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Por eso, señores, por eso es oportuno, ya que tanto hay que contar con ellas, esclarecer su concepto. Obsérvase en él indudablemente bastante confusión todavía. No ha mucho que se escribió sobre esto un libro especial, que anda en manos de todos, y viene a demostrarlo, por ser una compilación o resumen de todas las definiciones conocidas, bien que añada algo el autor de cosecha propia. En éste, según dicen, un diplomático austriaco educado en la escuela de Metternich, a lo que parece, y representante ahora de Austria-Hungría en una de las capitales de Europa, al cual debió de sugerirle tal idea el particular influjo que en la política interior y exterior de su país ha tenido el principio de las nacionalidades últimamente. Vivo testimonio ofrece, por cierto, el referido Imperio de que no es posible hacer sinónimos Estado y Nación, aunque todo Estado necesariamente tienda a absorber las naciones varias que por acaso lo componen. Halla, sin embargo, el autor a que aludo, apoyándose en la autoridad de otros pensadores, entre los cuales pudiera citar alguno español, que la variedad anima y vivifica, aguza el espíritu [100] y ofrece ocasión a útiles comparaciones, estimulando el general progreso del Estado en que se da, por donde pretende que los que intentan absorber los varios grupos nacionales en las grandes razas homogéneas, corren riesgo de crear en la vida una estéril monotonía mientras que tampoco ganarían nada las dichas razas al constituir, por sí solas, naciones. Tal doctrina, excelente para un austro-húngaro, y muy práctica y muy digna de tenerse en cuenta en las cancillerías del siglo, difícilmente resistiría un análisis racional. El hecho de la existencia de los actuales Estados, que se reparten el mundo culto, dignísimo es de respeto seguramente, y puede, y en general debe subsistir hasta por siglos; pero negar que aquél esté mejor constituido donde haya una sola nación, o una propia raza, y una misma lengua, o, cuando más, dialectos fundamentalmente ligados al idioma común, y donde toda la población esté llena de iguales recuerdos, enamorada de idénticas tradiciones, informada, en fin, por un común espíritu, parece como negar luz al día. También es verdad, según demuestra otro escritor ilustre en un libro, del cual tomé antes el moderno concepto de nación para compararlo al antiguo, que, dentro de una raza misma, con antigua historia común, pueden determinarse, no tan sólo distintos Estados, sino diferentes naciones; pero es notoria exageración suya el decir luego que la formación de naciones, dentro de una misma raza, y aun de una propia nacionalidad, sea fenómeno semejante al de la variedad en las especies, por lo que hace al reino vegetal y al reino animal. La historia da más [101] testimonios que la botánica o la zoología, en sus respectivos casos, de la primitiva unidad de la especie humana, y todos hemos presenciado, por otra parte, en este siglo, cuánto más difícil sea que desaparezcan las variedades botánicas y zoológicas en las especies que las contienen, que el que las variedades nacionales se borren o desvanezcan en la raza original. De todos modos, el hecho de una nación exclusivamente obra de la historia moderna, sin fundamento etnológico, filológico ni geográfico alguno, con gusto lo repito aquí, señores; es también muy respetable mientras exista.
Y para mí con evidencia existe, siempre que cualquier conjunto de hombres y pueblos olvida, con razón o sin razón, que habita los mismos terrenos que otros con quienes tiene unidad de raza; que sus tradiciones más antiguas son iguales; que son semejantes, si idénticas no, sus lenguas y literaturas; aborreciendo, en cambio, todo lo que en común posee con aquella gente, sintiendo y pensando únicamente lo diverso, lo contradictorio; recordando tan sólo los combates sostenidos enfrente, no los que ha sostenido a su lado; haciendo leyendas de triunfos, después de todo fratricidas, y convirtiéndolas en agudo acicate del odio antiguo, y del moderno amor propio, sentimiento que más que ninguno divide a las colectividades, y a los individuos, y no es, por cierto, de los más exentos de error. No hay en tal caso la afección, no la unidad de espíritu, no la nacionalidad, en fin, que forma, conserva y extiende en el espacio las naciones; y poco importa, por lo mismo, la identidad de [102] todas las demás circunstancias naturales, o que haya todo género de razones prácticas para vivir en comunidad de intereses. El medio único de reintegrar las razas o las nacionalidades una vez tan desgarradas, sería la conquista, y la conquista de unos por otros pueblos, aunque pueda constituir entre ellos un solo Estado, nunca constituirá una sola nación; pues la nación se da en el espíritu, y como cosa del espíritu, no en los hechos brutales. Que la humanidad, en tanto, camina hacia las grandes agrupaciones étnicas y geográficas, no tiene duda; pero mientras la unión de unas agrupaciones con otras no se funde en la conciencia de un alma común, mejor es no pensar siquiera en ello, dejando al tiempo que lenta y solitariamente realice, si posible fuere, la unificación de los sentimientos y de las ideas, y poco a poco enfríe o entibie las oposiciones, aquellas sobre todo que nacen de las contrarias glorias militares, las cuales tienen especial virtud para mantener la separación, y por mucho tiempo el odio, hasta entre pueblos y hombres, que no por eso dejan de ser compatriotas a las veces, o son a su pesar malos hermanos, pero hermanos. Después de estas declaraciones, que, en verdad, no pecan de equívocas ¿por qué habría yo de reconocer también ahora que aquellas enfermedades que la historia, como toda vida, engendra en las nacionalidades, impidiendo la salud y robustez de todos sus miembros a un tiempo, esterilizando el sentimiento mismo de nacionalidad, destinado por la Providencia a tan sublimes empleos, deban perpetuarse, y que sea justo, conveniente, preciso, que se padezcan [103] eternamente? No: hasta ahí no puede llegar, aunque sea profundísimo, el respeto del pensamiento a los hechos. Ni es eso, no, lo que, apartando por entero los ojos de la presente realidad, quepa pensar hoy universal y científicamente.
Tampoco pienso yo -y habrá de perdonármelo el que aquí o fuera de aquí otra cosa entienda- que las pequeñas naciones sean preferibles a las grandes, y que éstas, por su inevitable tendencia unitaria, traigan males, que antes bien tengo a las últimas por los mejores instrumentos temporales que la humanidad posea para continuar el progreso y alcanzar toda la posible bienandanza sobre la tierra. Aquellas exiguas naciones que en la antigua Grecia y la Edad Media italiana existieron, no duraron tanto sino por su carácter especialmente municipal, y quedaron, de todas suertes, más célebres que por la prosperidad o gloria que alcanzaran, por la interior, incurable anarquía que constantemente las afligió, ya mediante los demagogos, ya mediante los tiranos, hasta dar al traste con ellas, y traerlas a morir, todavía menos a manos de los grandes Estados, que a causa de su radical ineptitud para vivir ordinaria y buena vida. Ni me parece que, dada la importancia que al medium o elemento geográfico y territorial otorgan todos en la constitución de las naciones, débese desdeñar o tratar ligeramente lo que toca a las fronteras naturales. Porque ellas sin duda cierran y determinan este medium geográfico, y, después de haber fijado la extensión de tierra primitiva o sucesivamente ocupada, por instinto natural o reflexivo estudio, son [104] prenda siempre de estabilidad y seguridad para las naciones. Mil y mil veces feliz, por tanto, aquella que las posee tan propias e infranqueables como la Gran Bretaña las posee. Que, lejos de censura, merece admiración el hecho honrosísimo de que los vencedores de tantas grandes batallas, sean allí suspicaces guardadores de bien tamaño, así como el espectáculo envidiable que allí también dan los principales ciudadanos, príncipes, poetas o filósofos, asociándose espontánea y públicamente con igual propósito, sin miedo a los sarcasmos del cosmopolitismo mercantil o de la ignorancia.
