Apuntes Personales y de Derecho de las Universidades Bernardo O Higgins y Santo Tomas.


1).-APUNTES SOBRE NUMISMÁTICA.

2).- ORDEN DEL TOISÓN DE ORO.

3).-LA ORATORIA.

4).-APUNTES DE DERECHO POLÍTICO.

5).-HERÁLDICA.

6).-LA VEXILOLOGÍA.

7).-EDUCACIÓN SUPERIOR.

8).-DEMÁS MATERIAS DE DERECHO.

9).-MISCELÁNEO


miércoles, 30 de abril de 2014

118.-Discurso de Alejandro Lerroux (I) a.-

  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala ; Marcelo Yañez Garin; Katherine Alejandra del Carmen  Lafoy Guzmán; 

Soledad Garcia Nanning

La Rebeldía, 1 de septiembre de 1906

“Rebeldes, rebeldes!... Si habéis de ingresar en una disciplina rutinaria y atávica de jerarquías y de pontífices, de adhesión incondicional y de respeto sin límites; si venís a continuar la obra del pasado... jóvenes, plegad la roja bandera, dejad vírgenes las cuartillas, poneos los manguitos y volved al escritorio, vestíos la blusa y volved al mostrador, coged los libros y volved a la escuela donde se fabrican hombres de provecho sobre los textos de la tradición.
Pero si de verdad se ha encendido en vuestro corazón el fuego de la santa rebeldía, andad, seguid, seguid adelante sin parar, hasta que caigáis reventados en el camino o hasta que os salgan las barbas malditas de los hombres, donde hizo presa Dalila para rendir la fortaleza humana.
Rebelaos contra todo: no hay nada o casi nada bueno.
Rebelaos contra todos: no hay nadie o casi nadie justo.
Si os sale al camino un mozo y os dice: jóvenes, respetad a los viejos, decidle: mozo, entierra a tus muertos, donde no les profanen los vivos.
Si os apostrofan los genios alarmados de vuestra irrupción impetuosa y resonante, contestadles: somos la nueva vida. Adán nace otra vez.
Llevad con vosotros un bolsillo de respetos y un costal de faltas de respeto. El respeto inmoderado crea en el alma gérmenes de servidumbre.
Sed arrogantes como si no hubiera en el mundo nadie ni nada más fuerte que vosotros. No lo hay. La semilla más menuda prende en la grieta del granito, echa raíces, crece, hiende la peña, rasga la montaña, derrumba el castillo secular..., triunfa.
Sed imprudentes como si estuvieseis por encima del Destino y de la Fatalidad.
Sed osados y valerosos, como si tuvieseis atadas a vuestros pies la Victoria y la Muerte.
Sois la vida que se renueva, la naturaleza que triunfa, el pensamiento que ilumina, la voluntad que crea, el amor eterno.
Luchad, hermosa legión de rebeldes, por los santos destinos, por los nobles destinos de una gran raza, de un gran pueblo que perece, de una gran patria que se hunde.
Levantadles para que se incorporen a la Humanidad, de la que están proscriptos hace cuatrocientos años.
Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie, penetrad en los registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique la infame organización social, entrad en los hogares humildes y levantad legiones de proletarios, para que el mundo tiemble ante sus jueces despiertos.
Hay que hacerlo todo nuevo, con los sillares empolvados, con las vigas humeantes de los viejos edificios derrumbados, pero antes necesitamos la catapulta que abata los muros y el rodillo que nivele los solares.
Descubrid el nuevo mundo moral y navegad en su demanda, con todos vuestros bríos juveniles, con todas vuestras audacias apocalípticas.
Seguid, seguid... No os detengáis ni ante los sepulcros ni ante los altares.
No hay nada sagrado en la tierra, más que la tierra y vosotros, que la fecundaréis con vuestra ciencia, con vuestro trabajo, con vuestros amores.
La Humanidad tiene una humilde representación en este extremo de Europa, tenido como un puente para pasar al África. Es la vieja patria ibera, la madre España, que baña sus pies en dos mares y ciñe a su frente la diadema de los Pirineos.
Ni el pueblo, dieciocho millones de personas, ni la tierra, 500.000 kilómetros cuadrados, están civilizados.
El pueblo es esclavo de la Iglesia: vive triste, ignorante, hambriento, resignado, cobarde, embrutecido por el dogma y encadenado por el temor al infierno. Hay que destruir la Iglesia.
La tierra es áspera, esquiva, difícil: necesita que el arado la viole con dolor, metiéndole la reja hasta las entrañas; que el pico rasgue los altozanos y la pala iguale los desniveles y el palustre levante las márgenes por donde han de correr, sangrados, los torrentes de agua que hoy se derraman estériles en ambos mares; necesita colonos que penetren en su alma y descubran sus tesoros, colonos que la cultiven con amor como los viejos árabes, caballeros del terruño que de nuevo con ella se desposen y auxiliados de la ciencia la fuercen a ser madre próvida de treinta millones de habitantes y la permitan, por su exportación, enviar aguinaldos de su rica despensa a otros 80 millones de seres que hablan en el mundo nuestro idioma.
"Escuela y despensa", decía el más grande patriota español, don Joaquín Costa. Para crear la escuela hay que derribar la Iglesia o siquiera cerrarla, o por lo menos reducirla a condiciones de inferioridad. Para llenar la despensa hay que crear el trabajador y organizar el trabajo.
A toda esa obra gigante se oponen la tradición, la rutina, los derechos creados, los intereses conservadores, el caciquismo, el clericalismo, la mano muerta, el centralismo, la estúpida contextura de partidos y programas concebidos por cerebros vaciados en los troqueles que fabricaran el dogma religioso y el despotismo político.
Muchachos, haced saltar todo eso como podáis: como en Francia o como en Rusia.
Cread ambiente de abnegación. Difundid el contagio del heroísmo. Luchad, matad, morid...
Y si los que vengan detrás no organizan una sociedad más justa y unos poderes más honrados, la culpa no será suya, sino vuestra.
Vuestra, porque en la hora de hacer habréis sido cobardes o piadosos.

