la cual la estructura del Estado unitario es mantenida, pero las colectividades regionales que lo componen disponen de una real autonomía normativa, garantizada por la misma Constitución.
Estado de autonomías.
La Constitución española de 1978 ha logrado resolver con éxito los grandes problemas históricos de España, en el de la organización territorial del poder, esto es, el de la forma de Estado.
El problema de la distribución territorial del poder sigue siendo un proceso abierto, sometido a todo tipo de presiones, conflictos y reajustes permanentes, y continúa estando ahí, siendo la propia realidad– tozuda y harto repetible- la que lo evidencia día a día. Si bien la Constitución de 1978 cierra de manera definitiva el secular modelo de Estado centralista en España al institucionalizar el Estado de las Autonomías, sin embargo ello no supuso la solución definitiva al problema de la “cuestión regional” planteado por los nacionalismos y regionalismos.
Enric Fossas (1999: 291) considera que para cualquier observador imparcial resulta incuestionable lo mucho, y muy de prisa, que se ha avanzado desde la transición política española, siendo muy pocos los Estados que en ese tiempo hayan realizado un proceso de descentralización política como el llevado a cabo en España; no obstante, y sin dejar de reconocer dichos méritos, “el desarrollo del modelo autonómico ha mostrado sus limitaciones para conseguir el principal objetivo que perseguía la Constitución, es decir, la acomodación de las nacionalidades históricas en un espacio constitucional común que les garantizase un reconocimiento constitucional y una autonomía política”.
1. Necesidad de una clarificación conceptual respecto a la forma de Estado.
Entre los hechos y circunstancias que, sin duda, han propiciado los resultados no deseados de la experiencia autonómica hay que aludir a lo que puede considerarse como verdadero pecado original que vicia o, al menos, condiciona todo el proceso autonómico ulterior. Se trata, obviamente, de las dificultades del consenso constituyente y de sus consecuencias negativas inevitables, de la que es una buena muestra la ambigüedad e indefinición del Título VIII de la Constitución, necesitado de una doctrina y desarrollo posterior, siempre condicionado por las diferentes coyunturas políticas.
Una serie de circunstancias determinan que el acuerdo constitucional al que se llegó en 1978 en materia de distribución territorial del poder fuese, por definición, poco preciso, ambiguo, escasamente pormenorizado, imperfecto en términos de ingeniería constitucional, abierto y en cierta manera provisional. Un acuerdo, en definitiva, de apertura de un proceso de descentralización política que podría tomar diferentes rumbos, intensidades y velocidades dentro de un marco limitador que, a su vez, debería ser suficientemente flexible y adecuadamente claro.
La complicada redacción del artículo 2 de la Constitución, donde se reconoce la unidad de la nación española, a la vez que la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, es un claro reflejo de las consecuencias negativas derivadas del propio consenso, incompatible en muchos casos, y en este también, con la precisión, el rigor conceptual y la claridad terminológica. Y lo mismo puede decirse del Título VIII, donde se aborda la organización autonómica del Estado al margen de los modelos que nos suministran el derecho y la ciencia política comparada.
Tiene razón, en este caso, Pérez Royo (1995: 708) cuando afirma que “lo que la Constitución contiene es más la apertura de un proceso histórico que una ordenación jurídica de la estructura del Estado, aunque sí contenga elementos a partir de los cuales habrá que definir dicha estructura”.
Pues, bien, de eso se trata: definir y precisar. Definir y clarificar qué forma de Estado tenemos, qué forma de Estado practicamos y qué forma de Estado necesitaríamos a la vista de los problemas suscitados. Frente a la indefinición, confusión y ambigüedad existente, es necesario poner claridad, precisión y rigor conceptual. ¿Qué es el Estado autonómico?
¿Es el Estado autonómico de facto, es decir, tal como se viene practicando, un Estado funcionalmente federal?
¿Es el Estado autonómico de iure, es decir, formalmente y conforme a las tipologías y categorías jurídico-políticas y constitucionales un Estado federal?
¿Qué es lo que nos separa aún del Estado federal? A través de los siguientes epígrafes intentaré ir respondiendo de manera sucinta y secuencial a estas cuestiones ?¿ Qué forma de Estado tenemos?
La respuesta a esta pregunta no sólo tiene un interés teórico y doctrinal para ayudarnos a situar la estructura política del Estado español en el marco del derecho comparado, sino que resulta imprescindible también para clarificar la situación presente y poder avanzar así en la configuración futura del mismo.
El Estado autonómico.
El Estado autonómico se parece mucho al federal, funciona de una manera muy similar, cuenta con unas instituciones y un esquema organizativo casi idéntico y, además, y como más adelante se explicará, participa también de la idea federal. Todo esto es cierto. Ahora bien, de ahí a afirmar que el Estado de las Autonomías es ya federal lo considero un error conceptual que, al mismo tiempo, contribuye a alimentar la confusión y la incertidumbre sobre nuestra forma de Estado.
