1882-11-01 - Antonio Cánovas del Castillo
Señores:
Años ha que, al abrir sus cátedras el Ateneo, se examina en él, desde este sitio, alguna grave cuestión: aquella, por lo común, que preocupa entonces principalmente la opinión pública. Inútil fuera recordar las disertaciones brillantísimas que habéis oído en casos tales de labios de mis antecesores, pues de seguro las recordáis, sin más que ver la ocasión y el lugar que nos reúne, y aún temo que para mí con exceso, llegando hasta echarlas hoy de menos, y con razón. Baste traer a la memoria que también yo he tenido el honor de dirigiros en noches como ésta la palabra, y por cuatro años consecutivos, desde el de 1870 al de 1873, sometiendo a vuestro juicio mis opiniones sobre los hechos y las ideas que juzgué a la sazón más interesantes. No por otro motivo patenticé aquí doce años ha la anulación inevitable de aquel primado del honor que de la gente helénica heredó la del Lacio un día, y alternativamente guardaron los romano-iberogalos por muchos siglos, señalando las consecuencias probables o posibles de tamaño suceso, [54] alguna de las cuales quizá ahora mismo se esté desenvolviendo en las clásicas aguas del mar grecolatino. En medio del estruendo de la mayor de nuestras revoluciones políticas, traté luego aquí de la primera y más importante de las instituciones sociales, del Estado; poniendo de mi parte lo que pude para fortalecerlo en los ánimos, a tiempo que, sobrado enfermo y débil para cumplir sus obligaciones, parecía condenado a asistir paralítico, si con ojos para verlo, sin fuerzas para remediarlo, al incendio lastimoso de la patria. Después hablé del problema religioso, no tan sólo el más íntimo y oscuro del siglo, sino el más peligroso por aquel tiempo para España. Discurrí, por último, acerca de la libertad y el progreso, los más perseguidos y amados, al par que los más confusos de los ideales modernos. Si difíciles eran tales asuntos, no lo han sido menos, y maravillosamente tratados además, los que mis predecesores han expuesto y desarrollado después. ¿Cuál, pues, cuál que no desmerezca de ellos podría yo elegir esta noche? Por de contado que la índole de los estudios de mis antecesores y de los míos ha dado hasta aquí lugar a que nunca abandonen tales discursos el terreno de las Ciencias morales y políticas, y a que los más de ellos versen sobre temas de pura filosofía. ¿Debería yo seguir igual camino ahora? Permitidme convertir la respuesta en una digresión, que acaso no sea imponuna al cabo y al fin.
Tengo yo para mí, señores, que será siempre el más noble de los ejercicios intelectuales el de pensar, u oír pensar, acerca de las cosas [55] universales y eternas; y no he de ser, por tanto, quien de tal dirección quiera ver siempre lejos al Ateneo. Que las tentativas generosas de la filosofía, no ya sólo cuando están guiadas por la pura razón, sino aunque las dirija exclusivamente el empirismo, por tal manera me parecen necesarias al humano espíritu, que sin ellas juzgo que a la postre caería en radical impotencia. Ni cabe dudar que la gloria del Ateneo singularmente consista en no haber cerrado los oídos nunca al rumor de las disputas filosóficas, si en apariencia estériles, en realidad fecundísimas. Mas no se ha de deducir de aquí que ellas deban ser exclusivas, o sean por igual útiles en todo tiempo. Estudios hay, referentes a la indagación, combinación u organización de los hechos, ya naturales, ya históricos, que, sobre dar primera materia al propio y superior trabajo de la filosofía, rinden riquísimos frutos a la vida práctica, estimulando el progreso intelectual, social, político, industrial, económico, antropológico, en fin, con que de día en día se engrandece el ser del hombre. No piden temas tales al entendimiento tan sublimes vuelos, pero suelen más generalmente conmovemos en cambio, hiriendo, por más próximos, con mucha mayor energía el corazón; y aún sé yo de alguno, que, si acertara a tratarlo cual merece, de cierto os interesaría más por todos estilos que la más alta filosofía. Pero el valor mismo que a ésta doy, oblígame ahora a justificar la preferencia que para asunto de otro linaje pretendo esta noche.
Bien sabéis todos que, después de más de un siglo de elaboración filosófica, libre y potente; después de criticismos y dogmatismos [56] múltiples, sin otra consecuencia incontestable que robustecer más y más con el trabajo la inteligencia humana; después, en suma, de tan duros desengaños metafísicos y tantas audacias empíricas, la filosofía, la verdadera filosofía, parece como que al presente duerme, rendido el cuerpo a la fatiga. Solo anda suelto por el mundo, ahora, con traje de sistema metafísico, aunque no lo sea, el pesimismo: no ya aquel individual, instintivo, sentimentalmente poético, que todos experimentamos en este siglo a las veces, al modo que Byron, Heine o Leopardi, sino otro, racional y coordinado, en que, antes que la verdad, campea el ingenio de algunos pensadores contemporáneos. Bien se ve que esa doctrina, de que fue primer apóstol Schopenhauer, es primero que todo una protesta contra el pueril o senil optimismo, obra singular de materialistas o positivistas incrédulos, que en el pasado y el presente siglo ha dado origen a tantos ideales aparentemente pacíficos y filantrópicos, aunque en realidad devastadores y sangrientos, y a tanto número de anárquicos sistemas, políticos, económicos o sociales. Mas, si en tal concepto atiende a cierta necesidad de ahora, poniendo en su justo punto las pretensiones de una época sobradamente engreída con sus victorias sobre la naturaleza, y tanto o más alejada de la verdad íntegra que nunca, supuesto que la despedaza de ordinario, al suprimir lo puramente racional, lo moral y lo divino, quedándose no más que con lo material y empírico; imposible es negar, en conclusión, la deficiencia doctrinal de una teoría que, no contenta con sobreponer a la razón la voluntad, busca tan sólo en esta [57] última la esencia de las cosas, en especial, la de la vida racional, y, al fin y al cabo, llega a la anulación de la voluntad misma, sugiriendo el suicidio como única solución práctica de los conflictos humanos. Natural era que por tal camino se adelantase luego el pesimismo de Hartmann hasta negar todo valor al progreso; duro sarcasmo, en verdad, para este siglo, que del progreso ha hecho un dogma, bien que de más difícil definición que ningún dogma religioso todavía.
