Apuntes Personales y de Derecho de las Universidades Bernardo O Higgins y Santo Tomas.


1).-APUNTES SOBRE NUMISMÁTICA.

2).- ORDEN DEL TOISÓN DE ORO.

3).-LA ORATORIA.

4).-APUNTES DE DERECHO POLÍTICO.

5).-HERÁLDICA.

6).-LA VEXILOLOGÍA.

7).-EDUCACIÓN SUPERIOR.

8).-DEMÁS MATERIAS DE DERECHO.

9).-MISCELÁNEO


sábado, 31 de mayo de 2014

126.-El Foro y las basílica romanas.-a


  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala ; Marcelo Yañez Garin; Ana Karina Gonzalez Huenchuñir

Introducción 
Vista del Foro

El foro (en latín, forum) era un espacio público en las antiguas ciudades romanas con funciones comerciales, financieras, religiosas, administrativas y económicas, además de ser el lugar donde los ciudadanos romanos realizaban comúnmente su vida social.
Originalmente el término foro era usado para referirse al lugar de una ciudad donde se establecía el mercado. Se encontraba en una de las cuatro entradas de la ciudad (las dos del cardo y las dos del decumano) y durante mucho tiempo, estuvo situado fuera de las murallas (de donde viene el nombre de forum, que significa fuera). Este mercado venía a constituir una especie de enlace con el mundo exterior. Sin embargo, a partir del siglo VIII a. C. el foro vino a transformarse en una plaza porticada, ya ubicada en el interior de la ciudad.
ruinas

En el foro estaban localizados los elementos más importantes de la ciudad: el templo, donde se rendía culto a los dioses y, a partir de Octavio Augusto, al emperador; la basílica, donde se impartía justicia, además de ser el centro de la vida económica; los comicios, que tenían funciones tanto electorales como legislativas, bajo el control del senado; el tesoro (aerarium); la curia, con funciones legislativas; y el archivo (tabularium). El foro se situaba en la confluencia del cardo con el decumano y constituía el centro de la ciudad y de la vida pública romana.







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Escudo de Roma


El escudo de la ciudad de Roma consiste en un escudo gótico con el campo de gules, en el que figura una cruz griega y la sigla SPQR de la expresión latina Senatvs Popvlvs Qve Romanvs, cuya traducción es «el Senado y el Pueblo Romano». La cruz y la sigla están escritas en oro y se disponen en una diagonal descendente, denominada banda en heráldica. El escudo está timbrado con una corona de oro abierta y decorada con ocho florones, cinco a la vista.
La versión actualmente vigente se encuentra regulada en un Decreto aprobado el 26 de agosto de 1927.
El blasonamiento o descripción heráldica del escudo de Roma es el siguiente:
En un campo de gules, una cruz griega de oro y las mayúsculas SPQR escritas de lo mismo, todo colocado en banda.

 

 

 




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El foro romano que surgió en ciudades ya existentes suele ser abierto y discontínuo y no presenta una planificación previa; sin embargo en las ciudades creadas ex novo sí puede observarse una planificación muy minuciosa. A partir del siglo III a. C. los foros empiezan a cerrarse mediante pórticos. Posteriormente los foros pasarían a ser las antecesoras de las plazas actuales.

La basílica romana.

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El término basílica proviene del latín basilica que a su vez deriva del griego βασιλική (fonéticamente, basiliké) que significa 'regia o real' (fem.), y viene a ser una elipsis de la expresión completa βασιλική οἰκία (basiliké oikía) que quiere decir «casa real». Una basílica era un suntuoso edificio público que en Grecia y Roma solía destinarse al tribunal, y que en las ciudades romanas ocupaba un lugar preferente en el foro.
Después de que el Imperio romano se volviese oficialmente cristiano, el término se usó también para referirse a iglesias, generalmente grandes o importantes, a las que se habían otorgado ritos especiales y privilegios en materia de culto. En este sentido se utiliza hoy la denominación, tanto desde el punto de vista arquitectónico, como religioso.

La basílica romana tuvo múltiples usos, dedicándose a mercado, lugar de transacciones financieras, culto o, más ordinariamente, a la administración de justicia; también se utilizaba como lugar de reunión de los ciudadanos para tratar asuntos comunes.
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En cuanto a su concepción arquitectónica, se trataba de una gran sala rectangular compuesta por una o más naves (siempre en número impar), en este segundo caso, la central era más ancha y alta y estaba soportada por columnas. La diferencia de alturas se aprovechaba para abrir huecos de iluminación en la parte alta de los muros. En uno de los extremos de la nave principal existía una exedra o ábside, donde se instalaba la presidencia, mientras que la entrada se efectuaba por el extremo opuesto a través de un pórtico.

Las basílicas del Foro Romano

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A lo largo de la historia, en el Foro Romano se construyeron las siguientes basílicas:

1.-Basílica Porcia, construida en 184 a. C. por Marco Porcio Catón, «Catón el Viejo».
2.-Basílica Emilia, construida en 179 a. C. por el censor Marco Emilio Lépido.
3.-Basílica Opimia, construida en 169 a. C. por el cónsul Opimio
4.-Basílica Sempronia, construida en 169 a. C. por el censor Tiberio Sempronio Graco.
5.-Basílica Julia, iniciada en 54 a. C. por Augusto sobre los restos de la antigua basílica Sempronia.

6.-Basílica de Majencio, una de las más espléndidas y uno de los edificios más importantes de su tiempo, iniciada por el emperador Majencio entre los años 307 y 310 y acabada por Constantino después de 313. Se singulariza por disponer de cubierta abovedada de arista.

 

 Basílica Julia.

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La Basílica Julia (en italiano, Basilica Giulia) fue una estructura que en el pasado se alzaba en el Foro Romano. Era un edificio público grande y ornamentado, usado para reuniones y otros negocios oficiales a principios del Imperio Romano. Sus ruinas se han excavados. Lo que queda de su período clásico son principalmente los cimientos, los suelos, un pequeño muro de la esquina trasera con unos pocos arcos que son parte del edificio original y más tarde reconstrucciones imperiales y una sola columna de su primera fase constructiva.
Cierra por el lado sur el Foro Romano, limita al oeste con el Vicus Iugarius separándola del templo de Saturno y al este con el Vicus Tuscus que la separa del templo de los Dióscuros.
Fue empezada a construir por Julio César en 54 a. C., de quien tomó el nombre sobre el espacio antes ocupado por la Basílica Sempronia, erigida en 169 a. C. por Tiberio Sempronio Graco, padre de los tribunos de la plebe Tiberio y Cayo, quien para edificarla habría demolido la casa de Escipión el Africano y algunas tiendas de las Tabernae veteres. Para despejar el solar, César tuvo además que desplazar la tribuna de oradores a la extremidad oeste del Foro Romano. La Basílica Julia fue acabada por Augusto, pero se incendió en 14 a. C. y fue reconstruida por el mismo emperador que la dedicó a sus hijos adoptivos Cayo y Lucio en el año 12. Sufrió un nuevo incendio en época de Carino en 283 y volvió a ser restaurada con Diocleciano. Una última destrucción parcial sucedió con el saqueo de Alarico siendo reconstruida por el prefecto urbano Gabinio Vetio Probiano.

partes de basílica

Albergaba los tribunales de lo civil. Actuaba como sede del tribunal de los Centunviros, ciento ochenta jueces que eran el total de los cuatro tribunales juntos.
Era de grandes dimensiones (109x48 metros) con una nave central de 82x18 metros en torno a la cual había cuatro naves menores abovedadas en dos pisos y con arcos enmarcados por semicolumnas. La nave central se dividía en cuatro partes por cortinajes o estructuras de madera que cuando se requería se retiraban para dejar el espacio vacío.

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En la escalinata del pórtico se encuentran juegos grabados en el mármol blanco como una especie de damas chinas o un círculo dividido en segmentos.
basílica Ulpia

basílica Ulpia

 

 

 



El Foro Romano 



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(en latín, Forum Romanum, aunque los romanos se referían a él comúnmente como Forum Magnum o simplemente Forum) era el foro de la ciudad de Roma, es decir, la zona central, semejante a las plazas centrales en las ciudades actuales, donde se encuentran las instituciones de gobierno, mercado y religión. Al igual que hoy en día era donde tenían lugar el comercio, los negocios, la prostitución, la religión y la administración de justicia. En él se situaba el hogar comunal. Series de restos de pavimento muestran que sedimentos erosionados desde las colinas circundantes ya estaban elevando el nivel del foro en la primera época de la República. Originalmente había sido un terreno pantanoso, que fue drenado por los Tarquinios mediante la Cloaca Máxima. Su pavimento de travertino definitivo, que aún puede verse, data del reinado de César Augusto.
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Actualmente es famoso por sus restos, que muestran elocuentemente el uso de los espacios urbanos durante el Imperio Romano. El Foro Romano incluye los siguientes monumentos, edificios y demás ruinas antiguas importantes:


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  • Templo de Cástor y Pólux
  • Templo de Rómulo
  • Templo de Saturno
  • Templo de Vesta
  • Templo de Venus y Roma
  • Basílica Emilia
  • Basílica Julia
  • Arco de Septimio Severo
  • Arco de Tito
  • Rostra (plural de rostrum), la tribuna desde donde los políticos daban sus discursos a los ciudadanos romanos.
  • Curia Julia, sede del Senado.
  • Basílica de Majencio y Constantino
  • Tabulario
  • Templo de Antonino y Faustina
  • Regia
  • Templo de Vespasiano y Tito
  • Templo de la Concordia
  • Templo de Jano

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Un camino procesional, la Vía Sacra, cruza el Foro Romano conectándolo con el Coliseo. Al final del Imperio perdió su uso cotidiano quedando como lugar sagrado.


El último monumento construido en el Foro fue la Columna de Focas. Durante la Edad Media, aunque la memoria del Foro Romano persistió, los edificios fueron en su mayor parte enterrados bajo escombros y su localización, la zona entre el monte Capitolino y el Coliseo, fue designada Campo Vaccinio o ‘campo bovino’. El regreso del papa Urbano V desde Aviñón en 1367 despertó un creciente interés por los monumentos antiguos, en parte por su lección moral y en parte como cantera para construir nuevos edificios. Se extrajo gran cantidad de mármol para construcciones papales (en el Vaticano principalmente) y para cocer en hornos creados en el mismo foro para hacer cal. Miguel Ángel expresó en muchas ocasiones su oposición a la destrucción de los restos. Artistas de finales del siglo XV dibujaron las ruinas del Foro, los anticuarios copiaron inscripciones desde el siglo XVI y una excavación profesional fue comenzada a finales del siglo XVIII. Un cardenal tomó medidas para drenarlo de nuevo y construyó el barrio Alessadrine sobre él. No obstante, la excavación de Carlo Fea, quien empezó a retirar los escombros del Arco de Septimio Severo en 1803, y los arqueólogos del régimen napoleónico marcaron el comienzo de la limpieza del Foro, que no fue totalmente excavado hasta principios del siglo XX.
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En su estado actual, se muestran juntos restos de varios siglos, debido a la práctica romana de construir sobre ruinas más antiguas.


Existieron foros en otras zonas de la ciudad, conservándose restos en ocasiones considerables de la mayoría de ellos. Los foros en la antigua ciudad de Roma eran los siguientes:
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Los más importantes son los grandes foros imperiales (o Fori Imperiali), que formaban un complejo con el Foro Romano. Estos eran el Foro de César (o Forum Iulium), el Foro de Augusto (o Forum Augustum), el Foro de Nerva (o Forum Transitorium) y el Foro de Trajano. 
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Los planificadores del régimen de Mussolini retiraron la mayor parte de los estratos medievales y barrocos y construyeron una carretera entre los foros imperiales y el Foro.