Aceptamos que después de más de 25 años de funcionamiento el Estado autonómico ha forzado al máximo su dinámica descentralizadora y centrífuga, y que las previsiones constituyentes y constitucionales han sido totalmente colmadas y hasta rebosadas. Todo ello hace que el Estado autonómico que echó a andar en 1978 esté actualmente irreconocible, apreciándose por todas partes esa coloración y esa dimensión federalizante. No obstante, y pese a todo ello, la forma de Estado en España sigue siendo, desde las categorías constitucionales y desde el punto de vista formal, autonómico, esto es, regional o, como algunos prefieren denominar (F. Rubio Llorente, 1993), Estado constitucionalmente regionalizado. Y digo sigue siéndolo, porque nunca dejó de serlo y porque esta es la forma de Estado que los constituyentes –y pese a las ambigüedades e imprecisiones derivadas del propio consenso- quisieron adoptar para España, aunque fuese principalmente por exclusión y rechazo explícito de las otras dos categorías: la unitaria centralista y la federal.
Ciertamente, casi todos estaban de acuerdo en rechazar la fórmula de Estado unitario y centralista, deseando en ese sentido que siguiese la misma suerte que la propia dictadura; y casi todos, aunque por distintas razones, estaban también en contra de la fórmula federal. El resultado fue, pues, el Estado autonómico, una de las muchas manifestaciones actuales de la forma de Estado regional.
¿Y qué es el Estado regional?
Es en Italia, y por razones obvias, donde la doctrina constitucional ha dedicado una especial atención a definir la naturaleza jurídica del Estado regional, considerándolo como una realidad jurídico-política independiente, nueva y superadora de la dicotomía clásica entre Estado unitario y Estado federal. Entre los muchos autores defensores de esta postura destaca la figura del constitucionalista siciliano Gaspar Ambrosini, cuya doctrina en torno a la singularidad del Estado regional ha servido de pauta orientadora fundamental hasta la fecha, siendo además inspirador del proyecto regionalizador italiano plasmado en la Constitución de 1947 (Ferrando Badía, 1978).
El Estado regional se define como tipo intermedio entre el unitario y el federal, caracterizado por la autonomía de las entidades territoriales (llámense regiones, Comunidades Autónomas u otra cosa); y como una fórmula política intermedia y distinta a las otras dos, frente a las que presenta claras diferencias.
Respecto del Estado unitario, la diferencia radica principalmente en la naturaleza jurídica de los poderes atribuidos a los entes territoriales. En el Estado unitario las provincias, o cualquier otra entidad territorial equivalente, constituyen una circunscripción meramente administrativa, con potestad administrativa y reglamentaria como máximo. En el Estado regional, en cambio, la región o, en nuestro caso, la Comunidad Autónoma no constituye solamente una entidad administrativa, sino también una entidad política, dotada de potestad legislativa, de naturaleza igual a la del Estado, además de la potestad ejecutiva, administrativa y reglamentaria. En los Estados unitarios centralizados existe un solo ordenamiento constitucional, un solo centro, núcleo y nivel de decisión e impulso político, un solo aparato o complejo estatal y una sola fuente legislativa.
El calificativo de unitario, centralista y monista resulta, pues, plenamente justificado. La diferencia que existe entre el sistema de las regiones autónomas y el de las circunscripciones territoriales también descentralizadas del Estado unitario, es tan amplia y profunda que no permite que a los dos sistemas se les considere, en modo alguno, como dos subespecies de un mismo tipo de Estado, el unitario-centralista.
Respecto del Estado federal existen claras diferencias, fácilmente identificables desde el punto de vista formal. Así, una diferencia esencial radica en que los Estados miembros de aquél gozan, además de autonomía legislativa, de una autonomía constitucional, consecuencia de un poder constituyente, dando lugar a una pluralidad de ordenamientos constitucionales originarios (pluralidad de Constituciones), que son, por un lado, el poder constituyente del Estado federal y, por otro, los poderes constituyentes de los Estados federados. Los entes territoriales regionales no gozan de tal potestad, por lo que las CCAA no pueden ser consideradas unidades político-territoriales constituyentes; y es por eso por lo que los Estatutos de autonomía necesitan del concurso de dos voluntades (la estatal y la autonómica) para poder ser aprobados. La Constitución de 1978 se establece a partir de “la indisoluble unidad de la Nación española” y, a la vez, el pueblo español constituye el único sujeto de la soberanía nacional.
Algunas Comunidades Autónomas, incluso, no existían con anterioridad al proceso político que origina la Constitución. En los Estados regionales, además, existe un solo ordenamiento constitucional (una sola Constitución), pero una pluralidad de ordenamientos legislativos ordinarios y de igual naturaleza, tanto por su fundamento como por la eficacia jurídica de las leyes promulgadas por los mismos.
Por otra parte, los Estados miembros reproducen, en su inmensa mayoría, el esquema organizativo e institucional del Estado federal, desplegando en su totalidad e integridad todas aquellas funciones propias de un sistema estatal completo (poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial). En contraste con los poderes legislativo y ejecutivo, el Estado de las Autonomías no ha tenido prácticamente incidencia alguna en la estructura y funcionamiento del poder judicial, ya que éste sigue básicamente los parámetros propios de un Estado unitario centralizado. Puede afirmarse, en este sentido, que cuando las colectividades integrantes logran conservar en el seno de la colectividad global de la que forman parte la cualidad de Estado, entonces nos hallamos en presencia de la categoría de Estado miembro, en caso contrario serán entes autónomos o regionales.