Pero mientras todas las antedichas ideas, con más o menos contradicción, corrían por el mundo, de repente ha aparecido una ahora que, si no es original de todo punto, cabe reputarla tal, a causa de la desnudez con que está expuesta, y por ser de escritor elegantísimo, que suele al presente hallar auditorio fácil, lo mismo que para sus aciertos para sus grandes errores. Refiérome al concepto que en un opúsculo intitulado ¿Qu'est-ce qu'une nation? ha expuesto M. Renan, muy poco ha, sobre la materia(10). Habíase ya señalado por muchos, como seguro indicio de la realidad de una nación, el asentimiento unánime de los individuos que la componen, al hecho de su asociación o existencia colectiva, y cierto que, como indicio o señal de nación y aun de nacionalidad, no carece eso de valor. Lo general es que los miembros de una nación indeliberadamente [105] miren como cosa natural, forzosa, irrevocable, el vivir juntos; y la notoriedad de esto da testimonio irrecusable de que una nación o nacionalidad existe realmente. Mas el hecho no basta por sí sólo aquí, ni en nada, a engendrar el derecho, que es producto superior de la razón. La nación no es, ni será nunca, cual se procura, no sin error también, que lo sean las formas políticas, o sistemas de gobierno, mucho más accidentales de todos modos, el producto de un plebiscito diario, ni obra del asentimiento, constantemente ratificado por todos sus miembros, a que continúe la vida común. No: el vínculo de nacionalidad que sujeta y conserva las naciones es por su naturaleza indisoluble. Para que no lo fuera, necesitaríase que de hecho se determinase una nacionalidad al suicidio, no menos ilícito e inmoral en las grandes y necesarias agrupaciones históricas, que en los pasajeros individuos. Todavía al mayor número puede además reconocérsele competencia para fallar sobre las meras cuestiones de intereses, en los cuales, puesto que es fuerza elegir, los menores hasta por equidad tienen que ceder a los mayores, si bien no exista en nadie para destruir aquello que es de derecho divino entre los hombres, ni los simples derechos naturales o individuales, ni la familia. Que si, por cosa imposible, quisiera la mayoría de una nación sujetarse voluntariamente a otra de raza, historia o nacionalidad diferentes, muy bien podría emigrar con tal propósito, abandonando la tierra patria por la extranjera, mas no negar a la minoría su derecho a conservar colectivamente una constitución personal, y a proseguir [106] apacentando el espíritu de sus adeptos en unos mismos recuerdos de gloria, llorando por igual manera los afrentosos, arrodillándose en los propios templos y venerando las tumbas mismas que veneraron sus padres, soñando el porvenir que ellos soñaban, odiando y amando lo que amaban u odiaban ellos; manteniendo viva, por fin, en sus entrañas, aquella conciencia moral, aquel alma, aquel principio espiritual en que, la una a título de causa, y la otra a título de efecto, la nación y la nacionalidad consisten, sin duda alguna. Por eso, señores, al emitir la opinión antecedente, no tan sólo se coloca Renan fuera de la realidad histórica y de la verdad jurídica, sino que contradice su propio concepto de nación, hasta ahí conforme en gran parte con el mío. Ni la conciencia, ni el espíritu, ni el alma, en suma, que en la nación reconoce él también, son cosas que se puedan partir cuando se quiere, ni son siquiera por su naturaleza mortales. Y si, como el propio Renan confiesa, no se cifra la nación en la raza, que ciertamente puede derramarse por espacios y Estados diferentes; ni en la lengua, que cabe también que pertenezca a gentes por largo tiempo unidas, y definitivamente separadas luego unas de otras por la naturaleza, cual hoy lo está de las hispanoamericanas la española; ni en la religión, que tampoco basta realmente en nuestros días para mantener u organizar asociaciones nacionales; ni en la geografía, ni siquiera en los intereses recíprocos o comunes, no obstante que todo esto sea divisible, repartible, disoluble, ¿por qué extraña inconsecuencia pretende después que baste la suma [107] de los votos individuales para romper el vínculo nacional?
No, señores, no; que las naciones son obra de Dios, o, si alguno o muchos de vosotros lo preferís, de la naturaleza. Hace mucho tiempo que estamos convencidos todos de que no son las humanas asociaciones contratos, según se quiso un día; pactos de aquellos que, libremente y a cada hora, puede hacer o deshacer la voluntad de las partes. Ni, bien mirado, ¿qué es esa voluntad general, de que hablan Renan y otros tan ligeramente? No quiero negar yo que un pensamiento mismo pueda reinar en la muchedumbre, y que este pensamiento común provoque en ella elección, iniciativa, actos de verdadera voluntad a las veces. Pero, sobre no poder realizarse sino en rarísimas ocasiones, y asuntos no menos raros, por lo sencillos y fáciles, suelen tal pensamiento y tal voluntad revelarse más bien tácita que públicamente, y antes que por los votos recogidos un día, por los hechos permanentes. Y es no poco singular que se dé tanta fe ahora al libre albedrío colectivo, cuando nunca ha sido menos cumplidamente reconocido el individual que en los tiempos actuales. No tan sólo acontece tal por obra del naturalismo y el determinismo, que es su necesaria consecuencia, sino porque el propio espiritualismo, cada vez más cohibido por sus adversarios en este punto, se ha ido viendo forzado de día en día a reducir el espacio en que mantiene la realidad de esa fuerza particular del alma, que, fuera de las de la naturaleza, existe, y obra, determinando de por sí o eligiendo nuestras acciones. ¿Con qué probidad de doctrina [108] los adversarios en principio del libre albedrío individual intentan ensanchar ilimitadamente los actos libres de la voluntad colectiva, dando a lo que hace la misma libertad heterogéneo aquello que a la unidad psíquica del hombre le rehúsan? ¿Cuántas causas determinantes más no obran sobre la voluntad general que sobre la particular? Ni hay nada más difícil que una suma en que, por oposición a la ley aritmética, ningún sumando puede reputarse homogéneo, puesto que cada uno de por sí es autónomo, en cada uno cabe determinación peculiar y diferente, y sobre cada cuál obran causas determinantes de diversa naturaleza. Exagérase, pues, cuando menos, la realidad, y todavía más el oficio de la voluntad general, entre los hombres; pero cuando únicamente se la emplea en decidir sobre los comunes y recíprocos intereses, ya lo he dicho: la imperfección de todo lo humano pide que, sea como quiera, los menos cedan el paso a los más; y nada puede oponer a ello la razón, cuyos postulados nunca bastan a distribuir por sí solos la absoluta justicia. Pero lo he indicado también ya, y más terminantemente lo digo ahora, con muy profundo convencimiento. No hay de todos modos voluntad, individual ni colectiva, que tenga derecho a aniquilar la naturaleza, ni a privar, por tanto, de vida a la nacionalidad propia, que es la más alta, y aun más necesaria, después de todo, de las permanentes asociaciones humanas. Nunca hay derecho, no, ni en los muchos, ni en los pocos, ni en los más, ni en los menos, contra la patria.