Pero, si falsa es tal doctrina, no lo es más, por cierto, que el optimismo materialista o positivista, según he dicho aquí otras veces. Que si, al pronto, parece el optimismo de buen carácter y hasta alegre, porque adula sin escrúpulos nuestro egoísmo, a la larga provoca, con los desengaños que trae, profundas e inconsolables tristezas. Tiene, a no dudar, la vida humana más valor real y científico; el hombre otros medios de progreso; su existencia distintos y mayores fines que el pesimismo pretende; pero tan seguro, y más que eso, es que ni el planeta nuestro ni los otros darán nunca satisfacción completa al espíritu, ni encerrarán dentro de sí el conocimiento absoluto, ni prestarán asilo a la perfecta justicia. No logrará, pues, traspasar a la tierra el optimismo positivista lo que le roba al cielo; no explicará mejor el progreso indefinido, que cualquiera religión sus propios dogmas; no describirá más exactamente al hombre glorificado del porvenir, que la piedad más ingenua se representa la dicha de quien alcanza, por merecimientos propios, el reino de Dios. Ya el positivismo optimista no se libra siquiera de que la [58] crítica moteje de supersticiones sus esperanzas, según se ve en libros recientes y muy celebrados.
Todavía os pido, señores, que por algunos más instantes me consintáis prolongar esta digresión, para bosquejar del todo el cuadro que, descontados el pesimismo y el optimismo, ofrece hoy la filosofía.
Pudiera repetir con tal objeto lo que va ya para dos años dije, en otra ocasión solemne; pero hoy prefiero apoyarme en testimonios posteriores, mucho más autorizados. Uno de los principales órganos del movimiento filosófico universal (la Revue philosophique de la France et de l´étranger) dio a conocer, en febrero de este año, del lado acá de las fronteras germánicas, cierto discurso dirigido a la Academia de Ciencias de Berlín por el célebre fisiólogo Dubois-Reymond, en el cual da éste por corolarios de todo el trabajo especulativo contemporáneo los enigmas siguientes(1). El primero de ellos, que declara insuperable, la constitución íntima de la materia y la fuerza; el segundo, para él insuperable también, el origen del movimiento; el tercero y cuarto, la vida y la finalidad que aparece en la naturaleza, no tan insuperable cual otros, en su opinión; el quinto, el origen de la sensación, que de todo punto reputa insuperable, al modo que los primeros; [59] el sexto, la facultad de pensar y de hablar; el séptimo, el libre albedrío, que sólo cuenta por insuperable mientras no hallen solución algunos de los anteriores(2). Y ¿no es claro, señores, que misterios tales, altamente confesados así por la ciencia experimental, están pidiendo a voces que la metafísica sea también ciencia eterna, y eterna la teodicea? ¿No es verdad, por tanto, que el abandono de la metafísica significa, en puridad, el de la filosofía misma? Presente tenéis, sin duda, lo que poco ha decía en Francia el insigne experimentador M. Pasteur, respecto a los límites de la experimentación y a las esenciales diferencias de este procedimiento científico con el de la observación y experiencia, que engendra tantas ilusiones positivistas. En la sola noción de lo infinito hay algo, como con razón decía M. Pasteur, más milagroso que los milagros de todas las religiones juntas; y ella basta para que ni la metafísica ni la teodicea puedan morir. Y lo que ayer Pasteur, dícelo de nuevo ahora, casi hoy mismo, Dumas, el eminente químico, otro de los más grandes experimentadores con que puedan envanecerse las ciencias naturales, el cual, no ya sólo confirma los secretos que para ellas tiene y ha de tener siempre el ser, sino que ardientemente protesta contra la teoría de la evolución, por convertir al hombre en mero esclavo y juguete de la fuerza, prorrumpiendo ante las conclusiones del moderno positivismo en las siguientes frases: «¡Qué abismo de degradación! [60] ¡Qué desgracia para la humanidad el que tales doctrinas tengan adeptos!»(3) Por donde se ve que no es en los verdaderos y grandes experimentadores donde ha de buscar sus mayores testimonios la doctrina filosófica reinante. La crítica más despreocupada tiene que reconocer hoy que el entendimiento humano anda cautivo entre estas dos aparentes certidumbres: la imposibilidad física de las cosas puramente morales, y la absoluta necesidad de estas cosas morales mismas, que les da tanto y más valor real que a las físicas. Vive así, pues, aunque bajo otra forma en nuestros días, el dualismo kantiano; y M. de Renouvier(4), el más docto de los que perseveran en aquella escuela crítica, comentando los enigmas de Dubois-Reymond, acaba, en prueba de ello, de declarar que ni la finalidad de la naturaleza debe ser descontada de la ciencia, por más que se halle en manifiesta contradicción con la tesis de que el Universo consiste en un puro mecanismo, ni cabe negar el libre albedrío, aunque sea cierta la ley matemática e ideal de la conservación absoluta de la cantidad existente de energía o de fuerza; llegando hasta proclamar, sin reparo, que la materia, tal y como se la presenta en los nuevos sistemas, merece «infinitamente menos respeto» para la ciencia «que lo absoluto teológico» cosa que, por casi idéntico [61] modo, dije yo en la ocasión a que aludí antes, si bien con la diferencia de que esto último, no tan sólo es respetable, para mí, sino cierto.