El Foro Boario (o Forum Boarium), entre el monte Palatino y el río Tíber, que estaba dedicado al comercio de ganado.
El Foro Holitorio (o Forum Holitorium), entre el monte Capitolino y las murallas servianas, que estaba dedicado al comercio de hierbas y verduras.
El Forum Piscarium, entre el monte Capitolino y el Tíber, en la zona del actual gueto de Roma, que estaba dedicado al comercio de pescado.
El Forum Suarium, cerca de los barracones de las cohortes urbanae, en la parte norte del campo de Marte, que estaba dedicado al comercio del cerdo.
El Forum Vinarium, en la zona del actual rione Testaccio, entre el monte Aventino y el Tíber, que estaba dedicado al comercio del vino.

 

 


Grandes discursos

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domingo, 18 de mayo de 2014

125.-Biografía de Antonio Cánovas del Castillo.-a

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; alamiro fernandez acevedo;  Soledad García Nannig; Paula Flores Vargas; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 


Biografía de Antonio Cánovas del Castillo

Político español, artífice del régimen de la Restauración (Málaga, 1828 - Santa Águeda, Guipúzcoa, 1897). Licenciado en derecho por la Universidad de Madrid, las inquietudes de este joven de origen modesto se dirigieron inicialmente hacia la literatura (en la que le apadrinó su tío, el escritor Serafín Estébanez Calderón) y sobre todo hacia la historia, dedicación esta última que no abandonó ni en los momentos álgidos de su vida política; escribió notables trabajos sobre los Austrias y la decadencia española, que le valieron el ingreso en la Academia de la Historia (1860). También fue miembro de la Real Academia Española (1867), la de Ciencias Morales y Políticas (1871) y la de Bellas Artes de San Fernando (1887).
Sus inquietudes intelectuales se canalizaron, además, a través del Ateneo de Madrid, que presidió en 1870-74, 1882-84 y 1888-89. A la política llegó a través del periodismo, trabajando desde 1849 en el diario de Joaquín Francisco Pacheco, líder del grupo «puritano» que representaba el ala más conciliadora del Partido Moderado. Esa vocación centrista quedó confirmada al integrarse en la Unión Liberal, partido creado por Leopoldo O'Donnell para interponerse entre moderados y progresistas.

Su primera responsabilidad política fue la redacción del Manifiesto de Manzanares, que hizo públicas las posiciones de los militares participantes en la llamada «Revolución de 1854» (Leopoldo O'Donnell, Francisco Serrano y Domingo Dulce). Luego fue ocupando puestos políticos de importancia creciente, como los de diputado en las Cortes constituyentes de 1854-56, agente de preces en Roma, gobernador civil de Cádiz, director general de Administración Local, subsecretario de Gobernación, ministro del mismo ramo (1864) y de Ultramar (1865-66). Su actitud ante la insurrección de los sargentos del Cuartel de San Gil (1866) le costó el destierro a Palencia, permaneciendo apartado de todo protagonismo político hasta que estalló la Revolución de 1868, que destronó a Isabel II.
Durante el Sexenio Revolucionario de 1868-74, Antonio Cánovas del Castillo asumió el liderazgo de una minoría conservadora en las Cortes, señalándose en los debates contra el sufragio universal y la libertad de cultos. Atacó tanto al régimen democrático de Amadeo de Saboya como a la Primera República que le sucedió, aprovechando los fracasos de ambos ensayos para consolidar su opción de restaurar la monarquía de los Borbones, pero no en la persona de la ex reina Isabel II -cuyo descrédito había provocado la revolución-, sino en la de su hijo, a quien haría reponer como rey con el nombre de Alfonso XII.
Una vez que abdicó la reina madre en el exilio (1870), Antonio Cánovas consiguió plenos poderes para dirigir la causa monárquica (1873), mientras orientaba la educación del príncipe en Inglaterra y le hacía proclamar el llamado Manifiesto de Sandhurst, en el que trazaba las líneas directrices de una futura monarquía parlamentaria, liberal y moderada, llamando en su apoyo a todos los católicos y descontentos con la situación revolucionaria desvinculados del carlismo (1874).
Cánovas del Castillo fue fortaleciendo paulatinamente la causa alfonsina en medios políticos y acrecentando la viabilidad de la restauración monárquica a medida que quedaba desacreditada la opción republicana; pero, en contra de su voluntad, el general Arsenio Martínez Campos se le adelantó, proclamando al rey mediante un pronunciamiento militar en Sagunto (1874). Sin embargo, por primera vez en la historia de los pronunciamientos españoles, los militares no quisieron ocupar el poder, sino poner en él a Cánovas, como líder de los partidarios de la Monarquía: el último día de aquel año, Cánovas formó un gobierno que ejercería la regencia hasta la llegada de Alfonso XII, el cual confirmó al gabinete en 1875.

Dueño de un poder prácticamente incontestado, Cánovas realizó en los dos años siguientes una obra ingente, que puso las bases del régimen de la Restauración, el cual habría de perdurar hasta el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera (1923). Preparó e hizo aprobar la Constitución de 1876, estableciendo una monarquía liberal inspirada en las prácticas parlamentarias europeas. La clave era acabar con la violencia política y los pronunciamientos militares que habían marcado el reinado de Isabel II, asentando la primacía del poder civil. Pero para ello había que garantizar la alternancia pacífica en el poder; Cánovas diseñó un modelo bipartidista al estilo británico, formando él mismo un gran Partido Conservador a partir de la extinta Unión Liberal; y buscó una figura que aglutinara la opción política alternativa, encontrándola en Sagasta, que asumiría el liderazgo del Partido Liberal, con el cual se turnarían los conservadores en el poder.
Tras gobernar casi sin interrupciones hasta 1881, Cánovas dejó el poder a Sagasta en aquel año, recuperándolo en 1884. Al morir Alfonso XII en 1885 y para consolidar la regencia de María Cristina de Habsburgo, selló con Sagasta el llamado «Pacto de El Pardo», por el cual ambos partidos se sucederían sin enfrentarse en la gobernación del país. Y es que, efectivamente, la peculiaridad del régimen canovista era que las elecciones constituían una farsa manejada por las redes oligárquicas del caciquismo, mientras que el Parlamento y el gobierno se formaban de espaldas a la opinión pública, en función de pactos entre los líderes de los dos partidos dinásticos y con una intervención decisiva de la Corona.
Cánovas volvió a presidir el Consejo de Ministros en 1890-92 y en 1895-97. En su haber como gobernante hay que anotar la pacificación del país, poniendo fin a la sublevación cantonal (1874), la Tercera Guerra Carlista (1875) y la Guerra de los Diez Años en Cuba (1878). Inspirado por la «lección» histórica de la decadencia española, trató de impulsar un resurgimiento nacional, fomentando un nuevo patriotismo español con actos como los que conmemoraron el cuarto centenario del descubrimiento de América (1892).
Pero se mostró impotente ante los nuevos conflictos que suscitaban el nacionalismo catalán, el movimiento obrero, el anarquismo, las disidencias internas de su partido (Francisco Silvela) y la reaparición del movimiento independentista en Cuba (1895). Incapaz de abrir cauces para la participación política de nuevos grupos y aspiraciones, cuando murió asesinado por un anarquista italiano durante su estancia veraniega en un balneario, dejó al régimen ante una situación de crisis que se prolongaría desde la derrota en la Guerra de Cuba (1898) hasta su extinción (1923).

 


Escudo partido: 1: en campo de azur una faja de oro acompañada en jefe de tres estrellas con ocho rayas de plata, y bordura de de oro dimidiada (Cánovas); 2: en campo de oro una torre de plata abierta de sable, y bastón de sable moviente en banda desde la puerte hasta en flanco siniestro, y bordura de gules cargada de ocho besantes de oro (del Castillo)»

 


Discursos 

Discurso de Antonio Cánovas del Castillo III
Discurso de Antonio Cánovas del Castillo II
Discurso de Antonio Cánovas del Castillo I
Citas de Antonio Cánovas del Castillo

 

Antonio Cánovas del Castillo

Cánovas del Castillo, Antonio. Málaga, 8.XI.1828 – Santa Águeda (Guipúzcoa), 8.VIII.1897. Estadista (artífice de la Restauración) e historiador.

Nació en el seno de una familia ilustrada, pero mo­desta: el padre era maestro de primera enseñanza; la madre, prima del destacado escritor Serafín Estéba­nez Calderón, conocido bajo el apelativo de El Soli­tario. Después de una adolescencia difícil en su ciu­dad natal, donde se hubo de abrir camino para sacar adelante a sus cuatro hermanos a la muerte de su pa­dre (1843) ejerciendo como profesor ayudante en el centro de enseñanza de la Junta de Comercio —a la que ya había estado vinculado aquél—, pudo cursar en Madrid la carrera de Filosofía y Jurisprudencia, a partir de 1845, gracias al apoyo de su tío Serafín Es­tébanez, que le proporcionó trabajo en las oficinas de la empresa constructora del ferrocarril Madrid‑Aran­juez. Destacado en el Colegio de Abogados (1853), empieza asimismo a ser conocido Cánovas por sus ac­tividades literarias —la publicación de la novela his­tórica La Campana de Huesca— de las que había sido curioso antecedente la fundación en Málaga del pe­riódico La Joven Málaga.

Se inició en la política gracias a su amistad con Carlos Manuel O’Donnell, con quien coincidió en las aulas universitarias y que lo recomendó a su tío Leopoldo, el famoso general, conde de Lucena, nece­sitado de un secretario “que le ordenase los papeles”. De la colaboración —convertida pronto en amistad estrecha— del general con el joven abogado, que no sólo iba a ordenarle los papeles, como se ha dicho, sino las ideas, surgiría el bosquejo de un proyecto po­lítico integrador, capaz de superar la perpetua con­frontación —guerra fría o caliente— entre modera­dos y progresistas, subsiguiente al final de la Primera Guerra Carlista.

El “pronunciamiento” de O’Donnell —“La Vical­varada”— con su cartel programático, Manifiesto de Manzanares redactado por Cánovas y basado en una apelación al saneamiento de la política (1854), no su­pondría, sin embargo, al degenerar en una peligrosa situación revolucionaria en Madrid y Barcelona, más que el retorno de Espartero, ídolo de los progresistas y apartado de la política durante la década moderada (1844-1854). Se abrió así una etapa de difícil coha­bitación entre el duque de la Victoria y el conde de Lucena (el “Bienio Progresista”) que no respondía, desde luego, a los designios políticos de este último. En cuanto a Cánovas, durante el bienio vivió en una especie de exilio voluntario, al frente de la Agencia de Preces radicada en Roma cuyo reverso positivo fue la inmersión del político español en la atmósfera de arte e historia de la Ciudad Eterna, y una abundante cose­cha documental que, andando los años, le servirá para redactar su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia (1860), que llevará por título La domi­nación de los españoles en Italia. En cuanto a la experiencia revolucionaria de “La Vicalvarada”, a la que había contribuido decisivamente, le sirvió para redu­cir uno de sus principios inconmovibles: el rechazo del recurso a la violencia, expresado en esta frase la­pidaria: “Un hombre honrado no puede tomar parte más que en una revolución y eso, porque ignora lo que es”.

