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Por eso, señores, por eso es oportuno, ya que tanto hay que contar con ellas, esclarecer su concepto. Obsérvase en él indudablemente bastante confusión todavía. No ha mucho que se escribió sobre esto un libro especial, que anda en manos de todos, y viene a demostrarlo, por ser una compilación o resumen de todas las definiciones conocidas, bien que añada algo el autor de cosecha propia. En éste, según dicen, un diplomático austriaco educado en la escuela de Metternich, a lo que parece, y representante ahora de Austria-Hungría en una de las capitales de Europa, al cual debió de sugerirle tal idea el particular influjo que en la política interior y exterior de su país ha tenido el principio de las nacionalidades últimamente. Vivo testimonio ofrece, por cierto, el referido Imperio de que no es posible hacer sinónimos Estado y Nación, aunque todo Estado necesariamente tienda a absorber las naciones varias que por acaso lo componen. Halla, sin embargo, el autor a que aludo, apoyándose en la autoridad de otros pensadores, entre los cuales pudiera citar alguno español, que la variedad anima y vivifica, aguza el espíritu [100] y ofrece ocasión a útiles comparaciones, estimulando el general progreso del Estado en que se da, por donde pretende que los que intentan absorber los varios grupos nacionales en las grandes razas homogéneas, corren riesgo de crear en la vida una estéril monotonía mientras que tampoco ganarían nada las dichas razas al constituir, por sí solas, naciones. Tal doctrina, excelente para un austro-húngaro, y muy práctica y muy digna de tenerse en cuenta en las cancillerías del siglo, difícilmente resistiría un análisis racional. El hecho de la existencia de los actuales Estados, que se reparten el mundo culto, dignísimo es de respeto seguramente, y puede, y en general debe subsistir hasta por siglos; pero negar que aquél esté mejor constituido donde haya una sola nación, o una propia raza, y una misma lengua, o, cuando más, dialectos fundamentalmente ligados al idioma común, y donde toda la población esté llena de iguales recuerdos, enamorada de idénticas tradiciones, informada, en fin, por un común espíritu, parece como negar luz al día. También es verdad, según demuestra otro escritor ilustre en un libro, del cual tomé antes el moderno concepto de nación para compararlo al antiguo, que, dentro de una raza misma, con antigua historia común, pueden determinarse, no tan sólo distintos Estados, sino diferentes naciones; pero es notoria exageración suya el decir luego que la formación de naciones, dentro de una misma raza, y aun de una propia nacionalidad, sea fenómeno semejante al de la variedad en las especies, por lo que hace al reino vegetal y al reino animal. La historia da más [101] testimonios que la botánica o la zoología, en sus respectivos casos, de la primitiva unidad de la especie humana, y todos hemos presenciado, por otra parte, en este siglo, cuánto más difícil sea que desaparezcan las variedades botánicas y zoológicas en las especies que las contienen, que el que las variedades nacionales se borren o desvanezcan en la raza original. De todos modos, el hecho de una nación exclusivamente obra de la historia moderna, sin fundamento etnológico, filológico ni geográfico alguno, con gusto lo repito aquí, señores; es también muy respetable mientras exista.
Y para mí con evidencia existe, siempre que cualquier conjunto de hombres y pueblos olvida, con razón o sin razón, que habita los mismos terrenos que otros con quienes tiene unidad de raza; que sus tradiciones más antiguas son iguales; que son semejantes, si idénticas no, sus lenguas y literaturas; aborreciendo, en cambio, todo lo que en común posee con aquella gente, sintiendo y pensando únicamente lo diverso, lo contradictorio; recordando tan sólo los combates sostenidos enfrente, no los que ha sostenido a su lado; haciendo leyendas de triunfos, después de todo fratricidas, y convirtiéndolas en agudo acicate del odio antiguo, y del moderno amor propio, sentimiento que más que ninguno divide a las colectividades, y a los individuos, y no es, por cierto, de los más exentos de error. No hay en tal caso la afección, no la unidad de espíritu, no la nacionalidad, en fin, que forma, conserva y extiende en el espacio las naciones; y poco importa, por lo mismo, la identidad de [102] todas las demás circunstancias naturales, o que haya todo género de razones prácticas para vivir en comunidad de intereses. El medio único de reintegrar las razas o las nacionalidades una vez tan desgarradas, sería la conquista, y la conquista de unos por otros pueblos, aunque pueda constituir entre ellos un solo Estado, nunca constituirá una sola nación; pues la nación se da en el espíritu, y como cosa del espíritu, no en los hechos brutales. Que la humanidad, en tanto, camina hacia las grandes agrupaciones étnicas y geográficas, no tiene duda; pero mientras la unión de unas agrupaciones con otras no se funde en la conciencia de un alma común, mejor es no pensar siquiera en ello, dejando al tiempo que lenta y solitariamente realice, si posible fuere, la unificación de los sentimientos y de las ideas, y poco a poco enfríe o entibie las oposiciones, aquellas sobre todo que nacen de las contrarias glorias militares, las cuales tienen especial virtud para mantener la separación, y por mucho tiempo el odio, hasta entre pueblos y hombres, que no por eso dejan de ser compatriotas a las veces, o son a su pesar malos hermanos, pero hermanos. Después de estas declaraciones, que, en verdad, no pecan de equívocas ¿por qué habría yo de reconocer también ahora que aquellas enfermedades que la historia, como toda vida, engendra en las nacionalidades, impidiendo la salud y robustez de todos sus miembros a un tiempo, esterilizando el sentimiento mismo de nacionalidad, destinado por la Providencia a tan sublimes empleos, deban perpetuarse, y que sea justo, conveniente, preciso, que se padezcan [103] eternamente? No: hasta ahí no puede llegar, aunque sea profundísimo, el respeto del pensamiento a los hechos. Ni es eso, no, lo que, apartando por entero los ojos de la presente realidad, quepa pensar hoy universal y científicamente.
Tampoco pienso yo -y habrá de perdonármelo el que aquí o fuera de aquí otra cosa entienda- que las pequeñas naciones sean preferibles a las grandes, y que éstas, por su inevitable tendencia unitaria, traigan males, que antes bien tengo a las últimas por los mejores instrumentos temporales que la humanidad posea para continuar el progreso y alcanzar toda la posible bienandanza sobre la tierra. Aquellas exiguas naciones que en la antigua Grecia y la Edad Media italiana existieron, no duraron tanto sino por su carácter especialmente municipal, y quedaron, de todas suertes, más célebres que por la prosperidad o gloria que alcanzaran, por la interior, incurable anarquía que constantemente las afligió, ya mediante los demagogos, ya mediante los tiranos, hasta dar al traste con ellas, y traerlas a morir, todavía menos a manos de los grandes Estados, que a causa de su radical ineptitud para vivir ordinaria y buena vida. Ni me parece que, dada la importancia que al medium o elemento geográfico y territorial otorgan todos en la constitución de las naciones, débese desdeñar o tratar ligeramente lo que toca a las fronteras naturales. Porque ellas sin duda cierran y determinan este medium geográfico, y, después de haber fijado la extensión de tierra primitiva o sucesivamente ocupada, por instinto natural o reflexivo estudio, son [104] prenda siempre de estabilidad y seguridad para las naciones. Mil y mil veces feliz, por tanto, aquella que las posee tan propias e infranqueables como la Gran Bretaña las posee. Que, lejos de censura, merece admiración el hecho honrosísimo de que los vencedores de tantas grandes batallas, sean allí suspicaces guardadores de bien tamaño, así como el espectáculo envidiable que allí también dan los principales ciudadanos, príncipes, poetas o filósofos, asociándose espontánea y públicamente con igual propósito, sin miedo a los sarcasmos del cosmopolitismo mercantil o de la ignorancia.
Pero mientras todas las antedichas ideas, con más o menos contradicción, corrían por el mundo, de repente ha aparecido una ahora que, si no es original de todo punto, cabe reputarla tal, a causa de la desnudez con que está expuesta, y por ser de escritor elegantísimo, que suele al presente hallar auditorio fácil, lo mismo que para sus aciertos para sus grandes errores. Refiérome al concepto que en un opúsculo intitulado ¿Qu'est-ce qu'une nation? ha expuesto M. Renan, muy poco ha, sobre la materia(10). Habíase ya señalado por muchos, como seguro indicio de la realidad de una nación, el asentimiento unánime de los individuos que la componen, al hecho de su asociación o existencia colectiva, y cierto que, como indicio o señal de nación y aun de nacionalidad, no carece eso de valor. Lo general es que los miembros de una nación indeliberadamente [105] miren como cosa natural, forzosa, irrevocable, el vivir juntos; y la notoriedad de esto da testimonio irrecusable de que una nación o nacionalidad existe realmente. Mas el hecho no basta por sí sólo aquí, ni en nada, a engendrar el derecho, que es producto superior de la razón. La nación no es, ni será nunca, cual se procura, no sin error también, que lo sean las formas políticas, o sistemas de gobierno, mucho más accidentales de todos modos, el producto de un plebiscito diario, ni obra del asentimiento, constantemente ratificado por todos sus miembros, a que continúe la vida común. No: el vínculo de nacionalidad que sujeta y conserva las naciones es por su naturaleza indisoluble. Para que no lo fuera, necesitaríase que de hecho se determinase una nacionalidad al suicidio, no menos ilícito e inmoral en las grandes y necesarias agrupaciones históricas, que en los pasajeros individuos. Todavía al mayor número puede además reconocérsele competencia para fallar sobre las meras cuestiones de intereses, en los cuales, puesto que es fuerza elegir, los menores hasta por equidad tienen que ceder a los mayores, si bien no exista en nadie para destruir aquello que es de derecho divino entre los hombres, ni los simples derechos naturales o individuales, ni la familia. Que si, por cosa imposible, quisiera la mayoría de una nación sujetarse voluntariamente a otra de raza, historia o nacionalidad diferentes, muy bien podría emigrar con tal propósito, abandonando la tierra patria por la extranjera, mas no negar a la minoría su derecho a conservar colectivamente una constitución personal, y a proseguir [106] apacentando el espíritu de sus adeptos en unos mismos recuerdos de gloria, llorando por igual manera los afrentosos, arrodillándose en los propios templos y venerando las tumbas mismas que veneraron sus padres, soñando el porvenir que ellos soñaban, odiando y amando lo que amaban u odiaban ellos; manteniendo viva, por fin, en sus entrañas, aquella conciencia moral, aquel alma, aquel principio espiritual en que, la una a título de causa, y la otra a título de efecto, la nación y la nacionalidad consisten, sin duda alguna. Por eso, señores, al emitir la opinión antecedente, no tan sólo se coloca Renan fuera de la realidad histórica y de la verdad jurídica, sino que contradice su propio concepto de nación, hasta ahí conforme en gran parte con el mío. Ni la conciencia, ni el espíritu, ni el alma, en suma, que en la nación reconoce él también, son cosas que se puedan partir cuando se quiere, ni son siquiera por su naturaleza mortales. Y si, como el propio Renan confiesa, no se cifra la nación en la raza, que ciertamente puede derramarse por espacios y Estados diferentes; ni en la lengua, que cabe también que pertenezca a gentes por largo tiempo unidas, y definitivamente separadas luego unas de otras por la naturaleza, cual hoy lo está de las hispanoamericanas la española; ni en la religión, que tampoco basta realmente en nuestros días para mantener u organizar asociaciones nacionales; ni en la geografía, ni siquiera en los intereses recíprocos o comunes, no obstante que todo esto sea divisible, repartible, disoluble, ¿por qué extraña inconsecuencia pretende después que baste la suma [107] de los votos individuales para romper el vínculo nacional?
No, señores, no; que las naciones son obra de Dios, o, si alguno o muchos de vosotros lo preferís, de la naturaleza. Hace mucho tiempo que estamos convencidos todos de que no son las humanas asociaciones contratos, según se quiso un día; pactos de aquellos que, libremente y a cada hora, puede hacer o deshacer la voluntad de las partes. Ni, bien mirado, ¿qué es esa voluntad general, de que hablan Renan y otros tan ligeramente? No quiero negar yo que un pensamiento mismo pueda reinar en la muchedumbre, y que este pensamiento común provoque en ella elección, iniciativa, actos de verdadera voluntad a las veces. Pero, sobre no poder realizarse sino en rarísimas ocasiones, y asuntos no menos raros, por lo sencillos y fáciles, suelen tal pensamiento y tal voluntad revelarse más bien tácita que públicamente, y antes que por los votos recogidos un día, por los hechos permanentes. Y es no poco singular que se dé tanta fe ahora al libre albedrío colectivo, cuando nunca ha sido menos cumplidamente reconocido el individual que en los tiempos actuales. No tan sólo acontece tal por obra del naturalismo y el determinismo, que es su necesaria consecuencia, sino porque el propio espiritualismo, cada vez más cohibido por sus adversarios en este punto, se ha ido viendo forzado de día en día a reducir el espacio en que mantiene la realidad de esa fuerza particular del alma, que, fuera de las de la naturaleza, existe, y obra, determinando de por sí o eligiendo nuestras acciones. ¿Con qué probidad de doctrina [108] los adversarios en principio del libre albedrío individual intentan ensanchar ilimitadamente los actos libres de la voluntad colectiva, dando a lo que hace la misma libertad heterogéneo aquello que a la unidad psíquica del hombre le rehúsan? ¿Cuántas causas determinantes más no obran sobre la voluntad general que sobre la particular? Ni hay nada más difícil que una suma en que, por oposición a la ley aritmética, ningún sumando puede reputarse homogéneo, puesto que cada uno de por sí es autónomo, en cada uno cabe determinación peculiar y diferente, y sobre cada cuál obran causas determinantes de diversa naturaleza. Exagérase, pues, cuando menos, la realidad, y todavía más el oficio de la voluntad general, entre los hombres; pero cuando únicamente se la emplea en decidir sobre los comunes y recíprocos intereses, ya lo he dicho: la imperfección de todo lo humano pide que, sea como quiera, los menos cedan el paso a los más; y nada puede oponer a ello la razón, cuyos postulados nunca bastan a distribuir por sí solos la absoluta justicia. Pero lo he indicado también ya, y más terminantemente lo digo ahora, con muy profundo convencimiento. No hay de todos modos voluntad, individual ni colectiva, que tenga derecho a aniquilar la naturaleza, ni a privar, por tanto, de vida a la nacionalidad propia, que es la más alta, y aun más necesaria, después de todo, de las permanentes asociaciones humanas. Nunca hay derecho, no, ni en los muchos, ni en los pocos, ni en los más, ni en los menos, contra la patria.