Mas ¿qué es, señores, lo que todo esto significa, en resumen? Significa que la filosofía, o ciencia primera, ni por el método de la experimentación, que tiene otros distintos fines peculiares y menores, aunque también de gran valor, ni por el de la observación empírica, que malamente se intenta confundir con el de la experimentación verdadera, responde hoy a las preguntas eternas del hombre: ¿qué es lo que sé?, ¿qué es lo que puedo saber? Y no en otra cosa me fundo yo para pensar que, mientras no aparezcan nuevas direcciones que den siquiera remota esperanza de llegar más lejos o de subir más arriba, conviene ahora hacer alto y esperar por algún tiempo, hasta que naturalmente recobre la metafísica su imperio y despierte el pensamiento filosófico con nuevo brío, dedicando nuestra actividad en el ínterin, a otros ramos del saber. Consuélenos, desde luego, el que la humanidad, por más que yerra, no pierde su trabajo jamás. Para mí, tengo yo, además, una esperanza que me ha de sostener e inspirar en todo este discurso: la de que la filosofía restaurada reconozca al fin como hechos reales, aunque empíricamente no se expliquen, esas cosas que son enigmas para la ciencia dominante; a saber: la libertad, la ley del progreso y la finalidad del Universo, o más bien las causas finales; cosas sin las cuales carecería de fundamento cuanto vais a oír. [65]
- II -
Y ya, en verdad, es hora de que entre en mi asunto especial. Tanto lo he dilatado, que no puedo menos de decir de un golpe cuál sea. Quiero examinar el hecho de las naciones e inquirir y exponer su concepto. Trataré de ello en general; pero algo he de decir también de lo que peculiarmente importe a España. Y tal tema no debe de sorprendernos, porque antes que lo adoptase definitivamente, me estaba, hasta cierto punto, prefijado. Alguna indicación mía de que este asunto, últimamente tratado en varias partes de Europa, podía prestar motivo a nuevo estudio, bastó para que se me adelantase la voz pública dictándome la resolución; y, en puridad, no lo siento. Porque en esta ocasión quizá justifica la voz pública su vulgar, pero nunca del todo desmentida fama. Por lo menos, yo imagino ya que ningún otro tema sería tan oportuno hoy en día, y procuraré demostrarlo, entre lo demás que intento demostrar.
Entendámonos primero, que no es cosa llana, respecto al sentido de las palabras nación, nacionalidad y patria. Aquí, cual en muchas otras materias, el afán de hacerlo todo [66] modernísimo, y por lo mismo ignorado de las pasadas generaciones, da origen a errores. Si, para comenzar por lo más sencillo, registráis los antiguos Vocabularios o Diccionarios, y principalmente los de la lengua castellana esto será lo que hallaréis: que las palabras nación y nacionalidad en sus acepciones principales, son de muy antiguo propias de nuestra lengua, lo cual no se aviene con la opinión de dos graves escritores contemporáneos(5), que comienzan su estudio sobre la materia, fallando de plano que tales palabras, en la significación que tienen, son neologismos recientísimos. Viene en gran parte, el error del uno, de hacer nación y nacionalidad sinónimos; y el del otro, de no distinguir bien lo que es la nacionalidad en el orden jurídico, de lo que es en el orden político. Pero, cualquiera que la causa sea, lo cierto es que nuestros libros desmienten sus asertos. Siglos ha que en su Vocabulario Universal escribió ya Alonso de Palencia que del latino natio, nationis, decíanse naciones, «aquellas gentes juntas, en propios parentescos y lenguas»; y Antonio de Nebrija, autor de otro Vocabulario, que nación es gente «que por lengua se distingue». Desde entonces acá, nación ha valido para los españoles, ahora «reino o provincia extendida», según testimonio de Covarrubias; ahora «colección de los habitadores de un país o reino», conforme [67] al Diccionario de Autoridades; ahora, en opinión del P. Terreros, «nombre colectivo de algún pueblo grande, reino o Estado sujeto a un mismo príncipe o gobierno». El sustantivo nacionalidad se encuentra igualmente en el primer Diccionario de nuestra Academia, o sea el de Autoridades, significando afección particular de una nación, tanto como cosa propia de ella, habiendo sido ya empleada esta voz, durante el siglo XVII, por el P. Moret, en un lugar de sus Anales, no bien citado por el Diccionario referido, donde tocar en nacionalidad está dicho por herir el sentimiento o afecto, y excitar el apasionamiento nacional(6). ¿Cabe pretender, después de eso, que la última de tales palabras sea un neologismo en la Europa latina, o que cualquiera de las dos tenga hoy diverso sentido que el que entre nosotros, al menos, tenía siglos hace?
No pretendo yo, claro está, que las definiciones de los dichos Vocabularios sean completas, ni tan buenas como las que hoy corren, aunque también dejen éstas que desear generalmente. Que no se define con exactitud aquello de que previamente no hay total y claro concepto; y en formar bien el de nación tenemos que trabajar y no poco todavía. Pero es indudable que en las citadas definiciones antiguas hay ya sobrada distinción o descripción, de lo que realmente sean nación y nacionalidad, para que ni lo uno ni lo otro se confunda con cualquier concepto diferente, y [68] para reconocer a primera vista las cosas particulares de que se trata. Juntas en uno, presentan las citadas definiciones un total concepto de nación, que en nada esencial difiere del que la generalidad de los hombres tiene ahora formado. Pongamos desde luego aparte la sinonimia que entre nación y nacionalidad se suele hoy hacer, porque la desinencia ad en las voces derivadas determina diferencia, con otras cualesquiera, de las cosas que anteriormente representan las voces de que se derivan, y tal sinonimia en realidad no existe, sobre ser inútil y ocasionada a confusiones. Y volviendo a las definiciones antiguas que examino, fijaos, señores, en las observaciones siguientes.