Que la patria es, señores (y permitidme [109] que repita algo ya de lo que improvisadamente he dicho en otra parte); la patria es para nosotros tan sagrada como nuestro propio cuerpo y más, como nuestra misma familia y más; y justísimamente despierta en el hombre la más viva y mejor de las pasiones: más viva y mejor que la del amor mismo, única capaz, no obstante, de rivalizar con el patriotismo, por darse idealmente en ella la ley natural que sobre el planeta conserva nuestra especie. Todavía el hombre se puede sacrificar cristianamente por el prójimo, sacrificar su familia a otra por filantropía, nunca será ya plausible del todo, mas cabe todavía en lo lícito: lo que tan sólo para el malvado sería posible es el sacrificio a nada, ni a nadie, de la patria. Hase castigado por eso más inflexiblemente que el parricidio la traición en todos tiempos. Puede también el hombre quitar noblemente a sí o a su familia la razón en todos los casos en que no la tengan; mas, una vez empeñada la patria en formal contienda, no es lícito, sino inicuo, el quitarle la razón jamás. Por la patria y no más va voluntariamente el hombre, sin faltar a Dios, tanto como a recibir a dar la muerte, que heroísmos gloriosos hay que no son sino verdaderos suicidios, y aun el homicidio, de ordinario bárbaro, repugnante y criminal, con justicia merece altos premios, cuando, desplegados al viento los patrios colores, se afronta en el campo al poder extranjero. Ni hay que preguntarle a la patria el por qué; si ella manda que al pie de su bandera rinda el hombre la vida; que para eso también tiene siempre razón. Y razón tan clara, señores, [110] que no hay hombre de bien, por corto de luces que sea, que de por sí solo no la comprenda; mas, ¿cómo no?, si las madres mismas la comprenden, las madres que tan de antemano lloran a los hijos, que, sea como quiera, pueden morir. Desdichada aquella gente que encuentre fácilmente contradicción entre estos hechos de conciencia y la fraternidad originaria, que bien querría yo también que allá en siglos remotos, cuando la misión de las naciones esté cumplida, fuese universal y definitiva entre los hombres. Pero esa fraternidad no anda próxima, y justamente ahora, por causa del alejamiento de nuestro Padre común, de Dios, paréceme a mí que cada día se entibia y aleja. En el entre tanto, menester fuera ser ciegos para no ver, sordos para no oír, todo lo que significa aún por desgracia la palabra extranjero, principalmente para las naciones débiles. Que las fuertes están bastante más cerca de la fraternidad entre sí, porque no se niegan, a lo menos, el respeto recíproco. No sé yo, pues, cómo el patriotismo de las grandes naciones con frecuencia aparece mayor que el de las medianas o pequeñas; que en estas últimas debiera el patriotismo ser preocupación íntima, concentrada, silenciosa tal vez, pero muy ardiente y casi única. Quizá consista en que la vanidad satisfecha interviene mucho en toda pasión humana, hasta en las más nobles, o quién sabe si en aquel ordinario rebajamiento que dio lugar a que tristemente dudara Cervantes si podía el pobre ser honrado. Pero basta; que no es punto éste para muy ahondado ni explanado, y pasemos a otro orden de [111] ideas, menos alto, aunque importantísimo también: al aspecto económico de la cuestión.
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Más que nunca temo en este instante que hallen grave contradicción aquí mis opiniones, aunque ahora se comprima por la generosa tolerancia con que las oye todas, y todas las respeta tradicionalmente el Ateneo. Pero ¿qué remedio, señores? De la contradicción recíproca brota la luz, y ojalá que fuese luz que por igual nos alumbrase al fin a todos. Lo que sé decir es que las opiniones que voy a exponer ahora son en mí bien sinceras. Comenzaré por asentar que, si indudable es que no está puesto en razón el que un hombre por enriquecer a otro se empobrezca voluntariamente, o procure remediar a otra familia descuidando la suya propia, no es menos cierto, que también carecería de razón el que una nación dejara de mirar por sí antes que por otra, y que no procurase, ante todo, vivir, y luego prosperar más que ninguna en la suprema sociedad que todas juntas forman. Tras esto debo advertir que, además de las otras cosas dichas, es para mí la nación una vasta sociedad agrícola y mercantil, y hasta una sociedad cooperativa. De aquí el que piense yo, y muchos piensen, que, sin renunciar nunca en absoluto a competir con las demás, asistiendo a la universal concurrencia mercantil con el producto de su trabajo, puede y debe antes toda nación prestarse a sí misma, y realizar en su seno cuantos recíprocos servicios sean posibles. De aquí el que algunos pensemos igualmente que no es ilegítimo el propósito de dejar de consumir productos extranjeros, hasta donde factible sea, prefiriendo los propios, [112] por más que resulten menos finos o menos bellos. De aquí asimismo el que nunca falte quien alabe a las naciones que a todo anteponen su alianza y comunión mutua, mientras esta propia unión les permite acumular fuerzas para emprender y sustentar una verdadera lucha económica con las naciones rivales. De aquí, por último, que con evidente utilidad se sustraigan a la ley universal de los mercados, así en el trabajo como en la producción, dichas naciones, como los Estados Unidos en estos últimos tiempos, no obstante su vivo espíritu liberal, y bajo otros principios, pero no con menos persistencia, el triunfante Imperio alemán.
Es, a no dudar, el libre cambio, con el cual se hallan en oposición hechos tales, y tales máximas, un principio esencialmente cosmopolita y humanitario, que tiende a repartir los bienes entre las colectividades nacionales, según su capacidad y sus obras, al modo que los sansimonianos pretendían distribuir los bienes a los individuos. Pero la economía política, al dar absoluto valor práctico al libre cambio, olvida un dato fundamental, y es que las naciones tienen derecho a la vida y derecho al trabajo; lo cual, reconocido en los simples individuos, desbarataría esa y todas sus doctrinas por completo. Ni se comprende bien la teoría absoluta del libre cambio, sin presuponer la legitimidad de la lucha por la existencia, que el evolucionismo eleva, de hecho más o menos universal, pero de todas suertes material y brutal, a ley racional y justa de la vida. De creer es que las naciones, como los individuos, y con muchísima más eficacia que [113] ellos, protestarán eternamente contra tal ley, por más que legitime todas las consecuencias que se quiera en el orden económico. La hemos visto, sin duda, muchas veces realizada en la historia, y no tan sólo respecto a las naciones intelectualmente inferiores, sino respecto a naciones harto más cultas que aquellas que las destruyeran. Tal el grande Imperio romano; tal el de Bizancio. Y cabe, en verdad, tener por cosa providencial o natural el que aquellos Estados famosísimos perecieran para que los reemplazasen en este mundo otros nuevos, de gente sana, robusta, exuberante de vida y rica en porvenir. Pero así y todo, señores, aquellas tristes naciones, al fin vencidas, se defendieron bien, mientras pudieron, por instinto nativo, por invencible amor a la vida; y sean cualesquiera sus circunstancias actuales, toda nación que existe tiene hoy asimismo razón y derecho para existir, restaurándose, fortaleciéndose, desarrollándose, creciendo de nuevo para recobrar, cuando no el predominio, si lo obtuvo, la vitalidad que baste a que no sea descontada de las fuerzas universales y progresivas que el género humano destina a sus grandes obras. Y pues que no quieren morir, ¿quién osará decir que directa ni indirectamente deban ser tales o cuáles naciones sacrificadas al bien general de la humanidad, aun dado que fuera este bien incontestable? No es dudoso, sin embargo, que así quedarían a la postre sacrificadas, si por rendir excesivo tributo a las ideas humanitarias y cosmopolitas se prestaran siempre, y de cualquier modo, a combatir, en inferioridad notoria, y más o menos accidentalmente inevitable, con las [114] más fuertes, lo mismo, ni más ni menos, lo mismo en la industria que en la guerra. Que no es estímulo que avive el propio valor, sino segura ruina, la competencia cuando se establece entre naciones, como entre individuos grandemente desiguales en fuerzas materiales, y aun en las morales e intelectuales. Ni tal desigualdad suele ser voluntaria y remediable, aunque no venga, que bien puede venir, de desventaja originaria del suelo y del cielo, para prestar los primeros elementos a la creación de la riqueza, pues de continuo hay tanta y mayor desigualdad en los capitales respectivamente acumulados, los utensilios, las comunicaciones de todo género, las deudas, y las peculiares cargas públicas.