Que la patria es, señores (y permitidme [109] que repita algo ya de lo que improvisadamente he dicho en otra parte); la patria es para nosotros tan sagrada como nuestro propio cuerpo y más, como nuestra misma familia y más; y justísimamente despierta en el hombre la más viva y mejor de las pasiones: más viva y mejor que la del amor mismo, única capaz, no obstante, de rivalizar con el patriotismo, por darse idealmente en ella la ley natural que sobre el planeta conserva nuestra especie. Todavía el hombre se puede sacrificar cristianamente por el prójimo, sacrificar su familia a otra por filantropía, nunca será ya plausible del todo, mas cabe todavía en lo lícito: lo que tan sólo para el malvado sería posible es el sacrificio a nada, ni a nadie, de la patria. Hase castigado por eso más inflexiblemente que el parricidio la traición en todos tiempos. Puede también el hombre quitar noblemente a sí o a su familia la razón en todos los casos en que no la tengan; mas, una vez empeñada la patria en formal contienda, no es lícito, sino inicuo, el quitarle la razón jamás. Por la patria y no más va voluntariamente el hombre, sin faltar a Dios, tanto como a recibir a dar la muerte, que heroísmos gloriosos hay que no son sino verdaderos suicidios, y aun el homicidio, de ordinario bárbaro, repugnante y criminal, con justicia merece altos premios, cuando, desplegados al viento los patrios colores, se afronta en el campo al poder extranjero. Ni hay que preguntarle a la patria el por qué; si ella manda que al pie de su bandera rinda el hombre la vida; que para eso también tiene siempre razón. Y razón tan clara, señores, [110] que no hay hombre de bien, por corto de luces que sea, que de por sí solo no la comprenda; mas, ¿cómo no?, si las madres mismas la comprenden, las madres que tan de antemano lloran a los hijos, que, sea como quiera, pueden morir. Desdichada aquella gente que encuentre fácilmente contradicción entre estos hechos de conciencia y la fraternidad originaria, que bien querría yo también que allá en siglos remotos, cuando la misión de las naciones esté cumplida, fuese universal y definitiva entre los hombres. Pero esa fraternidad no anda próxima, y justamente ahora, por causa del alejamiento de nuestro Padre común, de Dios, paréceme a mí que cada día se entibia y aleja. En el entre tanto, menester fuera ser ciegos para no ver, sordos para no oír, todo lo que significa aún por desgracia la palabra extranjero, principalmente para las naciones débiles. Que las fuertes están bastante más cerca de la fraternidad entre sí, porque no se niegan, a lo menos, el respeto recíproco. No sé yo, pues, cómo el patriotismo de las grandes naciones con frecuencia aparece mayor que el de las medianas o pequeñas; que en estas últimas debiera el patriotismo ser preocupación íntima, concentrada, silenciosa tal vez, pero muy ardiente y casi única. Quizá consista en que la vanidad satisfecha interviene mucho en toda pasión humana, hasta en las más nobles, o quién sabe si en aquel ordinario rebajamiento que dio lugar a que tristemente dudara Cervantes si podía el pobre ser honrado. Pero basta; que no es punto éste para muy ahondado ni explanado, y pasemos a otro orden de [111] ideas, menos alto, aunque importantísimo también: al aspecto económico de la cuestión.
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Más que nunca temo en este instante que hallen grave contradicción aquí mis opiniones, aunque ahora se comprima por la generosa tolerancia con que las oye todas, y todas las respeta tradicionalmente el Ateneo. Pero ¿qué remedio, señores? De la contradicción recíproca brota la luz, y ojalá que fuese luz que por igual nos alumbrase al fin a todos. Lo que sé decir es que las opiniones que voy a exponer ahora son en mí bien sinceras. Comenzaré por asentar que, si indudable es que no está puesto en razón el que un hombre por enriquecer a otro se empobrezca voluntariamente, o procure remediar a otra familia descuidando la suya propia, no es menos cierto, que también carecería de razón el que una nación dejara de mirar por sí antes que por otra, y que no procurase, ante todo, vivir, y luego prosperar más que ninguna en la suprema sociedad que todas juntas forman. Tras esto debo advertir que, además de las otras cosas dichas, es para mí la nación una vasta sociedad agrícola y mercantil, y hasta una sociedad cooperativa. De aquí el que piense yo, y muchos piensen, que, sin renunciar nunca en absoluto a competir con las demás, asistiendo a la universal concurrencia mercantil con el producto de su trabajo, puede y debe antes toda nación prestarse a sí misma, y realizar en su seno cuantos recíprocos servicios sean posibles. De aquí el que algunos pensemos igualmente que no es ilegítimo el propósito de dejar de consumir productos extranjeros, hasta donde factible sea, prefiriendo los propios, [112] por más que resulten menos finos o menos bellos. De aquí asimismo el que nunca falte quien alabe a las naciones que a todo anteponen su alianza y comunión mutua, mientras esta propia unión les permite acumular fuerzas para emprender y sustentar una verdadera lucha económica con las naciones rivales. De aquí, por último, que con evidente utilidad se sustraigan a la ley universal de los mercados, así en el trabajo como en la producción, dichas naciones, como los Estados Unidos en estos últimos tiempos, no obstante su vivo espíritu liberal, y bajo otros principios, pero no con menos persistencia, el triunfante Imperio alemán.
Es, a no dudar, el libre cambio, con el cual se hallan en oposición hechos tales, y tales máximas, un principio esencialmente cosmopolita y humanitario, que tiende a repartir los bienes entre las colectividades nacionales, según su capacidad y sus obras, al modo que los sansimonianos pretendían distribuir los bienes a los individuos. Pero la economía política, al dar absoluto valor práctico al libre cambio, olvida un dato fundamental, y es que las naciones tienen derecho a la vida y derecho al trabajo; lo cual, reconocido en los simples individuos, desbarataría esa y todas sus doctrinas por completo. Ni se comprende bien la teoría absoluta del libre cambio, sin presuponer la legitimidad de la lucha por la existencia, que el evolucionismo eleva, de hecho más o menos universal, pero de todas suertes material y brutal, a ley racional y justa de la vida. De creer es que las naciones, como los individuos, y con muchísima más eficacia que [113] ellos, protestarán eternamente contra tal ley, por más que legitime todas las consecuencias que se quiera en el orden económico. La hemos visto, sin duda, muchas veces realizada en la historia, y no tan sólo respecto a las naciones intelectualmente inferiores, sino respecto a naciones harto más cultas que aquellas que las destruyeran. Tal el grande Imperio romano; tal el de Bizancio. Y cabe, en verdad, tener por cosa providencial o natural el que aquellos Estados famosísimos perecieran para que los reemplazasen en este mundo otros nuevos, de gente sana, robusta, exuberante de vida y rica en porvenir. Pero así y todo, señores, aquellas tristes naciones, al fin vencidas, se defendieron bien, mientras pudieron, por instinto nativo, por invencible amor a la vida; y sean cualesquiera sus circunstancias actuales, toda nación que existe tiene hoy asimismo razón y derecho para existir, restaurándose, fortaleciéndose, desarrollándose, creciendo de nuevo para recobrar, cuando no el predominio, si lo obtuvo, la vitalidad que baste a que no sea descontada de las fuerzas universales y progresivas que el género humano destina a sus grandes obras. Y pues que no quieren morir, ¿quién osará decir que directa ni indirectamente deban ser tales o cuáles naciones sacrificadas al bien general de la humanidad, aun dado que fuera este bien incontestable? No es dudoso, sin embargo, que así quedarían a la postre sacrificadas, si por rendir excesivo tributo a las ideas humanitarias y cosmopolitas se prestaran siempre, y de cualquier modo, a combatir, en inferioridad notoria, y más o menos accidentalmente inevitable, con las [114] más fuertes, lo mismo, ni más ni menos, lo mismo en la industria que en la guerra. Que no es estímulo que avive el propio valor, sino segura ruina, la competencia cuando se establece entre naciones, como entre individuos grandemente desiguales en fuerzas materiales, y aun en las morales e intelectuales. Ni tal desigualdad suele ser voluntaria y remediable, aunque no venga, que bien puede venir, de desventaja originaria del suelo y del cielo, para prestar los primeros elementos a la creación de la riqueza, pues de continuo hay tanta y mayor desigualdad en los capitales respectivamente acumulados, los utensilios, las comunicaciones de todo género, las deudas, y las peculiares cargas públicas.
Para contradecir esto, preciso es ante todo negar que la instrucción, la prudencia, la laboriosidad, la economía, constituyan ventajas reales e insuperables, en un momento dado, por parte del que ha tenido de larga fecha tales cualidades sobre el que no las ha tenido hasta entonces, aunque quiera ya al fin tenerlas, trátese de individuos, de sociedades particulares o de naciones. Las hay entre éstas que traen de mucho tiempo desgraciada historia, cuyas consecuencias no cabe humanamente remediar en años, ni quién sabe si en siglos. ¿Débeselas, sin embargo, obligar a que lidien sin la más remota esperanza de vencer, consumiéndose en la imposible lucha de día en día, cuando ellas ni aun pueden venderse a la postre por esclavas, al modo que solían, llegada la ruina, el deudor o el proletario antiguo? ¿Tan fácil es siquiera la lucha económica entre el capitalista o fabricante ricamente heredado, [115] y el obrero que abre ya en la cuna los ojos a la miseria, sin más que sus brazos desnudos para luchar con las máquinas de vapor y los altos hornos que tan sólo puede dar el capital ya formado? Si una eterna ley humana, no tan sólo consiente, sino que ordena esto, pues que sin el preexistente capital no hay modo alguno de organizar el trabajo, eterna ley es también la que engendra y conserva las naciones, y nunca, ni por devoción a ningún ideal científico, se la debe olvidar. Al menos el individuo, colocado en situación desigual por causas propias o ajenas, si no venderse ya, se puede siempre resignar a morir, como en realidad muere muchas veces, a manos de la concurrencia industrial, ilimitada y por necesidad cruel, si no ya manifiestamente, por lenta y latente consunción, sin deber nunca aspirar a lo que por ley de su peculiar naturaleza aspiran, con razón, las naciones, que es a la inmortalidad. La muerte libértale así del suplicio de la miseria, pudiéndola todavía considerar como un trono más glorioso que el de los soberanos del universo, si por dicha suya conserva la creencia en las bienaventuranzas, y espera de una suma, infalible justicia que goce su virtud los bienes que sus brazos no alcanzaron. Pero las naciones son más irremediablemente infelices. Vencidas por el trabajo, como cuando definitivamente lo son por la superioridad militar del extranjero, su humillación, su miseria, su dolor, su infamia, no merecen ni logran consuelo jamás.
Por todo lo cual, señores, pienso y repito, que lo primero que las naciones tienen que hacer es vivir: pobres o ricas, con magnificencias [116] o con privaciones, modestas u orgullosas, según los casos, pero vivir a toda costa. Y vivan, si preciso es, mudas, retiradas, en reposo, no de otro modo que los enfermos viven, o viven los convalecientes, de ordinario, hasta que el pleno restablecimiento de su salud les consiente desafiar el frío, la lluvia, el hielo, todas las duras impresiones, en fin, que al aire libre se experimentan. Dichoso el individuo, dichosa la nación que siempre puede así vivir, cual viven los robustos y sanos, disfrutando, realizando la vida por entero. No injurio al libre cambio, en verdad, comparándole con el aire frío, pero tónico, que en los buenos días de sol nos regocija y alienta durante los inviemos de estas altas planicies castellanas. Menos todavía lo maltrato al decir que la posibilidad de sufrirlo es señal cierta de que una nación está al nivel común en la sociedad de las naciones; de que hay ya en ella los capitales, los ferrocarriles, los canales, la irrigación natural o artificial, los puertos, las escuelas, todo cuanto, en resumen, necesita para que sus condiciones de cambio y de competencia sean iguales, o siquiera parecidas a las de las otras en general. No le podrá a una tal nación acontecer que la masa de sus habitantes, cansada de inútil lucha, se dé por vencida, como lo está sin duda la de ciertos países, no europeos, y poco a poco abandone su propio trabajo para vivir del extraño; pagando lo que compra, primero con los insuficientes productos que le quedan y sus cortos ahorros pasados; después con la enajenación sucesiva del capital nacional, de sus minas, de sus interiores comunicaciones, del aprovechamiento de [117] sus ríos y costas; con la cesión, por último, de cuantos dones originariamente obtuvo de la Providencia, hasta venir a una especie de pauperismo colectivo, muy semejante al individual, y representar ante las naciones ricas el papel de los infelices labradores, que tan fácilmente pasan de propietarios a proletarios, por virtud de las malas cosechas y de la usura, sin que la humanidad pierda nada, a la verdad, pero perdiendo ellos indisputablemente de por sí la igualdad, la respetabilidad, la posición social que sus padres les legaron.