Fue después de la caída de Espartero (1856) cuando O’Donnell logró abrir paso —entre mode­rados y progresistas— a un tercer camino, diseñado por un nuevo partido, la Unión Liberal, más o me­nos inspirado por Cánovas: proyecto ideológico que en principio trataba de asumir una síntesis sociopolí­tica, pero que de hecho apuntaba al partido único y que acabó definiéndose como un Partido de Centro, junto a los otros dos ya existentes: Moderado y Pro­gresista. Ahora bien, también es cierto que los años de hegemonía unionista durante el llamado “Gobierno largo” de O’Donnell (1859-1864), en el que Cáno­vas figuró como subsecretario del ministro de la Go­bernación Posada Herrera, son los más brillantes y fecundos del reinado de Isabel II, animados internacionalmente por la llamada Guerra de África (1859) y por la expedición a México (1862). A partir de 1864 se inicia el declive del reinado de Isabel II, desde el momento en que la vuelta al poder de los moderados fue degenerando en una dictadura de partido, ya que la Reina evitó, obcecadamente, una alternativa pro­gresista, ante el temor de que ello redundase en un nuevo conflicto con Roma, provocado por la segunda Desamortización —la iniciada por el progresista Ma­doz—. Sin embargo, entre 1864 y 1866, aún cupo un turnismo moderadounionista: durante este último, y bajo la presidencia de Alejandro Mon (1864), Cáno­vas ocupó la cartera de Gobernación, y la de Ultramar bajo el último Gobierno de O’Donnell (1866). Pero tras el frustrado pronunciamiento de este mismo año —sublevación del cuartel de San Gil, animada por los progresistas y reprimida con rigor por el conde de Lucena—, la Reina cometió el error y la imprudencia de prescindir de este último para llamar a Narváez, y la situación política degeneró en una dictadura mo­derada, endurecida, tras la muerte de Narváez, por González Bravo. Contra ella se articuló la coalición de progresistas y demócratas, a la que sólo tras la muerte de O’Donnell, autoexiliado en Biarritz, se sumó la Unión Liberal, ahora capitaneada por Serrano. Así se produjo la Revolución de 1868, que provocó la caída del trono y el exilio de la Familia Real.

Por su parte, Cánovas se abstuvo de apoyar a la Reina, pero no se sumó tampoco a la Revolución. Permaneció entregado a sus actividades intelectuales, ahora centradas en el estudio de la decadencia espa­ñola durante los últimos Austria, constituyéndose en una reserva política, a la que tras la abdicación de Isa­bel II en el futuro Alfonso XII, todavía menor de edad (1870), acudió la misma Reina, esta vez bien aconsejada, para que Antonio Cánovas asumiese los trabajos conducentes a una posible Restauración.

El instrumento político de Cánovas sería su Partido, ahora denominado Liberal‑Conservador, concebido con vocación integradora y, por lo mismo, claramente diferenciado del antiguo Partido Moderado, al que consideraba responsable de la revolución que había acabado con la Monarquía isabelina, al paso que se preocupaba, personalmente, de la formación política e intelectual del futuro Alfonso XII, trasladado a Lon­dres para seguir sus estudios militares en la Academia de Sandhurst, pero también para habituarse al clima parlamentario liberal de la Monarquía británica.

Aunque Cánovas no rehuyó la posibilidad de que el cambio de régimen, en los momentos en que la ex­periencia republicana había degenerado en caos y se vivía la “República sin Parlamento” de Serrano, fuese consecuencia de una proclamación militar, confiada al general Concha, marqués del Duero, que estaba a punto de cerrar la Guerra Carlista, la muerte de éste, cuando ultimaba el cerco de Estella después de liberar Bilbao, no sólo prolongó el conflicto, sino que decidió a Cánovas, definitivamente, por una solución civil y democrática confiada a las urnas para cuando Serrano convocase Cortes, ya que su labor proselitista había cosechado adhesiones que parecían asegurar el triunfo de la Restauración. El llamado Manifiesto de Sandhurst —en forma de carta del príncipe Alfonso dirigida a los numerosos monárquicos que le habían felicitado con motivo de su cumpleaños— era la expresión de un programa a un mismo tiempo atenido a la tradición y al progreso y que prometía una conciliación entre las dos Españas disociadas en torno a 1868.

Contra la voluntad de Cánovas se adelantó el gene­ral Martínez Campos, puesto al frente de la brigada Dabán, a proclamar la Monarquía (Alfonso XII) en Sagunto (diciembre de 1874). La casi unanimidad con que los jefes del Ejército y la inmensa mayoría de la población civil secundaron el pronunciamiento —demostración, por lo demás, del éxito logrado por la fecunda labor proselitista desplegada previamente por Cánovas—, obligó al general Serrano a pasar la frontera. Cánovas, que no deseaba que la Monarquía volviese mediante un pronunciamiento —los pro­nunciamientos isabelinos y el “régimen de los gene­rales” eran las dos tradiciones políticas recientes que quería excluir del nuevo régimen—, aunque en prin­cipio desautorizó a Martínez Campos, hubo de ha­cerse cargo del poder, en el que fue confirmado por Alfonso XII, quien en París había recibido la buena nueva de que la Restauración era ya un hecho.

Se iniciaba el “Gobierno largo” de Cánovas, pri­mero con el “Ministerio Regencia” y luego con un gabinete que de hecho prolongó su existencia hasta 1878: etapa en la que pudo darse fin a la guerra ci­vil —en campañas dirigidas por Jovellar y Martínez Campos— y en cuyo inicio el propio Rey hizo acto de presencia. Cánovas quería hacer de él un “Rey sol­dado”, como garantía de una neutralización efectiva del mal llamado “poder militar”.

Se apartó voluntariamente del poder durante po­cas semanas, cediéndoselo a Jovellar (antiguo hombre de confianza de Prim) para que convocase a Cortes Constituyentes con arreglo a la vigente Ley de sufra­gio universal, sin que su propia presencia al frente del Gobierno supusiese un respaldo a dicha Ley, de la que no era partidario por considerarla inadecuada al nivel de madurez ciudadana del país. Ya reunidas las Cortes y recuperado el timón del Gobierno, Cáno­vas se esforzó en atraerse a los núcleos procedentes de la revolución de 1868, dándoles seguridades de que el futuro les estaba abierto. Práxedes Mateo Sagasta, antiguo lugarteniente de Prim y ex ministro de Ama­deo I, respondió a la llamada, al frente de su propio partido, que se mostró dispuesto a acatar la Monar­quía, siempre que dentro de ella fuera posible incor­porar “las esencias del 68”. La Constitución de 1876, obra de Cánovas, se sitúa en equilibrio entre la mo­derada del 45 y la democrática del 69. Si restablece el principio de la cosoberanía (Rey y Cortes), incorpora prácticamente todo el cuadro de derechos y li­bertades individuales de la de 1869.

En cuanto al artículo más cuestionado de la Consti­tución de 1869 —el 21, que establecía la libertad de cultos—, en la de 1876 se tradujo en “tolerancia de cultos”, buscando términos de transacción con la Unión Católica. Y, en fin, la Ley Electoral restableció el sufragio censitario, pero extendiéndolo a los sectores intelectuales y amplias zonas del funcionariado. Cier­tamente, el régimen se había iniciado con restricciones muy duras de las libertades de prensa y cátedra —obra del ministro Orovio, ya destacado por análogas me­didas reaccionarias en la fase foral del reinado de Isa­bel II—, y ello daría lugar a una indignada réplica de los núcleos intelectuales y universitarios, réplica tradu­cida en la fundación de la Institución Libre de Ense­ñanza. En todo caso, se trató de unas disposiciones cir­cunstanciales, tomadas en momentos en que se trataba de atraer a los neocatólicos y a los carlistas, todavía en guerra abierta con el régimen, pero que de hecho que­daron anuladas por la Constitución y que en el primer turno progresista (1881-1883) serán desplazadas por una ampliamente democrática Ley de Prensa.

Promulgada la Constitución (1876) cuando la guerra civil había concluido, la pacificación era una realidad en la Península y ello permitió trasladar el esfuerzo militar a Cuba, donde de nuevo en colabo­ración con el capitán general Jovellar y el jefe de ope­raciones Martínez Campos pudieron cerrar la llamada “Guerra larga” con la Paz del Zanjón. Cánovas cedió el poder a Martínez Campos para que éste recabase el respaldo de las Cortes a los términos de la Paz y a su empeñada promesa de abolición de la esclavitud (la que no llegaría por cierto hasta 1886). De nuevo se trató de un paréntesis tras el que volvería al poder Cá­novas, que prolongó su “Gobierno largo” hasta 1881. La llamada de los progresistas al poder por el Rey en este año permitió desvanecer el resurgido fantasma de los “obstáculos tradicionales”. El “turno” cubierto por Sagasta y Posada Herrera permitió clarificar la jefatura de la izquierda dentro del régimen a favor del primero, polarizador ahora de los reductos aún reacios proce­dentes del “sexenio” a través de su partido fusionista.

Quedaba así configurado el bipartidismo, una de las claves de la idea política de Cánovas. El sistema se completó al producirse la muerte del Rey e iniciarse la regencia de María Cristina de Habsburgo. El llamado Pacto de El Pardo supuso un fundamental acuerdo entre los dos partidos, que no sólo se refería a su alter­nancia pacífica en el poder, sino que se basaba en una lealtad inquebrantable al trono, traducida en el compromiso de hacer causa común, al margen de sus legí­timas diferencias políticas, cuando aquél se viese ata­cado directamente, bien desde la ultraizquierda, bien desde la ultraderecha; mientras, uno y otro —Cáno­vas y Sagasta— se esforzarán en integrar a esos secto­res que habían quedado al margen de la Restauración al producirse ésta. Cánovas había logrado ya la adhe­sión de los neocatólicos de Pidal; Sagasta conseguirá, durante su “Gobierno largo” (1885‑1890), la aper­tura “posibilista” de Castelar.

La Constitución de 1876, el bipartidismo y el Pacto de El Pardo diseñaron así lo que podría cali­ficarse de “sistema centro”, muy diverso del “Partido Centro” que supuso la Unión Liberal en los años se­senta; sistema que respondía a uno de los dogmas del canovismo: no hay posibilidad de gobierno sin transacciones justas, lícitas, honradas e inteligentes. Al mismo tiempo, había consolidado el prestigio del régimen la prudente solución lograda por Cánovas al conflicto de las Carolinas (1884) —evitando una ruptura con el Imperio alemán— y la excelente co­yuntura económica registrada en estos años, especial­mente en Cataluña (“febre d’or”).

El buen funcionamiento del sistema se puso de re­lieve cuando, tras el “Parlamento largo” con el que gobernó Sagasta en el primer lustro de la Regencia, Cánovas asumió la legislación democrática de aquél. En el nuevo turno conservador (1890‑1892), afloraron, sin embargo, diferencias de criterio o de procedi­miento entre el que fuera brazo derecho de Cánovas dentro del Partido, Silvela y Romero Robledo —el político que traducía a la realidad práctica la prema­tura democracia impuesta por Sagasta con la reim­plantación del sufragio universal—: diferencias que abocaron a la disidencia de Silvela y la crisis del Go­bierno. De hecho, la supuesta “democratización” sa­gastina, cuando una gran parte de la sociedad espa­ñola se hallaba muy lejos de la capacidad intelectual y económica necesaria para asumir libremente los de­rechos ciudadanos, se tradujo en un régimen cliente­lista que en cualquier caso cubría una fase transicional hacia la verdadera democracia, similar a la experimen­tada por otros países de Europa y América.

Cánovas formó su último Gobierno en 1895, cuando al final del segundo turno fusionista acababa de producirse la nueva insurrección antillana, exten­dida luego a Filipinas. Aplicó todas sus energías a so­focar el alzamiento, partiendo de la convicción de que Cuba era tierra española y no precisamente colonia. Sólo una vez depuestas las armas por unos compa­triotas rebeldes cabía el planteamiento de reformas autonómicas en las Antillas. Aunque las operaciones, acertadamente dirigidas por Valeriano Weyler, pare­cían apuntar a un éxito final en la primavera de 1897 (Cánovas había logrado eludir la intervención norteamericana asegurando al presidente Cleveland la próxima pacificación de Cuba, acompañada de li­bertades autonómicas asumibles por los insurrectos, según el programa ya iniciado por su Gobierno), este programa quedaría truncado con el asesinato del gran político en el balneario de Santa Águeda (8 de agosto de 1897) por un anarquista italiano, Angiolillo, que se proponía vengar a sus correligionarios ejecutados en Montjuich a raíz de los atentados terroristas de 1893 y 1896. En realidad, fue la Junta Revoluciona­ria Cubana —sus delegados instalados en París— la que desvió el objetivo inicial de Angiolillo —el Rey niño, la Regente— hacia el estadista que encarnaba una verdadera amenaza para su causa.