Para contradecir esto, preciso es ante todo negar que la instrucción, la prudencia, la laboriosidad, la economía, constituyan ventajas reales e insuperables, en un momento dado, por parte del que ha tenido de larga fecha tales cualidades sobre el que no las ha tenido hasta entonces, aunque quiera ya al fin tenerlas, trátese de individuos, de sociedades particulares o de naciones. Las hay entre éstas que traen de mucho tiempo desgraciada historia, cuyas consecuencias no cabe humanamente remediar en años, ni quién sabe si en siglos. ¿Débeselas, sin embargo, obligar a que lidien sin la más remota esperanza de vencer, consumiéndose en la imposible lucha de día en día, cuando ellas ni aun pueden venderse a la postre por esclavas, al modo que solían, llegada la ruina, el deudor o el proletario antiguo? ¿Tan fácil es siquiera la lucha económica entre el capitalista o fabricante ricamente heredado, [115] y el obrero que abre ya en la cuna los ojos a la miseria, sin más que sus brazos desnudos para luchar con las máquinas de vapor y los altos hornos que tan sólo puede dar el capital ya formado? Si una eterna ley humana, no tan sólo consiente, sino que ordena esto, pues que sin el preexistente capital no hay modo alguno de organizar el trabajo, eterna ley es también la que engendra y conserva las naciones, y nunca, ni por devoción a ningún ideal científico, se la debe olvidar. Al menos el individuo, colocado en situación desigual por causas propias o ajenas, si no venderse ya, se puede siempre resignar a morir, como en realidad muere muchas veces, a manos de la concurrencia industrial, ilimitada y por necesidad cruel, si no ya manifiestamente, por lenta y latente consunción, sin deber nunca aspirar a lo que por ley de su peculiar naturaleza aspiran, con razón, las naciones, que es a la inmortalidad. La muerte libértale así del suplicio de la miseria, pudiéndola todavía considerar como un trono más glorioso que el de los soberanos del universo, si por dicha suya conserva la creencia en las bienaventuranzas, y espera de una suma, infalible justicia que goce su virtud los bienes que sus brazos no alcanzaron. Pero las naciones son más irremediablemente infelices. Vencidas por el trabajo, como cuando definitivamente lo son por la superioridad militar del extranjero, su humillación, su miseria, su dolor, su infamia, no merecen ni logran consuelo jamás.
Por todo lo cual, señores, pienso y repito, que lo primero que las naciones tienen que hacer es vivir: pobres o ricas, con magnificencias [116] o con privaciones, modestas u orgullosas, según los casos, pero vivir a toda costa. Y vivan, si preciso es, mudas, retiradas, en reposo, no de otro modo que los enfermos viven, o viven los convalecientes, de ordinario, hasta que el pleno restablecimiento de su salud les consiente desafiar el frío, la lluvia, el hielo, todas las duras impresiones, en fin, que al aire libre se experimentan. Dichoso el individuo, dichosa la nación que siempre puede así vivir, cual viven los robustos y sanos, disfrutando, realizando la vida por entero. No injurio al libre cambio, en verdad, comparándole con el aire frío, pero tónico, que en los buenos días de sol nos regocija y alienta durante los inviemos de estas altas planicies castellanas. Menos todavía lo maltrato al decir que la posibilidad de sufrirlo es señal cierta de que una nación está al nivel común en la sociedad de las naciones; de que hay ya en ella los capitales, los ferrocarriles, los canales, la irrigación natural o artificial, los puertos, las escuelas, todo cuanto, en resumen, necesita para que sus condiciones de cambio y de competencia sean iguales, o siquiera parecidas a las de las otras en general. No le podrá a una tal nación acontecer que la masa de sus habitantes, cansada de inútil lucha, se dé por vencida, como lo está sin duda la de ciertos países, no europeos, y poco a poco abandone su propio trabajo para vivir del extraño; pagando lo que compra, primero con los insuficientes productos que le quedan y sus cortos ahorros pasados; después con la enajenación sucesiva del capital nacional, de sus minas, de sus interiores comunicaciones, del aprovechamiento de [117] sus ríos y costas; con la cesión, por último, de cuantos dones originariamente obtuvo de la Providencia, hasta venir a una especie de pauperismo colectivo, muy semejante al individual, y representar ante las naciones ricas el papel de los infelices labradores, que tan fácilmente pasan de propietarios a proletarios, por virtud de las malas cosechas y de la usura, sin que la humanidad pierda nada, a la verdad, pero perdiendo ellos indisputablemente de por sí la igualdad, la respetabilidad, la posición social que sus padres les legaron.
De seguro parece a muchos todavía más exagerado que inexacto lo que estoy diciendo; pero yo no sé, en cambio, cómo se pueda desconocer, de una parte que la miseria es tan irremediable entre los hombres, que el buscar una fórmula con que evitarla equivaldría a remover la quimera de la piedra filosofal(11), y de otra que las naciones, como personas que son, luchan por la riqueza y se exponen a la miseria, en las propias condiciones que cualesquiera otras. Paréceme también incontestable que los hombres reunidos en nación, forman, según ya he dicho, una vastísima sociedad agrícola, industrial y comercial; y, siendo así esto, cual es, ¿no se ve claramente que por diversas causas puede acontecerle otro tanto a una nación que a cualquier sociedad parlicular le acontece? Pues reparad, que todavía más que sociedad de intereses, es la nación una [118] gran familia, puesto que, como ella, es indisoluble, y responde como ella a fines morales, mucho más delicados de guardar siempre que los materiales; y las familias cada día sucumben unas a otras, según vemos, levantándose éstas, arruinándose aquéllas, al compás de la fortuna, tanto y más que de los propios méritos. La sabiduría de las familias pobres, el sentido común lo enseña, consiste en bastarse, hasta donde posible sea, a sí mismas, trabajando y produciendo lo más que puedan, comprando lo menos que puedan también. Y no hay duda que si familias y naciones desaparecieran en otros organismos humanitarios, como la utopía ha pretendido tantas veces desde el último siglo, podrían aspirar los hombres hasta a la igualdad en la distribución de los productos, cosa más cosmopolita y harto más fraternal todavía que el libre cambio. Pero no hay que ir tan lejos: éste mismo sería tan axiomático, cuanto en la ciencia ideal en la vida práctica, con sólo que las naciones se fundieran en una gran confederación, según algunos publicistas y el propio Renan pretenden, a comenzar por la confederación europea. Porque, si encuentro en esa doctrina dificultades de aplicación insuperables ahora, dados los particularismos nacionales, soy yo el primero en reconocer a la par, que ella representa una aspiración nobilísima del humano espíritu, y señala uno de los últimos eslabones de la inmensa escala del progreso humano. Sólo mientras las naciones sean, cual hoy son, providencial mente necesarias, será cuanto se diga en favor de esa gran confederación, si no del todo, en buena parte, [119] inútil; que el espíritu político se sobrepondrá al económico por lo común, e impedirá que donde inmediata y prácticamente dañe a la asociación nacional de los pueblos, se realice del todo jamás. En el entre tanto, si los que por dicha suya gobiernan naciones que representan entre las otras el papel de capitalistas y no el de proletarias hacen bien, muy bien, dejando simplemente hacer, y propagando y practicando la doctrina del libre cambio, no se debe extrañar, ni mucho menos, el que los que en otro caso se encuentran miren de diferente modo las cosas, y procedan en las reformas económicas con muchísimo tiento. La economía política, que comienza ya a confesar la frecuente antinomia de intereses entre los hombres, que incesantemente oponen los hechos a la doctrina de la armonía natural, al fin habrá de reconocer también la antinomia indudable que muchas veces existe entre los intereses de las grandes personas jurídicas que se llaman naciones. Y ella reconocerá igualmente al cabo, no lo dudo, que lo propio que el ser racional y moral del hombre impide que se le sume o se le reste, cual pura fuerza mecánica, en el trabajo, por más que en común nos abra a todos éste un mejor porvenir, la existencia, por ahora inevitable, de las naciones impone la obligación de transigir con las necesidades políticas que ellas tienen a todo ideal optimista y cosmopolita, por bello y seductor que sea. [123]