De seguro parece a muchos todavía más exagerado que inexacto lo que estoy diciendo; pero yo no sé, en cambio, cómo se pueda desconocer, de una parte que la miseria es tan irremediable entre los hombres, que el buscar una fórmula con que evitarla equivaldría a remover la quimera de la piedra filosofal(11), y de otra que las naciones, como personas que son, luchan por la riqueza y se exponen a la miseria, en las propias condiciones que cualesquiera otras. Paréceme también incontestable que los hombres reunidos en nación, forman, según ya he dicho, una vastísima sociedad agrícola, industrial y comercial; y, siendo así esto, cual es, ¿no se ve claramente que por diversas causas puede acontecerle otro tanto a una nación que a cualquier sociedad parlicular le acontece? Pues reparad, que todavía más que sociedad de intereses, es la nación una [118] gran familia, puesto que, como ella, es indisoluble, y responde como ella a fines morales, mucho más delicados de guardar siempre que los materiales; y las familias cada día sucumben unas a otras, según vemos, levantándose éstas, arruinándose aquéllas, al compás de la fortuna, tanto y más que de los propios méritos. La sabiduría de las familias pobres, el sentido común lo enseña, consiste en bastarse, hasta donde posible sea, a sí mismas, trabajando y produciendo lo más que puedan, comprando lo menos que puedan también. Y no hay duda que si familias y naciones desaparecieran en otros organismos humanitarios, como la utopía ha pretendido tantas veces desde el último siglo, podrían aspirar los hombres hasta a la igualdad en la distribución de los productos, cosa más cosmopolita y harto más fraternal todavía que el libre cambio. Pero no hay que ir tan lejos: éste mismo sería tan axiomático, cuanto en la ciencia ideal en la vida práctica, con sólo que las naciones se fundieran en una gran confederación, según algunos publicistas y el propio Renan pretenden, a comenzar por la confederación europea. Porque, si encuentro en esa doctrina dificultades de aplicación insuperables ahora, dados los particularismos nacionales, soy yo el primero en reconocer a la par, que ella representa una aspiración nobilísima del humano espíritu, y señala uno de los últimos eslabones de la inmensa escala del progreso humano. Sólo mientras las naciones sean, cual hoy son, providencial mente necesarias, será cuanto se diga en favor de esa gran confederación, si no del todo, en buena parte, [119] inútil; que el espíritu político se sobrepondrá al económico por lo común, e impedirá que donde inmediata y prácticamente dañe a la asociación nacional de los pueblos, se realice del todo jamás. En el entre tanto, si los que por dicha suya gobiernan naciones que representan entre las otras el papel de capitalistas y no el de proletarias hacen bien, muy bien, dejando simplemente hacer, y propagando y practicando la doctrina del libre cambio, no se debe extrañar, ni mucho menos, el que los que en otro caso se encuentran miren de diferente modo las cosas, y procedan en las reformas económicas con muchísimo tiento. La economía política, que comienza ya a confesar la frecuente antinomia de intereses entre los hombres, que incesantemente oponen los hechos a la doctrina de la armonía natural, al fin habrá de reconocer también la antinomia indudable que muchas veces existe entre los intereses de las grandes personas jurídicas que se llaman naciones. Y ella reconocerá igualmente al cabo, no lo dudo, que lo propio que el ser racional y moral del hombre impide que se le sume o se le reste, cual pura fuerza mecánica, en el trabajo, por más que en común nos abra a todos éste un mejor porvenir, la existencia, por ahora inevitable, de las naciones impone la obligación de transigir con las necesidades políticas que ellas tienen a todo ideal optimista y cosmopolita, por bello y seductor que sea. [123]
- VI -
Y no estoy ya muy lejos del fin, que, con impaciencia, temo que aguardéis tiempo hace. Pero antes quisiera, señores, que desde las altas cimas de la historia primero, y desde el punto de vista de la diplomacia europea o americana después, contemplaseis las posiciones respectivas, los apetitos, las ambiciones, las ideas y los actos que constituyen hoy la vida de las naciones, y en especial de las que van al frente de la civilización. Fácil os será en tal caso observar que, además del de concentración o reintegración de que ya he hablado, el cual comienza a ser menos vivo, por lo mismo que está cumplido, en no poca parte, desarróllase, con ímpetu mayor cada día, otro movimiento, tanto y más enérgico y más general. Todas las naciones civilizadas bajo los principios del Evangelio, las cuales, ni más ni menos que en la Edad Media, constituyen todavía la cristiandad, sean cualesquiera las doctrinas teológicas o los ritos que en cada una imperen, parece como que más o menos lenta y manifiestamente se dirijan hoy a un fin idéntico, a una especie de nueva cruzada, de más seguros resultados que las [124] antiguas: a implantar donde quiera, no la cruz tal vez, pero sí la civilización, que desde el sacrificio del Gólgota se inició entre los hombres. Mucho más que en bautizar y convertir por caridad cristiana infieles, piénsase en obligarlos a tomar parte en la empresa común de la humanidad, so pena de desaparecer, como elemento inútil, de la escena del universo. Diríase que, reflexiva y ordenadamente, se está ahora realizando a nuestra vista la selección entre las naciones, y aun entre las razas, como para demostrar que la lucha por la vida ni puede atañer sólo a los entes irracionales, ni termina nunca con ese u otro nombre entre los humanos. Mas para mí (y tengo por más seguro esto que la evolución darwiniana), de lo que se trata es de cumplir el mayor de los fines con que Dios crió las naciones. Que ya sabéis, señores, que yo creo en las causas finales, en la finalidad interior y fecunda del mundo en general, y en particular del género humano, y que a esta finalidad le doy el nombre de Providencia divina. Por eso justamente quise en breves términos describir el estado de la filosofía contemporánea, y confesaros al principio mi esperanza íntima de que la nueva ciencia, que por fuerza ha de reemplazar algún día esta atonía filosófica en que al presente estamos, deje de una vez aparte, como hecho manifiesto e indestructible, la existencia de un orden universal, subjetivamente inteligente, previsor, omnisciente, que dé cuenta de la existencia de la razón, sin él inútil, por lo que hace a sus altas facultades al menos, haciendo definitivamente entender a los incrédulos hombres de [125] esta época, que fuera del mundo tienen un Juez sumo y un infinito Soberano.
Mirad bien y de cerca, señores, lo que está pasando. Imperios grandes hay que, por no pertenecer a la cristiandad, están hoy más amenazados que en los días de Lepanto todavía; allí donde sucumbió San Luis por su fe, malcontentos campean los descendientes de sus soldados, que no se satisfacen ya con la posesión o el deseo de las costas mediterráneas del fronterizo continente, sino intentan convertir buena parte de él en un mar artificial y propio, o atravesarlo de Norte a Sur con las locomotoras humeantes, o asegurarse las puertas, hasta aquí cerradas, de sus grandes regiones oceánicas por el Senegal, por el Congo, por las islas, por los ríos, por todas partes a un tiempo: la tierra, en tanto, de los Faraones, mal defendida por sus jinetes árabes o negros, tiembla vencida al peso de los caballos y los cañones de una gente del Norte, inevitable señora, antes o después, de las vías por donde pasen naves al extremo Oriente; lejos de ser ya terror de Europa los bereberes del Guadalete, o los árabe-bereberes de Poitiers, ni los benimerines del estribo del Atlas, ni los almohades del desierto intermedio, ni los almorávides del África austral, mantiénese ya en pie a duras penas el vasto Imperio por aquellas belicosas gentes fundado en los arenales secos; y en tanto las banderas moscovitas ondean amenazadoras hacia los confines de la Persia, de la China, de la India, mientras que los modernos Estados americanos, y en especial la gran República anglo-germánica, penetran hasta el fondo del continente abierto [126] al mundo por nuestros padres, ahuyentando con sus arados y sus bayonetas, o inexorablemente destruyendo las pobres tribus que aún restan de la población indígena; por todas partes, en fin, está emprendida o se prepara una marcha de hombres, por su número y por la extensión de los caminos, inmensa, algo semejante a la del siglo IV, pero al revés, siendo los emigrantes, los invasores, los futuros dominadores ahora los pueblos civilizados, que no los bárbaros y mostrando con evidencia la espontaneidad y universalidad del hecho que lo informa una ley suprema. Y así es, señores, sin duda alguna. Poquísimos días ha que Víctor Hugo decía, con harto menos sorpresa de la que suelen excitar sus profecías humanitarias: «En un porvenir próximo, Francia, Italia, España, y aun Grecia, dejando la parte que le toca a Inglaterra, ocuparán juntamente el África en nombre de la civilización.» No repito tales palabras por darles valor práctico actual, sino como signo de los tiempos. Pero las naciones cultas y progresivas indudablemente tienen que cumplir la misión divina de extender su propia cultura, y plantear por donde quiera el progreso, educando, elevando, perfeccionando al ser individuo, al hombre, por la Providencia nombrado rey de la creación. Que, sin ellas, depedazada la sociedad humana en tribus, en ciudades, en particularismos feudales, cual en otro tiempo; falta cada exigua agrupación de éstas, de riqueza bastante, de fuerzas de mar y tierra, de cohesión, de dirección; destituidas todas del estímulo de la concurrencia y sin sentir el acicate de sus propias pasiones encontradas, ¿cómo o de [127] cuál manera habían de lograrse tamaños propósitos? Por eso es, señores, tan claro, que mientras todas las gentes del planeta no estén incluidas en el providencial movimiento de la civilización, la humanidad no vivirá jamás en común y las naciones serán indispensables. La diversidad misma de naturaleza, de espíritu, de costumbres que entre ellas se nota, favorece tal obra, que ha de realizarse en países y climas diferentísimos, y para gentes tan desemejantes. Hasta las discordias que entre los varios Estados origina forzosamente la ambición, el egoísmo, el orgullo, la envidia, han de ser estímulos, mayores causas, para que todos apresuren el andar. Observadlo: recíprocamente y sin cesar se empujan los unos a los otros, aunque de vez en cuando hagan alto, suspendiendo la marcha común para disputarse con tremendas guerras el paso. Pero a la guerra se sucede la paz, y lo único que no acontece, ni acontecerá ya más, es que vuelva a manos de los infieles o idólatras la tierra que una vez ocupe la cristiandad, donde una vez se implante la civilización cristiana, o, si queréis, moderna.
Poned ahora en lugar de este mundo real el mundo hoy fantástico de la paz perpetua y de la filantropía, y decidme si el progreso, la civilización, la misma verdad religiosa, aunque un tanto dejada aparte, se aproximarían nunca a tan rápidos y totales triunfos. Los idilios sirven al recreo y la dicha de los individuos afortunados, que tal vez pueden, sin riesgo, saborearlos; pero las naciones, las razas, la humanidad, no piden para sí, por su propia grandeza, sino la trágica epopeya, más [128] veces y mejor escrita siempre que con la tinta por la espada. ¿Quién habla, pues, de suprimir las naciones, sustituyéndoles confederaciones pacíficas y monótonas, sin heroismo y sin ideal? Tanto valdría querer reemplazar al hombre que trabaja, padece y muere, pero también realiza tantas útiles empresas, y conoce, y goza el placer sin igual de la gloria, por las estatuas sosegadas y purísimas, pero mudas, de los sepulcros clásicos.
¡Ah! no, y mil veces no, señores. Los fines de la humanidad no se cifran sólo en producir incesantemente mucho y barato, para aumentar el número de hombres que, bajo el inexorable imperio de la ley de las subsistencias, vegeten más que vivan racionalmente, o tan pronto nazcan como perezcan, tras de arrastrar oscura, miserable, inútil existencia por la tierra. Su misión es mucho más alta. Esa ley misma de las subsistencias, horrible cuando se la considera en los talleres repletos, o los campos de una parte extenuados y de otra sobrados de trabajadores, aparece grande y providencial si se la contempla promoviendo emigraciones, al principio siempre armadas, pacíficas más tarde, que han de dar al fin lugar a la toma de posesión de todo el planeta por el hombre civilizado. Salud, pues, a las naciones; salud a esas fuertes, ricas e inteligentes asociaciones humanas, que hoy sin cesar miran hacia los desiertos más remotos de América, hacia los de Asia o la Australia, y caminan por acá más cerca, hacia la Mesopotamia abandonada, hacia las fuentes mal conocidas del Nilo, hacia los arenales inexplorados aún, por donde vinieron hasta nuestras [129] riberas del Cinca los almorávides. No es cosmopolita en sus obras la humanidad de hoy, porque hoy no lo puede aún ser, si con toda verdad han de serlo un día, por lejano que esté, los hombres del porvenir, aquellos que tengan la dicha de conocer una común civilización sobre el planeta. El cosmopolitismo de ahora es optimista, lo cual quiere decir prematuro, ilusorio, que no hay por qué ningún buen ciudadano considere aún todo el mundo como patria suya; más pueden venir tiempos en que esto sea un hecho natural. Y cuando el ideal cosmopolitismo de ahora sea así una realidad práctica, cabe que las particulares asociaciones en que actualmente viven los pueblos se disuelvan en una sola sociedad universal; más ni aun entonces habrá triunfado el optimismo positivista por su parte, antes bien aparecerá preñado de nuevas decepciones: pues por lo mismo que la civilización reinará en donde quiera, y el hombre habrá ya realizado muchísimos de sus deseos actuales, alcanzando un progreso mil veces mayor que el presente, todavía se verá más claro que ahora se ve, que la verdadera felicidad del hombre no está en la tierra.
No exclamaré yo, en el ínterin, al celebrar, en nombre de la civilización, la gloria presente y futura de las grandes naciones iniciadoras, como con distinto sentido y leve variante exclamó un día Quintana:
«¡Ah! ¡por qué yo también no nací en ellas!»
Mil y mil veces no, señores: que la patria eso tiene: si ella es y debe ser esencialmente [130] egoísta de por sí, no inspira en cambio a sus hijos sino desinterés, generosidad, abnegación, amor eterno, aunque sea o pueda ser, como cualquiera otro amor, desgraciado. A ser yo, a ser vosotros cosmopolitas hoy, el espectáculo de esta poderosísima civilización que se apercibe a conquistar, en más o menos transcurso de tiempo, pero con seguro éxito, el planeta entero, bastaría para deleitarnos, para entusiasmarnos. Al cabo y al fin la victoria ha de ser de la humanidad, y aunque para lograrla hayan de sucumbir, y perecer quizá, hombres, razas, manifestaciones inferiores del ser humano, así pretende la ciencia moderna que debe ser, y eso se suele ver de todos modos en la historia.
Mas ¿por qué no decirlo? Todavía, en este momento histórico, más, mucho más que miembros de la humanidad, nos sentimos sin duda aquí todos, y es bien que nos sintamos, españoles. Por eso me sería imposible terminar sin deciros, ya que de las naciones he dicho tanto en general, algunas frases acerca de la nuestra, de nuestra patria. Y no he de hablar, por cierto, de su gloria en otros siglos: pues ¿de qué sirve ya eso, si no es de comparación tristísima con el estado a que nos han traído las largas desdichas posteriores? Otros Otumba, otros Lepanto, no los del siglo XVI, son en todo caso los que nos hacen hoy falta. Modestas deben ya ser nuestras palabras como nuestras obras; limitadas nuestras aspiraciones cuanto lo están nuestras fuerzas. Mucho sería ya que tuviéramos siquiera clara conciencia de nuestro deber en la humanidad; que el deber conocido guía sin tropiezos a [131] obrar bien. Mándanos el deber nuestro, visiblemente, que entremos en el número de las naciones expansivas, absorbentes, que sobre sí han tomado el empeño de llevar a término la ardua empresa de civilizar el mundo entero: y para comprender por qué nos lo manda, sí que fuera bueno recordar sin tregua la honra, no extinta aún, que heredamos de nuestros padres. Pero no es posible que entremos en ese corto número de naciones superiores, sin que nuestra vida interior por de pronto, y la exterior a su tiempo, se ajusten estrictamente a tal intento. Estar al modo de cadáver en anfiteatro, sirviendo a ensayos de exóticas, imperfectas y mal digeridas opiniones; pensar sólo en lo que interiormente desune, en vez de afanarse por lo que junta y asocia; desorganizar con ligereza lo que existe, lejos de organizar asiduamente lo que falta; gastar sin provecho las fuerzas que convendría concentrar y acrecer de día en día; recrearse con leyendas engañosas y olvidar el estudio de la realidad, no tan lisonjero, mas el único fecundo; fiar a las baladronadas fútiles lo que no más que en la perseverancia y robustez del ánimo tiene remedio; dormir en insensato optimismo, cual si Dios hubiera por si de tener cuenta con lo que tales o cuales asociaciones de hombres descuidan o dejan de la mano; compartir sin crítica las preocupaciones extranjeras, necesariamente originadas en sus diferencias de religión, intereses y carácter con nosotros, por lo pasado; aprender y escribir mal, en cambio, la propia historia, prefiriendo la satisfacción de las pasiones políticas actuales a la recta e imparcial explicación de los hechos de otro [132] tiempo; todo esto priva a una nación de peculiar espíritu, hace de ella un cuerpo sin alma; y, lejos de devolverle la salud perdida, llévala sin gloria, y sin merecer siquiera compasión, a la muerte.