Del prestigio de Cánovas ante sus contemporáneos pueden ser muestra estas dos manifestaciones formu­ladas a raíz del magnicidio; la de Sagasta en España: “Ahora, muerto Cánovas, podemos tutearnos todos”; y la del canciller Bismarck ante el Reichstag alemán: “Jamás he inclinado la cabeza ante nadie, pero siempre lo hacía con respeto al oír el nombre de Cánovas”.

Cánovas se casó dos veces: la primera en 1860 con María de la Concepción Espinosa de los Monteros, hija del barón del Solar de Espinosa, que falleció en 1865; y la segunda en 1887, ya frisando los se­senta años, con Joaquina de Osma y Zavala, hija de los marqueses de la Puente y Sotomayor, que rodearía de lujo los últimos años del gran estadista en su es­pléndida residencia de La Huerta. No logró descen­dencia de ninguna de las dos, y el título ducal, que le fue concedido tras su muerte a su viuda, pasaría, ya fallecida, a la línea de una hermana de ésta, perdién­dose para el auténtico linaje de Cánovas.

Cánovas fue miembro de la Real Academia de la Historia (1860‑1897) y su director (1882-1897). En ella puso en marcha dos notables iniciativas: la reanu­dación de la publicación de las Actas de las Cortes de Castilla, proseguida hasta hoy; y la dirección de una gran Historia de España confiada a varios autores, que no llegó a completarse. Perteneció también a la Real Academia Española (1867), a la de Ciencias Morales y Políticas (1881), a la de Bellas Artes de San Fer­nando (1882) y a la recién creada de Jurisprudencia y Legislación (1882), que también presidió. Presidió, asimismo, la Real Sociedad Geográfica.

Obras de ~: La Campana de Huesca. Crónica del siglo xii (novela histórica), Madrid, 1852; Historia de la decadencia de España, desde el advenimiento al trono de Felipe II hasta la muerte de Carlos II, Madrid, 1854; De la dominación de los españoles en Italia, discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, Madrid, 1860; Apuntes para la historia de Marrue­cos, Madrid, 1860; Estudios literarios, Madrid, Imprenta de la Biblioteca Universal Económica, 1868, 2 vols.; De las ideas políticas de los españoles durante la Casa de Austria, en Revista de España, 4 (1868), págs. 498-570, y 6 (1869), págs. 40-99; La Casa de Austria: Bosquejo histórico, Madrid, Imprenta de la Biblioteca Universal Económica, 1869 (ed. de D. Castro Alfín, Pamplona, Urgoiti Editores, S.L., 2004); El Solitario y su tiempo: Biografía de D. Serafín Estébanez Calderón y crítica de sus obras, Madrid, Imprenta de A. Pérez Dubrull, 1883; Problemas contemporáneos, Madrid, Imprenta de A. Pérez Du­brull, 1884-1890, 3 vols.; Obras poéticas, Madrid, Imprenta de A. Pérez Dubrull, 1887; Estudios del reinado de Felipe IV, Ma­drid, Imprenta de A. Pérez Dubrull, 1888-1889, 2 vols.; Obras Completas, Madrid, Fundación Cánovas del Castillo, 1997, 13 vols.; La revolución liberal española: antología política (1854-1876), est. prelim. de J. Vilches, Salamanca, Almar, 2002.

Bibl.: R. Campoamor, Cánovas. Estudio biográfico, Ma­drid, Imprenta Central, 1884; L. Alas [Clarín], Cáno­vas y su tiempo, Madrid, Librería de Fernando Fé, 1887; A. Houghton, Les origines de la Restauration des Bourbons en Espagne, Paris, édition Plon & Nourrit, 1890; F. Cos-Gayón, Necrología del Excmo. Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo, Ma­drid, Imprenta del Asilo de Huérfanos del S. C. de Jesus, 1898; E. Cánovas, Cánovas del Castillo. Juicio que mereció a sus contemporáneos españoles y extranjeros, Madrid, M. Romero, 1901; A. Pons y Umbert, Cánovas del Castillo, Madrid, 1901; J. Or­tega y Rubio, Historia de la regencia de doña María Cristina Habsburgo-Lorena, Madrid, 1905; J. Nido Segalerva, Historia política y parlamentaria del Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo, Madrid, Tipografía Prudencio P. de Velasco, 1914; S. Bermú­dez de Castro y O’Lawlor, marqués de Lema, De la Revolu­ción a la Restauración, Madrid, Voluntad, 1927; A. M. Fabié, Cánovas del Castillo (su juventud, su edad madura, su vejez), Barcelona, Gustavo Gili, 1928; G. Maura Gamazo, duque de Maura, Historia crítica del reinado de Don Alfonso XIII durante la regencia de su madre, Doña María Cristina de Austria, Barcelona, Montaner y Simón, 1929; C. Benoist, Cánovas del Castillo. La Restauration rénovatrice, Paris, Plon, 1930; J. B. So­lervicens, Cánovas. Antología, Madrid, Espasa Calpe, 1941; M. Fernández Almagro, Historia Política de la España Con­temporánea, Madrid, Pegaso, 1956; J. Salom Costa, España en la Europa de Bismarck. La política exterior de Cánovas, Ma­drid, Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1961; M. Fernández Almagro, Cánovas. Su vida, Su política, Madrid, Tebas, 1972; L. Díez del Corral, El liberalismo doc­trinario, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1973; M. Espadas Burgos, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Ma­drid, CSIC, 1975; J. M. García Escudero, Historia política de las dos Españas, Madrid, Editora Nacional, 1975; J. Varela Ortega, Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración, 1875-1900, Madrid, Alianza Editorial, 1977; A. Figueroa, Marqués de Santo Floro, Epistolario de la Res­tauración, introd. por C. Seco Serrano, Madrid, Rialp, 1985; M. Tuñón de Lara (dir.), La España de la Restauración: polí­tica, economía, legislación y cultura, I Coloquio de Segovia sobre Historia Contemporánea de España, Madrid, Siglo xxI de Es­paña, 1985; B. Riquer Permanyer, Epistolari politic de Manuel Durán i Bas. Correspondència entre 1866 i 1904, Barcelona, Pu­blicaciones de la Abadía de Montserrat, 1990; M. Martínez Cuadrado, Restauración y crisis de la Monarquía, 1875-1931, Madrid, Alianza Editorial, 1991; C. Seco Serrano, “Ante el centenario de Cánovas del Castillo”, en Boletín de la Real Academia de la Historia (BRAH), 193 (1996), págs. 381-391; Cánovas del Castillo y su tiempo, ciclo de conferencias pronun­ciadas en la Fundación Ramón Areces, Madrid, Real Academia de la Historia y Fundación Ramón Areces, 1997; Cánovas y la Restauración, Comisión Nacional Conmemorativa del Cen­tenario de la muerte de Cánovas, Madrid, Argentaria, 1997; J. L. Comellas, Cánovas del Castillo, Barcelona, Ariel, 1997; C. Dardé, La Restauración, 1875-1902. Alfonso XIII y la regen­cia de María Cristina, Madrid, Temas de Hoy, 1997; C. Seco Serrano, “El centenario de Cánovas: aproximación cordial al Monstruo”, en BRAH, 194 (1997), págs. 411-424; M. Suá­rez Cortina (ed.), La Restauración entre el liberalismo y la democracia, Madrid, Alianza Editorial, 1997; L. Arranz, “La Restauración (1875-1902). El triunfo del liberalismo integra­dor”, en J. M. Marco (ed.), Genealogía del liberalismo español, 1759-1931, Madrid, Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, 1998; VV. AA., Cánovas del Castillo en el primer cen­tenario de su fallecimiento, Madrid, Instituto de España, 1998; J. Tusell y F. Portero, Antonio Cánovas y el sistema político de la Restauración, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998; M. A. Lario González, El Rey, piloto sin brújula. La Corona y el sistema po­lítico de la Restauración, 1875-1902, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999; J. M.ª Jover (dir.), Historia de España de Menéndez Pi­dal, t. 36, vol. 1, Madrid, Espasa Calpe, 2000; C. Seco Se­rrano, Historia del conservadurismo español, Madrid, Temas de Hoy, 2000; J. Vilches, “Estudio preliminar”, en A. Cánovas del Castillo, La revolución liberal española: antología política (1854-1876), op. cit.; D. Castro Alfín, [“Introducción”], en A. Cánovas del Castillo, Bosquejo histórico de la Casa de Aus­tria en España, op. cit.; B. Pellistrandi, Un discours national? La Real Academia de la Historia entre science et politique (1847-1897), Madrid, Casa de Velázquez, 2004, págs. 379-380; C. Dardé, Cánovas y el liberalismo conservador, Madrid, FAES-Gota a Gota, 2013.


124.-Discurso de Antonio Cánovas del Castillo I. a


 

 

Ex libris «Escudo partido: 1: en campo de azur una faja de oro acompañada en jefe de tres estrellas con ocho rayas de plata, y bordura de de oro dimidiada (Cánovas); 2: en campo de oro una torre de plata abierta de sable, y bastón de sable moviente en banda desde la puerte hasta en flanco siniestro, y bordura de gules cargada de ocho besantes de oro (del Castillo)»

 


Discurso sobre la nación
1882-11-01 - Antonio Cánovas del Castillo

Señores: 

Años ha que, al abrir sus cátedras el Ateneo, se examina en él, desde este sitio, alguna grave cuestión: aquella, por lo común, que preocupa entonces principalmente la opinión pública. Inútil fuera recordar las disertaciones brillantísimas que habéis oído en casos tales de labios de mis antecesores, pues de seguro las recordáis, sin más que ver la ocasión y el lugar que nos reúne, y aún temo que para mí con exceso, llegando hasta echarlas hoy de menos, y con razón. Baste traer a la memoria que también yo he tenido el honor de dirigiros en noches como ésta la palabra, y por cuatro años consecutivos, desde el de 1870 al de 1873, sometiendo a vuestro juicio mis opiniones sobre los hechos y las ideas que juzgué a la sazón más interesantes. No por otro motivo patenticé aquí doce años ha la anulación inevitable de aquel primado del honor que de la gente helénica heredó la del Lacio un día, y alternativamente guardaron los romano-iberogalos por muchos siglos, señalando las consecuencias probables o posibles de tamaño suceso, [54] alguna de las cuales quizá ahora mismo se esté desenvolviendo en las clásicas aguas del mar grecolatino. En medio del estruendo de la mayor de nuestras revoluciones políticas, traté luego aquí de la primera y más importante de las instituciones sociales, del Estado; poniendo de mi parte lo que pude para fortalecerlo en los ánimos, a tiempo que, sobrado enfermo y débil para cumplir sus obligaciones, parecía condenado a asistir paralítico, si con ojos para verlo, sin fuerzas para remediarlo, al incendio lastimoso de la patria. Después hablé del problema religioso, no tan sólo el más íntimo y oscuro del siglo, sino el más peligroso por aquel tiempo para España. Discurrí, por último, acerca de la libertad y el progreso, los más perseguidos y amados, al par que los más confusos de los ideales modernos. Si difíciles eran tales asuntos, no lo han sido menos, y maravillosamente tratados además, los que mis predecesores han expuesto y desarrollado después. ¿Cuál, pues, cuál que no desmerezca de ellos podría yo elegir esta noche? Por de contado que la índole de los estudios de mis antecesores y de los míos ha dado hasta aquí lugar a que nunca abandonen tales discursos el terreno de las Ciencias morales y políticas, y a que los más de ellos versen sobre temas de pura filosofía. ¿Debería yo seguir igual camino ahora? Permitidme convertir la respuesta en una digresión, que acaso no sea imponuna al cabo y al fin. 