Sin duda es cierto que la lengua no basta por sí sola, como quería Nebrija, para determinar una nación; cierto que el parentesco, o sea la raza, tampoco es suficiente, como Palencia pretendía, para hacer o deshacer una nación, y reconozco asimismo que ni la limitación territorial de un país, ni la mera colección de habitadores de él, ni el ser el tal país grande y estar sujeto a un mismo príncipe o gobierno, dan señales absolutamente exactas de lo que una nación sea. Pero, sin embargo, ¿qué otra cosa entendemos, en general, por nación hoy día, sino un conjunto de hombres reunidos por comunidad de raza, o parentesco, y de lengua, que habitan un territorio o país extenso, y que por tales o cuales circunstancias históricas, están sometidos a un mismo régimen y gobierno? Pues ya sabéis que todo eso entraba en unas u otras de las definiciones de nuestros antepasados: por donde se ve que, si cada una de ellas era expresión parcial del concepto, éste existía, indudablemente, [69] en común, difundido entre los hombres de entonces. ¿Qué es lo que en todo caso faltaba? Pudiera argüirse que el reconocimiento de que la nación es hecho u obra divina, como asientan, ya el uno, ya el otro de los escritores modernos que hasta aquí he citado; mas, ¿qué hecho social no traía divino origen, y no era, por tanto, natural para nuestros antepasados, que nunca se separaban en sus especulaciones de Dios? ¿No es a ellos a quienes, por mal sabida y peor expuesta, se les ha echado tantas veces en cara la opinión de que toda autoridad, no la de los monarcas sólo, es de derecho divino? Lo social todo entero era de derecho divino, en aquellos tiempos; lo era especialmente el poder, en cada nación, ¿cómo se había de dudar, pues, que lo fuese la nación misma? Ni cabe censura por no indicar las posibles excepciones en los términos absolutos, con que establecieron cada una de las condiciones que solía tener la nación, que nuestros mayores se referían sólo a lo ordinario y general evidentemente. Y lo general y de ordinario cierto es esto: que las naciones habitan un territorio común, aunque bien puedan tener apartadas colonias, o carecer, como la hebraica, de propio suelo mucho ha: que las naciones, o tienen raza propia originaria, o la constituyen, a la larga, no de otro modo que en la corteza terrestre hay rocas primitivas y sedimentarias; que lo más natural en las naciones es tener comunidad de idioma, aunque cada tronco lingüístico críe ramas divergentes y hasta plantas parásitas, que es lo que son por lo común los dialectos: siendo, por último, notorio que el idioma es la primera prueba que ofrecen de sí y de su individualidad las naciones, así [70] como no hay nada que tanto importe a su conservación, a su desarrollo histórico, a su restauración, si temporalmente y por acaso pierden la independencia.
Lo cual no quiere decir, señores, que los españoles del decimoséptimo siglo no supieran ya, por desgracia, que se puede muy bien poseer y cultivar con amor cualquiera lengua, sin que por eso se estrechen o se mantengan los vínculos de los pueblos. Porque sin acordarse ellos ya de Gil Vicente, de Gregorio Silvestre, de Jorge de Montemayor, ni del mismo Camoens, que tan dulcemente escribía nuestra lengua, tuvieron harta ocasión de ver que, al tiempo mismo en que los portugueses preparaban, realizaban, o valerosamente sustentaban su separación de España, rendían constante y magnífico tributo a la nacionalidad común, escribiendo en el más puro castellano, ahora notables obras críticas, históricas y poéticas, como Faria y Sousa, y todavía mejor Manuel de Melo, imitador felicísimo y entusiasta de Góngora y Quevedo; ahora epopeyas de tan alto estilo como el Macabeo de Silveira, o tan patrióticos asuntos como la Hespaña libertada de Bernarda Ferreira de Lacerda; ahora discretísimas rimas y prosas, como Francisco de Portugal, en su Arte de Galantería, en sus Tempestades y batallas, y en sus Divinos y humanos versos; ahora poesía lírica únicamente, pero rival de la más hermosa de Castilla, como en su Jardín de Apolo Francisco de Fresneda, y en sus Varias poesías Paulo Gonzálvez de Andrada, precedidas por cierto de tantas otras, que hacen pensar si tendrían por obligación suya los portugueses del levantamiento [71] el componer buenos versos españoles. Añádase a estos el capitán Miguel Botello de Carvallo con su poema intitulado La Filis, con sus Rimas varias, o la Tragicomedia del Mártir de Etiopia; y con sus místicos cantares, por último, de suavísimo perfume, la santa virgen que desde el fondo de su claustro se asoció a la gloria de Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, aquella buena Madre Sor Violante del Cielo, autora de unas Rimas varias y de un Parnaso lusitano, casi por entero pensado y versificado en nuestro idioma. ¿Quién diría, al leer tales libros, que no deben de ser los únicos que por el mismo estilo se encuentren, sino que Portugal nos igualaba, cuando no nos superase, en amor a la lengua castellana, allá por los propios días en que ferozmente reñía batallas con nosotros en los campos infelices de Elvas, Estremoz y Villaviciosa? Tan cerca estuvieron los portugueses de aventajarnos entonces en el manejo del habla castellana, como con efecto nos aventajaron en el de las armas, aunque fuese cierto lo que uno de ellos dijo en cierta ocasión, que, apostando unos y otros ejércitos a errar, vencían al fin los que erraban más(7). Y todo este felicísimo cultivo de nuestra lengua tenía lugar, por mayor maravilla, en un pueblo en que se habían escrito Los Lusiadas, y que poseía ya literatura propia; cuando las comunes epopeyas y [72] la existencia de una misma poesía lírica y dramática, no sin razón pasan, en el sentir general, por seguro indicio de la realidad y particularidad de una nación, confirmándolo varios casos, y muy recientemente la total reintegración de la nacionalidad italiana, y la que en tanta parte ha llevado a término Alemania. Pero tales son las contradicciones que los contrapuestos pensamientos y afectos engendran en los ánimos humanos. Otra y más reciente contradicción de este linaje hubo al tiempo de la lucha enconadísima que sostuvieron las antiguas colonias españolas con la madre patria, pues no ha habido más intransigentes gramáticos castellanos, ni hombres más apegados a nuestra literatura, que los redactores, por ejemplo, de la Miscelánea o Repertorio Americano, de Londres, en especial Andrés Bello. Lo que indica esto es que tales luchas, en el seno de una misma nacionalidad, aunque por ellas nazcan nuevas naciones, tienen más de guerra civil que extranjera. Y de todos modos, la excepción no contradice ahora tampoco la regla general: la lengua es seguramente expresión de nacionalidad, aunque no lo sea siempre de nación; y lo que de la lengua dijeron nuestros escritores al tratar de las naciones, no demuestra, por tanto, que fuera falso el concepto que de ellas tenían: el cual no debía de ser, por otro lado, muy distinto del que los demás hombres cultos tuvieran a la sazón, aunque no lo expresaran tan cumplidamente. Falta, en conclusión, todo motivo para suponer novísimo el concepto de nación: lo único que se ha hecho, lo que cabe hacer todavía mejor, es definirlo, depurando y [73] esclareciendo sobre todo su sentido filosófico, según yo mismo intento ahora.