No os hablaré más de la realidad, de las aspiraciones justas, de la pasión del progreso; que todos, cual yo, sentís eso; todos, cual yo, lo anheláis, y lo amáis por sí propio, sin que os impela ninguna razón interesada. De sobra me he extendido ya, por otra parte, en cuestiones abstractas: llámoos ahora la atención sobre puntos menos sublimes, pero que nos tocan más de cerca. La asociación, en sus esferas distintas, sigue iguales leyes; y así como la vida de familia requiere sacrificios de conducta, no siempre exigidos por el rigor de los principios; así como la vida de la tribu debe aún de exigirlos mayores, sometiendo los menos a los más, o los más débiles al predominio y dirección de los más fuertes; así como la vida civil o ciudadana reclama costumbres y trajes semejantes, por ser lo singular, bueno o malo de por sí, seguro origen en la práctica de repugnancia, burlas o discordias; y así, en fin, como las partes mismas de una propia nación se entienden mejor, y contribuyen en más a la común prosperidad y engrandecimiento, mientras menos separadas se sienten en su modo de ser unas de otras, la sociedad de naciones en que el mundo vive tiene por fuerza que descansar también en parecidos fundamentos religiosos, políticos, literarios o científicos, para estar todo lo más posible en paz y concordia, y realizar sus grandiosos objetos. Nada hay tan peligroso para cualquiera hombre [133] cuanto el hacerse excepcional entre sus semejantes, si no es ya que la excepción o la singularidad consiste en ser el más poderoso de todos; y aun así, sirve más veces esa ambicionada condición de pena que de gloria. Nada tan peligroso tampoco para una nación como apartarse largo trecho del cauce por donde van las demás; que si ella es la más fuerte, todas suelen conspirar para que deje de serlo, y aun después que no lo es ya, todavía por largo tiempo, por siglos tal vez, la persiguen los propagadores de la moda vencedora, según de España advirtió Schiller, con sus injuriosos sarcasmos. Tal le ha acontecido, con efecto, a España, desviada desde la rebelión religiosa del siglo XVI, y la libre expresión del racionalismo filosófico en el siguiente, del curso general de las ideas europeas; y no sería yo, que lo sé bien, quien hubiese de querer poner en oposición nuestro espíritu con el de la época. Pero ni el anhelar, como es natural, el progreso, y contribuir a él hasta donde alcancen las fuerzas, ni el amoldarse, hasta donde posible sea, al modo de ser de las demás, exige ¡qué ha de exigir! la abdicación de la propia personalidad; que no sería eso menos que perder la razón de ser, y abandonar el hilo que a cada nación le corresponde en la compleja trama de la historia. Véase por qué, con estar tan dentro del espíritu de la época Inglaterra y Alemania, por ejemplo, cuidadosamente conservan, sin embargo, más que otras ningunas potencias, su respectiva personalidad nacional.
Conservemos, pues, la nuestra, señores; retengamos también el propio ser de españoles. [134] Pero es indispensable para ello que profundamente nos estudiemos en lo pasado, y concertemos en lo presente nuestro modo de vivir, según la realidad, sin supersticiones históricas, no menos perjudiciales que otras cualesquiera supersticiones, y sin tocar a la segunda de las religiones, a la religión de la patria. Pregonan a voces nuestros anales que siempre ha valido aquí más el hombre que la tierra, digan lo que quieran las geografías antiguas, en comparación con la tierra o el hombre de otras partes; que en nuestro predominio y grandeza anteriores tuvo una parte el acaso de los matrimonios que nos dieron a Sicilia y Cerdeña, con los derechos sobre Milán y Nápoles, el Franco-Condado y todos los Países Bajos, y otra el acaso de que nos descubriese un genovés el Nuevo Mundo; pero que si pudimos aprovecharlo y retenerlo todo, con más o menos ventajas prácticas, durante siglos, fue por virtud de la ingénita energía y perseverancia de nuestro carácter, jamás desmentidas desde los asedios de Sagunto o Numancia, hasta los de Zaragoza y Gerona; desde las guerras de Flandes, hasta las últimas campañas en la Grande Antilla. Nuestros anales demuestran también, sin embargo, que esas virtudes han estado siempre grandemente debilitadas por la pobreza nativa, unida al despilfarro individual y nacional, que sólo nos ha dejado tener algún orden económico, y no mucho, durante plazos brevísimos de tiempo: causa por la cual, los primeros soldados que envió España con el gran Gonzalo, iban ya descalzos y hambrientos y se amotinaron tantas veces, sin pagas, los valerosos infantes de [135] Flandes; y todavía en estos tiempos se han dilatado guerras que debieran haber terminado prontamente. No se puede, a la verdad, negar el que tuviéramos en los pasados siglos malos gobiernos, que nunca faltan; mas la historia se ha de andar con mucho tiento para decidir si los de nuestros días fueron o no en general mejores, y aplicar por igual, en todo caso, las circunstancias atenuantes que con tanta frecuencia piden las faltas políticas. Ni os indignéis cuando ella, bien estudiada, enseñe que sin ser, por ejemplo, ningún santo, porque lo son rarísimos hombres, era tan bueno como los mejores, y de todo tenía menos de tirano, aquel discutidísimo Monarca del siglo XVI, de quien, después de perdido Portugal y explicando las causas por qué se perdiera, con razón pudo decir un historiador enemigo, Alejandro Brandano, italiano de nacimiento, pero de origen portugués, criado en Portugal y familiar de la triunfante casa de Braganza, que, si bien la generosísima conducta de Felipe II con ella fue dictada por la piedad cristiana, resultó perniciosísima para sus sucesores, porque «toda humana razón de Estado exigía» -son textuales palabras- «que fuese totalmente desarraigada de aquel reino gente de tan desmesurado poder y que aspiraba con valederos motivos a la corona,» proclamando la independencia(12). No debía carecer tampoco [136] de elevadas miras políticas aquel otro Monarca del siglo siguiente, que tuvo la desgracia de que Portugal se perdiera en sus manos, cuando en lo más crudo de la guerra ofreció al gobernador de Tánger por el Duque de Braganza, D. Luis de Almeida, todo género de auxilios de los puertos de España, aunque ni le entregase la plaza, ni reconociese en lo más mínimo los derechos que él sustentaba, con tal que no saliera aquella llave del Estrecho de manos ibéricas, como por razón de matrimonio de la Infanta Doña Catalina con el Monarca británico, estaba concertado(13). ¿Pensáis que fueran frecuentes tan piadosos hechos, o tan nobles miras, en los políticos extranjeros de aquellos tiempos? ¡Oh! ¡si esta fuese ocasión propicia, bien haría yo comparaciones que no resultarían por cierto desventajosas para nuestros infortunados gobernantes de otro tiempo! La verdad es que el patriotismo, ya que no el acierto, resplandeció siempre vivísimamente en los descendientes del inmortal Carlos I; y que los días mismos de Carlos II se señalaron, según demuestran nuestros archivos, por una tal atención a la seguridad de Gibraltar, a las cosas de Tánger, a la necesidad de defender nuestra posición natural sobre el Estrecho, que es fuerza reconocer que rarísima vez se ha observado igual siquiera en [137] todo el siglo presente. Y podría, señores, citar los ejemplos a cientos para probar que no han sido nunca los antiguos gobernantes de España tan negligentes, tan ignorantes, tan pésimos cual muchos piensan. Verdad es que en parte excusa tal error la carencia de libros históricos españoles, desde el primer tercio del siglo XVII en adelante, cuando tan copiosas habían sido en ellos hasta entonces nuestras letras; carencia originada, por cierto, no ya en los escrúpulos de la Inquisición, sino en la razón política, habiéndose prohibido por decreto de mano propia y vehementísimo de Felipe IV primero, y luego en virtud de consulta del Consejo de Estado, que se publicasen libros de historia, sin que este último, no el de Castilla ni otro alguno especial, declarase que no había perjuicio nacional en darlos a luz. Convertida así la publicación de cada una de sus tareas en alto negocio de Estado, prefirió bien pronto la historia guardar silencio; y aunque la causa desapareció largo tiempo ha, quedan quizá los efectos, que ellos suelen prolongarse mucho más que las causas que los engendran; y debe de proceder de allí que tan rara sea todavía entre nosotros la historia, sobre todo en lo tocante a lo moderno o contemporáneo(14). Mas no hay duda, por fin, y [138] hora es ya de que se sepa, que nuestra nación, toda entera está desconocida y calumniada, en lo pasado, por lo que hace principalmente a los reinados últimos de la casa de Austria.
Lo seguro es que se ha cumplido duramente en nosotros la terrible exclamación del galo antiguo: fuimos y aún solemos ser tratados como vencidos; vencidos en empeños políticos y religiosos notoriamente superiores a nuestros medios naturales. Luego después, todo ha parecido ya vileza, aun la defensa de Cataluña, durante más de la mitad del siglo XVII, contra los franceses; y aun las campañas gloriosas del último, así en las islas o el continente de Italia como en alguna de las vecinas costas marítimas, hasta que después de la jornada infausta de Plasencia dejaron de flotar ya al aire los estandartes españoles, fuera de la vista de nuestras fronteras. No hay que pensar en que el acaso vuelva a proporcionar ocasiones a nuestra energía que hagan de España, en lo futuro nada semejante a lo que fue bajo los primeros reinados de la casa de Austria; y aun ojalá que siquiera llegásemos otra vez a ser lo que en los reinados de la [139] dinastía de Borbón, desde Felipe V hasta Carlos III. Somos ya desgraciadamente mucho menos poderosos que en tiempo alguno, por infeliz y aborrecible que lo imaginéis: que el poder es cosa relativa naturalmente, y sólo en comparación con el que las demás naciones alcanzan puede hoy ser medido con exactitud; por donde debemos confesar, aunque nos pese, que hay harto mayor diferencia ahora entre Francia y España, o entre España y la Gran Bretaña, que en los tristes días de Carlos II.
Tenemos, por lo mismo, que contentarnos con menos que otras veces, mas no tan poco, sin embargo, que no podamos ser todavía útiles a la humanidad, respetables a los ojos de las otras naciones, dignos del ser y el nombre que llevamos. Para lograr esto sólo, forzoso será cambiar la mala vida que traemos en todo el siglo presente, sin duda el más infeliz de nuestros anales, desde que formamos nación. Y no esperemos de régimen alguno, ni de ningún hombre de Estado, lo que únicamente a todos en uno, grandes y pequeños, nos fuera dado realizar, si quisiéramos. La misma equidad que he pedido para los gobernantes en cuyas manos se perdió nuestra grandeza, sin excepción pido ahora para los que no han podido siquiera devolvernos la posición que teníamos, antes que se iniciase en España la política moderna, durante los tres cuartos de siglo que han transcurrido después. Ni de uno solo de nuestros modernos hombres de Estado sé yo en quien el patriotismo faltara. Faltaron sin duda medios, y todavia más, principios, convicciones, reglas de conducta que pudieran guiar mejor las cosas: [140] faltó, sobre todo, una conciencia nacional que inspirase a los gobernantes, y, según los casos, los limitara, o los impulsara, clara, unánime, irresistible, tal como el solo patriotismo sabe formar, conservar o reconstituir entre los hombres. Y ahora, bueno será ya que advirtamos que es muy peligroso quedarse tan atrás, como nos vamos quedando, en la sociedad ambiciosa y egoísta de las naciones. Por más que cultivemos la filosofía política, en general, nunca hemos de dar lecciones de conducta interior al resto del mundo, por mucho empeño que pongamos, y en el ínterin no pensamos todo lo debido todavía en nuestro estado como nación, en las obligaciones que el serlo nos impone, respecto a nosotros mismos y respecto a la causa universal de la civilización. Mucho antes hay que pensar eficazmente en esto que en obrar, porque ningún hombre de Estado verdadero se agita o alardea jamás sobre aquello que está en desproporción con las fuerzas que a la sazón tiene la nación que gobierna. Que si, olvidando ese precepto de buen sentido, hubiera quien se lanzase a volar sin alas por los espacios del universo, no lograría sino prestar nuevo ejemplo a la moralidad de la fábula antigua, estrellándose en la caída, no tan sólo el intento mal emprendido, sino también la dignidad nacional. No critiquemos, pues, fácilmente a los que no hagan ahora o en adelante sino lo que se pueda racional y útilmente hacer. Lo que hay que evitar sobre todo en la sociedad de las naciones, como en otra cualquiera, es moverse en balde y puerilmente. Grande es, sin duda, la diferencia entre [141] los personajes que voy a nombrar; pero con ella y todo, tened por cierto que, a haber nacido el día mismo que Carlos II, tampoco su reinado ocuparía un altísimo lugar en la historia. Personalmente se habría éste mostrado siempre grande cual era; mas como político no habría hecho más que lo que al cabo y al fin le hubieran consentido los tiempos.
Que estas reflexiones severas no nos induzcan, lejos de eso, al desaliento, sino a todo lo contrario más bien. Trabajemos, produzcamos, ahorremos, seamos ricos, seamos disciplinados y ordenados, vivamos armónica, fraternalmente, y comenzaremos, no tal sólo a querer, sino a ser de verdad fuertes. Al par que con la restauración de nuestras fuerzas morales, robustezcámonos con las que presta el estudio asiduo de las artes y las ciencias, que fecundizan la agricultura, que adelantan la industria, que enseñan a dirigir el comercio, que facilitan las comunicaciones, que dan o preparan recompensas colmadas a todos los triunfos, lo mismo a los económicos que a los militares, y tanto a los que logra el mérito individual, como a los que el mérito colectivo de las naciones alcanza. Todo, hasta las preferencias teóricas entre una u otra forma de gobierno, puede muy bien sujetarlo el patriotismo individual a la conveniencia práctica de la patria, mirando sólo a lo que, sea por lo que quiera, conserva más y desarrolla o acrecienta más las fuerzas de ella, y mejor la prepara a desempeñar la parte que le toque en la empresa común de las naciones. Entre nosotros felizmente el hombre todavía queda, como he dicho; el español, si no está aún curado de los [142] defectos, conserva las cualidades de siempre: el territorio puede decirse que está íntegro, con una excepción deplorable, de que en todo tiempo juzgaré mucho más digno el no hablar que hablar inútilmente; y nada, en suma, nos falta para poder vivir con honor, sino intentarlo de veras.