Tengo yo para mí, señores, que será siempre el más noble de los ejercicios intelectuales el de pensar, u oír pensar, acerca de las cosas [55] universales y eternas; y no he de ser, por tanto, quien de tal dirección quiera ver siempre lejos al Ateneo. Que las tentativas generosas de la filosofía, no ya sólo cuando están guiadas por la pura razón, sino aunque las dirija exclusivamente el empirismo, por tal manera me parecen necesarias al humano espíritu, que sin ellas juzgo que a la postre caería en radical impotencia. Ni cabe dudar que la gloria del Ateneo singularmente consista en no haber cerrado los oídos nunca al rumor de las disputas filosóficas, si en apariencia estériles, en realidad fecundísimas. Mas no se ha de deducir de aquí que ellas deban ser exclusivas, o sean por igual útiles en todo tiempo. Estudios hay, referentes a la indagación, combinación u organización de los hechos, ya naturales, ya históricos, que, sobre dar primera materia al propio y superior trabajo de la filosofía, rinden riquísimos frutos a la vida práctica, estimulando el progreso intelectual, social, político, industrial, económico, antropológico, en fin, con que de día en día se engrandece el ser del hombre. No piden temas tales al entendimiento tan sublimes vuelos, pero suelen más generalmente conmovemos en cambio, hiriendo, por más próximos, con mucha mayor energía el corazón; y aún sé yo de alguno, que, si acertara a tratarlo cual merece, de cierto os interesaría más por todos estilos que la más alta filosofía. Pero el valor mismo que a ésta doy, oblígame ahora a justificar la preferencia que para asunto de otro linaje pretendo esta noche. 

Bien sabéis todos que, después de más de un siglo de elaboración filosófica, libre y potente; después de criticismos y dogmatismos [56] múltiples, sin otra consecuencia incontestable que robustecer más y más con el trabajo la inteligencia humana; después, en suma, de tan duros desengaños metafísicos y tantas audacias empíricas, la filosofía, la verdadera filosofía, parece como que al presente duerme, rendido el cuerpo a la fatiga. Solo anda suelto por el mundo, ahora, con traje de sistema metafísico, aunque no lo sea, el pesimismo: no ya aquel individual, instintivo, sentimentalmente poético, que todos experimentamos en este siglo a las veces, al modo que Byron, Heine o Leopardi, sino otro, racional y coordinado, en que, antes que la verdad, campea el ingenio de algunos pensadores contemporáneos. Bien se ve que esa doctrina, de que fue primer apóstol Schopenhauer, es primero que todo una protesta contra el pueril o senil optimismo, obra singular de materialistas o positivistas incrédulos, que en el pasado y el presente siglo ha dado origen a tantos ideales aparentemente pacíficos y filantrópicos, aunque en realidad devastadores y sangrientos, y a tanto número de anárquicos sistemas, políticos, económicos o sociales. Mas, si en tal concepto atiende a cierta necesidad de ahora, poniendo en su justo punto las pretensiones de una época sobradamente engreída con sus victorias sobre la naturaleza, y tanto o más alejada de la verdad íntegra que nunca, supuesto que la despedaza de ordinario, al suprimir lo puramente racional, lo moral y lo divino, quedándose no más que con lo material y empírico; imposible es negar, en conclusión, la deficiencia doctrinal de una teoría que, no contenta con sobreponer a la razón la voluntad, busca tan sólo en esta [57] última la esencia de las cosas, en especial, la de la vida racional, y, al fin y al cabo, llega a la anulación de la voluntad misma, sugiriendo el suicidio como única solución práctica de los conflictos humanos. Natural era que por tal camino se adelantase luego el pesimismo de Hartmann hasta negar todo valor al progreso; duro sarcasmo, en verdad, para este siglo, que del progreso ha hecho un dogma, bien que de más difícil definición que ningún dogma religioso todavía. 

Pero, si falsa es tal doctrina, no lo es más, por cierto, que el optimismo materialista o positivista, según he dicho aquí otras veces. Que si, al pronto, parece el optimismo de buen carácter y hasta alegre, porque adula sin escrúpulos nuestro egoísmo, a la larga provoca, con los desengaños que trae, profundas e inconsolables tristezas. Tiene, a no dudar, la vida humana más valor real y científico; el hombre otros medios de progreso; su existencia distintos y mayores fines que el pesimismo pretende; pero tan seguro, y más que eso, es que ni el planeta nuestro ni los otros darán nunca satisfacción completa al espíritu, ni encerrarán dentro de sí el conocimiento absoluto, ni prestarán asilo a la perfecta justicia. No logrará, pues, traspasar a la tierra el optimismo positivista lo que le roba al cielo; no explicará mejor el progreso indefinido, que cualquiera religión sus propios dogmas; no describirá más exactamente al hombre glorificado del porvenir, que la piedad más ingenua se representa la dicha de quien alcanza, por merecimientos propios, el reino de Dios. Ya el positivismo optimista no se libra siquiera de que la [58] crítica moteje de supersticiones sus esperanzas, según se ve en libros recientes y muy celebrados. 

Todavía os pido, señores, que por algunos más instantes me consintáis prolongar esta digresión, para bosquejar del todo el cuadro que, descontados el pesimismo y el optimismo, ofrece hoy la filosofía. 

Pudiera repetir con tal objeto lo que va ya para dos años dije, en otra ocasión solemne; pero hoy prefiero apoyarme en testimonios posteriores, mucho más autorizados. Uno de los principales órganos del movimiento filosófico universal (la Revue philosophique de la France et de l´étranger) dio a conocer, en febrero de este año, del lado acá de las fronteras germánicas, cierto discurso dirigido a la Academia de Ciencias de Berlín por el célebre fisiólogo Dubois-Reymond, en el cual da éste por corolarios de todo el trabajo especulativo contemporáneo los enigmas siguientes(1). El primero de ellos, que declara insuperable, la constitución íntima de la materia y la fuerza; el segundo, para él insuperable también, el origen del movimiento; el tercero y cuarto, la vida y la finalidad que aparece en la naturaleza, no tan insuperable cual otros, en su opinión; el quinto, el origen de la sensación, que de todo punto reputa insuperable, al modo que los primeros; [59] el sexto, la facultad de pensar y de hablar; el séptimo, el libre albedrío, que sólo cuenta por insuperable mientras no hallen solución algunos de los anteriores(2). Y ¿no es claro, señores, que misterios tales, altamente confesados así por la ciencia experimental, están pidiendo a voces que la metafísica sea también ciencia eterna, y eterna la teodicea? ¿No es verdad, por tanto, que el abandono de la metafísica significa, en puridad, el de la filosofía misma? Presente tenéis, sin duda, lo que poco ha decía en Francia el insigne experimentador M. Pasteur, respecto a los límites de la experimentación y a las esenciales diferencias de este procedimiento científico con el de la observación y experiencia, que engendra tantas ilusiones positivistas. En la sola noción de lo infinito hay algo, como con razón decía M. Pasteur, más milagroso que los milagros de todas las religiones juntas; y ella basta para que ni la metafísica ni la teodicea puedan morir. Y lo que ayer Pasteur, dícelo de nuevo ahora, casi hoy mismo, Dumas, el eminente químico, otro de los más grandes experimentadores con que puedan envanecerse las ciencias naturales, el cual, no ya sólo confirma los secretos que para ellas tiene y ha de tener siempre el ser, sino que ardientemente protesta contra la teoría de la evolución, por convertir al hombre en mero esclavo y juguete de la fuerza, prorrumpiendo ante las conclusiones del moderno positivismo en las siguientes frases: «¡Qué abismo de degradación! [60] ¡Qué desgracia para la humanidad el que tales doctrinas tengan adeptos!»(3) Por donde se ve que no es en los verdaderos y grandes experimentadores donde ha de buscar sus mayores testimonios la doctrina filosófica reinante. La crítica más despreocupada tiene que reconocer hoy que el entendimiento humano anda cautivo entre estas dos aparentes certidumbres: la imposibilidad física de las cosas puramente morales, y la absoluta necesidad de estas cosas morales mismas, que les da tanto y más valor real que a las físicas. Vive así, pues, aunque bajo otra forma en nuestros días, el dualismo kantiano; y M. de Renouvier(4), el más docto de los que perseveran en aquella escuela crítica, comentando los enigmas de Dubois-Reymond, acaba, en prueba de ello, de declarar que ni la finalidad de la naturaleza debe ser descontada de la ciencia, por más que se halle en manifiesta contradicción con la tesis de que el Universo consiste en un puro mecanismo, ni cabe negar el libre albedrío, aunque sea cierta la ley matemática e ideal de la conservación absoluta de la cantidad existente de energía o de fuerza; llegando hasta proclamar, sin reparo, que la materia, tal y como se la presenta en los nuevos sistemas, merece «infinitamente menos respeto» para la ciencia «que lo absoluto teológico» cosa que, por casi idéntico [61] modo, dije yo en la ocasión a que aludí antes, si bien con la diferencia de que esto último, no tan sólo es respetable, para mí, sino cierto. 

Mas ¿qué es, señores, lo que todo esto significa, en resumen? Significa que la filosofía, o ciencia primera, ni por el método de la experimentación, que tiene otros distintos fines peculiares y menores, aunque también de gran valor, ni por el de la observación empírica, que malamente se intenta confundir con el de la experimentación verdadera, responde hoy a las preguntas eternas del hombre: ¿qué es lo que sé?, ¿qué es lo que puedo saber? Y no en otra cosa me fundo yo para pensar que, mientras no aparezcan nuevas direcciones que den siquiera remota esperanza de llegar más lejos o de subir más arriba, conviene ahora hacer alto y esperar por algún tiempo, hasta que naturalmente recobre la metafísica su imperio y despierte el pensamiento filosófico con nuevo brío, dedicando nuestra actividad en el ínterin, a otros ramos del saber. Consuélenos, desde luego, el que la humanidad, por más que yerra, no pierde su trabajo jamás. Para mí, tengo yo, además, una esperanza que me ha de sostener e inspirar en todo este discurso: la de que la filosofía restaurada reconozca al fin como hechos reales, aunque empíricamente no se expliquen, esas cosas que son enigmas para la ciencia dominante; a saber: la libertad, la ley del progreso y la finalidad del Universo, o más bien las causas finales; cosas sin las cuales carecería de fundamento cuanto vais a oír. [65] 

- II - 

Y ya, en verdad, es hora de que entre en mi asunto especial. Tanto lo he dilatado, que no puedo menos de decir de un golpe cuál sea. Quiero examinar el hecho de las naciones e inquirir y exponer su concepto. Trataré de ello en general; pero algo he de decir también de lo que peculiarmente importe a España. Y tal tema no debe de sorprendernos, porque antes que lo adoptase definitivamente, me estaba, hasta cierto punto, prefijado. Alguna indicación mía de que este asunto, últimamente tratado en varias partes de Europa, podía prestar motivo a nuevo estudio, bastó para que se me adelantase la voz pública dictándome la resolución; y, en puridad, no lo siento. Porque en esta ocasión quizá justifica la voz pública su vulgar, pero nunca del todo desmentida fama. Por lo menos, yo imagino ya que ningún otro tema sería tan oportuno hoy en día, y procuraré demostrarlo, entre lo demás que intento demostrar. 