Por último, otra diferencia importante entre el Estado federal y el regional la encontramos en el Senado. Mientras en el Estado federal el Senado es la Cámara de representación territorial a través de la cual las entidades federadas están representadas, participan y son asociadas así al gobierno de la Federación, en el Estado regional la Cámara alta no tiene esa vocación ni esa vinculación genuina y exclusiva con los entes “federados”. En contra de lo que establece la Constitución de 1978, el Senado español no puede ser considerado como una “Cámara de representación territorial”, ya que la mayoría de los senadores son elegidos por las provincias, y las CCAA como tales no juegan ningún papel central en el poder legislativo del Estado, ni siquiera en aquellas cuestiones que les afectan directamente. Incluso, y por lo que respecta a la reforma constitucional, las CCAA, y a diferencia de los Estados federados, no participan en el proceso de reforma o revisión, ya que ésta corresponde básicamente, y unilateralmente, al Parlamento central y al conjunto de los ciudadanos del Estado a través del referéndum.
Estado unitario-centralista, regional y federal.
Es oportuno señalar al pie de esta precisión relativa a las diferencias existentes entre las tres formas de Estado (unitario-centralista, regional y federal) que los criterios que la informan siempre tienen algo de arbitrario, y que los sistemas jurídicos puros difícilmente se encuentran realizados en toda su integridad en los derechos positivos vigentes de cada una de las formas de Estado analizadas. Estas casi siempre suelen presentar una serie de particularidades y matices que en muchos casos no responden a todos los requisitos del tipo en que viene encasillado cada grupo de Estados afines.
Pero ello no debiera desautorizar, sin embargo, esta clasificación, la cual está construida en base a la verificación empírica, es decir, a la observación de unos datos que la misma realidad proporciona, y que en modo alguno deben ser ignorados o confundidos. Sin duda, las recientes y numerosas experiencias de descentralización política regional han contribuido decisivamente a cuestionar la tradicional clasificación entre Estado unitario y Estado federal. Creemos que la importancia de la cuestión no reside sólo en la discusión terminológica sino también en la constatación de que nuevas formas estatales están surgiendo, y ello nos invita a discernir su especificidad. En este caso, hemos de preguntarnos qué ocurre cuando la estructura y el
funcionamiento de un Estado ha dejado de ser unitaria-centralista pero no llega a alcanzar la categoría, el nivel y la forma federal. La reflexión hecha por el profesor Ramón Martín Mateo hace unos años (1986: 54) puede contribuir a clarificar notablemente esta cuestión:
La conclusión es que el Estado autonómico, en su actual versión, difícilmente puede ser considerado como un caso de Estado federal, incluso haciendo una interpretación marcadamente libre y extensa del texto constitucional, por lo que haríamos bien en superar esta confusión y ambigüedad reinante. El Estado autonómico, formalmente, no es federal, ni puede serlo mientras no se reforme. Darlo por sobreentendido en lo funcional, es decir, admitir que funciona como tal sin serlo, constituye, además de un acto de voluntarismo simplista, un ejercicio distorsionador del espíritu y de la letra del texto constitucional, donde explícitamente fue rechazado el modelo federal. Por todo ello, y por más que se pretenda llevar al límite esa analogía y similitud entre ambas formas de Estado, no se puede admitir en modo alguno su identificación.
En España, y tal como sucede en todos los Estados federales, la difícil y compleja distribución de competencias parte de la propia Constitución, aunque inicialmente, y a diferencia de aquéllos, el texto constitucional no determinaba convenientemente cuales corresponderían exactamente a las CCAA sino que se limitaba a fijar un mínimo y un máximo, y remitía a los Estatutos, y al propio proceso autonómico, para definir las competencias que finalmente corresponderían a las Comunidades.
Entre los hechos y circunstancias que, sin duda, han propiciado los resultados no deseados de la experiencia autonómica hay que aludir a lo que puede considerarse como verdadero pecado original que vicia o, al menos, condiciona todo el proceso autonómico ulterior. Se trata, obviamente, de las dificultades del consenso constituyente y de sus consecuencias negativas inevitables, de la que es una buena muestra la ambigüedad e indefinición del Título VIII de la Constitución, necesitado de una doctrina y desarrollo posterior, siempre condicionado por las diferentes coyunturas políticas.
Una serie de circunstancias determinan que el acuerdo constitucional al que se llegó en 1978 en materia de distribución territorial del poder fuese, por definición, poco preciso, ambiguo, escasamente pormenorizado, imperfecto en términos de ingeniería constitucional, abierto y en cierta manera provisional. Un acuerdo, en definitiva, de apertura de un proceso de descentralización política que podría tomar diferentes rumbos, intensidades y velocidades dentro de un marco limitador que, a su vez, debería ser suficientemente flexible y adecuadamente claro.
La complicada redacción del artículo 2 de la Constitución, donde se reconoce la unidad de la nación española, a la vez que la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, es un claro reflejo de las consecuencias negativas derivadas del propio consenso, incompatible en muchos casos, y en este también, con la precisión, el rigor conceptual y la claridad terminológica. Y lo mismo puede decirse del Título VIII, donde se aborda la organización autonómica del Estado al margen de los modelos que nos suministran el derecho y la ciencia política comparada.