Tocante al sustantivo nacionalidad, tengo ya dicho lo bastante, a mi juicio, para fijar su sentido propio y demostrar que es mucho más lo que ha perdido que ganado en este siglo, gracias a la incorrecta sinonimia que se le atribuye. Tal y como fue definida por nuestra Real Academia, ciento diez años antes que la consignara en su Diccionario la Academia Francesa, la nacionalidad consiste, según tenéis ya oído, en lo que es de calidad nacional, de una parte, y de otra más principal, en la afección a lo que es suyo, o debe serlo, que cada nación siente y encierra en sí, lo cual solemos también apellidar hoy espíritu nacional. Poco me detendré, pues no atañe a mi propósito, en la primera acepción, a que da ahora determinado sentido jurídico el derecho internacional. privado y público; sentido muy generalmente aceptado, aunque no tanto que deje de suscitar, a las veces, sus dificultades prácticas. Baste recordar que la nacionalidad no es en el derecho internacional moderno sino la facultad de invocar cada cual la ley de su nación, que vale tanto como decir la de su origen y naturaleza, dentro de las otras naciones, con tal que en éstas no se sobreponga al derecho público ni al orden social(8). El principio jurídico de la nacionalidad, señaladamente entendido y por tal manera expuesto en Italia, está lejos, dicho sea de paso, y muy lejos, de haber logrado [74] aún la sanción del derecho positivo internacional, y aún en la esfera especulativa encuentra también oposición no escasa. Desacordes están, sobre todo, las teorías italianas acerca de este punto con la del ilustre Savigny, que no pasó de admitir que lo nacional, en el sentido del derecho, se tuviera sólo por parte intrínseca del derecho positivo internacional. Apártanse igualmente de los juristas italianos, que han llegado en esto a formar escuela, los que pretenden que por encima de las nacionalidades y su peculiar egoísmo se eleve y cree un derecho universal, por todo el mundo reconocido, que informe el derecho internacional positivo, dejando lo particular o nacional de todo punto a un lado. Mientras tales opiniones recíprocamente se eliminan o a la larga se conciertan, dictando a la jurisprudencia en general nuevos cánones, reclama con más imperio, y mucho mayor motivo, esta voz nacionalidad la política para su propio tecnicismo, y no soy yo quien ha de desoírla en este instante. Continuaré, pues, comparando lo que dicha voz significaba antiguamente con lo que significa hoy, para ver si por ventura hay novedad en ella, ya que tocante a nación no la encuentre por mi parte.
Una pregunta ahora, señores: el gran movimiento de este siglo -que sería superficial a mis ojos no mirar más que como hijo bastardo de ambiciones territoriales o gubernamentales- hacia la agrupación etnológica de las sociedades humanas, bajo el supuesto de que por el modo mismo con que las familias formaron tribus y ciudades, y las ciudades naciones, ya republicanas, ya monárquicas, se deben [75] ahora constituir, o más bien reconstituir en naciones las razas históricas, movimiento que apellida de las nacionalidades todo el mundo, ¿de qué trae su origen y fundamento? Pues está originado y fundado, a no dudar, en la afección o simpatía íntima, en los innatos y perseverantes sentimientos de amor, de piedad, de orgullo, que toda nación bien constituida experimenta hacia aquellos hombres o agrupaciones humanas que, por el origen, por el idioma, por antiguos recuerdos históricos, se encuentran en parentesco con ella, y moralmente están con ella en comunión constante, aunque hayan vivido muchos siglos aparte y en asociación con gente de diferente raza, lengua y tradiciones antiguas. Si en algunos hombres o pueblos, no obstante el origen, la raza, las tradiciones y los primeros recuerdos históricos, falta por acaso la afección dicha, quiere eso decir que podrán muy bien constituir una verdadera nación, independiente y distinta de todas, hasta de aquella con quien tengan más próximo parentesco; pero de su nacionalidad prescinden desde luego, tomada esta voz en la que no puedo menos de mirar como principal de sus acepciones, y que ha dado motivo o pretexto a los más de los cambios territoriales de nuestra época. Porque la nacionalidad es en tal sentido fuerza viva, a las veces latente, a las veces manifiesta, que por interior explosión, y luego externo y violento desarrollo, impele a concertarse y reunirse a hombres y pueblos, por más o menos tiempo separados mediante el derecho internacional vigente, obra, no de razón, ni de sentimiento, sino antes bien del acaso, y consecuencia [76] confusa de las guerras, de los tratados, de los matrimonios, de las revoluciones empíricas de todo linaje que hasta aquí han marcado y amojonado las fronteras. Y si mediante el progreso sucesivo de las nacionalidades, y la atracción hacia el centro común que naturalmente ejercen, significaran un día nación y raza una misma cosa, ¿qué sería ello, en realidad, sino volver racional, reflexiva, sistemáticamente al primitivo estado en que representa a la humanidad la historia? [79]
- III -
Al abrir la antropología sus anales, contempla ya separados en razas, que muchos apellidan pueblos, a los hombres, harto tiempo antes que la historia propiamente dicha los muestre repartidos en naciones. Pero raza no es más al cabo que una forma primordial de nación, dada en la extensión territorial, en la simplicidad de elementos y diferenciación perezosa y tenue con que aparecía todo en la humanidad primitivamente. He hablado por demás ya del significado de las palabras, para que me detenga sin necesidad a examinar la sinonimia de pueblos con razas, que en muchos lugares de la historia escrita es, sin duda, evidente. Consignaré sólo que pueblo, del mismo modo que raza, quiere decir nación a veces, además de población, y fuera de otro limitado sentido, correspondiente al tecnicismo práctico de la política; que lo que importa es que la confusión de las palabras no haga más confusa que es de por sí la materia. Tampoco he de entrar aquí, claro está, en la cuestión, ya etnológica, ya etnográfica, de las razas, una de las más oscuras que todavía existan para la ciencia. Soy yo [80] de los que creen en la unidad de origen de la especie humana, opinión que no ha sido del todo abandonada todavía ni aun por el positivismo o materialismo contemporáneo; pero eso nada importa ahora a mi intento. Que sean originariamente tres, diez, veintidós, sesenta o más las razas; que se las distinga por los cráneos o, cual más recientemente se intenta, por los cabellos; que tocante a su clasificación y entronques anden en el entretanto discordes la lingüística y la historia con la antropología, o si se quiere con la zoología, digno es de discutirse, en verdad, y aun pienso que lo discutiréis aquí muchos; más sin detenerme a examinarlo muy bien puedo pasar, y pasaré adelante.