Entendámonos primero, que no es cosa llana, respecto al sentido de las palabras nación, nacionalidad y patria. Aquí, cual en muchas otras materias, el afán de hacerlo todo [66] modernísimo, y por lo mismo ignorado de las pasadas generaciones, da origen a errores. Si, para comenzar por lo más sencillo, registráis los antiguos Vocabularios o Diccionarios, y principalmente los de la lengua castellana esto será lo que hallaréis: que las palabras nación y nacionalidad en sus acepciones principales, son de muy antiguo propias de nuestra lengua, lo cual no se aviene con la opinión de dos graves escritores contemporáneos(5), que comienzan su estudio sobre la materia, fallando de plano que tales palabras, en la significación que tienen, son neologismos recientísimos. Viene en gran parte, el error del uno, de hacer nación y nacionalidad sinónimos; y el del otro, de no distinguir bien lo que es la nacionalidad en el orden jurídico, de lo que es en el orden político. Pero, cualquiera que la causa sea, lo cierto es que nuestros libros desmienten sus asertos. Siglos ha que en su Vocabulario Universal escribió ya Alonso de Palencia que del latino natio, nationis, decíanse naciones, «aquellas gentes juntas, en propios parentescos y lenguas»; y Antonio de Nebrija, autor de otro Vocabulario, que nación es gente «que por lengua se distingue». Desde entonces acá, nación ha valido para los españoles, ahora «reino o provincia extendida», según testimonio de Covarrubias; ahora «colección de los habitadores de un país o reino», conforme [67] al Diccionario de Autoridades; ahora, en opinión del P. Terreros, «nombre colectivo de algún pueblo grande, reino o Estado sujeto a un mismo príncipe o gobierno». El sustantivo nacionalidad se encuentra igualmente en el primer Diccionario de nuestra Academia, o sea el de Autoridades, significando afección particular de una nación, tanto como cosa propia de ella, habiendo sido ya empleada esta voz, durante el siglo XVII, por el P. Moret, en un lugar de sus Anales, no bien citado por el Diccionario referido, donde tocar en nacionalidad está dicho por herir el sentimiento o afecto, y excitar el apasionamiento nacional(6). ¿Cabe pretender, después de eso, que la última de tales palabras sea un neologismo en la Europa latina, o que cualquiera de las dos tenga hoy diverso sentido que el que entre nosotros, al menos, tenía siglos hace? 

No pretendo yo, claro está, que las definiciones de los dichos Vocabularios sean completas, ni tan buenas como las que hoy corren, aunque también dejen éstas que desear generalmente. Que no se define con exactitud aquello de que previamente no hay total y claro concepto; y en formar bien el de nación tenemos que trabajar y no poco todavía. Pero es indudable que en las citadas definiciones antiguas hay ya sobrada distinción o descripción, de lo que realmente sean nación y nacionalidad, para que ni lo uno ni lo otro se confunda con cualquier concepto diferente, y [68] para reconocer a primera vista las cosas particulares de que se trata. Juntas en uno, presentan las citadas definiciones un total concepto de nación, que en nada esencial difiere del que la generalidad de los hombres tiene ahora formado. Pongamos desde luego aparte la sinonimia que entre nación y nacionalidad se suele hoy hacer, porque la desinencia ad en las voces derivadas determina diferencia, con otras cualesquiera, de las cosas que anteriormente representan las voces de que se derivan, y tal sinonimia en realidad no existe, sobre ser inútil y ocasionada a confusiones. Y volviendo a las definiciones antiguas que examino, fijaos, señores, en las observaciones siguientes. 

Sin duda es cierto que la lengua no basta por sí sola, como quería Nebrija, para determinar una nación; cierto que el parentesco, o sea la raza, tampoco es suficiente, como Palencia pretendía, para hacer o deshacer una nación, y reconozco asimismo que ni la limitación territorial de un país, ni la mera colección de habitadores de él, ni el ser el tal país grande y estar sujeto a un mismo príncipe o gobierno, dan señales absolutamente exactas de lo que una nación sea. Pero, sin embargo, ¿qué otra cosa entendemos, en general, por nación hoy día, sino un conjunto de hombres reunidos por comunidad de raza, o parentesco, y de lengua, que habitan un territorio o país extenso, y que por tales o cuales circunstancias históricas, están sometidos a un mismo régimen y gobierno? Pues ya sabéis que todo eso entraba en unas u otras de las definiciones de nuestros antepasados: por donde se ve que, si cada una de ellas era expresión parcial del concepto, éste existía, indudablemente, [69] en común, difundido entre los hombres de entonces. ¿Qué es lo que en todo caso faltaba? Pudiera argüirse que el reconocimiento de que la nación es hecho u obra divina, como asientan, ya el uno, ya el otro de los escritores modernos que hasta aquí he citado; mas, ¿qué hecho social no traía divino origen, y no era, por tanto, natural para nuestros antepasados, que nunca se separaban en sus especulaciones de Dios? ¿No es a ellos a quienes, por mal sabida y peor expuesta, se les ha echado tantas veces en cara la opinión de que toda autoridad, no la de los monarcas sólo, es de derecho divino? Lo social todo entero era de derecho divino, en aquellos tiempos; lo era especialmente el poder, en cada nación, ¿cómo se había de dudar, pues, que lo fuese la nación misma? Ni cabe censura por no indicar las posibles excepciones en los términos absolutos, con que establecieron cada una de las condiciones que solía tener la nación, que nuestros mayores se referían sólo a lo ordinario y general evidentemente. Y lo general y de ordinario cierto es esto: que las naciones habitan un territorio común, aunque bien puedan tener apartadas colonias, o carecer, como la hebraica, de propio suelo mucho ha: que las naciones, o tienen raza propia originaria, o la constituyen, a la larga, no de otro modo que en la corteza terrestre hay rocas primitivas y sedimentarias; que lo más natural en las naciones es tener comunidad de idioma, aunque cada tronco lingüístico críe ramas divergentes y hasta plantas parásitas, que es lo que son por lo común los dialectos: siendo, por último, notorio que el idioma es la primera prueba que ofrecen de sí y de su individualidad las naciones, así [70] como no hay nada que tanto importe a su conservación, a su desarrollo histórico, a su restauración, si temporalmente y por acaso pierden la independencia. 

Lo cual no quiere decir, señores, que los españoles del decimoséptimo siglo no supieran ya, por desgracia, que se puede muy bien poseer y cultivar con amor cualquiera lengua, sin que por eso se estrechen o se mantengan los vínculos de los pueblos. Porque sin acordarse ellos ya de Gil Vicente, de Gregorio Silvestre, de Jorge de Montemayor, ni del mismo Camoens, que tan dulcemente escribía nuestra lengua, tuvieron harta ocasión de ver que, al tiempo mismo en que los portugueses preparaban, realizaban, o valerosamente sustentaban su separación de España, rendían constante y magnífico tributo a la nacionalidad común, escribiendo en el más puro castellano, ahora notables obras críticas, históricas y poéticas, como Faria y Sousa, y todavía mejor Manuel de Melo, imitador felicísimo y entusiasta de Góngora y Quevedo; ahora epopeyas de tan alto estilo como el Macabeo de Silveira, o tan patrióticos asuntos como la Hespaña libertada de Bernarda Ferreira de Lacerda; ahora discretísimas rimas y prosas, como Francisco de Portugal, en su Arte de Galantería, en sus Tempestades y batallas, y en sus Divinos y humanos versos; ahora poesía lírica únicamente, pero rival de la más hermosa de Castilla, como en su Jardín de Apolo Francisco de Fresneda, y en sus Varias poesías Paulo Gonzálvez de Andrada, precedidas por cierto de tantas otras, que hacen pensar si tendrían por obligación suya los portugueses del levantamiento [71] el componer buenos versos españoles. Añádase a estos el capitán Miguel Botello de Carvallo con su poema intitulado La Filis, con sus Rimas varias, o la Tragicomedia del Mártir de Etiopia; y con sus místicos cantares, por último, de suavísimo perfume, la santa virgen que desde el fondo de su claustro se asoció a la gloria de Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, aquella buena Madre Sor Violante del Cielo, autora de unas Rimas varias y de un Parnaso lusitano, casi por entero pensado y versificado en nuestro idioma. ¿Quién diría, al leer tales libros, que no deben de ser los únicos que por el mismo estilo se encuentren, sino que Portugal nos igualaba, cuando no nos superase, en amor a la lengua castellana, allá por los propios días en que ferozmente reñía batallas con nosotros en los campos infelices de Elvas, Estremoz y Villaviciosa? Tan cerca estuvieron los portugueses de aventajarnos entonces en el manejo del habla castellana, como con efecto nos aventajaron en el de las armas, aunque fuese cierto lo que uno de ellos dijo en cierta ocasión, que, apostando unos y otros ejércitos a errar, vencían al fin los que erraban más(7). Y todo este felicísimo cultivo de nuestra lengua tenía lugar, por mayor maravilla, en un pueblo en que se habían escrito Los Lusiadas, y que poseía ya literatura propia; cuando las comunes epopeyas y [72] la existencia de una misma poesía lírica y dramática, no sin razón pasan, en el sentir general, por seguro indicio de la realidad y particularidad de una nación, confirmándolo varios casos, y muy recientemente la total reintegración de la nacionalidad italiana, y la que en tanta parte ha llevado a término Alemania. Pero tales son las contradicciones que los contrapuestos pensamientos y afectos engendran en los ánimos humanos. Otra y más reciente contradicción de este linaje hubo al tiempo de la lucha enconadísima que sostuvieron las antiguas colonias españolas con la madre patria, pues no ha habido más intransigentes gramáticos castellanos, ni hombres más apegados a nuestra literatura, que los redactores, por ejemplo, de la Miscelánea o Repertorio Americano, de Londres, en especial Andrés Bello. Lo que indica esto es que tales luchas, en el seno de una misma nacionalidad, aunque por ellas nazcan nuevas naciones, tienen más de guerra civil que extranjera. Y de todos modos, la excepción no contradice ahora tampoco la regla general: la lengua es seguramente expresión de nacionalidad, aunque no lo sea siempre de nación; y lo que de la lengua dijeron nuestros escritores al tratar de las naciones, no demuestra, por tanto, que fuera falso el concepto que de ellas tenían: el cual no debía de ser, por otro lado, muy distinto del que los demás hombres cultos tuvieran a la sazón, aunque no lo expresaran tan cumplidamente. Falta, en conclusión, todo motivo para suponer novísimo el concepto de nación: lo único que se ha hecho, lo que cabe hacer todavía mejor, es definirlo, depurando y [73] esclareciendo sobre todo su sentido filosófico, según yo mismo intento ahora. 

Tocante al sustantivo nacionalidad, tengo ya dicho lo bastante, a mi juicio, para fijar su sentido propio y demostrar que es mucho más lo que ha perdido que ganado en este siglo, gracias a la incorrecta sinonimia que se le atribuye. Tal y como fue definida por nuestra Real Academia, ciento diez años antes que la consignara en su Diccionario la Academia Francesa, la nacionalidad consiste, según tenéis ya oído, en lo que es de calidad nacional, de una parte, y de otra más principal, en la afección a lo que es suyo, o debe serlo, que cada nación siente y encierra en sí, lo cual solemos también apellidar hoy espíritu nacional. Poco me detendré, pues no atañe a mi propósito, en la primera acepción, a que da ahora determinado sentido jurídico el derecho internacional. privado y público; sentido muy generalmente aceptado, aunque no tanto que deje de suscitar, a las veces, sus dificultades prácticas. Baste recordar que la nacionalidad no es en el derecho internacional moderno sino la facultad de invocar cada cual la ley de su nación, que vale tanto como decir la de su origen y naturaleza, dentro de las otras naciones, con tal que en éstas no se sobreponga al derecho público ni al orden social(8). El principio jurídico de la nacionalidad, señaladamente entendido y por tal manera expuesto en Italia, está lejos, dicho sea de paso, y muy lejos, de haber logrado [74] aún la sanción del derecho positivo internacional, y aún en la esfera especulativa encuentra también oposición no escasa. Desacordes están, sobre todo, las teorías italianas acerca de este punto con la del ilustre Savigny, que no pasó de admitir que lo nacional, en el sentido del derecho, se tuviera sólo por parte intrínseca del derecho positivo internacional. Apártanse igualmente de los juristas italianos, que han llegado en esto a formar escuela, los que pretenden que por encima de las nacionalidades y su peculiar egoísmo se eleve y cree un derecho universal, por todo el mundo reconocido, que informe el derecho internacional positivo, dejando lo particular o nacional de todo punto a un lado. Mientras tales opiniones recíprocamente se eliminan o a la larga se conciertan, dictando a la jurisprudencia en general nuevos cánones, reclama con más imperio, y mucho mayor motivo, esta voz nacionalidad la política para su propio tecnicismo, y no soy yo quien ha de desoírla en este instante. Continuaré, pues, comparando lo que dicha voz significaba antiguamente con lo que significa hoy, para ver si por ventura hay novedad en ella, ya que tocante a nación no la encuentre por mi parte. 