Tiene razón, en este caso, Pérez Royo (1995: 708) cuando afirma que “lo que la Constitución contiene es más la apertura de un proceso histórico que una ordenación jurídica de la estructura del Estado, aunque sí contenga elementos a partir de los cuales habrá que definir dicha estructura”.
Pues, bien, de eso se trata: definir y precisar. Definir y clarificar qué forma de Estado tenemos, qué forma de Estado practicamos y qué forma de Estado necesitaríamos a la vista de los problemas suscitados. Frente a la indefinición, confusión y ambigüedad existente, es necesario poner claridad, precisión y rigor conceptual. ¿Qué es el Estado autonómico?
¿Es el Estado autonómico de facto, es decir, tal como se viene practicando, un Estado funcionalmente federal?
¿Es el Estado autonómico de iure, es decir, formalmente y conforme a las tipologías y categorías jurídico-políticas y constitucionales un Estado federal?
¿Qué es lo que nos separa aún del Estado federal? A través de los siguientes epígrafes intentaré ir respondiendo de manera sucinta y secuencial a estas cuestiones ?¿ Qué forma de Estado tenemos?
La respuesta a esta pregunta no sólo tiene un interés teórico y doctrinal para ayudarnos a situar la estructura política del Estado español en el marco del derecho comparado, sino que resulta imprescindible también para clarificar la situación presente y poder avanzar así en la configuración futura del mismo.
El Estado autonómico.
El Estado autonómico se parece mucho al federal, funciona de una manera muy similar, cuenta con unas instituciones y un esquema organizativo casi idéntico y, además, y como más adelante se explicará, participa también de la idea federal. Todo esto es cierto. Ahora bien, de ahí a afirmar que el Estado de las Autonomías es ya federal lo considero un error conceptual que, al mismo tiempo, contribuye a alimentar la confusión y la incertidumbre sobre nuestra forma de Estado.
Aceptamos que después de más de 25 años de funcionamiento el Estado autonómico ha forzado al máximo su dinámica descentralizadora y centrífuga, y que las previsiones constituyentes y constitucionales han sido totalmente colmadas y hasta rebosadas. Todo ello hace que el Estado autonómico que echó a andar en 1978 esté actualmente irreconocible, apreciándose por todas partes esa coloración y esa dimensión federalizante. No obstante, y pese a todo ello, la forma de Estado en España sigue siendo, desde las categorías constitucionales y desde el punto de vista formal, autonómico, esto es, regional o, como algunos prefieren denominar (F. Rubio Llorente, 1993), Estado constitucionalmente regionalizado. Y digo sigue siéndolo, porque nunca dejó de serlo y porque esta es la forma de Estado que los constituyentes –y pese a las ambigüedades e imprecisiones derivadas del propio consenso- quisieron adoptar para España, aunque fuese principalmente por exclusión y rechazo explícito de las otras dos categorías: la unitaria centralista y la federal.
Ciertamente, casi todos estaban de acuerdo en rechazar la fórmula de Estado unitario y centralista, deseando en ese sentido que siguiese la misma suerte que la propia dictadura; y casi todos, aunque por distintas razones, estaban también en contra de la fórmula federal. El resultado fue, pues, el Estado autonómico, una de las muchas manifestaciones actuales de la forma de Estado regional.
¿Y qué es el Estado regional?
Es en Italia, y por razones obvias, donde la doctrina constitucional ha dedicado una especial atención a definir la naturaleza jurídica del Estado regional, considerándolo como una realidad jurídico-política independiente, nueva y superadora de la dicotomía clásica entre Estado unitario y Estado federal. Entre los muchos autores defensores de esta postura destaca la figura del constitucionalista siciliano Gaspar Ambrosini, cuya doctrina en torno a la singularidad del Estado regional ha servido de pauta orientadora fundamental hasta la fecha, siendo además inspirador del proyecto regionalizador italiano plasmado en la Constitución de 1947 (Ferrando Badía, 1978).
El Estado regional se define como tipo intermedio entre el unitario y el federal, caracterizado por la autonomía de las entidades territoriales (llámense regiones, Comunidades Autónomas u otra cosa); y como una fórmula política intermedia y distinta a las otras dos, frente a las que presenta claras diferencias.
Respecto del Estado unitario, la diferencia radica principalmente en la naturaleza jurídica de los poderes atribuidos a los entes territoriales. En el Estado unitario las provincias, o cualquier otra entidad territorial equivalente, constituyen una circunscripción meramente administrativa, con potestad administrativa y reglamentaria como máximo. En el Estado regional, en cambio, la región o, en nuestro caso, la Comunidad Autónoma no constituye solamente una entidad administrativa, sino también una entidad política, dotada de potestad legislativa, de naturaleza igual a la del Estado, además de la potestad ejecutiva, administrativa y reglamentaria. En los Estados unitarios centralizados existe un solo ordenamiento constitucional, un solo centro, núcleo y nivel de decisión e impulso político, un solo aparato o complejo estatal y una sola fuente legislativa.
El calificativo de unitario, centralista y monista resulta, pues, plenamente justificado. La diferencia que existe entre el sistema de las regiones autónomas y el de las circunscripciones territoriales también descentralizadas del Estado unitario, es tan amplia y profunda que no permite que a los dos sistemas se les considere, en modo alguno, como dos subespecies de un mismo tipo de Estado, el unitario-centralista.