- VI -
Y no estoy ya muy lejos del fin, que, con impaciencia, temo que aguardéis tiempo hace. Pero antes quisiera, señores, que desde las altas cimas de la historia primero, y desde el punto de vista de la diplomacia europea o americana después, contemplaseis las posiciones respectivas, los apetitos, las ambiciones, las ideas y los actos que constituyen hoy la vida de las naciones, y en especial de las que van al frente de la civilización. Fácil os será en tal caso observar que, además del de concentración o reintegración de que ya he hablado, el cual comienza a ser menos vivo, por lo mismo que está cumplido, en no poca parte, desarróllase, con ímpetu mayor cada día, otro movimiento, tanto y más enérgico y más general. Todas las naciones civilizadas bajo los principios del Evangelio, las cuales, ni más ni menos que en la Edad Media, constituyen todavía la cristiandad, sean cualesquiera las doctrinas teológicas o los ritos que en cada una imperen, parece como que más o menos lenta y manifiestamente se dirijan hoy a un fin idéntico, a una especie de nueva cruzada, de más seguros resultados que las [124] antiguas: a implantar donde quiera, no la cruz tal vez, pero sí la civilización, que desde el sacrificio del Gólgota se inició entre los hombres. Mucho más que en bautizar y convertir por caridad cristiana infieles, piénsase en obligarlos a tomar parte en la empresa común de la humanidad, so pena de desaparecer, como elemento inútil, de la escena del universo. Diríase que, reflexiva y ordenadamente, se está ahora realizando a nuestra vista la selección entre las naciones, y aun entre las razas, como para demostrar que la lucha por la vida ni puede atañer sólo a los entes irracionales, ni termina nunca con ese u otro nombre entre los humanos. Mas para mí (y tengo por más seguro esto que la evolución darwiniana), de lo que se trata es de cumplir el mayor de los fines con que Dios crió las naciones. Que ya sabéis, señores, que yo creo en las causas finales, en la finalidad interior y fecunda del mundo en general, y en particular del género humano, y que a esta finalidad le doy el nombre de Providencia divina. Por eso justamente quise en breves términos describir el estado de la filosofía contemporánea, y confesaros al principio mi esperanza íntima de que la nueva ciencia, que por fuerza ha de reemplazar algún día esta atonía filosófica en que al presente estamos, deje de una vez aparte, como hecho manifiesto e indestructible, la existencia de un orden universal, subjetivamente inteligente, previsor, omnisciente, que dé cuenta de la existencia de la razón, sin él inútil, por lo que hace a sus altas facultades al menos, haciendo definitivamente entender a los incrédulos hombres de [125] esta época, que fuera del mundo tienen un Juez sumo y un infinito Soberano.
Mirad bien y de cerca, señores, lo que está pasando. Imperios grandes hay que, por no pertenecer a la cristiandad, están hoy más amenazados que en los días de Lepanto todavía; allí donde sucumbió San Luis por su fe, malcontentos campean los descendientes de sus soldados, que no se satisfacen ya con la posesión o el deseo de las costas mediterráneas del fronterizo continente, sino intentan convertir buena parte de él en un mar artificial y propio, o atravesarlo de Norte a Sur con las locomotoras humeantes, o asegurarse las puertas, hasta aquí cerradas, de sus grandes regiones oceánicas por el Senegal, por el Congo, por las islas, por los ríos, por todas partes a un tiempo: la tierra, en tanto, de los Faraones, mal defendida por sus jinetes árabes o negros, tiembla vencida al peso de los caballos y los cañones de una gente del Norte, inevitable señora, antes o después, de las vías por donde pasen naves al extremo Oriente; lejos de ser ya terror de Europa los bereberes del Guadalete, o los árabe-bereberes de Poitiers, ni los benimerines del estribo del Atlas, ni los almohades del desierto intermedio, ni los almorávides del África austral, mantiénese ya en pie a duras penas el vasto Imperio por aquellas belicosas gentes fundado en los arenales secos; y en tanto las banderas moscovitas ondean amenazadoras hacia los confines de la Persia, de la China, de la India, mientras que los modernos Estados americanos, y en especial la gran República anglo-germánica, penetran hasta el fondo del continente abierto [126] al mundo por nuestros padres, ahuyentando con sus arados y sus bayonetas, o inexorablemente destruyendo las pobres tribus que aún restan de la población indígena; por todas partes, en fin, está emprendida o se prepara una marcha de hombres, por su número y por la extensión de los caminos, inmensa, algo semejante a la del siglo IV, pero al revés, siendo los emigrantes, los invasores, los futuros dominadores ahora los pueblos civilizados, que no los bárbaros y mostrando con evidencia la espontaneidad y universalidad del hecho que lo informa una ley suprema. Y así es, señores, sin duda alguna. Poquísimos días ha que Víctor Hugo decía, con harto menos sorpresa de la que suelen excitar sus profecías humanitarias: «En un porvenir próximo, Francia, Italia, España, y aun Grecia, dejando la parte que le toca a Inglaterra, ocuparán juntamente el África en nombre de la civilización.» No repito tales palabras por darles valor práctico actual, sino como signo de los tiempos. Pero las naciones cultas y progresivas indudablemente tienen que cumplir la misión divina de extender su propia cultura, y plantear por donde quiera el progreso, educando, elevando, perfeccionando al ser individuo, al hombre, por la Providencia nombrado rey de la creación. Que, sin ellas, depedazada la sociedad humana en tribus, en ciudades, en particularismos feudales, cual en otro tiempo; falta cada exigua agrupación de éstas, de riqueza bastante, de fuerzas de mar y tierra, de cohesión, de dirección; destituidas todas del estímulo de la concurrencia y sin sentir el acicate de sus propias pasiones encontradas, ¿cómo o de [127] cuál manera habían de lograrse tamaños propósitos? Por eso es, señores, tan claro, que mientras todas las gentes del planeta no estén incluidas en el providencial movimiento de la civilización, la humanidad no vivirá jamás en común y las naciones serán indispensables. La diversidad misma de naturaleza, de espíritu, de costumbres que entre ellas se nota, favorece tal obra, que ha de realizarse en países y climas diferentísimos, y para gentes tan desemejantes. Hasta las discordias que entre los varios Estados origina forzosamente la ambición, el egoísmo, el orgullo, la envidia, han de ser estímulos, mayores causas, para que todos apresuren el andar. Observadlo: recíprocamente y sin cesar se empujan los unos a los otros, aunque de vez en cuando hagan alto, suspendiendo la marcha común para disputarse con tremendas guerras el paso. Pero a la guerra se sucede la paz, y lo único que no acontece, ni acontecerá ya más, es que vuelva a manos de los infieles o idólatras la tierra que una vez ocupe la cristiandad, donde una vez se implante la civilización cristiana, o, si queréis, moderna.