No dejemos, pues, señores, de confiar en el porvenir; y tanto más, cuanto que ahora que pongo al fin punto a mi discurso, precisamente me asalta una idea, que me regocija y me entristece a un tiempo: la de que mi tema no haya sido tan oportuno como pensé al principio: porque ¿qué español, después de todo, qué reunión de españoles puede oír algo que de suyo no sepa, que de suyo no sienta, a que de suyo no aspire, con sólo sentir vibrar de cerca el dulce nombre de la patria?
Al levantarme, señores Diputados, a usar la palabra en el día de hoy, me lisonjea la esperanza de que todo el Congreso comprenderá que lo hago en el cumplimiento de un deber indeclinable. No es voluntario en mí, señores Diputados, el usar en este instante de la palabra: lo habría sido si yo hubiera tomado turno entre los oradores que se proponen combatir el proyecto de mensaje a la Corona; lo habría sido si no teniendo como tengo el deber de dar cuenta al Congreso, de dar cuenta al país de actos importantes de mi vida política, no hubiera recibido también al propio tiempo las alusiones que todo el Congreso ha tenido ocasión de conocer, que han sido graves en sí mismas, que lo han sido más en mucha parte por las personas y por el lugar de donde han procedido, y que me impedían de todo punto faltar a mi puesto en este día dejando de usar de la palabra. Y siento, señores, que aun cuando sea para cumplir un deber por mi parte, me obliguen las circunstancias a entorpecer el curso de este debate, haciendo que se dilate por más tiempo, aún después del mucho que hace empezó esta discusión, según nos ha recordado el señor Presidente.
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Retrato |
Contestación al Discurso de la Corona
1865-02-15 - Antonio Cánovas del Castillo
Al levantarme, señores Diputados, a usar la palabra en el día de hoy, me lisonjea la esperanza de que todo el Congreso comprenderá que lo hago en el cumplimiento de un deber indeclinable. No es voluntario en mí, señores Diputados, el usar en este instante de la palabra: lo habría sido si yo hubiera tomado turno entre los oradores que se proponen combatir el proyecto de mensaje a la Corona; lo habría sido si no teniendo como tengo el deber de dar cuenta al Congreso, de dar cuenta al país de actos importantes de mi vida política, no hubiera recibido también al propio tiempo las alusiones que todo el Congreso ha tenido ocasión de conocer, que han sido graves en sí mismas, que lo han sido más en mucha parte por las personas y por el lugar de donde han procedido, y que me impedían de todo punto faltar a mi puesto en este día dejando de usar de la palabra. Y siento, señores, que aun cuando sea para cumplir un deber por mi parte, me obliguen las circunstancias a entorpecer el curso de este debate, haciendo que se dilate por más tiempo, aún después del mucho que hace empezó esta discusión, según nos ha recordado el señor Presidente.
Sin embargo, me permitiré observar al Congreso como alguna excusa de mi conducta que ni en el Parlamento español, ni en el Parlamento inglés, famoso por la brevedad con que despacha este asunto especial, ni en ningún Parlamento del mundo es posible que explicaciones acerca de la conducta de Gobiernos que han dejado de existir durante un interregno parlamentario dejen de tener la contestación conveniente. Cuando no hay, como no hay costumbre en Inglaterra, de traer al debate del mensaje de la Corona todas las cuestiones políticas que existen en el momento de comenzar la discusión de este mensaje, puesto por decirlo así a la orden del día en la opinión pública, surgen después naturalmente otros debates parciales, en que estas cuestiones se dilucidan como no pueden menos que dilucidarse. Aquí, señores, no hay más que una cuestión de método; hacemos en un debate lo que se hace en otras partes en muchos debates; pero gran parte de lo que se hace, y sobre todo lo que yo estoy haciendo en este momento, es de absoluta e imprescindible necesidad que se haga en todos los Parlamentos conocidos.
He dicho, señores Diputados, o más bien he recordado al Congreso en las primeras palabras de mi discurso, que los actos de la administración de que formé parte han sido objeto de diversas alusiones; como han sido fuera de aquí, en circunstancias y en lugares muy autorizados y muy solemnes; lo han sido aquí, para limitar lo más posible las alusiones de que he de ocuparme, de una manera muy especial, por los señores Ministros de Gracia y Justicia y Gobernación. Comienzo por reconocer, señores, y lo reconozco con mucho gusto, que el señor González Brabo, Ministro de la Gobernación, al hacerse cargo en su último discurso de alguno de los actos de la administración de que formé parte, se dirigió a sus individuos, se dirigió a la política entera de aquel Ministerio, con reserva, con templanza, con cortesía, y si las alusiones y si las palabras que el señor González Brabo ha dicho acerca de aquella administración no hubieran salido del banco del Gobierno, lo cual las aumenta, lo cual las acrece y les da una importancia inmensa por sí mismas, tendría yo indudablemente que ocuparme mucho menos de las alusiones de S. S. Dicho lo que dijo S. S. por cualquiera otro Diputado, poca atención hubiera podido prestar a ello.
No puedo hacer estas mismas calificaciones precisamente de la alusión general, y especial al mismo tiempo, que tuvo por conveniente hacer de los actos de aquel Ministerio el señor Ministro de Gracia y Justicia. S. S. tuvo por conveniente decir al establecer, al pintar la situación en que a su juicio se encontraba el país cuando S. S. y sus compañeros fueron llamados a la dirección de los negocios públicos, entre otras cosas, que habían encontrado el eco de la opinión pública ahogado por la aplicación de la ley de imprenta. Así consta, y aun con frases más duras todavía, en el Diario de las sesiones. Yo comprendo, señores, que para justificar, que para atenuar la tesis que el señor Ministro estaba sosteniendo entonces, que era nada menos que la conveniencia de haber dado tregua a la aplicación de las leyes, S. S., Ministro de Gracia y Justicia, S. S., presidente del Tribunal Supremo de Justicia, debía buscar en todas partes, con razón o sin ella, exagerando un poco sus medios, cualquiera explicación, cualquiera especie de pretexto. Pero en medio de que reconozco que algo hay que perdonar a la posición, a la tesis que S. S. venía defendiendo con su carácter y sus antecedentes, no puedo menos de dar a la alusión toda la gravedad que en sí tiene y contestarla como merece.
Por último, señores, y para decir de una vez o señalar más bien cuál ha de ser el terreno por el cual ha de desenvolverse mi discurso, no me es posible, ya que estoy en el uso de la palabra, ya que explico los actos del Ministerio de que formé parte, ya que rechazo alusiones, no me es posible dejar de hacerme cargo de otras que se han dirigido a aquella administración sobre asuntos interiores y exteriores fuera de este sitio.
Ante todo, señores, conviene recordar y que el Congreso de señores Diputados fije su atención un tanto, y llame sus recuerdos hacia la situación que tenían las cosas públicas cuando el Ministerio que presidió el señor Arrazola se encargó de la gestión de los negocios públicos. La mayor parte de las cuestiones que el Ministerio del señor Arrazola no pudo resolver, todas las que no pudo resolver, existían hasta ahora, y existen con caracteres mucho más alarmantes que tenían entonces. Fácil es pues colocarnos en la situación que entonces tenían los negocios públicos respecto de muchas de ellas. No es difícil tampoco que respecto de las que están resueltas podamos recordar y podamos comprender cuál era la importancia, cuál la ventaja para el país de que se resuelvan como se resolvieron entonces. Por entonces, señores, a la caída del Ministerio que presidió el señor Arrazola, y durante la breve gestión de los negocios del Ministerio del señor Arrazola, existía la que se llama cuestión de Hacienda; ya por aquel tiempo la alarma, la desconfianza bajaba del poder y empezaba a recorrer todos los ámbitos de la Península, y trascendía más allá de nuestras fronteras, con perjuicio de nuestro crédito. Ya por entonces era voz común, era voz autorizada, que el Tesoro se encontraba en cierta especie de mendiguez. Ya por entonces se contaban, se referían, se sabían pasos del Ministro del ramo en aquella época que manifestaban que el Gobierno tenía gran desconfianza, una inmensa desconfianza de que los recursos del Estado bastaran para sostener nuestro crédito y para levantar las cargas públicas. Por entonces también comenzaba la cuestión del Perú, cuyo fin hemos sabido en el día de hoy felizmente. Entonces, y a pesar del estado de la Hacienda, y a pesar de las consideraciones pacíficas que entonces debía haber hecho, como ha hecho después el Presidente de aquel Gabinete y el actual Ministerio, recorría los mares y marchaba a su destino un enviado que en ese hecho, en su título y en su manera de ir, era una declaración de guerra. Teníamos, pues, la cuestión de Hacienda y la cuestión del Perú.
Comenzábamos a tener también, aunque de la manera que explicaré luego, la cuestión de Santo Domingo. Ya entonces una parte de la prensa periódica y algunos hombres políticos sostenían o comenzaban a sostener, aun cuando no aquí, aun cuando no en los Cuerpos colegisladores, de una manera solemne y delante de la Representación legal del país, que era conveniente que la bandera española se arrollase y retirara de Santo Domingo. Ya entonces comenzaba a darse, según el testimonio solemne y público del actual general en jefe del ejército de Santo Domingo, acaso el mayor auxilio, el mayor socorro que haya encontrado aquella desdichada revolución.
Teníamos además la cuestión de imprenta, y esa no en el estado que hoy tiene seguramente; la teníamos como un inmenso compromiso que pesaba sobre todos nosotros y sobre todas las fracciones políticas, Gobiernos y oposición que han venido aquí luchando durante muchos años de nuestra historia política, compromiso de los hombres que durante el Ministerio del duque de Tetuán habían hecho leales y gigantescos esfuerzos por derogar la ley vigente de imprenta y por traer otra que ocupara su lugar; compromiso más que de nosotros, más que de los que formaron parte de la administración del duque de Tetuán, más que de los que le apoyamos, de los que, enfrente de nosotros, un día y otro nos increpaban, nos acusaban porque pronto, muy pronto no retirábamos aquella ley, porque pronto, muy pronto no traíamos otra ley más en consonancia, a su juicio, y también en el nuestro, con los derechos y con los intereses del país.
La cuestión de orden público, que no es en estos momentos en España como no era entonces en sí misma, al menos en su causa fundamental, más que la cuestión del retraimiento de un partido político, esa cuestión estaba ya planteada entonces, ni más ni menos que lo está hoy. Por último, señores, prescindiendo del estado de los partidos, poco de semejante del que tienen en estas circunstancias, había una gravísima cuestión parlamentaria; acababa de desaparecer de los Consejos de la Corona el Ministerio que presidió el señor Arrazola, dando una prueba de exquisito respeto a las prácticas parlamentarias, por no haber obtenido mayoría en una votación de las secciones. Poco antes otro Ministerio de diferente índole del que el señor Arrazola presidió, se había encontrado aquí en el mismo caso, y había tenido que retirarse delante de una votación del Senado. Estaba adelantada la estación; la situación económica no estaba legalizada; apenas quedaba el tiempo natural para legalizarla: sobre todo, el Ministerio que presidió el señor Arrazola, según de público se dijo entonces, y según es la verdad, que no creo yo que sea negada por nadie en este momento, se había- retirado porque un alto poder del Estado no había creído que aquel Congreso, que sólo llevaba tres o cuatro meses de existencia, pudiera o debiera ser disuelto en aquellas circunstancias. Era preciso pues formar un Ministerio que gobernase con aquel Congreso; era preciso formar un Ministerio que legalizara la situación económica; era preciso formar un Ministerio que resolviera todos, o muchos por lo menos, de los gravísimos problemas políticos que estaban puestos a discusión en aquellos momentos; era preciso formar un Ministerio al fin que hiciera frente a las cuestiones de conducta general que he establecido al empezar a describir, de la manera que lo he hecho, la situación política que alcanzaba el país en aquellos momentos; y esta tarea y esta empresa tomó a su cargo el Ministerio que presidió el señor Mon, y del que yo tuve la honra de formar parte.
Lo primero que hay que preguntarle a aquel Ministerio, como a todo Ministerio que acepta el poder, es si al aceptarlo tenía las circunstancias necesarias para ello, si creía hacer con aceptarlo un servicio a la Reina y al país, si creía hacer con aceptarlo un servicio a los intereses públicos. La aceptación o no aceptación de los Ministerios entra en las prerrogativas de la Corona; la prerrogativa de la Corona se ejerció, y a nosotros nos tocaba cubrirla y justificarla, y la justificamos: la justificamos viniendo aquí, trayendo todas las cuestiones de circunstancias, trayendo todas las cuestiones de principios que era posible traer, y dándolas aquí mismo y en el otro Cuerpo colegislador una resolución pronta y conveniente.
Así fue como nosotros justificamos la empresa que habíamos echado sobre nuestros hombros; y ha de permitir el Congreso que al llegar a este punto, que empiece a examinar, siquiera sea ligeramente, pero de un modo aislado, estas distintas cuestiones, en la resolución que nosotros las dimos por lo menos.
Comenzaré por las cuestiones más separadas de nosotros, por las cuestiones que, aunque muy importantes para el país, ejercen una influencia menos inmediata, menos general en las condiciones de nuestra vida política; es decir, señores, por la cuestión del Perú y por la cuestión de Santo Domingo.