Respecto del Estado federal existen claras diferencias, fácilmente identificables desde el punto de vista formal. Así, una diferencia esencial radica en que los Estados miembros de aquél gozan, además de autonomía legislativa, de una autonomía constitucional, consecuencia de un poder constituyente, dando lugar a una pluralidad de ordenamientos constitucionales originarios (pluralidad de Constituciones), que son, por un lado, el poder constituyente del Estado federal y, por otro, los poderes constituyentes de los Estados federados. Los entes territoriales regionales no gozan de tal potestad, por lo que las CCAA no pueden ser consideradas unidades político-territoriales constituyentes; y es por eso por lo que los Estatutos de autonomía necesitan del concurso de dos voluntades (la estatal y la autonómica) para poder ser aprobados. La Constitución de 1978 se establece a partir de “la indisoluble unidad de la Nación española” y, a la vez, el pueblo español constituye el único sujeto de la soberanía nacional.
Algunas Comunidades Autónomas, incluso, no existían con anterioridad al proceso político que origina la Constitución. En los Estados regionales, además, existe un solo ordenamiento constitucional (una sola Constitución), pero una pluralidad de ordenamientos legislativos ordinarios y de igual naturaleza, tanto por su fundamento como por la eficacia jurídica de las leyes promulgadas por los mismos.
Por otra parte, los Estados miembros reproducen, en su inmensa mayoría, el esquema organizativo e institucional del Estado federal, desplegando en su totalidad e integridad todas aquellas funciones propias de un sistema estatal completo (poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial). En contraste con los poderes legislativo y ejecutivo, el Estado de las Autonomías no ha tenido prácticamente incidencia alguna en la estructura y funcionamiento del poder judicial, ya que éste sigue básicamente los parámetros propios de un Estado unitario centralizado. Puede afirmarse, en este sentido, que cuando las colectividades integrantes logran conservar en el seno de la colectividad global de la que forman parte la cualidad de Estado, entonces nos hallamos en presencia de la categoría de Estado miembro, en caso contrario serán entes autónomos o regionales.
Por último, otra diferencia importante entre el Estado federal y el regional la encontramos en el Senado. Mientras en el Estado federal el Senado es la Cámara de representación territorial a través de la cual las entidades federadas están representadas, participan y son asociadas así al gobierno de la Federación, en el Estado regional la Cámara alta no tiene esa vocación ni esa vinculación genuina y exclusiva con los entes “federados”. En contra de lo que establece la Constitución de 1978, el Senado español no puede ser considerado como una “Cámara de representación territorial”, ya que la mayoría de los senadores son elegidos por las provincias, y las CCAA como tales no juegan ningún papel central en el poder legislativo del Estado, ni siquiera en aquellas cuestiones que les afectan directamente. Incluso, y por lo que respecta a la reforma constitucional, las CCAA, y a diferencia de los Estados federados, no participan en el proceso de reforma o revisión, ya que ésta corresponde básicamente, y unilateralmente, al Parlamento central y al conjunto de los ciudadanos del Estado a través del referéndum.
Estado unitario-centralista, regional y federal.
Es oportuno señalar al pie de esta precisión relativa a las diferencias existentes entre las tres formas de Estado (unitario-centralista, regional y federal) que los criterios que la informan siempre tienen algo de arbitrario, y que los sistemas jurídicos puros difícilmente se encuentran realizados en toda su integridad en los derechos positivos vigentes de cada una de las formas de Estado analizadas. Estas casi siempre suelen presentar una serie de particularidades y matices que en muchos casos no responden a todos los requisitos del tipo en que viene encasillado cada grupo de Estados afines.
Pero ello no debiera desautorizar, sin embargo, esta clasificación, la cual está construida en base a la verificación empírica, es decir, a la observación de unos datos que la misma realidad proporciona, y que en modo alguno deben ser ignorados o confundidos. Sin duda, las recientes y numerosas experiencias de descentralización política regional han contribuido decisivamente a cuestionar la tradicional clasificación entre Estado unitario y Estado federal. Creemos que la importancia de la cuestión no reside sólo en la discusión terminológica sino también en la constatación de que nuevas formas estatales están surgiendo, y ello nos invita a discernir su especificidad. En este caso, hemos de preguntarnos qué ocurre cuando la estructura y el
funcionamiento de un Estado ha dejado de ser unitaria-centralista pero no llega a alcanzar la categoría, el nivel y la forma federal. La reflexión hecha por el profesor Ramón Martín Mateo hace unos años (1986: 54) puede contribuir a clarificar notablemente esta cuestión:
“Tradicionalmente sólo existían dos grandes familias de Estado: unitarios y federales. La
aparición del Estado regional, como tertium genus es relativamente reciente, e incluso su
legitimación ha sido controvertida, no faltando sectores importantes de la doctrina que ven aquí
una simple subespecie del Estado unitario. Pero realmente creemos que esta categoría responde a
una realidad político-territorial singular, a saber, la presencia de una descentralización acentuada
que asigna poderes importantes a unas determinadas comunidades intermedias: las regiones”.
El gran parecido en la práctica entre el Estado federal y el autonómico.
Son muchos los expertos que consideran que existe una gran coincidencia entre el modelo federal y el actual Estado autonómico tal como lo venimos practicando, esto es, tal como de facto viene funcionando.