Poned ahora en lugar de este mundo real el mundo hoy fantástico de la paz perpetua y de la filantropía, y decidme si el progreso, la civilización, la misma verdad religiosa, aunque un tanto dejada aparte, se aproximarían nunca a tan rápidos y totales triunfos. Los idilios sirven al recreo y la dicha de los individuos afortunados, que tal vez pueden, sin riesgo, saborearlos; pero las naciones, las razas, la humanidad, no piden para sí, por su propia grandeza, sino la trágica epopeya, más [128] veces y mejor escrita siempre que con la tinta por la espada. ¿Quién habla, pues, de suprimir las naciones, sustituyéndoles confederaciones pacíficas y monótonas, sin heroismo y sin ideal? Tanto valdría querer reemplazar al hombre que trabaja, padece y muere, pero también realiza tantas útiles empresas, y conoce, y goza el placer sin igual de la gloria, por las estatuas sosegadas y purísimas, pero mudas, de los sepulcros clásicos.
¡Ah! no, y mil veces no, señores. Los fines de la humanidad no se cifran sólo en producir incesantemente mucho y barato, para aumentar el número de hombres que, bajo el inexorable imperio de la ley de las subsistencias, vegeten más que vivan racionalmente, o tan pronto nazcan como perezcan, tras de arrastrar oscura, miserable, inútil existencia por la tierra. Su misión es mucho más alta. Esa ley misma de las subsistencias, horrible cuando se la considera en los talleres repletos, o los campos de una parte extenuados y de otra sobrados de trabajadores, aparece grande y providencial si se la contempla promoviendo emigraciones, al principio siempre armadas, pacíficas más tarde, que han de dar al fin lugar a la toma de posesión de todo el planeta por el hombre civilizado. Salud, pues, a las naciones; salud a esas fuertes, ricas e inteligentes asociaciones humanas, que hoy sin cesar miran hacia los desiertos más remotos de América, hacia los de Asia o la Australia, y caminan por acá más cerca, hacia la Mesopotamia abandonada, hacia las fuentes mal conocidas del Nilo, hacia los arenales inexplorados aún, por donde vinieron hasta nuestras [129] riberas del Cinca los almorávides. No es cosmopolita en sus obras la humanidad de hoy, porque hoy no lo puede aún ser, si con toda verdad han de serlo un día, por lejano que esté, los hombres del porvenir, aquellos que tengan la dicha de conocer una común civilización sobre el planeta. El cosmopolitismo de ahora es optimista, lo cual quiere decir prematuro, ilusorio, que no hay por qué ningún buen ciudadano considere aún todo el mundo como patria suya; más pueden venir tiempos en que esto sea un hecho natural. Y cuando el ideal cosmopolitismo de ahora sea así una realidad práctica, cabe que las particulares asociaciones en que actualmente viven los pueblos se disuelvan en una sola sociedad universal; más ni aun entonces habrá triunfado el optimismo positivista por su parte, antes bien aparecerá preñado de nuevas decepciones: pues por lo mismo que la civilización reinará en donde quiera, y el hombre habrá ya realizado muchísimos de sus deseos actuales, alcanzando un progreso mil veces mayor que el presente, todavía se verá más claro que ahora se ve, que la verdadera felicidad del hombre no está en la tierra.
No exclamaré yo, en el ínterin, al celebrar, en nombre de la civilización, la gloria presente y futura de las grandes naciones iniciadoras, como con distinto sentido y leve variante exclamó un día Quintana:
«¡Ah! ¡por qué yo también no nací en ellas!»
Mil y mil veces no, señores: que la patria eso tiene: si ella es y debe ser esencialmente [130] egoísta de por sí, no inspira en cambio a sus hijos sino desinterés, generosidad, abnegación, amor eterno, aunque sea o pueda ser, como cualquiera otro amor, desgraciado. A ser yo, a ser vosotros cosmopolitas hoy, el espectáculo de esta poderosísima civilización que se apercibe a conquistar, en más o menos transcurso de tiempo, pero con seguro éxito, el planeta entero, bastaría para deleitarnos, para entusiasmarnos. Al cabo y al fin la victoria ha de ser de la humanidad, y aunque para lograrla hayan de sucumbir, y perecer quizá, hombres, razas, manifestaciones inferiores del ser humano, así pretende la ciencia moderna que debe ser, y eso se suele ver de todos modos en la historia.
Mas ¿por qué no decirlo? Todavía, en este momento histórico, más, mucho más que miembros de la humanidad, nos sentimos sin duda aquí todos, y es bien que nos sintamos, españoles. Por eso me sería imposible terminar sin deciros, ya que de las naciones he dicho tanto en general, algunas frases acerca de la nuestra, de nuestra patria. Y no he de hablar, por cierto, de su gloria en otros siglos: pues ¿de qué sirve ya eso, si no es de comparación tristísima con el estado a que nos han traído las largas desdichas posteriores? Otros Otumba, otros Lepanto, no los del siglo XVI, son en todo caso los que nos hacen hoy falta. Modestas deben ya ser nuestras palabras como nuestras obras; limitadas nuestras aspiraciones cuanto lo están nuestras fuerzas. Mucho sería ya que tuviéramos siquiera clara conciencia de nuestro deber en la humanidad; que el deber conocido guía sin tropiezos a [131] obrar bien. Mándanos el deber nuestro, visiblemente, que entremos en el número de las naciones expansivas, absorbentes, que sobre sí han tomado el empeño de llevar a término la ardua empresa de civilizar el mundo entero: y para comprender por qué nos lo manda, sí que fuera bueno recordar sin tregua la honra, no extinta aún, que heredamos de nuestros padres. Pero no es posible que entremos en ese corto número de naciones superiores, sin que nuestra vida interior por de pronto, y la exterior a su tiempo, se ajusten estrictamente a tal intento. Estar al modo de cadáver en anfiteatro, sirviendo a ensayos de exóticas, imperfectas y mal digeridas opiniones; pensar sólo en lo que interiormente desune, en vez de afanarse por lo que junta y asocia; desorganizar con ligereza lo que existe, lejos de organizar asiduamente lo que falta; gastar sin provecho las fuerzas que convendría concentrar y acrecer de día en día; recrearse con leyendas engañosas y olvidar el estudio de la realidad, no tan lisonjero, mas el único fecundo; fiar a las baladronadas fútiles lo que no más que en la perseverancia y robustez del ánimo tiene remedio; dormir en insensato optimismo, cual si Dios hubiera por si de tener cuenta con lo que tales o cuales asociaciones de hombres descuidan o dejan de la mano; compartir sin crítica las preocupaciones extranjeras, necesariamente originadas en sus diferencias de religión, intereses y carácter con nosotros, por lo pasado; aprender y escribir mal, en cambio, la propia historia, prefiriendo la satisfacción de las pasiones políticas actuales a la recta e imparcial explicación de los hechos de otro [132] tiempo; todo esto priva a una nación de peculiar espíritu, hace de ella un cuerpo sin alma; y, lejos de devolverle la salud perdida, llévala sin gloria, y sin merecer siquiera compasión, a la muerte.