Uno solo fue el criterio que guió a aquel Gobierno en el examen y en la resolución de estas dos graves cuestiones: no examinó aquel Ministerio, no pudo, no debió examinar la justicia o injusticia de la guerra que había iniciado el señor Arrazola, Presidente del Consejo de Ministros anterior y su Ministro de Estado. No examinó si era conveniente o no aquella guerra; si lo hubiera examinado aun dentro de la justicia, yo por mi parte hubiera opinado que era altísimamente inconveniente; no todo lo que es justo debe hacerse cuando no conviene; no todo lo que se tiene el derecho de hacer se ha de hacer en todas ocasiones cuando puede traer inconvenientes y perjuicios al país; pero repito que no examinamos ni por un momento siquiera la cuestión bajo este aspecto. Para nosotros, una vez desplegada nuestra bandera en el Perú, una vez vuelta allí después de las tristes jornadas de Ayacucho, una vez habiendo de restablecer allí el honor de nuestra marina de guerra, tristísimamente manchado en los años de 1814 a 1825 en aquellos mares; una vez comprometidos el nombre y la honra de la patria, para nosotros no hubo mas cuestión, no pudo haber otra que la de sacar ilesos ese nombre y esa honra. ¿Procuramos hacerlo? ¿Lo hicimos? Yo lo demostraré, aunque a decir verdad, más de lo que yo digo aquí en el día de hoy, más de lo que pensaba decir en todo caso, están diciendo los hechos, más están diciendo los partes leídos por el señor Ministro de Estado.
Se nos ha censurado por dos cosas especialmente en aquellas negociaciones, y como se nos ha censurado en otro sitio y en otra ocasión, esto me obliga a hablar también en esta ocasión y en este sitio y justificar que no olvidé, que no abandoné esta cuestión, como tal vez desearía en el momento presente.
El primero de los cargos es haber tomado las reclamaciones desde los sucesos de Talambo y no antes; el segundo de los cargos es haber reconocido antes de tiempo, antes de hacer el tratado, la independencia del Perú. Respecto de lo primero sólo tengo que decir que no son dueños ni los Gobiernos ni los particulares en sus cuestiones, en sus contiendas, de darles el principio que quieran, sino el principio que ellas tienen. Cuando el Ministerio que presidió el señor duque de Tetuán envió una expedición al Pacífico al mando del señor general Pinzón, no le dio instrucciones respecto de los sucesos, de las ofensas, de las reclamaciones que pudiéramos tener antes de los sucesos de Talambo, y según nos ha manifestado el señor Posada Herrera en su discurso, si algunas instrucciones se dio al jefe de esta expedición, era tener con el Gobierno y con el pueblo del Perú las menos relaciones posibles. Con estas instrucciones fueron nuestras escuadras a aquellas aguas. Después de estas instrucciones, después de haber ido y de haberse presentado en aquellas aguas, fue cuando surgió la cuestión del Perú. Luego no hubo forma humana, luego no hubo poder alguno de lógica que hiciera que aquella cuestión que empezaba después hubiera empezado antes; era preciso, era inevitable que comenzara donde comenzó; era aquélla la realidad, y esa realidad no estaba en manos del Gobierno que presidía el señor Mon el que dejara de existir, que no fuera lo que es. Esto no quiere decir que al examinar los sucesos de Talambo no se tuviera presente, como se tuvieron, los diversos antecedentes que había en la cuestión, dado que el género de relaciones que el Gobierno venía manteniendo con el del Perú no era nada amigable ni satisfactorio; pero sea de esto lo que quiera, la cuestión había comenzado de todas suertes.
El otro cargo que recogí es que aquel Gobierno en dos despachos circulares, el uno expedido antes de que se supiera en Madrid la ocupación de las islas Chinchas, y el otro cuando ya se conocía la ocupación, había declarado solemnemente que España no aspiraba de modo alguno a mantener, a reivindicar sus dominios en aquel continente y en aquellos mares. Pues bien, señores: aquel Gobierno creía y hasta ahora lo confirman palpablemente los sucesos, que la clave de aquella cuestión, el nudo de la dificultad estribaba en la conducta que tuvieran las demás repúblicas de América, los demás Estados de aquel continente, frente a frente del conflicto entre España y el Perú. Si la cuestión quedaba aislada, el Perú podía fácilmente venirse a un arreglo, pues el Perú tenía por una fuerza inevitable que verse obligado a hacer justicia a nuestras reclamaciones. Entonces la cuestión podía haber sido más o menos conveniente, pero no era tan altamente peligrosa como hubiera podido ser para el país en otro caso. Pero si las demás repúblicas de América y los demás Estados de aquel continente español en su origen, heridos en su amor propio, amenazados en sus recuerdos, soliviantadas sus antiguas preocupaciones, despiertas sus pasiones mal amortiguadas de la guerra de la independencia, hacían causa común con el Perú ante ese conflicto, entonces la cuestión tenía otro aspecto; éste era el verdadero peligro. Pero si aquel Gobierno no podía comprometer de una manera ligera la suerte de nuestro comercio, la suerte de nuestra marina mercante, la suerte de una de las fuentes de la riqueza pública, aquel Gobierno no era tampoco tan imprevisor, como suponía el actual Ministro de Gracia y Justicia, y se propuso sin mengua de la dignidad del país y de una manera definida ver si era posible evitar aquel peligro, y aquel peligro se ha evitado.
Las repúblicas americanas que comenzaron a ponerse en federación han acabado por declarar al Perú que no hacían causa común con él; según las noticias recibidas hasta ahora, esta declaración es la verdadera causa del favorable desenlace de que hoy se ha dado cuenta y esto justifica la previsión de aquel Gobierno.
Y qué había de hacer para evitar el peligro de que tenía evidencia? ¿Qué? Ir a la fuente misma de sus preocupaciones, ir a apagar las pasiones allí donde precisamente podían haberse despertado: decir a aquel continente y a aquellos Estados, que España no iba a conquistar ni a reivindicar territorios; que si había sido dominadora en aquellas regiones, no lo recordaba ya sino para gloria de su nombre y para razón de su historia, más no lo recordaba ni podía recordarlo para tomar sobre ella obligaciones absurdas e imposibles. Aquel Gobierno tenía la autorización que la Ley de 1836 le concedía para que, sin mengua de los intereses y de la dignidad del país, reconociera la independencia de aquella nación. Creyó que nunca, en ninguna ocasión con más ventaja del país, con más provecho de sus intereses podría hacer uso de aquella autorización que en principio le concedía el derecho de hacer el reconocimiento y declarar su opinión como la declaró franca y explícitamente.
Y qué había de hacer para evitar el peligro de que tenía evidencia? ¿Qué? Ir a la fuente misma de sus preocupaciones, ir a apagar las pasiones allí donde precisamente podían haberse despertado: decir a aquel continente y a aquellos Estados, que España no iba a conquistar ni a reivindicar territorios; que si había sido dominadora en aquellas regiones, no lo recordaba ya sino para gloria de su nombre y para razón de su historia, más no lo recordaba ni podía recordarlo para tomar sobre ella obligaciones absurdas e imposibles. Aquel Gobierno tenía la autorización que la Ley de 1836 le concedía para que, sin mengua de los intereses y de la dignidad del país, reconociera la independencia de aquella nación. Creyó que nunca, en ninguna ocasión con más ventaja del país, con más provecho de sus intereses podría hacer uso de aquella autorización que en principio le concedía el derecho de hacer el reconocimiento y declarar su opinión como la declaró franca y explícitamente.
No están tampoco pesarosos de aquella conducta los individuos de aquel Gabinete. Respetan profundamente las opiniones leales que se han manifestado y que puedan manifestarse en contra de esa conducta; pero ellos defienden las suyas lealmente, haciendo causa común, como era natural, todos los Ministros en un asunto que era, como no podía menos de ser, de responsabilidad común.
La otra cuestión externa, por decirlo así, aunque interior hasta cierto punto, porque se trataba de una parte del territorio español y de que he dicho antes que tenía que ocuparme, es la cuestión de Santo Domingo.
Aquí tampoco el Ministerio recordó para nada el origen de aquella cuestión. Sus individuos todos, si no recuerdo mal en este momento, habían favorecido en su día con su sufragio la política que hizo aquella anexión; pero en aquel momento, al examinar el asunto como debían examinarlo, al tomar las resoluciones que tomaron, tampoco tuvieron presente esto para nada.
Las discusiones de una parte de la prensa, la opinión pública manifestada por algunos hombres importantes, obligó, contra su voluntad y a pesar suyo, a aquel Ministerio a discutir por primera vez en el seno del Gobierno español si podría pensarse o no en el abandono de Santo Domingo. Aquel Ministerio tomó acerca de este particular una solución muy concreta. No era tiempo entonces de discutir ni los inconvenientes ni las ventajas de la anexión; he dicho antes que en su tiempo los individuos del Gabinete habían aprobado, si no la anexión, por lo menos la política que la hizo; pero repito que no era ocasión de examinar sino qué era lo que debía hacerse, qué era lo conveniente para los intereses públicos, que se hiciera en el caso, para aquel Gobierno indudable, de que la insurrección de Santo Domingo fuera vencida.
Tampoco era llegada la ocasión de decir esto. Se discutió únicamente si hecha la anexión, si verificada la insurrección, si resistida la insurrección, sino abandonado el territorio desde el primer momento en que una parte de sus habitantes se manifestaron hostiles a la dominación española, si enarbolada allí la bandera de la república ante la bandera de España, era posible que esta bandera gloriosa se recogiera y se replegara. Esto fue lo único que aquel Gobierno discutió: sobre este punto conferenció aquel Gobierno y se puso de acuerdo, teniendo la satisfacción de que pensaron como él las personas más competentes en esta materia, y sobre este punto concreto recayó la resolución que el Presidente del Consejo tuvo el honor de exponer desde ese banco.
Podían temer aquellos Ministros dejarse arrastrar en aquellos momentos de un sentimiento exagerado de patriotismo; podían temer dejarse llevar de ilusiones sobre hombres y sobre cosas, que no porque sean respetables y gloriosas, que no porque hieran profundamente el corazón de todos los buenos ciudadanos, pueden dejarse fascinar por ellas los hombres públicos. Podían temer éstos en aquella ocasión si se hubieran encontrado aislados, si su opinión hubiera sido una opinión personal, cuando más, de los que formaban el Gabinete; si no hubieran tenido seguros precedentes que recordar en nuestra historia moderna; si no hubieran contado con la adhesión de muchas personas que en aquellos momentos ocupaban una posición influyente en este asunto.
Los precedentes que he dicho y a que me he referido, son precedentes de hace muchos años que enseñan a juzgar cómo en España se ha considerado siempre este género de cuestiones. Yo estoy dispuesto a reconocer con el señor Ministro de Hacienda, con quien en otro tiempo he discutido desde aquel banco sosteniendo yo una política más economista, más materialista, más positivista, por decirlo así, que S. S., yo estoy dispuesto a reconocer con el señor Ministro de Hacienda que es preciso corregir un poco a esta nación, un tanto llena de sus blasones, un tanto llena de su hidalguía de conquistadora, de su gusto por la guerra, de su placer por las aventuras.
Señores: no se cambia la naturaleza de un país en un día; no se le dice a una nación antigua y de viejos blasones, como no se le dice a un hidalgo de antigua casa, como no se le dice a un soldado de larga y honrosa carrera, es preciso abandonar en un instante todos los estímulos, toda la poesía que llevan consigo el honor y la gloria. Es preciso irse con mucho tiento en esto de corregir, en esto de guiar por otro camino las tendencias históricas de la nación española; ellas son superiores a todos los Gobiernos, ellas son superiores a todos los individuos: eso se consigue, eso podrá conseguirse lentamente por todos los señores Diputados desde estos bancos manifestando opiniones igualmente desencantadas y positivas.
Pues qué no recordáis, señores Diputados, que una de las primeras discusiones que ilustran las Cortes españolas es aquella del año 1811 en las Cortes de Cádiz, en que aquellos legisladores, acorralados en el recinto estrecho de aquella isla, faltos de todo, viendo perecer de hambre a las provincias circunvecinas, ofreciéndoles un tratado para proveerse de subsistencia, con tal de que cedieran los presidios de África, tuvieron la abnegación profunda y el valor inmortal de rechazar semejante propuesta y manifestarse dispuestos a perecer antes que abandonar la parte más mínima del territorio de su patria?
Pues qué, los que habéis pertenecido al antiguo partido moderado, los que recordáis bien su historia, los habéis olvidado de lo que hicisteis en 1841, cuando uno de los Gobiernos del Regente propuso a estos Cuerpos la cesión de los islotes, no muy saludables por cierto, de Annobon y Fernando Poo?
Pues qué, no obligasteis vosotros con vuestras manifestaciones en la prensa periódica, secundados por la mayoría del partido progresista que no os cedía en patriotismo, no obligasteis a retirar aquel proyecto de ley presentado ante los Cuerpos colegisladores y a hacerlo pedazos, dejando en su lugar intacto el antiguo orgullo, la altiva soberbia, exagerada quizá, pero digna siempre de respeto de la nación española? Cuando nosotros estábamos en ese banco, oíamos por ventura alrededor nuestro acentos diferentes, manifestaciones diversas de ésas de 1811 y de ésas de 1841 que acabo de citar? Pues qué, cuando el Presidente del Consejo de Ministros de aquel Ministerio hizo la declaración desde ese banco de que el Gobierno que presidía impondría a toda costa la paz a Santo Domingo, triunfaría a toda costa en Santo Domingo, las personas más importantes de aquella y de esta Cámara, no se hicieron intérpretes del sentimiento del Congreso entero, favorable al mantenimiento de la integridad del país? Pues qué, no oímos la autorizadísima y elocuente voz de mi amigo particular el señor Ministro de la Gobernación declarando a propósito de esta cuestión, que en España el honor era antes que los intereses, y que por lo mismo nosotros éramos lo que realmente somos, un pueblo que coloca el honor por encima de todas las cosas? Y por último, una afirmación más práctica y más concreta todavía: ¿no vino aquí un proyecto de ley de crédito fundado, especialmente en su preámbulo, en una necesidad muy apremiante, porque necesitábamos 150 millones extraordinarios para atender a la guerra de Santo Domingo? ¿Y cómo lo votaron todos los señores Diputados? ¿Quiénes son los que en aquel momento protestaron contra eso que era un verdadero acuerdo, un acuerdo solemne de continuar la guerra? No se levantó ninguno, no protestó ninguno; tuvimos una adhesión general; y fuertes con esta adhesión, nos propusimos llevar este asunto al término que creíamos que se debía llevar. Y no se dirá, porque no se podría decir, que desde entonces hasta ahora ha surgido alguna novedad de ésas que pueden hacer cambiar lícitamente la opinión de todo el mundo.
Saben todos los señores Diputados, porque ésta es una cuestión muy debatida, y cuyos pormenores no ignora nadie, saben todos los señores Diputados que en Santo Domingo no es posible hacer la guerra, no es posible emprender operaciones militares, no es posible llevar a cabo propósitos como los de la administración de que tuve la honra de formar parte, sino desde diciembre cuando más, tal vez, desde principios de enero hasta fines de marzo o abril. Esto es una cosa indudable, una cosa que demostraría si fuera necesario, que demostraré en una discusión más amplia en todo caso; pero que me abstengo de hacerlo ahora.