Una pregunta ahora, señores: el gran movimiento de este siglo -que sería superficial a mis ojos no mirar más que como hijo bastardo de ambiciones territoriales o gubernamentales- hacia la agrupación etnológica de las sociedades humanas, bajo el supuesto de que por el modo mismo con que las familias formaron tribus y ciudades, y las ciudades naciones, ya republicanas, ya monárquicas, se deben [75] ahora constituir, o más bien reconstituir en naciones las razas históricas, movimiento que apellida de las nacionalidades todo el mundo, ¿de qué trae su origen y fundamento? Pues está originado y fundado, a no dudar, en la afección o simpatía íntima, en los innatos y perseverantes sentimientos de amor, de piedad, de orgullo, que toda nación bien constituida experimenta hacia aquellos hombres o agrupaciones humanas que, por el origen, por el idioma, por antiguos recuerdos históricos, se encuentran en parentesco con ella, y moralmente están con ella en comunión constante, aunque hayan vivido muchos siglos aparte y en asociación con gente de diferente raza, lengua y tradiciones antiguas. Si en algunos hombres o pueblos, no obstante el origen, la raza, las tradiciones y los primeros recuerdos históricos, falta por acaso la afección dicha, quiere eso decir que podrán muy bien constituir una verdadera nación, independiente y distinta de todas, hasta de aquella con quien tengan más próximo parentesco; pero de su nacionalidad prescinden desde luego, tomada esta voz en la que no puedo menos de mirar como principal de sus acepciones, y que ha dado motivo o pretexto a los más de los cambios territoriales de nuestra época. Porque la nacionalidad es en tal sentido fuerza viva, a las veces latente, a las veces manifiesta, que por interior explosión, y luego externo y violento desarrollo, impele a concertarse y reunirse a hombres y pueblos, por más o menos tiempo separados mediante el derecho internacional vigente, obra, no de razón, ni de sentimiento, sino antes bien del acaso, y consecuencia [76] confusa de las guerras, de los tratados, de los matrimonios, de las revoluciones empíricas de todo linaje que hasta aquí han marcado y amojonado las fronteras. Y si mediante el progreso sucesivo de las nacionalidades, y la atracción hacia el centro común que naturalmente ejercen, significaran un día nación y raza una misma cosa, ¿qué sería ello, en realidad, sino volver racional, reflexiva, sistemáticamente al primitivo estado en que representa a la humanidad la historia? [79] 

- III - 

Al abrir la antropología sus anales, contempla ya separados en razas, que muchos apellidan pueblos, a los hombres, harto tiempo antes que la historia propiamente dicha los muestre repartidos en naciones. Pero raza no es más al cabo que una forma primordial de nación, dada en la extensión territorial, en la simplicidad de elementos y diferenciación perezosa y tenue con que aparecía todo en la humanidad primitivamente. He hablado por demás ya del significado de las palabras, para que me detenga sin necesidad a examinar la sinonimia de pueblos con razas, que en muchos lugares de la historia escrita es, sin duda, evidente. Consignaré sólo que pueblo, del mismo modo que raza, quiere decir nación a veces, además de población, y fuera de otro limitado sentido, correspondiente al tecnicismo práctico de la política; que lo que importa es que la confusión de las palabras no haga más confusa que es de por sí la materia. Tampoco he de entrar aquí, claro está, en la cuestión, ya etnológica, ya etnográfica, de las razas, una de las más oscuras que todavía existan para la ciencia. Soy yo [80] de los que creen en la unidad de origen de la especie humana, opinión que no ha sido del todo abandonada todavía ni aun por el positivismo o materialismo contemporáneo; pero eso nada importa ahora a mi intento. Que sean originariamente tres, diez, veintidós, sesenta o más las razas; que se las distinga por los cráneos o, cual más recientemente se intenta, por los cabellos; que tocante a su clasificación y entronques anden en el entretanto discordes la lingüística y la historia con la antropología, o si se quiere con la zoología, digno es de discutirse, en verdad, y aun pienso que lo discutiréis aquí muchos; más sin detenerme a examinarlo muy bien puedo pasar, y pasaré adelante. 

Ello es lo cierto que desde que las agregaciones o agrupaciones naturales de familias humanas necesitan nombre, por fuerza hay que darles el de nación o el de raza, y este último responde mejor que el primero al hecho que encierra. Formáronse las primitivas razas conocidas con reuniones más o menos numerosas de familias primero, luego de tribus, separadas de otros grupos de ellas, según toda probabilidad, por no bastar en un territorio mismo la caza o la pesca para alimentarlas, y por el espíritu de discordia, en todo tiempo tan poderoso; las cuales gentes viviendo aisladas, y bajo el imperio largos siglos de condiciones climatológicas semejantes, en un suelo poco diferente, adquirieron al fin, no tan sólo caracteres físicos uniformes, y distintos, aunque en nada esencial, de los de los hombres de quienes se habían apartado, sino aun caracteres psíquicos diversos, en la corta medida que [81] lo psíquico influía en la vida a la sazón, hasta llegar lentísimamente a constituir un especial modo de ser colectivo, representado por cierta personalidad y conciencia propias, por peculiares rudimentos de cultura y por un particular sistema de hablar, o sea un idioma: expresión última y acabada de la nueva individualidad social que se elevaba sobre la familia y la tribu, en el proceso maravilloso del ser humano. Pero las razas así formadas, ¿han llegado a ser especies distintas, o solamente variedades de una especie misma? Bien podría omitir la respuesta, pues que, según dije antes, no es mi objeto entrar en disquisiciones innecesarias, y toca este asunto, más que a las morales y políticas, a las ciencias naturales. Pero no sé si se aprobaría mi reserva, y quiero por eso decir que las razas no son, a mi juicio, sino variedades, cuando más, de la humana especie; variedades que las primitivas condiciones de vida imprimían física más bien que moralmente en los hombres, así como en los tiempos posteriores las causas morales son las que más notable variedad originan, dando carácter a las nuevas razas que podemos llamar históricas, como la latina, la teutónica o germánica y la eslava, paulatinamente formadas en el seno de una de las razas primordiales, que hoy se intitula caucásica o mediterránea. Durante muchos siglos, las sucesivas emigraciones e invasiones del Asia, del Norte de Europa y aun del África austral, fueron suministrando a la vasta extensión de gentes sujetas antes al Imperio romano, nuevos y nuevos elementos étnicos constantemente, los cuales mantuvieron y aun aumentaron las variedades físicas, [82] más o menos importantes, que ya entre los habitantes del derrocado Imperio existían; pero desde que cesaron las emigraciones de pueblos enteros, escitas o escandinavos, visigodos, sarracenos, o almorávides, poco a poco fue decayendo el elemento físico de la variedad en las razas civilizadas, y sobreponiéndose del todo el moral, como se ve ahora. 

De todo esto no se deduce más sino que en realidad impera cierta ley de diferenciación sobre las cosas, ley que en lo primitivamente simple y uno de la naturaleza va lenta y sucesivamente descubriendo después lo múltiple, lo compuesto, lo heterogéneo, hasta que, terminado el proceso analítico, la necesidad definitiva de la síntesis se impone a la razón, y emprende ésta el arduo empeño de reconstituir, armonizar y unificar, convirtiendo a la larga en racional o espiritual lo que al principio era sólo natural o instintivo. Así fue, señores cómo en las razas primitivas y prehistóricas se determinaron las históricas y modernas; así es cómo dentro de estas últimas razas se han diferenciado y constituido muchas veces después nuevas y novísimas naciones. No es temerario pensar que lo que entre estas últimas diferenció y separó el acaso, o la fuerza, muy poco a poco sin duda, pero incesantemente, lo vaya reconstituyendo la razón. Y en el ínterin, si el derecho público internacional vigente ni puede ni debe regularse por los apetitos de las naciones, preciso es reconocer, en cambio, que las que de éstas viven robusta vida, no sin razón aspiran a devolver la unidad a su raza, obedeciendo a un deseo de reconstitución que inmensamente se aparta del deseo [83] de aislamiento, del exclusivismo de otros tiempos. No puede, tampoco, otorgársele (me apresuro a declararlo altamente) bastante autoridad jurídica a la nacionalidad por sí sola para fijar los límites de los actuales Estados o potencias; pero así como se la tiene ya en tanta cuenta, por lo que hace al derecho público-privado, que aspira ella a informar de más en más cada día, constantemente crecerá también su influjo político en lo por venir, y nunca podrá ser ya suprimida del derecho público internacional, piense la diplomacia lo que quiera. El espíritu de la nacionalidad y el de la raza se juntan ahora y se completan. Y nación o nacionalidad, y raza, constituyen, por todo eso, conceptos y palabras que, aunque no sean de nueva invención, tienen hoy una importancia en la sociedad de los pueblos que no se había sospechado hasta aquí jamás. [87] 

- IV - 

Ya que me he entretenido tanto en la discusión léxica de nación o nacionalidad, y luego de raza o pueblo, y expuestas ya también las consideraciones generales que tales vocablos y los conceptos que representan sugieren, fuerza será concretar mi razonamiento ahora, manifestando, si con la brevedad que exige un discurso, con la exactitud que me sea dable, lo que finalmente entiendo y pienso que debe entenderse por nación, asunto principal del que dirijo en este momento al Ateneo. Aquí he de alejarme también, mal mi grado, de algunas opiniones corrientes. Porque, así como he procurado demostrar que aquella nación que pensaron, amaron y tantas veces defendieron a costa de ríos de sangre nuestros padres, con igual esfuerzo, por lo común, en días de decadencia o de fortuna, no era otra, en suma, que esta que pensamos, amamos y defenderíamos nosotros, si llegase el caso, quisiera llevar ahora el convencimiento a los ánimos de que, sea cualquiera la opinión dominante entre los doctos, tampoco es diferente en su esencia la nación presente de lo que fue la ciudad grecorromana, la civitas o [88] patria antigua. Por supuesto que este otro sustantivo patria, se ha tomado muchas veces también, cual nadie ignora, en más estrecho sentido que el que a nación corresponde, significando el sitio, fuese cual fuese, lo mismo ciudad que aldea, en que se nacía; mas hoy, en el uso general, vale tanto patria como nación, con la diferencia de que no solemos decir nación sino en nuestras relaciones con los extraños, pues acá para nosotros, en la interior conversación o sentimiento íntimo, no tiene nación otro nombre que patria. Viene a ser así la patria, conciencia que cada nación posee de sí misma; y aun por eso cabe decir que la patria no ha existido ni existe en las aglomeraciones inconscientes de hombres, a quienes tan sólo el instinto, o necesidades materiales y recíprocas, mantienen juntos, por más que formen ciudades y hasta grandes naciones. La patria es, donde en su plenitud se posee, aquel ente social que más íntimamente amamos, el que nos entusiasma más, el que mueve y electriza nuestra voluntad más fácilmente, y no pienso yo que esta voz nobilísima haya perdido tanto valor y hechizo como se supone, desde la antigüedad hasta ahora, ni en los corazones ni en los oídos. No es ya ciertamente patria lo que en Grecia o Roma era: la morada exclusiva de los propios Dioses; la tierra que en sus funerarias urnas sustentaba, no ya los cuerpos, sino, con las cenizas, las almas mismas de los antepasados: único templo en que cada cual podía practicar su culto y ser regido por verdaderas leyes, solo territorio en que no se era impuro bárbaro, al modo que los egipcios por un lado, y por otro los griegos y romanos, [89] consideraban a todo extranjero; sola ciudad o agrupación de hombres, en fin, donde cupiera poseer y disfrutar los derechos civiles y a veces los naturales. Pero la diferencia entre aquel concepto y el nuestro, consiste, no en que la patria o la nación dejaran de existir en la antigüedad, sino en que las modernas naciones, soberanamente informadas por el cristianismo, hasta a pesar de ellas mismas con frecuencia, ya no les consienten a los hombres preocupaciones o iniquidades semejantes. 