Ello es lo cierto que desde que las agregaciones o agrupaciones naturales de familias humanas necesitan nombre, por fuerza hay que darles el de nación o el de raza, y este último responde mejor que el primero al hecho que encierra. Formáronse las primitivas razas conocidas con reuniones más o menos numerosas de familias primero, luego de tribus, separadas de otros grupos de ellas, según toda probabilidad, por no bastar en un territorio mismo la caza o la pesca para alimentarlas, y por el espíritu de discordia, en todo tiempo tan poderoso; las cuales gentes viviendo aisladas, y bajo el imperio largos siglos de condiciones climatológicas semejantes, en un suelo poco diferente, adquirieron al fin, no tan sólo caracteres físicos uniformes, y distintos, aunque en nada esencial, de los de los hombres de quienes se habían apartado, sino aun caracteres psíquicos diversos, en la corta medida que [81] lo psíquico influía en la vida a la sazón, hasta llegar lentísimamente a constituir un especial modo de ser colectivo, representado por cierta personalidad y conciencia propias, por peculiares rudimentos de cultura y por un particular sistema de hablar, o sea un idioma: expresión última y acabada de la nueva individualidad social que se elevaba sobre la familia y la tribu, en el proceso maravilloso del ser humano. Pero las razas así formadas, ¿han llegado a ser especies distintas, o solamente variedades de una especie misma? Bien podría omitir la respuesta, pues que, según dije antes, no es mi objeto entrar en disquisiciones innecesarias, y toca este asunto, más que a las morales y políticas, a las ciencias naturales. Pero no sé si se aprobaría mi reserva, y quiero por eso decir que las razas no son, a mi juicio, sino variedades, cuando más, de la humana especie; variedades que las primitivas condiciones de vida imprimían física más bien que moralmente en los hombres, así como en los tiempos posteriores las causas morales son las que más notable variedad originan, dando carácter a las nuevas razas que podemos llamar históricas, como la latina, la teutónica o germánica y la eslava, paulatinamente formadas en el seno de una de las razas primordiales, que hoy se intitula caucásica o mediterránea. Durante muchos siglos, las sucesivas emigraciones e invasiones del Asia, del Norte de Europa y aun del África austral, fueron suministrando a la vasta extensión de gentes sujetas antes al Imperio romano, nuevos y nuevos elementos étnicos constantemente, los cuales mantuvieron y aun aumentaron las variedades físicas, [82] más o menos importantes, que ya entre los habitantes del derrocado Imperio existían; pero desde que cesaron las emigraciones de pueblos enteros, escitas o escandinavos, visigodos, sarracenos, o almorávides, poco a poco fue decayendo el elemento físico de la variedad en las razas civilizadas, y sobreponiéndose del todo el moral, como se ve ahora.
De todo esto no se deduce más sino que en realidad impera cierta ley de diferenciación sobre las cosas, ley que en lo primitivamente simple y uno de la naturaleza va lenta y sucesivamente descubriendo después lo múltiple, lo compuesto, lo heterogéneo, hasta que, terminado el proceso analítico, la necesidad definitiva de la síntesis se impone a la razón, y emprende ésta el arduo empeño de reconstituir, armonizar y unificar, convirtiendo a la larga en racional o espiritual lo que al principio era sólo natural o instintivo. Así fue, señores cómo en las razas primitivas y prehistóricas se determinaron las históricas y modernas; así es cómo dentro de estas últimas razas se han diferenciado y constituido muchas veces después nuevas y novísimas naciones. No es temerario pensar que lo que entre estas últimas diferenció y separó el acaso, o la fuerza, muy poco a poco sin duda, pero incesantemente, lo vaya reconstituyendo la razón. Y en el ínterin, si el derecho público internacional vigente ni puede ni debe regularse por los apetitos de las naciones, preciso es reconocer, en cambio, que las que de éstas viven robusta vida, no sin razón aspiran a devolver la unidad a su raza, obedeciendo a un deseo de reconstitución que inmensamente se aparta del deseo [83] de aislamiento, del exclusivismo de otros tiempos. No puede, tampoco, otorgársele (me apresuro a declararlo altamente) bastante autoridad jurídica a la nacionalidad por sí sola para fijar los límites de los actuales Estados o potencias; pero así como se la tiene ya en tanta cuenta, por lo que hace al derecho público-privado, que aspira ella a informar de más en más cada día, constantemente crecerá también su influjo político en lo por venir, y nunca podrá ser ya suprimida del derecho público internacional, piense la diplomacia lo que quiera. El espíritu de la nacionalidad y el de la raza se juntan ahora y se completan. Y nación o nacionalidad, y raza, constituyen, por todo eso, conceptos y palabras que, aunque no sean de nueva invención, tienen hoy una importancia en la sociedad de los pueblos que no se había sospechado hasta aquí jamás. [87]
- IV -
Ya que me he entretenido tanto en la discusión léxica de nación o nacionalidad, y luego de raza o pueblo, y expuestas ya también las consideraciones generales que tales vocablos y los conceptos que representan sugieren, fuerza será concretar mi razonamiento ahora, manifestando, si con la brevedad que exige un discurso, con la exactitud que me sea dable, lo que finalmente entiendo y pienso que debe entenderse por nación, asunto principal del que dirijo en este momento al Ateneo. Aquí he de alejarme también, mal mi grado, de algunas opiniones corrientes. Porque, así como he procurado demostrar que aquella nación que pensaron, amaron y tantas veces defendieron a costa de ríos de sangre nuestros padres, con igual esfuerzo, por lo común, en días de decadencia o de fortuna, no era otra, en suma, que esta que pensamos, amamos y defenderíamos nosotros, si llegase el caso, quisiera llevar ahora el convencimiento a los ánimos de que, sea cualquiera la opinión dominante entre los doctos, tampoco es diferente en su esencia la nación presente de lo que fue la ciudad grecorromana, la civitas o [88] patria antigua. Por supuesto que este otro sustantivo patria, se ha tomado muchas veces también, cual nadie ignora, en más estrecho sentido que el que a nación corresponde, significando el sitio, fuese cual fuese, lo mismo ciudad que aldea, en que se nacía; mas hoy, en el uso general, vale tanto patria como nación, con la diferencia de que no solemos decir nación sino en nuestras relaciones con los extraños, pues acá para nosotros, en la interior conversación o sentimiento íntimo, no tiene nación otro nombre que patria. Viene a ser así la patria, conciencia que cada nación posee de sí misma; y aun por eso cabe decir que la patria no ha existido ni existe en las aglomeraciones inconscientes de hombres, a quienes tan sólo el instinto, o necesidades materiales y recíprocas, mantienen juntos, por más que formen ciudades y hasta grandes naciones. La patria es, donde en su plenitud se posee, aquel ente social que más íntimamente amamos, el que nos entusiasma más, el que mueve y electriza nuestra voluntad más fácilmente, y no pienso yo que esta voz nobilísima haya perdido tanto valor y hechizo como se supone, desde la antigüedad hasta ahora, ni en los corazones ni en los oídos. No es ya ciertamente patria lo que en Grecia o Roma era: la morada exclusiva de los propios Dioses; la tierra que en sus funerarias urnas sustentaba, no ya los cuerpos, sino, con las cenizas, las almas mismas de los antepasados: único templo en que cada cual podía practicar su culto y ser regido por verdaderas leyes, solo territorio en que no se era impuro bárbaro, al modo que los egipcios por un lado, y por otro los griegos y romanos, [89] consideraban a todo extranjero; sola ciudad o agrupación de hombres, en fin, donde cupiera poseer y disfrutar los derechos civiles y a veces los naturales. Pero la diferencia entre aquel concepto y el nuestro, consiste, no en que la patria o la nación dejaran de existir en la antigüedad, sino en que las modernas naciones, soberanamente informadas por el cristianismo, hasta a pesar de ellas mismas con frecuencia, ya no les consienten a los hombres preocupaciones o iniquidades semejantes.