Gregorio Peces-Barba (1998), por ejemplo, opina que el Estado de las Autonomías es un Estado funcionalmente federal, por lo que incluso considera que es un sin sentido lingüístico sostener que el Estado autonómico deba convertirse en un Estado federal. Gumersindo Trujillo (1999: 290), a su vez, insiste en resaltar “la insoslayable coloración federal del Estado autonómico”, un Estado que ha ido poco a poco configurándose como un modelo avanzado de descentralización política, “de muy difícil deslinde con las formas federales contemporáneas”.
En el apartado anterior, y después de analizar las diferencias formales existentes entre el Estado regional y el federal, ya quedaron patentes algunos de los elementos y rasgos característicos del Estado federal. Vamos ahora a precisar un poco más esta realidad federal para, así, poder comprobar en qué medida el Estado autonómico comparte, de hecho, dicha realidad.
¿Cuándo, realmente, un Estado es federal?
La doctrina federalista actual entiende que no existe un criterio único para calificar a un Estado de federal, ni existe tampoco un concepto de Estado federal capaz de dar cuenta de toda la variedad de formas actuales existentes. El modelo de Estado federal sólo se puede definir de manera aproximativa, y sobre la base de los elementos estructurales comunes a todos los países donde está vigente dicho modelo. En este sentido, la mayoría de los expertos sostienen que este tipo de Estado ha de reunir básicamente un mínimo de elementos que bien se podrían concretar en los siguientes, algunos de los cuales ya fueron analizados en el epígrafe anterior dedicado a diferenciar las distintas formas de Estado existentes:
La doctrina federalista actual entiende que no existe un criterio único para calificar a un Estado de federal, ni existe tampoco un concepto de Estado federal capaz de dar cuenta de toda la variedad de formas actuales existentes. El modelo de Estado federal sólo se puede definir de manera aproximativa, y sobre la base de los elementos estructurales comunes a todos los países donde está vigente dicho modelo. En este sentido, la mayoría de los expertos sostienen que este tipo de Estado ha de reunir básicamente un mínimo de elementos que bien se podrían concretar en los siguientes, algunos de los cuales ya fueron analizados en el epígrafe anterior dedicado a diferenciar las distintas formas de Estado existentes:
- El reconocimiento constitucional de la estructura federal, que es por definición plural, compuesta y multinivel.
- La distribución de competencias entre la Federación y los Estados miembros, garantizada constitucionalmente, incluyendo el reconocimiento de competencias no sólo administrativas sino también legislativas y de dirección política a favor de las entidades federadas.
- La resolución de los conflictos mediante una instancia judicial superior y neutral, generalmente un Tribunal Constitucional.
- La existencia de unas instituciones representativas en los Estados federados que actúan políticamente sin dependencia de la Federación.
- Un modelo de financiación objetiva, suficiente y garantizada, para hacer posible una distribución de recursos financieros acorde con el reparto de las funciones y tareas asumidas.
- Un sistema articulado de relaciones intergubernamentales.
- Garantía de que las bases del sistema no pueden ser alteradas por ley ordinaria.
- Participación y representación de los entes políticos territoriales en una Segunda Cámara del Parlamento federal, a través de la cual son asociados a la gobernanza de la comunidad política global.
Ha de tenerse en cuenta, en este mismo orden de cosas, las grandes transformaciones que ha experimentado el federalismo actual respecto al pasado, pasándose del llamado federalismo dual al cooperativo o de “relaciones intergubernamentales”, por exigencias principalmente de la democracia y del Estado de bienestar. Este proceso de transformación viene marcado por hechos tan relevantes como la
reforma constitucional alemana de 1969, siendo su principal resultado la introducción del federalismo cooperativo (kooperative föderalismus), así como la publicación del libro de Michael Reagan y John Sanzone titulado significativamente The New Federalism (1981), donde se proclama la muerte del viejo federalismo y se da la bienvenida al nuevo estilo o paradigma cuya denominación sería precisamente la de intergovernmental relations.
Este nuevo federalismo pone de relieve la efectiva interdependencia y reparto de funciones entre los distintos niveles de gobierno, así como la influencia que cada instancia es capaz de ejercer sobre la otra. Por otra parte, y más que poner el acento en las competencias exclusivas de uno u otro nivel, ahora la atención se centra más en las competencias compartidas y concurrentes, animando a la intervención conjunta en las mismas materias y dando así lugar a la creación de órganos mixtos, a la práctica de la colaboración, al diálogo permanente y a la concertación.
Ya no se puede gobernar de manera separada, por compartimentos, y es necesario que todas las instancias y niveles de poder se relacionen, impliquen y colaboren entre sí. Según el enfoque intergubernamental “gobernar” es convertir los recursos disponibles en actuaciones con resultados, y a través de programas públicos capaces, precisamente, de integrar numerosos actores, y de diferentes niveles. Un importante contingente de actividades e interacciones tienen lugar entre unidades de gobierno de todo tipo y nivel territorial, y donde los diferentes actores se ven compelidos a actuar conjuntamente, en un entorno de interacción, a fin de que el sistema funcione, más allá del reparto de poder existente formalmente en un Estado.
Los elementos federales del Estado autonómico.