Nadie, por lo demás, ha negado hasta aquí, ni en la geografía, ni en la etnología o etnografía, el título de naciones a las antiquísimas gentes, o semibárbaras o realmente bárbaras, que formaron los primeros imperios históricos del Asia, o los de Moctezuma y Atahualpa, de que todavía quedan míseros residuos en el Nuevo Mundo; y nadie se lo suele tampoco negar a las gentes de la Oceanía, más recientemente descubiertas y conocidas: que bien que inferiores, imperfectas, rudimentarias, naciones eran o son seguramente. Las primitivas, ya pescadoras, ya cazadoras, ya pastoriles y nómadas, inmolaron de ordinario a los extranjeros vencidos, porque así el sentimiento como la idea de humanidad del todo estaban de ellas ausentes; siguiéronse otras, más o menos fijas, pero algo industriales ya o comerciantes, que, empezando a sentir confusamente su comunidad con los demás hombres, se limitaron a convertir a los vencidos en castas inferiores (por donde la servidumbre y la esclavitud misma fueron progresos en la historia), mientras que ellas mismas se sujetaban [90] pacientemente al régimen tiránico de la guerra, de la invasión y de la conquista, que eran su único ideal de vida, por lo cual encerraron en la disciplina militar todo su derecho civil o penal, y se sometieron al mando absoluto del General, o Emperador, según se dijo más tarde; largos siglos ostentó éste luego el triste nombre de déspota en regiones inmensas; y allá a lo último, apareció en fin la ciudad antigua: la ciudad, tal como se organizó en el mundo grecorromano. Esta, con sus estrechos límites territoriales, y todavía más estrechos límites jurídicos, con su inhumano exclusivismo y todo, fue ya entonces, y no cabe dudarlo, la primera realización racional de la nación, en lo exterior, y, en lo interior, de la patria. 

Pocas cosas parecen tan evidentes como el que la corta jurisdicción territorial de estos antiguos Estados no da motivo para que se les niegue valor nacional. Naciones pequeñas y hasta mínimas se han conocido después, y si por lo que hace a la extensión y población, sufren bien la comparación con los de ahora los antiguos imperios asiáticos, no por eso merecen más que merecían las ciudades griegas el nombre de que se trata. Y ¿quién negará que Roma, la Roma invencible, dominadora, conquistadora, aunque tuviese el derecho de ciudad circunscrito a los descendientes de sus primeros pobladores, tantos siglos, no tan sólo fuera una patria gloriosísima, sino por eso mismo, y desde sus orígenes una nación, verdadera? Ni más ni menos que la romana ha habido siempre otras, y aún las hay, que no dan participación en los derechos políticos de [91] sus propios ciudadanos a los hombres de otro linaje, aunque juntamente con ellos constituyan Estados, sin que nadie por eso haya creído que no fuesen tales naciones. Una notable diferencia se observa, a la verdad, entre las antiguas ciudades autónomas y aquellas naciones populosísimas, con territorio inmenso, que formaron los primitivos imperios de la historia, la cual consiste en que estas últimas solían estar constituidas por una raza única, y eran naciones-razas, en la apariencia al menos, ya que la crítica no puede descomponerlas y analizar sus remotos orígenes, mientras que, en la ciudad clásica, plenamente se manifestaba ya la diferenciación y determinación que, dentro de una propia raza, produce distintas naciones, puesto que idénticas razas históricas engendraron las ciudades griegas o las latinas. Fue luego el espíritu municipal de los siglos medios la última y ya degenerada forma de la civitas o ciudad antigua, insensiblemente absorbida por la gran nación que se intituló al fin Imperio romano, hasta que de un modo oficial se incorporó a éste todas sus gentes y pueblos, mediante aquel decreto oscuro que inciertamente ilustra la memoria poco honrosa de Caracalla. La humanidad se afirmó así por primera vez en el orden político, mientras que en el orden religioso era asentada y propagada por el cristianismo, al cual siempre y en todas partes se le ve por cimiento de la civilización moderna. Deshízose más tarde aquella forma superior de imperio, dejando tras sí muchos pueblos sueltos, educados en su grande escuela jurídica, los cuales, por virtud de este vínculo común principalmente, [92] formaron, y todavía forman en nuestros días una raza, no tanto étnica como históricamente separada de las otras, la romano-ibero-gala o latina. Con los bárbaros triunfantes volvieron a salir a la escena las naciones-razas, que otra vez sobrepusieron el elemento étnico o de origen al histórico, como si la humanidad comenzase a dar de nuevo sus primeros pasos en el camino de la civilización. Y desde aquellos tiempos para acá otra vez han ido alejándose, por el contrario, y cada día más y más, de su primitiva unidad de origen las naciones, ora formándose, ora deshaciéndose, por amalgamas o desgarramientos fortuitos, y las más veces involuntarios, hasta el siglo presente, en que nuevamente se inclinan a recobrar su estado antiguo. Pero mientras convulsamente se agitaban antes en tales transformaciones y andanzas, presenció un fenómeno histórico el mundo no menos importante que la invasión de los bárbaros, que fue el feudalismo, el cual, resucitando las castas y dividiendo en plena cristiandad a los hombres en señores y siervos, llenó de pequeñas soberanías personales las naciones; localizó así y pervirtió, no sólo el sentimiento humano universal, sino el de la patria, y puso por largo tiempo en olvido la nacionalidad, tal y como queda explicada anteriormente. La anulación del más perfecto derecho, todavía formulado, del derecho romano, por la más brutal de las fuerzas humanas hasta entonces conocidas, la de los bárbaros del siglo IV; la coetánea y exclusiva sustitución del ideal terrestre por el místico y divino, que trasladaba todo sentimiento y aspiración [93] de la humanidad a otro mundo mejor, y por tanto diferente; el propio individualismo germánico, que, al destruir en la ciudad y el Imperio la noción clásica del Estado, divinización supersticiosa, a la verdad, de la nación o patria, devolvía, en cambio, a los hombres el instinto de independencia individual, divergente del de nacionalidad, aunque no le fuera de todo punto contrario, juntamente dieron lugar entonces a aquel largo eclipse que sufrió el concepto de nación entre los hombres. Y siglos tras siglos corrieron así hasta que, al calor de las monarquías modernas, resucitó él por fin, y con mayor fuerza y brillo que hubiera alcanzado antes. Bien comprenderéis, señores, que sobre todo esto pase rapidísimamente, pues nada podría en ello deciros que no sepáis. Úrgeme, de otra parte, llegar ya a manifestar lo que después han sido, y son hoy día, la nación, la nacionalidad y la patria. 

Que nunca -vuelvo a decíroslo- ni tales palabras ni sus conceptos han despertado la atención que en estos tiempos despiertan. Y en vano el cosmopolitismo, aunque hijo de tan nobles padres como la monarquía universal romana y el espíritu cristiano, y tan estrechamente emparentado con toda la civilización moderna, conspira teóricamente hoy contra el egoísmo o particularismo, cual se dice en otras partes, de las naciones. Éstas, no tan sólo persisten, sino que, sintiendo la nacionalidad con mayor viveza de día en día tienden a fortalecerse, a extenderse, a afirmarse en la vida más y más. No es la nación, no, el último término de la serie que forman [94] las agrupaciones sociales, según el pensamiento moderno; que todavía está y queda por encima aquel concepto universal de humanidad, hoy clarísimo, que entrevió ya la antigüedad clásica. Pero tan está remoto, que aún no divisa la percepción humana el día en que, aparte los filósofos puros, que ponen su razón fuera del espacio y del tiempo, y cierto género de utopistas político-económicos, sobreponga nadie la humanidad a su nación o a su patria, al modo que nadie que esté en juicio, o no sea un malvado, antepondrá nunca el prójimo en general al íntimo prójimo a quien se llama hijo o padre. Los utopistas político-económicos, con algunas puntas siempre de filósofos, son los que trabajan más con tal empeño y con menos fruto. Hace ya mucho tiempo que el famoso abate Saint-Pierre imaginó la paz perpetua, y la idea no ha producido aún sino lugares comunes retóricos, en Congresos más ruidosos que formales. Cierto gran poeta, es verdad, Lamartine, escribió, ebrio de humanitarismo, un día este verso famoso: 
«¡Nations, mot pompeux, pour dire, barbarie!» 



En el entre tanto, mientras más civilizadas están, como, por ejemplo, Inglaterra o Alemania, más enérgicamente afirman las naciones, no tan sólo su existencia, sino hasta su exclusivismo nacional. Pero ¿qué mucho, señores? Yo propio oí un día a cierto sacerdote(9), célebre primero por sus servicios, por sus deservicios [95] después a la Santa Silla, predicar un sermón vehementísimo en la vasta iglesia romana de Santa Andrea de la Valle, contra el amor nacional, procurando demostrar, con aquella exageración de carácter que tanto le ha perjudicado a la postre, que un tal afecto de amor, personificado a modo de deidad en la patria, procedía de la bárbara idolatría, no del espíritu cristiano, según el cual son unos y hermanos todos los hombres. Aquel sermón -vilo yo palpablemente- no entibió lo más mínimo, aunque tan elocuente e informado por tan alto sentido, la pasión nacional de los italianos que le escuchaban, bien que en algo importantísimo errasen para mí también, y por más que a la satisfacción de la nacionalidad sacrificaran por entonces sus más claros intereses. Pues lo que no consiguió la sofística interpretación de la fraternidad cristiana aquel día, mal acertarán a lograrlo, ni por medio del optimismo filosófico, ni de la poesía, ni de la filantropía, ni del comunismo, bajo ninguna de sus formas, los discursos profanos. Ya habéis visto en qué han quedado todas aquellas seguridades de paz perpetua, entre las naciones industriales y comerciales del siglo, que hacia 1848 regocijaban a tantos cándidos, con apariencia o pretensiones de hombres pensadores. Littré, el laborioso y docto Littré, a quien sería injustísimo calificar de ese modo, cayó también, a fuer de positivista, en aquel error inocentísimo. Nunca han luchado más y más tremendamente las naciones, que desde que se dio tamaño bien por adquirido. Y no lo dudéis, señores, aunque con razón nos contriste esta verdad a todos: el [96] mundo está preñado de futuras, inmensas, inauditas guerras, al lado de las cuales, según se puede juzgar ya por las últimas, fueron no más que ensayos las de la antigüedad, las de la Edad Media, y las de los tres siglos que nos preceden. Ellas han de dar testimonio plenísimo de que continuará habiendo por largo tiempo naciones, de que no dejará de haberlas hasta un período, que sólo el pensamiento filosófico alcanza, tal y como hoy las hay. [99] 

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