Nadie, por lo demás, ha negado hasta aquí, ni en la geografía, ni en la etnología o etnografía, el título de naciones a las antiquísimas gentes, o semibárbaras o realmente bárbaras, que formaron los primeros imperios históricos del Asia, o los de Moctezuma y Atahualpa, de que todavía quedan míseros residuos en el Nuevo Mundo; y nadie se lo suele tampoco negar a las gentes de la Oceanía, más recientemente descubiertas y conocidas: que bien que inferiores, imperfectas, rudimentarias, naciones eran o son seguramente. Las primitivas, ya pescadoras, ya cazadoras, ya pastoriles y nómadas, inmolaron de ordinario a los extranjeros vencidos, porque así el sentimiento como la idea de humanidad del todo estaban de ellas ausentes; siguiéronse otras, más o menos fijas, pero algo industriales ya o comerciantes, que, empezando a sentir confusamente su comunidad con los demás hombres, se limitaron a convertir a los vencidos en castas inferiores (por donde la servidumbre y la esclavitud misma fueron progresos en la historia), mientras que ellas mismas se sujetaban [90] pacientemente al régimen tiránico de la guerra, de la invasión y de la conquista, que eran su único ideal de vida, por lo cual encerraron en la disciplina militar todo su derecho civil o penal, y se sometieron al mando absoluto del General, o Emperador, según se dijo más tarde; largos siglos ostentó éste luego el triste nombre de déspota en regiones inmensas; y allá a lo último, apareció en fin la ciudad antigua: la ciudad, tal como se organizó en el mundo grecorromano. Esta, con sus estrechos límites territoriales, y todavía más estrechos límites jurídicos, con su inhumano exclusivismo y todo, fue ya entonces, y no cabe dudarlo, la primera realización racional de la nación, en lo exterior, y, en lo interior, de la patria.
Pocas cosas parecen tan evidentes como el que la corta jurisdicción territorial de estos antiguos Estados no da motivo para que se les niegue valor nacional. Naciones pequeñas y hasta mínimas se han conocido después, y si por lo que hace a la extensión y población, sufren bien la comparación con los de ahora los antiguos imperios asiáticos, no por eso merecen más que merecían las ciudades griegas el nombre de que se trata. Y ¿quién negará que Roma, la Roma invencible, dominadora, conquistadora, aunque tuviese el derecho de ciudad circunscrito a los descendientes de sus primeros pobladores, tantos siglos, no tan sólo fuera una patria gloriosísima, sino por eso mismo, y desde sus orígenes una nación, verdadera? Ni más ni menos que la romana ha habido siempre otras, y aún las hay, que no dan participación en los derechos políticos de [91] sus propios ciudadanos a los hombres de otro linaje, aunque juntamente con ellos constituyan Estados, sin que nadie por eso haya creído que no fuesen tales naciones. Una notable diferencia se observa, a la verdad, entre las antiguas ciudades autónomas y aquellas naciones populosísimas, con territorio inmenso, que formaron los primitivos imperios de la historia, la cual consiste en que estas últimas solían estar constituidas por una raza única, y eran naciones-razas, en la apariencia al menos, ya que la crítica no puede descomponerlas y analizar sus remotos orígenes, mientras que, en la ciudad clásica, plenamente se manifestaba ya la diferenciación y determinación que, dentro de una propia raza, produce distintas naciones, puesto que idénticas razas históricas engendraron las ciudades griegas o las latinas. Fue luego el espíritu municipal de los siglos medios la última y ya degenerada forma de la civitas o ciudad antigua, insensiblemente absorbida por la gran nación que se intituló al fin Imperio romano, hasta que de un modo oficial se incorporó a éste todas sus gentes y pueblos, mediante aquel decreto oscuro que inciertamente ilustra la memoria poco honrosa de Caracalla. La humanidad se afirmó así por primera vez en el orden político, mientras que en el orden religioso era asentada y propagada por el cristianismo, al cual siempre y en todas partes se le ve por cimiento de la civilización moderna. Deshízose más tarde aquella forma superior de imperio, dejando tras sí muchos pueblos sueltos, educados en su grande escuela jurídica, los cuales, por virtud de este vínculo común principalmente, [92] formaron, y todavía forman en nuestros días una raza, no tanto étnica como históricamente separada de las otras, la romano-ibero-gala o latina. Con los bárbaros triunfantes volvieron a salir a la escena las naciones-razas, que otra vez sobrepusieron el elemento étnico o de origen al histórico, como si la humanidad comenzase a dar de nuevo sus primeros pasos en el camino de la civilización. Y desde aquellos tiempos para acá otra vez han ido alejándose, por el contrario, y cada día más y más, de su primitiva unidad de origen las naciones, ora formándose, ora deshaciéndose, por amalgamas o desgarramientos fortuitos, y las más veces involuntarios, hasta el siglo presente, en que nuevamente se inclinan a recobrar su estado antiguo. Pero mientras convulsamente se agitaban antes en tales transformaciones y andanzas, presenció un fenómeno histórico el mundo no menos importante que la invasión de los bárbaros, que fue el feudalismo, el cual, resucitando las castas y dividiendo en plena cristiandad a los hombres en señores y siervos, llenó de pequeñas soberanías personales las naciones; localizó así y pervirtió, no sólo el sentimiento humano universal, sino el de la patria, y