Una vez expuestos los elementos esenciales del federalismo actual se trata ahora de comprobar hasta qué punto el Estado autonómico comparte dichos elementos y caracteres, fijándonos para ello en cuestiones tales como la garantía constitucional del autogobierno territorial, la distribución de competencias, la financiación y la resolución de los conflictos, etc.
Respecto del primer punto parece claro que, de la misma manera que los Estados federados tienen garantizada constitucionalmente su autonomía, en España el reconocimiento constitucional de la autonomía está explícitamente recogido en el artículo 2 de la Constitución, donde se establece y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la nación española. En relación a los Estatutos de autonomía se puede afirmar que, efectivamente, y en cuanto normas fundantes de los ordenamientos territoriales (J. J. Solozábal, 2004), equivalen a las Constituciones de los Estados federados y cumplen funciones muy similares, al considerarlos nuestro ordenamiento constitucional “norma institucional básica de cada Comunidad Autónoma”.
Los constitucionalistas los definen como leyes orgánicas especiales, es decir, leyes constitucionales de segundo grado o, sin más, leyes constitucionales derivadas (F. Rubio Llorente, 1993). La existencia de dos niveles de instancias políticas e institucionales en el Estado autonómico, al igual que en el federal, no ofrece ninguna duda. Hay una doble instancia parlamentaria (las Cortes Generales y los Parlamentos autonómicos) y un doble nivel de gobierno (Presidente y Gobierno central, Presidentes y Gobiernos autonómicos). Falta, eso sí, algo característico a los Estados federales clásicos, como es un poder judicial propio de cada Estado miembro, pero tal como demuestra el caso belga la carencia de este elemento ya no constituye una condición indispensable del Estado federal; lo que pone una vez más de manifiesto que las vías y expresiones prácticas del federalismo son, no conviene olvidar, múltiples y variadas.
Modelo autonómico español.
Los constitucionalistas los definen como leyes orgánicas especiales, es decir, leyes constitucionales de segundo grado o, sin más, leyes constitucionales derivadas (F. Rubio Llorente, 1993). La existencia de dos niveles de instancias políticas e institucionales en el Estado autonómico, al igual que en el federal, no ofrece ninguna duda. Hay una doble instancia parlamentaria (las Cortes Generales y los Parlamentos autonómicos) y un doble nivel de gobierno (Presidente y Gobierno central, Presidentes y Gobiernos autonómicos). Falta, eso sí, algo característico a los Estados federales clásicos, como es un poder judicial propio de cada Estado miembro, pero tal como demuestra el caso belga la carencia de este elemento ya no constituye una condición indispensable del Estado federal; lo que pone una vez más de manifiesto que las vías y expresiones prácticas del federalismo son, no conviene olvidar, múltiples y variadas.
Modelo autonómico español.
En España, y tal como sucede en todos los Estados federales, la difícil y compleja distribución de competencias parte de la propia Constitución, aunque inicialmente, y a diferencia de aquéllos, el texto constitucional no determinaba convenientemente cuales corresponderían exactamente a las CCAA sino que se limitaba a fijar un mínimo y un máximo, y remitía a los Estatutos, y al propio proceso autonómico, para definir las competencias que finalmente corresponderían a las Comunidades.
A ello se añadía la existencia de dos niveles distintos de Comunidades debido principalmente al volumen de competencias que poseían, uno muy alto y otro inferior. Superado este desconcierto inicial, a lo que contribuyó decisivamente la jurisprudencia sentada por el Tribunal Constitucional a través de una intensa y perseverante actuación, hoy día se ha consolidado un sistema de competencias bastante razonable y “federal”, es decir, muy similar a los existentes en los federalismos comparados, lo cual no quiere decir que el sistema esté cerrado y que no sea necesario proceder periódicamente a un reajuste y redistribución de tareas y funciones.
Partiendo del artículo 149 de la Constitución se pueden distinguir cuatro grandes categorías de competencias: exclusivas del Estado, exclusivas de las Comunidades Autónomas, concurrentes y compartidas. Estas dos últimas, y como consecuencia de la implantación del federalismo cooperativo en detrimento del dual, son las que predominan hoy día en los sistemas federales, y suponen la intervención del Estado y de los entes territoriales en la misma materia.
La competencia es concurrente cuando el Estado aprueba una ley básica y las CCAA aprueban leyes de desarrollo, teniendo además la potestad reglamentaria y de ejecución; este tipo de competencias abarca ámbitos tan importantes como la educación, economía, sanidad o medio ambiente. La competencia es compartida cuando la legislación corresponde al Estado y la ejecución a las Comunidades.
Partiendo del artículo 149 de la Constitución se pueden distinguir cuatro grandes categorías de competencias: exclusivas del Estado, exclusivas de las Comunidades Autónomas, concurrentes y compartidas. Estas dos últimas, y como consecuencia de la implantación del federalismo cooperativo en detrimento del dual, son las que predominan hoy día en los sistemas federales, y suponen la intervención del Estado y de los entes territoriales en la misma materia.
La competencia es concurrente cuando el Estado aprueba una ley básica y las CCAA aprueban leyes de desarrollo, teniendo además la potestad reglamentaria y de ejecución; este tipo de competencias abarca ámbitos tan importantes como la educación, economía, sanidad o medio ambiente. La competencia es compartida cuando la legislación corresponde al Estado y la ejecución a las Comunidades.