No os hablaré más de la realidad, de las aspiraciones justas, de la pasión del progreso; que todos, cual yo, sentís eso; todos, cual yo, lo anheláis, y lo amáis por sí propio, sin que os impela ninguna razón interesada. De sobra me he extendido ya, por otra parte, en cuestiones abstractas: llámoos ahora la atención sobre puntos menos sublimes, pero que nos tocan más de cerca. La asociación, en sus esferas distintas, sigue iguales leyes; y así como la vida de familia requiere sacrificios de conducta, no siempre exigidos por el rigor de los principios; así como la vida de la tribu debe aún de exigirlos mayores, sometiendo los menos a los más, o los más débiles al predominio y dirección de los más fuertes; así como la vida civil o ciudadana reclama costumbres y trajes semejantes, por ser lo singular, bueno o malo de por sí, seguro origen en la práctica de repugnancia, burlas o discordias; y así, en fin, como las partes mismas de una propia nación se entienden mejor, y contribuyen en más a la común prosperidad y engrandecimiento, mientras menos separadas se sienten en su modo de ser unas de otras, la sociedad de naciones en que el mundo vive tiene por fuerza que descansar también en parecidos fundamentos religiosos, políticos, literarios o científicos, para estar todo lo más posible en paz y concordia, y realizar sus grandiosos objetos. Nada hay tan peligroso para cualquiera hombre [133] cuanto el hacerse excepcional entre sus semejantes, si no es ya que la excepción o la singularidad consiste en ser el más poderoso de todos; y aun así, sirve más veces esa ambicionada condición de pena que de gloria. Nada tan peligroso tampoco para una nación como apartarse largo trecho del cauce por donde van las demás; que si ella es la más fuerte, todas suelen conspirar para que deje de serlo, y aun después que no lo es ya, todavía por largo tiempo, por siglos tal vez, la persiguen los propagadores de la moda vencedora, según de España advirtió Schiller, con sus injuriosos sarcasmos. Tal le ha acontecido, con efecto, a España, desviada desde la rebelión religiosa del siglo XVI, y la libre expresión del racionalismo filosófico en el siguiente, del curso general de las ideas europeas; y no sería yo, que lo sé bien, quien hubiese de querer poner en oposición nuestro espíritu con el de la época. Pero ni el anhelar, como es natural, el progreso, y contribuir a él hasta donde alcancen las fuerzas, ni el amoldarse, hasta donde posible sea, al modo de ser de las demás, exige ¡qué ha de exigir! la abdicación de la propia personalidad; que no sería eso menos que perder la razón de ser, y abandonar el hilo que a cada nación le corresponde en la compleja trama de la historia. Véase por qué, con estar tan dentro del espíritu de la época Inglaterra y Alemania, por ejemplo, cuidadosamente conservan, sin embargo, más que otras ningunas potencias, su respectiva personalidad nacional.
Conservemos, pues, la nuestra, señores; retengamos también el propio ser de españoles. [134] Pero es indispensable para ello que profundamente nos estudiemos en lo pasado, y concertemos en lo presente nuestro modo de vivir, según la realidad, sin supersticiones históricas, no menos perjudiciales que otras cualesquiera supersticiones, y sin tocar a la segunda de las religiones, a la religión de la patria. Pregonan a voces nuestros anales que siempre ha valido aquí más el hombre que la tierra, digan lo que quieran las geografías antiguas, en comparación con la tierra o el hombre de otras partes; que en nuestro predominio y grandeza anteriores tuvo una parte el acaso de los matrimonios que nos dieron a Sicilia y Cerdeña, con los derechos sobre Milán y Nápoles, el Franco-Condado y todos los Países Bajos, y otra el acaso de que nos descubriese un genovés el Nuevo Mundo; pero que si pudimos aprovecharlo y retenerlo todo, con más o menos ventajas prácticas, durante siglos, fue por virtud de la ingénita energía y perseverancia de nuestro carácter, jamás desmentidas desde los asedios de Sagunto o Numancia, hasta los de Zaragoza y Gerona; desde las guerras de Flandes, hasta las últimas campañas en la Grande Antilla. Nuestros anales demuestran también, sin embargo, que esas virtudes han estado siempre grandemente debilitadas por la pobreza nativa, unida al despilfarro individual y nacional, que sólo nos ha dejado tener algún orden económico, y no mucho, durante plazos brevísimos de tiempo: causa por la cual, los primeros soldados que envió España con el gran Gonzalo, iban ya descalzos y hambrientos y se amotinaron tantas veces, sin pagas, los valerosos infantes de [135] Flandes; y todavía en estos tiempos se han dilatado guerras que debieran haber terminado prontamente. No se puede, a la verdad, negar el que tuviéramos en los pasados siglos malos gobiernos, que nunca faltan; mas la historia se ha de andar con mucho tiento para decidir si los de nuestros días fueron o no en general mejores, y aplicar por igual, en todo caso, las circunstancias atenuantes que con tanta frecuencia piden las faltas políticas. Ni os indignéis cuando ella, bien estudiada, enseñe que sin ser, por ejemplo, ningún santo, porque lo son rarísimos hombres, era tan bueno como los mejores, y de todo tenía menos de tirano, aquel discutidísimo Monarca del siglo XVI, de quien, después de perdido Portugal y explicando las causas por qué se perdiera, con razón pudo decir un historiador enemigo, Alejandro Brandano, italiano de nacimiento, pero de origen portugués, criado en Portugal y familiar de la triunfante casa de Braganza, que, si bien la generosísima conducta de Felipe II con ella fue dictada por la piedad cristiana, resultó perniciosísima para sus sucesores, porque «toda humana razón de Estado exigía» -son textuales palabras- «que fuese totalmente desarraigada de aquel reino gente de tan desmesurado poder y que aspiraba con valederos motivos a la corona,» proclamando la independencia(12). No debía carecer tampoco [136] de elevadas miras políticas aquel otro Monarca del siglo siguiente, que tuvo la desgracia de que Portugal se perdiera en sus manos, cuando en lo más crudo de la guerra ofreció al gobernador de Tánger por el Duque de Braganza, D. Luis de Almeida, todo género de auxilios de los puertos de España, aunque ni le entregase la plaza, ni reconociese en lo más mínimo los derechos que él sustentaba, con tal que no saliera aquella llave del Estrecho de manos ibéricas, como por razón de matrimonio de la Infanta Doña Catalina con el Monarca británico, estaba concertado(13). ¿Pensáis que fueran frecuentes tan piadosos hechos, o tan nobles miras, en los políticos extranjeros de aquellos tiempos? ¡Oh! ¡si esta fuese ocasión propicia, bien haría yo comparaciones que no resultarían por cierto desventajosas para nuestros infortunados gobernantes de otro tiempo! La verdad es que el patriotismo, ya que no el acierto, resplandeció siempre vivísimamente en los descendientes del inmortal Carlos I; y que los días mismos de Carlos II se señalaron, según demuestran nuestros archivos, por una tal atención a la seguridad de Gibraltar, a las cosas de Tánger, a la necesidad de defender nuestra posición natural sobre el Estrecho, que es fuerza reconocer que rarísima vez se ha observado igual siquiera en [137] todo el siglo presente. Y podría, señores, citar los ejemplos a cientos para probar que no han sido nunca los antiguos gobernantes de España tan negligentes, tan ignorantes, tan pésimos cual muchos piensan. Verdad es que en parte excusa tal error la carencia de libros históricos españoles, desde el primer tercio del siglo XVII en adelante, cuando tan copiosas habían sido en ellos hasta entonces nuestras letras; carencia originada, por cierto, no ya en los escrúpulos de la Inquisición, sino en la razón política, habiéndose prohibido por decreto de mano propia y vehementísimo de Felipe IV primero, y luego en virtud de consulta del Consejo de Estado, que se publicasen libros de historia, sin que este último, no el de Castilla ni otro alguno especial, declarase que no había perjuicio nacional en darlos a luz. Convertida así la publicación de cada una de sus tareas en alto negocio de Estado, prefirió bien pronto la historia guardar silencio; y aunque la causa desapareció largo tiempo ha, quedan quizá los efectos, que ellos suelen prolongarse mucho más que las causas que los engendran; y debe de proceder de allí que tan rara sea todavía entre nosotros la historia, sobre todo en lo tocante a lo moderno o contemporáneo(14). Mas no hay duda, por fin, y [138] hora es ya de que se sepa, que nuestra nación, toda entera está desconocida y calumniada, en lo pasado, por lo que hace principalmente a los reinados últimos de la casa de Austria.