Pues bien: esas adhesiones, esas manifestaciones, esos votos, ¿cuándo tenían lugar? La declaración del Presidente del Consejo de Ministros en 15 de abril; las manifestaciones a que aludo todas próximas a ese mes; es decir, señores, que no eran votos porque se hiciera o se siguiera una campaña que estaba ya terminada; que no eran votos para que la guerra quedara en el estado en que estaba y en que forzosamente había de quedar durante los meses del verano; eran, como no podían menos de ser, en el mes de abril, para una nueva campaña, para estos meses que están desgraciadamente corriendo, para que ahora, en lugar de discutir el proyecto de ley de que vamos a ocuparnos, estuviéramos recibiendo noticias de Santo Domingo parecidas a las que hemos tenido la satisfacción de oír al señor Ministro de Estado relativamente al Perú.
Pero hay quien dice: con estos propósitos y con tan buenos deseos, ¿qué hicisteis en siete meses que estuvo a vuestro cargo la gestión de los negocios públicos? Señores Diputados: ¿qué cargos y qué cosas se oyen en política! ¿Qué género de sofismas parlamentarios en que ni el mismo Bentham habría reparado! ¡Hacer durante el tiempo en que nada podía hacerse! ¡Hacer cuando nosotros llegamos al poder en los momentos mismos en que era preciso cerrar la campaña y se cerró en efecto! ¡Hacer cuando nosotros nos marchamos antes de llegar los días precisos, los momentos precisos en que habían de enviarse los hombres y la mayor parte de los recursos necesarios para la guerra!
Habríamos hecho, si en lugar de ser Ministros en primero de marzo, lo hubiéramos sido en noviembre del año anterior: habríamos hecho ahora o habríamos hecho después, si en vez de dejar el poder en los primeros días de septiembre, lo hubiéramos conservado siquiera hasta los primeros días de noviembre. Entonces se hubiera visto si nuestra expedición era una realidad, y entonces se hubiera visto si merecíamos que públicamente se nos dijera por personas competentes, preconizadas por competentes, y cuya competencia no trato de negar, que hablamos mucho de la necesidad de vencer la insurrección, y que nada habíamos hecho para reprimirla. Pero dejamos hecho, y con esto concluyo este parte, todo lo que el tiempo permitía; dejamos hecho lo principal; dejamos, en primer lugar, votados los recursos, primera necesidad, primer elemento para la continuación de la guerra. Dejamos preparado, en segundo lugar, el material, el vestuario, todo lo que no podía improvisarse para la expedición que proyectábamos. Son pues injustos, altamente injustos, los cargos que se han dirigido a aquel Gobierno, lo mismo por la cuestión de Santo Domingo que por la del Perú.
Y ahora, desembarazado de estas dos cuestiones, en cuyo examen tal vez he molestado mucho más tiempo de lo que yo quisiera la atención del Congreso, voy a entrar a examinar también ligeramente, más ligeramente si puedo que estas otras que acabo de examinar, la política de aquel Gobierno.
Señores: cuando nosotros nos encargamos del poder había un hecho dominante en la situación parlamentaria. Del examen de este hecho, de los antecedentes de este hecho nacía la razón con que nosotros podemos estar sentados en aquel banco; sin el resultado que traía consigo ese examen, nosotros no hubiésemos debido estar ahí ni un momento siquiera. Había en aquel Congreso una gran fracción, un gran número de Diputados que habían pertenecido siempre, que pertenecían todavía al antiguo partido moderado, que representan, o quieren representar al menos el actual Gabinete. Pero había frente a frente de esta agrupación de hombres del partido moderado en aquel Parlamento un gran número de Diputados que constituía la mayoría del Parlamento con una tendencia distinta, cuya mayoría había impedido que continuara su camino el Ministerio presidido por el señor Arrazola. ¿Qué tendencia era ésta? Esto es lo primero que teníamos que considerar.
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Representábamos, podíamos representar los Ministros que íbamos a sentarnos en aquel banco esta tendencia? Este era otro punto cuya consideración nos era indispensable. Pues bien: nosotros hallamos entonces una cosa que podía parecer dudosa a la sazón para algunos, y que sospecho que ya ahora no puede ni debe serlo para nadie; hallamos que había una tendencia, mayoría como he dicho en aquel Congreso, que dentro de las soluciones de la Constitución de 1845, que dentro de las opiniones conservadoras en general, tenía aplicaciones más constitucionales, más liberales que las del antiguo partido moderado. Esa tendencia estaba representada por su número y por sus circunstancias por la unión liberal. Esta tendencia estaba representada, también, por hombres eminentes, por una fracción importante más o menos separada de la unión liberal, pero que tenía la misma base de doctrina, los mismos fundamentos de creencias, contrarios a los principios antiguos, a las antiguas creencias, a las antiguas doctrinas del partido moderado histórico. Y estaba representada por último, y protesto que no hago en este instante, dada la lealtad con que estoy discutiendo y la franqueza con que me propongo discutir todas las cuestiones, ningún género de habilidad para enconar pasiones ni suscitar divisiones; estaba, por último, representada aquella tendencia por una fracción compuesta de algunos hombres políticos que, combatiéndonos desde estos bancos a nombre del partido moderado, no eran moderados, sin embargo; de algunos hombres políticos, que separados, como ha dicho el otro día mi amigo, más por cuestiones de conducta que por cuestiones de principios, como si las cuestiones de principios hubieran de prevalecer siempre, y no se vieran entorpecidas por mil circunstancias, por mil antecedentes, por mil cosas que no son los principios; deberían haber estado a nuestro lado, en lugar de combatirnos. Y no hay duda, señores, que si alguna dificultad hubiera podido ofrecerse acerca de esto, si algún estorbo hubiera podido haber para que los hombres políticos a que aludo se hubieran sentado a nuestro lado, según sus antecedentes, no habría sido ciertamente por ser menos liberales que nosotros, sino por serlo más.
Esta tendencia general con que nos hallamos aquí, esta tendencia que tenía mayoría en aquel Congreso, esta tendencia sancionada por las soluciones que unánimemente votaron las fracciones a que me refiero, ¿constituía un verdadero partido? No le constituía, por entonces al menos, no le constituía. Hay cuando se habla de partidos y yo temo mucho molestar al Congreso, después de todo cuanto se ha dicho acerca de los partidos y la manera de definirlos; hay, iba diciendo, una manera de examinar y juzgar lo que son los partidos, que expone a muchos y graves errores. Los partidos políticos no son nada a priori; los partidos políticos no son una cosa metafísica, no son una cosa que pueda crear la inteligencia; los partidos políticos son, ante todo, una cosa real que hay que estudiar en los hechos. No hay que hacer teorías sobre lo que son, sobre lo que deben y pueden ser los partidos, teorías a priori, por lo menos. Lo que hay que hacer es examinar lo que han sido los partidos en todos los tiempos antes de que existiera el régimen representativo en parte alguna, examinar después de una manera más concreta qué han sido los partidos políticos en las naciones donde ha habido sistema parlamentario, y solamente de este estudio puramente histórico pueden deducirse semejanzas y aproximaciones, pueden sacarse algunas consecuencias útiles para juzgar del estado de nuestros partidos.
Pues bien: el estudio histórico de los partidos en todas partes lo primero que nos dice es que no basta la afinidad de las ideas, que no basta la identidad misma de las ideas para producir siempre un partido entre muchos individuos. Un partido necesita de homogeneidad de ideas; cuando ya existe la necesita; pero la homogeneidad de ideas no supone precisa y necesariamente el partido. Son legítimas, son naturales, porque son de buena fe y porque están en la naturaleza de los hombres, las diferencias de historia, de conducta, de las preocupaciones, de las afecciones; todo lo que obra y puede obrar en los hombres, y que así les inspira el poder formar partido, como los aleja de poderlo formar. Nosotros, pues, así como comprendíamos que había aquí una tendencia teórica, digna de que la tuviera un solo partido, no podíamos tener la soberbia de pretender que a nuestra voz, que bajo nuestro mando, que bajo nuestra dirección había de formarse un verdadero organismo, un cuerpo político, un partido político. Existía un partido real, verdadero, que está aquí en estos bancos: existían otras fracciones, de que ligeramente me he ocupado antes, separadas de este partido: tenían la misma tendencia, pero no eran el partido mismo. Podrían serlo, deberían tal vez serlo, pero no lo eran.
Y partiendo de esta situación, ¿qué Ministerio correspondía a las circunstancias?
Qué política correspondía a las circunstancias?
Eran circunstancias aquellas que no hicieran posible aquella política? No, en manera alguna. A aquel estado de cosas correspondía, ante todo, un Ministerio que, teniendo por sus antecedentes y convicción tales creencias y tales opiniones, que pudieran tener soluciones aceptables para el partido y para las fracciones afines que aquí se encontraban, no las hiriera, sin embargo, en sus afecciones, en sus preocupaciones, en lo que hay inevitablemente de personal en todos los partidos y en todas las agrupaciones políticas. Y dado esto, y después de tener una convicción sincera, un propósito sincero y leal de hacer una política de esta clase erizada de dificultades, con algún objeto se había de hacer, algún fin era preciso para acometer una política de esta clase. Y ese fin era salvar la situación que he señalado antes en la Hacienda, legalizar el estado económico del país, y por último, después de zanjar todas estas cuestiones, que, aunque muy importantes y de interés más inmediato que otras, podían ser secundarias, aprovechar la ocasión de esta aproximación para dar solución a todas las cosas que podían ser creencias y que podían ser intereses comunes. Era una política, por decirlo así, teórica: era una política puramente de ideas; era una política puramente de soluciones la que podía entonces sentarse en aquellos bancos: pero era una política que podía sentarse en aquellos bancos entonces con gran provecho del país.
Por eso nosotros realizamos en poco tiempo casi todo el programa de la oposición constitucional desde 1850 hasta el día. Por eso nosotros pudimos abolir la reforma constitucional, última fórmula teórica del antiguo partido moderado, y traerlo a una legalidad común con las otras fracciones constitucionales. Por eso nosotros pudimos resolver la cuestión de las incompatibilidades con un criterio severo, muy severo, que honra mucho al señor Ministro de la Gobernación, que presidió la comisión que entendió en aquella ley de incompatibilidades parlamentarias, esta gravísima aspiración, esta antigua aspiración de las oposiciones constitucionales. Por eso nosotros, pasados más de diez años que el autor de las leyes de 1845 había aquí condenado las exageraciones con que se empleaba el recurso de nombrar corregidores que daban aquellas leyes al Gobierno, pudimos traer aquí una reforma saludable y encerrar esta situación en límites muy estrechos, y en manera alguna peligrosos para el país. Por eso nosotros, anticipándonos a los deseos teóricos manifestados aquí por mi digno amigo el señor González Brabo, trajimos en la ley de presupuestos las bases fundamentales, los principios cardinales, toda una verdadera ley de empleados, esta otra aspiración por mucho tiempo sustentada y sustentada en vano por todas las oposiciones constitucionales.
Por eso, finalmente, comprendiendo que la gran necesidad del país en aquellos momentos era producir, era traer la verdad a las instituciones, y sobre todo la verdad electoral, aceptó el Ministerio un proyecto de ley que ya el señor Posada Herrera había aceptado de la misma minoría progresista que un día se sentó en estos bancos; y en ese proyecto de ley consignó graves sanciones contra los delitos electorales. Por eso aquel Ministerio, aunque hostigado por el tiempo, aunque con prisa, como decía ayer el señor Ministro de la Gobernación, con una prisa honrosa se aprestó a cumplir el grande y el inmenso compromiso que tenían hacía muchos años las oposiciones constitucionales de suprimir en las leyes de imprenta la previa censura, de sustituir el sistema preventivo en esta materia contrario, directamente contrario a la Constitución del Estado, el sistema represivo.
Había, pues, gran necesidad de política interior, cuando nosotros llegamos. Había, pues, aquí, no lo negamos, grandes medios de satisfacerla. Había aquí una grande ocasión de aprovechar una mayoría a propósito para esas soluciones: nosotros la aprovechamos; no hicimos en esto más que cumplir con nuestro deber, pero le cumplimos.
Pero el Gobierno, que había podido resolver las dificultades parlamentarias, y que había podido prestar en este orden de cosas ciertos servicios al país, tuvo después dos desgracias al decir de los actuales señores Ministros. Fue la una, aplicar de una manera violenta, de una manera tiránica la ley de imprenta, que así como de pasada se califica en sí misma de ineficaz y de vaga. Fue la otra, no mantener en la opinión del país bastante seguridad, bastante certidumbre de que el orden público estaba asegurado. Y aún se puede añadir una tercera, y es no haber resuelto de un modo conveniente la cuestión de Hacienda. Estos son los cargos concretos dirigidos a aquella administración.
Respecto a esto último, a la cuestión de Hacienda, no he de ocuparme yo sino con breves palabras en este momento; mi digno amigo y compañero el señor Salaverría tratará esta cuestión cuando lo juzgue oportuno con la competencia especial que todo el mundo le reconoce. A mí me basta recordar, en primer lugar, que nosotros encontramos respecto a esta cuestión un verdadero pánico; en la esfera del Gobierno no le tuvimos; que nosotros, que oíamos ya al ocupar ese banco vaticinios tristísimos por todas partes respecto a la imposibilidad de sostener las cargas públicas, las sostuvimos holgadamente durante siete meses; que nosotros, de resultas de no tener ese pánico mantuvimos la confianza, primera base en este país y en todos los países de la buena administración de la Hacienda y de la buena gestión de los negocios públicos; que nosotros, y recuerdo estos hechos porque se relacionan con otra de las materias de que tengo que hablar inmediatamente, que nosotros tuvimos hasta la fortuna de que no habiendo sabido mantener el orden en una seguridad tan perfecta, en una seguridad tan incontestable como S. SS., el crédito público no se asustó, como no nos asustamos nosotros, ni tuvo ninguno de los terrores que ahora tiene, bajo la segura administración, bajo la incontestable administración de S. SS.
Por lo demás, aquel Gobierno tenía una necesidad muy grande, porque nacía de una gran convicción, de no destruir por ninguno de sus actos la confianza pública. El Gobierno no podía olvidar que durante sesenta años, por causa de nuestras guerras interiores, por causa de nuestras tristes vicisitudes políticas, había habido en España una verdadera parálisis administrativa. No podíamos olvidar que el atraso que indudablemente había producido la exageración de la civilización antigua entre nosotros, y el atraso que el fanatismo, que las malas máximas, que los errados conceptos habían producido en nuestro país, se había añadido un inmenso retraso, un retraso de sesenta años por causa de nuestra revolución política. El único remedio que nos había dejado lo pasado, el único medio que nos había dejado la misma revolución política para responder a esta inmensa dificultad era la desamortización. Con esa acumulación de lo pasado, con ese capital de lo pasado teníamos nosotros que responder al atraso inmenso que el pasado mismo nos había dejado.