Por lo que respecta a la financiación, la Constitución contiene unos principios y normas muy generales, postulando un equilibrio entre los principios de unidad, autonomía financiera y solidaridad, instaurando también la coexistencia de dos sistemas de financiación: el general o común, que corresponde a la mayoría de las CCAA, y el foral que se aplica a Navarra y al País Vasco.
Financiación.
Mediante este sistema de financiación, inspirado en cierta manera en los planteamientos y principios hacendísticos de Richard Musgrave (asignación, estabilidad y redistribución), los flujos financieros necesarios tanto para hacer efectivas las transferencias recibidas, como para asegurar la solidaridad interterritorial, proceden casi en su totalidad del nivel central del Estado. De esta manera, y siguiendo un procedimiento típico de descentralización económica, no había lugar ni para la autonomía financiera ni para la corresponsabilidad fiscal de las Comunidades Autónomas, correspondiendo, así, a la Administración central todo el protagonismo en el ámbito de la financiación.
Este procedimiento general de financiación está vigente en sus líneas principales hasta 1992, fecha a partir de la cual las relaciones financieras entre el Estado y las CCAA inauguran una nueva etapa, caracterizada por la coexistencia de mecanismos de descentralización económica procedentes del modelo anterior con nuevas técnicas que permiten ya un cierto grado de autonomía financiera a favor de las Comunidades.
Financiación.
Mediante este sistema de financiación, inspirado en cierta manera en los planteamientos y principios hacendísticos de Richard Musgrave (asignación, estabilidad y redistribución), los flujos financieros necesarios tanto para hacer efectivas las transferencias recibidas, como para asegurar la solidaridad interterritorial, proceden casi en su totalidad del nivel central del Estado. De esta manera, y siguiendo un procedimiento típico de descentralización económica, no había lugar ni para la autonomía financiera ni para la corresponsabilidad fiscal de las Comunidades Autónomas, correspondiendo, así, a la Administración central todo el protagonismo en el ámbito de la financiación.
Este procedimiento general de financiación está vigente en sus líneas principales hasta 1992, fecha a partir de la cual las relaciones financieras entre el Estado y las CCAA inauguran una nueva etapa, caracterizada por la coexistencia de mecanismos de descentralización económica procedentes del modelo anterior con nuevas técnicas que permiten ya un cierto grado de autonomía financiera a favor de las Comunidades.
Esta incipiente autonomía financiera de las Comunidades va a concretarse, principalmente, en la cesión de un porcentaje de la cuota líquida del IRPF generada en sus respectivos territorios, lo que supone introducir un mecanismo de financiación específico ligado a la particular capacidad de generación de riqueza por parte de cada Comunidad. Esta tendencia se acentúa en los años posteriores, principalmente a partir de la llegada al poder del Partido Popular, siendo, además, una de las consecuencias de la firma de los Pactos de Gobernabilidad.
El 27 de julio de 2001 el Consejo de Política Fiscal y Financiera aprueba un nuevo sistema de financiación de las CCAA del régimen común, que ha contado con el apoyo unánime de todas ellas, convirtiéndose así en el instrumento capaz de articular con carácter estable el desarrollo económico financiero de las Comunidades. El nuevo sistema tiene como objetivos principales garantizar los principios de suficiencia y estabilidad financiera, así como el de solidaridad entre las distintas Comunidades; para ello aumenta los recursos disponibles por las mismas y los recursos propios, mediante la cesión de nuevos tributos, la atribución de mayores facultades normativas sobre los propios tributos cedidos y la significativa ampliación de las figuras tributarias compartidas.
Además de todo ello, el nuevo sistema pretende avanzar y consolidar el principio de corresponsabilidad fiscal, al hacer responsable a las CCAA no sólo de sus gastos, sino también de la gestión eficaz de sus propios ingresos, lo que por otra parte va a permitir que los ciudadanos puedan ejercer un control más directo de la actuación de su Administración autonómica. En el momento actual, y como consecuencia del proceso de reforma estatutaria emprendido por algunas CCAA, este modelo de financiación vuelve a ser cuestionado, abriendo de nuevo la cuestión y originando, así, un nuevo debate a nivel estatal.
Además de todo ello, el nuevo sistema pretende avanzar y consolidar el principio de corresponsabilidad fiscal, al hacer responsable a las CCAA no sólo de sus gastos, sino también de la gestión eficaz de sus propios ingresos, lo que por otra parte va a permitir que los ciudadanos puedan ejercer un control más directo de la actuación de su Administración autonómica. En el momento actual, y como consecuencia del proceso de reforma estatutaria emprendido por algunas CCAA, este modelo de financiación vuelve a ser cuestionado, abriendo de nuevo la cuestión y originando, así, un nuevo debate a nivel estatal.
Por último, y conforme al modelo federal, la Constitución española encomienda al Tribunal Constitucional la solución de los conflictos y disputas, relacionadas principalmente con la atribución y el ejercicio de competencias, que indefectiblemente puedan surgir entre el Estado y las Comunidades, o entre las propias Comunidades Autónomas. El Tribunal Constitucional decidirá conforme a criterios jurídicos quién tiene la razón y quién no, de acuerdo con el ordenamiento jurídico-constitucional vigente.
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