Lo seguro es que se ha cumplido duramente en nosotros la terrible exclamación del galo antiguo: fuimos y aún solemos ser tratados como vencidos; vencidos en empeños políticos y religiosos notoriamente superiores a nuestros medios naturales. Luego después, todo ha parecido ya vileza, aun la defensa de Cataluña, durante más de la mitad del siglo XVII, contra los franceses; y aun las campañas gloriosas del último, así en las islas o el continente de Italia como en alguna de las vecinas costas marítimas, hasta que después de la jornada infausta de Plasencia dejaron de flotar ya al aire los estandartes españoles, fuera de la vista de nuestras fronteras. No hay que pensar en que el acaso vuelva a proporcionar ocasiones a nuestra energía que hagan de España, en lo futuro nada semejante a lo que fue bajo los primeros reinados de la casa de Austria; y aun ojalá que siquiera llegásemos otra vez a ser lo que en los reinados de la [139] dinastía de Borbón, desde Felipe V hasta Carlos III. Somos ya desgraciadamente mucho menos poderosos que en tiempo alguno, por infeliz y aborrecible que lo imaginéis: que el poder es cosa relativa naturalmente, y sólo en comparación con el que las demás naciones alcanzan puede hoy ser medido con exactitud; por donde debemos confesar, aunque nos pese, que hay harto mayor diferencia ahora entre Francia y España, o entre España y la Gran Bretaña, que en los tristes días de Carlos II.
Tenemos, por lo mismo, que contentarnos con menos que otras veces, mas no tan poco, sin embargo, que no podamos ser todavía útiles a la humanidad, respetables a los ojos de las otras naciones, dignos del ser y el nombre que llevamos. Para lograr esto sólo, forzoso será cambiar la mala vida que traemos en todo el siglo presente, sin duda el más infeliz de nuestros anales, desde que formamos nación. Y no esperemos de régimen alguno, ni de ningún hombre de Estado, lo que únicamente a todos en uno, grandes y pequeños, nos fuera dado realizar, si quisiéramos. La misma equidad que he pedido para los gobernantes en cuyas manos se perdió nuestra grandeza, sin excepción pido ahora para los que no han podido siquiera devolvernos la posición que teníamos, antes que se iniciase en España la política moderna, durante los tres cuartos de siglo que han transcurrido después. Ni de uno solo de nuestros modernos hombres de Estado sé yo en quien el patriotismo faltara. Faltaron sin duda medios, y todavia más, principios, convicciones, reglas de conducta que pudieran guiar mejor las cosas: [140] faltó, sobre todo, una conciencia nacional que inspirase a los gobernantes, y, según los casos, los limitara, o los impulsara, clara, unánime, irresistible, tal como el solo patriotismo sabe formar, conservar o reconstituir entre los hombres. Y ahora, bueno será ya que advirtamos que es muy peligroso quedarse tan atrás, como nos vamos quedando, en la sociedad ambiciosa y egoísta de las naciones. Por más que cultivemos la filosofía política, en general, nunca hemos de dar lecciones de conducta interior al resto del mundo, por mucho empeño que pongamos, y en el ínterin no pensamos todo lo debido todavía en nuestro estado como nación, en las obligaciones que el serlo nos impone, respecto a nosotros mismos y respecto a la causa universal de la civilización. Mucho antes hay que pensar eficazmente en esto que en obrar, porque ningún hombre de Estado verdadero se agita o alardea jamás sobre aquello que está en desproporción con las fuerzas que a la sazón tiene la nación que gobierna. Que si, olvidando ese precepto de buen sentido, hubiera quien se lanzase a volar sin alas por los espacios del universo, no lograría sino prestar nuevo ejemplo a la moralidad de la fábula antigua, estrellándose en la caída, no tan sólo el intento mal emprendido, sino también la dignidad nacional. No critiquemos, pues, fácilmente a los que no hagan ahora o en adelante sino lo que se pueda racional y útilmente hacer. Lo que hay que evitar sobre todo en la sociedad de las naciones, como en otra cualquiera, es moverse en balde y puerilmente. Grande es, sin duda, la diferencia entre [141] los personajes que voy a nombrar; pero con ella y todo, tened por cierto que, a haber nacido el día mismo que Carlos II, tampoco su reinado ocuparía un altísimo lugar en la historia. Personalmente se habría éste mostrado siempre grande cual era; mas como político no habría hecho más que lo que al cabo y al fin le hubieran consentido los tiempos.
Que estas reflexiones severas no nos induzcan, lejos de eso, al desaliento, sino a todo lo contrario más bien. Trabajemos, produzcamos, ahorremos, seamos ricos, seamos disciplinados y ordenados, vivamos armónica, fraternalmente, y comenzaremos, no tal sólo a querer, sino a ser de verdad fuertes. Al par que con la restauración de nuestras fuerzas morales, robustezcámonos con las que presta el estudio asiduo de las artes y las ciencias, que fecundizan la agricultura, que adelantan la industria, que enseñan a dirigir el comercio, que facilitan las comunicaciones, que dan o preparan recompensas colmadas a todos los triunfos, lo mismo a los económicos que a los militares, y tanto a los que logra el mérito individual, como a los que el mérito colectivo de las naciones alcanza. Todo, hasta las preferencias teóricas entre una u otra forma de gobierno, puede muy bien sujetarlo el patriotismo individual a la conveniencia práctica de la patria, mirando sólo a lo que, sea por lo que quiera, conserva más y desarrolla o acrecienta más las fuerzas de ella, y mejor la prepara a desempeñar la parte que le toque en la empresa común de las naciones. Entre nosotros felizmente el hombre todavía queda, como he dicho; el español, si no está aún curado de los [142] defectos, conserva las cualidades de siempre: el territorio puede decirse que está íntegro, con una excepción deplorable, de que en todo tiempo juzgaré mucho más digno el no hablar que hablar inútilmente; y nada, en suma, nos falta para poder vivir con honor, sino intentarlo de veras.
No dejemos, pues, señores, de confiar en el porvenir; y tanto más, cuanto que ahora que pongo al fin punto a mi discurso, precisamente me asalta una idea, que me regocija y me entristece a un tiempo: la de que mi tema no haya sido tan oportuno como pensé al principio: porque ¿qué español, después de todo, qué reunión de españoles puede oír algo que de suyo no sepa, que de suyo no sienta, a que de suyo no aspire, con sólo sentir vibrar de cerca el dulce nombre de la patria?
Continuación
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