En este concepto y con este espíritu se hicieron las leyes de desamortización; con estas leyes, como que era preciso reparar lo pasado, como que era preciso reparar y colmar grandes desdichas, había que hacer un esfuerzo extraordinario; no bastaban los esfuerzos comunes; no bastaban los esfuerzos ordinarios; era preciso un esfuerzo extraordinario; y este esfuerzo debía producir, podía producir en un momento determinado un poco de cansancio y la necesidad de hacer alto, pero de descansar, de hacer alto, no de abandonar aquella vida fecunda y provechosa para los intereses públicos; y en este alto no había que aterrarse, no había que asustarse, no había que asombrarse del esfuerzo extraordinario que se había hecho.
Si alguna dificultad momentánea nacía de aquella operación indispensable, lo que había que hacer era evitarla, respondiendo a las dificultades actuales y presentes con las incontestables ventajas que ofrecía el porvenir a nuestros ojos, y el porvenir es la confianza, y por eso nosotros teníamos que vivir de confianza, y negamos que ningún Gobierno español pueda vivir sin ella.
Por otra parte, señores, nosotros no éramos ciegos, habíamos visto el efecto que había producido aquí el aumento anunciado por el señor Lascoiti de 50 millones en la contribución territorial; conocíamos el estado del país contribuyente; no podíamos olvidar, no podíamos desconocer la actitud de los partidos radicales; y como hombres de gobierno, ya como hombres de orden, y como hombres que conocen toda su responsabilidad, no hubiéramos querido arrojar sobre el país el inmenso peso de un grande impuesto territorial. Destruida la confianza, no había remedio, había que vivir del crédito o del impuesto, del impuesto más o menos disfrazado, del impuesto con mejores o peores condiciones; y aquel Gobierno que no hubiera jamás imaginado sobre una renta imponible líquida territorial de poco más de 2.800 millones imponer 1.100 en un año; aquel Gobierno tenía una inmensa necesidad de confianza: yo recelo, señores Ministros, yo recelo que a vosotros no os hubiera venido mal tampoco tenerla; yo recelo, señores Ministros, que habéis de sentir mucho el haberla hecho desaparecer con vuestra conducta. Pero con esto y todo, según los señores Ministros, o según algunos de ellos, no pudimos mantener el orden público. Reconozco que el señor Ministro de la Gobernación, al hablar de esta materia, usó de una mesura extremada.
Su señoría dijo que aquello era un efecto natural más o menos; pero que si el Ministerio que presidía el señor Mon hubiera continuado al frente de los negocios públicos, la desconfianza hubiera desaparecido ni más ni menos que S. S. supone ha desaparecido en los tiempos presentes.
Yo doy gracias, por aquella y por otras muchas deferencias, al señor Ministro de la Gobernación; pero, en primer lugar, no todos sus compañeros le han seguido en ese camino y, en segundo lugar, no me ha lisonjeado la comparación entre el orden público que existió entonces y el que existe en estos momentos. No recuerdo que entonces se agotaran las balas y la pólvora por los ciudadanos para defender su seguridad personal; no recuerdo que entonces se armaran poblaciones enteras para defender la vida de un ciudadano; no recuerdo nada de lo que se dice por ahí, de lo que ha reconocido ayer aquí el señor Ministro de la Gobernación. (El señor Ministro de la Gobernación: Una alarma falsa). El señor Ministro de la Gobernación ha reconocido ayer que había habido alarma en Logroño. La alarma ha existido; será verdadera o no, pero ha existido.
Por consiguiente, y viendo que S. S. cree que puede haber en los tiempos presentes peligro para el orden público hasta en que discuta una Sociedad de Amigos del País, repito que no me lisonjea en manera alguna la comparación de S. S. ¿Qué había entonces, señores? Había habido rumores de la misma naturaleza de los que existen ahora y que cree el señor Ministro de la Gobernación que son inexactos; realmente se hablaba de hechos y de temores de realización ni más ni menos que se habla ahora. Una cosa más es lo que había entonces, y es el verano. Aquellos Ministros no tenían la culpa de que aquí sean fruta del verano las escenas del Arahal y de Loja. Aquel Ministerio no tenía la culpa de que la salida de la corte de Madrid, en ese tiempo de diseminación de los Ministros, es posible que hasta razones de clima y de temperamento hagan que en España sea el momento de las conspiraciones y hasta de las insurrecciones el verano.
Yo no he conocido todavía ninguna conspiración ni insurrección en el invierno, o al menos hará mucho tiempo, a no ser por causas generales de tal fuerza y condición, que no esté su origen dentro de la sociedad española, como sucedió el año 48; pero los movimientos, digámoslo así, indígenas, los que produce el territorio son aquí en verano. ¿Y qué hubo? No hubo ciertamente el ponerse de acuerdo centenares de individuos en alguna gran ciudad de España, en una de las primeras ciudades de España, y salir al campo casi en ejército formado a dar batallas al Gobierno. No hubo esto: tuvimos la fortuna de que no hubiera esto. Hubo algunas conspiraciones, y esas conspiraciones el Gobierno las previó, el Gobierno evitó que dieran resultados. Y no temo decir una cosa al Congreso y a los actuales señores Ministros, y es que no cambio, que nos cambiamos aquellos Ministros la gloria de haber evitado insurrecciones por la gloria de haberlas sofocado después de estallar. Esta es cuestión de gustos, y yo tengo éste.
Nosotros atendimos en todas partes a la conservación del orden público como era nuestro deber: nosotros lo mantuvimos por medio de las precauciones, por medio de las medidas siempre legales que dentro de sus facultades podía tomar aquel Gobierno: nosotros precavimos hasta los abusos que sin conocimiento suyo tal vez podían hacerse de ciertos nombres de personas, con el fin de poder poner en peligro la paz pública. Nosotros tuvimos de resultas de este estado de cosas que destinar a Ultramar unos sargentos, pero mejor para S. SS. que así, después de haber desertado y haber manifestado de esa suerte su rebelión, tuvieron el placer de indultarlos.
Y vamos a la cuestión de imprenta. He dicho antes de pasada y advierto al Congreso que es lo último que tengo que tratar en el día de hoy, y que no pienso molestar su atención por mucho más tiempo; he dicho antes, repito, que la cuestión de imprenta envolvía un gran compromiso para todas las personas que en un momento dado habíamos tomado aquí parte en los negocios públicos, oposiciones y Gobierno: he dicho que aquel Gobierno había tratado de reparar esto con prisa, tal como el tiempo se lo concedía, y debo añadir, confirmando lo que ayer dijo el señor Ministro de la Gobernación, que aquel Gobierno no quería hacer una ley definitiva. Así lo dijo; no podía menos de decirlo; en lo avanzado de la estación, en el estado del Parlamento, era completamente imposible el hacer una ley nueva.
Se hizo lo que se pudo, todo lo que se pudo, y la prueba de que se hizo todo lo que se pudo es que ninguna de las personas que lo mismo que yo tenían ese gravísimo compromiso político de mejorar las condiciones de la imprenta, suprimiendo sobre todo la previa censura, ninguna de aquellas personas pidió más en aquellos momentos.
Digo más, y es que la reforma fue más allá de lo que quizá nadie imaginaba; no se sospechó que pudiera ser tan extensa.
Dadas estas circunstancias, es como hay que juzgar la ley de imprenta. La ley de imprenta debía componerse necesariamente de la ley que lleva el nombre del señor Nocedal, que en realidad es redacción de una comisión que presidió el actual señor Ministro de la Gobernación; la ley actual que rige se compone de esta ley y de las modificaciones necesarias para que pudiera suprimirse la previa censura.
Esto era lo principal. Al lado de esto había otras dos modificaciones muy importantes: era la primera el establecimiento del jurado para los delitos propiamente dichos de imprenta; era la segunda la rebaja de las condiciones de publicación.
El Gobierno trajo a los Cuerpos colegisladores el proyecto de ley: este proyecto de ley se discutió en ambos Cuerpos, se aprobó, y el Ministro de la Gobernación de aquel tiempo, autorizado por un artículo de aquella ley para introducir la ley reformada en la ley antigua, tuvo la delicadeza de no querer hacer esta operación por sí mismo, y nombró una comisión de Senadores y de Diputados que la hicieran.
Para ir al resultado, y para concretar lo que tengo que decir contestando a una alusión especialísima del señor Ministro de Gracia y Justicia, recordaré que en la ley que formó, que redactó la comisión que presidía el señor González Brabo, no en el proyecto que trajo aquí el señor Nocedal, Ministro de la Gobernación en aquel tiempo, se incluía un artículo declarando que ciertos delitos, aunque cometidos por medio de la imprenta y por paisanos, debían ser juzgados por los tribunales del fuero de guerra. Se ventiló esta cuestión en el Congreso y en el Senado; los artículos de aquella ley estaban redactados de tal manera, que su simple inspección hacía creer, hizo creer unánimemente a la comisión nombrada por mi, comisión de la cual formaban parte muchos dignos individuos, y entre ellos el diputado señor Alvareda, y a mi propio, que el sentido de aquel artículo era que todos los delitos, absolutamente todos los delitos militares que se cometieran por medio de la prensa fueran de los tribunales militares. Así lo entendió aquella comisión; así lo entendí yo; así parece comprenderse del sentido directo y textual de aquella ley.
Cuando se discutió en el Congreso y en el Senado, el señor Nocedal, Ministro de la Gobernación en aquel tiempo, tuvo sin embargo que dar explicaciones respecto de este artículo, y después de declarar que este artículo no era obra suya, se propuso explicarlo y lo explicó del modo más verosímil, de la manera más racional que le fue posible; pero no explicó, no dijo, no pudo decir que los tribunales militares, según la ley formada por aquella comisión, no debieran entender en los delitos de imprenta. Hizo una cierta distinción: dijo que si los delitos en su tendencia podían considerarse previstos en la ordenanza como los consejos de deserción o de infidelidad a las tropas, estos delitos debían ir a los tribunales militares, y que sólo en el caso de que por medio de la imprenta se cometiesen delitos que no pudieran considerarse comprendidos en las leyes militares, no debieran ir estos delitos a los consejos de guerra.
Pues bien: al aplicarse esa ley, en cuya aplicación no podía tomar parte ninguna el Gobierno, como podrá cerciorarse el señor Ministro de Gracia y Justicia si se tomase el trabajo de leerla; al aplicar esa ley, digo, el juez, examinando ciertos artículos de periódicos, creyó que debía enviarlos a los tribunales militares para que declararan, siendo ellos los únicos que podían declararlo, aun según la interpretación del señor Nocedal, si los delitos en ellos comprendidos eran de los que podían considerarse previstos en la ordenanza militar o si, por el contrario, no eran de esta clase. Los tribunales militares se declararon competentes, y ellos eran los únicos que tenían derecho de considerarse así, y una vez declarados competentes, juzgaron los hechos sometidos a su competencia como tuvieron por conveniente; pero nunca pudo decirse, nunca pudo reproducirse, mucho menos como el actual señor Ministro de Gracia y Justicia, aquella frase puesta en favor por ciertas fracciones anárquicas después de la revolución de julio en Francia, de que los tribunales condenaban al Gobierno. No; los tribunales no podían condenar al Gobierno.
En primer lugar, porque el Gobierno, según la ley vigente, no tiene intervención ninguna en los procedimientos de imprenta, al menos en todo lo que puede ser delito común de imprenta. Los tribunales se condenarían a sí mismos, se condenarían sus agentes unos a otros, pero en ningún caso podían condenar al Gobierno. En segundo lugar, de dónde deduce S. S. que siempre que hay absolución de delitos y de delitos políticos puede considerarse condenado el Gobierno? Repito que nada ha podido parecerme más extraño que esta aseveración del señor Arrazola; y como le veo a S. S. tomar apuntes y esta cuestión se ha de tratar más ampliamente, me reservo para entonces el acabar de tratarla.
Conste pues esta sola afirmación en la materia; y es que aquel Gobierno no se ha mezclado para nada en los juicios de imprenta, porque no tenía el derecho de mezclarse; y es que aquel Gobierno ha dejado a la ley seguir su curso, porque creía que ningún Gobierno tiene derecho de perturbar la acción de las leyes; porque creía que es más perjudicial al orden público y a la libertad de los ciudadanos cualquiera intrusión en la administración de justicia, que la aplicación de la ley más cruel y más represiva; porque no entraba en los principios y en el sistema de aquel Gobierno separarse en nada de las leyes, siquiera fuese para dar treguas a su aplicación, como ha dicho el señor Arrazola.
Esto era lo que tenía que decir al señor Ministro de Gracia y Justicia, y concluiré diciendo unas breves palabras en general al Gobierno de S. M. Nosotros fuimos un Ministerio indeterminado, según se ha dicho desde ese banco; nosotros fuimos un Ministerio indefinido; estos Ministerios pueden prestar y han prestado en ocasiones determinadas servicios al país. Pero hay otros Ministerios más definidos, más concretos, que nacen de un partido, de un cuerpo político, de un organismo político preexistente, que no pueden prestar ningún servicio, y éstos son los que, aunque tengan por base y fundamento un gran partido, no aciertan a interpretar de una manera cuyo sentido se reconozca unánimemente como exacto y como cierto, las ideas y las opiniones de ese mismo partido; es cuando esos Gobiernos sólo son y quieren ser representantes de intereses y preocupaciones de esos partidos y de los odios políticos que todos los partidos tienen a sus adversarios.
Yo os digo, señores Ministros, que en el estado de este país, cuando tan grandes intereses están en tela de juicio, hacéis mal en poner por delante ningún interés de partido. Si tuvierais la convicción, la gran convicción que tuvo el partido tory desde 1793 a 1823, haríais bien en aplicarla; yo no os haría un cargo por ello; pero si no tenéis esa gran convicción de los principios conservadores; si no sabéis ser la representación e interpretación fiel del partido que os sostiene, entonces renunciad a la política estrecha de los intereses y de los odios de partido, porque en estos momentos es peligrosa. El odio no tuvo musa en lo antiguo, y si vosotros la habéis hallado, es preciso convenir en que no os ha inspirado nada grande, ni nada nuevo todavía.
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