puso por largo tiempo en olvido la nacionalidad, tal y como queda explicada anteriormente. La anulación del más perfecto derecho, todavía formulado, del derecho romano, por la más brutal de las fuerzas humanas hasta entonces conocidas, la de los bárbaros del siglo IV; la coetánea y exclusiva sustitución del ideal terrestre por el místico y divino, que trasladaba todo sentimiento y aspiración [93] de la humanidad a otro mundo mejor, y por tanto diferente; el propio individualismo germánico, que, al destruir en la ciudad y el Imperio la noción clásica del Estado, divinización supersticiosa, a la verdad, de la nación o patria, devolvía, en cambio, a los hombres el instinto de independencia individual, divergente del de nacionalidad, aunque no le fuera de todo punto contrario, juntamente dieron lugar entonces a aquel largo eclipse que sufrió el concepto de nación entre los hombres. Y siglos tras siglos corrieron así hasta que, al calor de las monarquías modernas, resucitó él por fin, y con mayor fuerza y brillo que hubiera alcanzado antes. Bien comprenderéis, señores, que sobre todo esto pase rapidísimamente, pues nada podría en ello deciros que no sepáis. Úrgeme, de otra parte, llegar ya a manifestar lo que después han sido, y son hoy día, la nación, la nacionalidad y la patria.
Que nunca -vuelvo a decíroslo- ni tales palabras ni sus conceptos han despertado la atención que en estos tiempos despiertan. Y en vano el cosmopolitismo, aunque hijo de tan nobles padres como la monarquía universal romana y el espíritu cristiano, y tan estrechamente emparentado con toda la civilización moderna, conspira teóricamente hoy contra el egoísmo o particularismo, cual se dice en otras partes, de las naciones. Éstas, no tan sólo persisten, sino que, sintiendo la nacionalidad con mayor viveza de día en día tienden a fortalecerse, a extenderse, a afirmarse en la vida más y más. No es la nación, no, el último término de la serie que forman [94] las agrupaciones sociales, según el pensamiento moderno; que todavía está y queda por encima aquel concepto universal de humanidad, hoy clarísimo, que entrevió ya la antigüedad clásica. Pero tan está remoto, que aún no divisa la percepción humana el día en que, aparte los filósofos puros, que ponen su razón fuera del espacio y del tiempo, y cierto género de utopistas político-económicos, sobreponga nadie la humanidad a su nación o a su patria, al modo que nadie que esté en juicio, o no sea un malvado, antepondrá nunca el prójimo en general al íntimo prójimo a quien se llama hijo o padre. Los utopistas político-económicos, con algunas puntas siempre de filósofos, son los que trabajan más con tal empeño y con menos fruto. Hace ya mucho tiempo que el famoso abate Saint-Pierre imaginó la paz perpetua, y la idea no ha producido aún sino lugares comunes retóricos, en Congresos más ruidosos que formales. Cierto gran poeta, es verdad, Lamartine, escribió, ebrio de humanitarismo, un día este verso famoso:
«¡Nations, mot pompeux, pour dire, barbarie!»
En el entre tanto, mientras más civilizadas están, como, por ejemplo, Inglaterra o Alemania, más enérgicamente afirman las naciones, no tan sólo su existencia, sino hasta su exclusivismo nacional. Pero ¿qué mucho, señores? Yo propio oí un día a cierto sacerdote(9), célebre primero por sus servicios, por sus deservicios [95] después a la Santa Silla, predicar un sermón vehementísimo en la vasta iglesia romana de Santa Andrea de la Valle, contra el amor nacional, procurando demostrar, con aquella exageración de carácter que tanto le ha perjudicado a la postre, que un tal afecto de amor, personificado a modo de deidad en la patria, procedía de la bárbara idolatría, no del espíritu cristiano, según el cual son unos y hermanos todos los hombres. Aquel sermón -vilo yo palpablemente- no entibió lo más mínimo, aunque tan elocuente e informado por tan alto sentido, la pasión nacional de los italianos que le escuchaban, bien que en algo importantísimo errasen para mí también, y por más que a la satisfacción de la nacionalidad sacrificaran por entonces sus más claros intereses. Pues lo que no consiguió la sofística interpretación de la fraternidad cristiana aquel día, mal acertarán a lograrlo, ni por medio del optimismo filosófico, ni de la poesía, ni de la filantropía, ni del comunismo, bajo ninguna de sus formas, los discursos profanos. Ya habéis visto en qué han quedado todas aquellas seguridades de paz perpetua, entre las naciones industriales y comerciales del siglo, que hacia 1848 regocijaban a tantos cándidos, con apariencia o pretensiones de hombres pensadores. Littré, el laborioso y docto Littré, a quien sería injustísimo calificar de ese modo, cayó también, a fuer de positivista, en aquel error inocentísimo. Nunca han luchado más y más tremendamente las naciones, que desde que se dio tamaño bien por adquirido. Y no lo dudéis, señores, aunque con razón nos contriste esta verdad a todos: el [96] mundo está preñado de futuras, inmensas, inauditas guerras, al lado de las cuales, según se puede juzgar ya por las últimas, fueron no más que ensayos las de la antigüedad, las de la Edad Media, y las de los tres siglos que nos preceden. Ellas han de dar testimonio plenísimo de que continuará habiendo por largo tiempo naciones, de que no dejará de haberlas hasta un período, que sólo el pensamiento filosófico alcanza, tal y como hoy las hay. [99]
continuación
continuación
No hay comentarios:
Publicar un comentario