A. LERROUX 

 


Continuación





Exlibris #184 Alejandro Lerroux
Cataleg d’exlibris #463
Colección de caricaturas de políticos publicadas como postales
Exlibris de Alejandro Lerroux, realizado por Llorenç Brunet en 1903

Un enorme perro fiero sujeto con un bozal con la inscripción “inteligencia”, con 2 collares y rodeado de cadenas no puede alcanzar un trozo de quijada con dientes que cuelga de un gancho al lado de la inscripción “BARCELONA”, lleva enormes campanas, en una de ellas la inscripción “revolución”, de las cuales cuelga como badajo la corona real. en la parte trasera y delimitando un cuadrado se encuentran, una corona un sombrero cordobés con una banderilla, un gorro militar y un sombrero de la revolución francesa. Un detalle floral con 2 edelweis.

viernes, 25 de abril de 2014

117.-Discurso de Manuel Azaña (III) a.-

  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala ; Marcelo Yañez Garin; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 


Las tres P: paz, piedad y perdón
1938-07-18 - Manuel Azaña

Cada vez que los gobiernos de la República han estimado conveniente que me dirija a la opinión general del país, lo he hecho desde un punto de vista intemporal, dejando a un lado las preocupaciones más urgentes y cotidianas, que no me incumben especialmente, para discurrir sobre los datos capitales de nuestros problemas, confrontados con los intereses permanentes de la nación. 

A pesar de todo lo que se hace para destruirla, España subsiste. En mi propósito, y para fines mucho más importantes, España no está dividida en dos zonas delimitadas por la línea de fuego; donde haya un español o un puñado de españoles que se angustian pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una voluntad que entran en cuenta. Hablo para todos, incluso para los que no quieren oír lo que se les dice, incluso para los que, por distintos motivos contrapuestos, acá o allá, lo aborrecen. Es un deber estricto hacerlo así, un deber que no me es privativo, ciertamente, pero que domina y subyuga todos mis pensamientos. Añado que no me cuesta ningún esfuerzo cumplirlo; todo lo contrario. Al cabo de dos años, en que todos mis pensamientos políticos, como los vuestros; en que todos mis sentimientos de republicano, como los vuestros, y en que mis ilusiones de patriota, también como las vuestras, se han visto pisoteados y destrozados por una obra atroz, no voy a convertirme en lo que nunca he sido: en un banderizo obtuso, fanático y cerril. 

Incumbe a los gobiernos dirigir la política, dirigir la guerra, los cuales gobiernos se forman, subsisten o perecen según los vaivenes de su fortuna o de su popularidad, como las aprecian los órganos responsables en los que se representa y por los que se expresa la opinión pública. Y puesto a discurrir sobre la política y sobre la guerra desde aquél punto de vista que he nombrado y que me pertenece por obligación, he procurado siempre afirmar verdades que ya lo eran antes de la guerra, que lo son hoy, como seguirán siéndolo mañana. Seguramente estas verdades las hemos descubierto entre todos, cada cual a su manera: unos por puro raciocinio; otros las han descubierto por los implacables golpes de la experiencia. 

Lo que importa es tener razón, y después de tener razón, importa casi tanto saber defenderla; porque sería triste cosa que, teniendo razón, pareciese como si la hubiésemos perdido a fuerza de palabras locas y de hechos reprobables. Es seguro que, a la larga, la verdad y la justicia se abren paso; mas, para que se lo abra, es indispensable que la verdad se depure y se acendre en lo íntimo de la conciencia y se acicale bajo la lima de un juicio independiente y que salga a la luz con el respaldo y el seguro de una responsabilidad. He deseado siempre que todos lo hagan así. El derecho de enjuiciar públicamente subsiste a pesar de la guerra, salvo en aquellas cosas que pudieran perturbar conocidamente lo que es propio y exclusivo de las operaciones de la defensa. De esta manera, cada cual aporta su grano de arena a formar la opinión. Pero, más que un derecho, es una obligación imperiosa, ineludible, en todos los que de una manera o de otra toman parte en la vida pública. Es una obligación difícil de cumplir. ¿Cómo no va a serlo! Demasiado lo sé. Para vencer esa dificultad se recomienda mucho, como higiene moral, el ejercicio cotidiano de actos de valor cívico, menos peligrosos que los actos de valor del combatiente en el campo de batalla, pero no menos necesarios para la conservación y la salud de la República. 

En esta tarea de aconsejar a la opinión, o, más exactamente, de poner a la opinión en condiciones de saber lo que conviene al país, no he regateado nunca mi parte; tampoco hoy. Pienso que, en España, amigos y enemigos están habituados a escucharme como a un hombre que nunca dice lo contrario de lo que siente. O a no escucharme, y por igual razón. 

Con estas advertencias llamo en primer término vuestra atención sobre un hecho que todos conocéis: de todas las fases por las que ha ido pasando este drama español, la que hoy predomina y absorbe a todas las demás es la fase internacional. 

El drama español surgió aparentemente con los caracteres de un problema de orden interior de España, como un gigantesco problema de orden público. Todos los gobiernos de la república se han esforzado por situarlo así, y porque no fuese más, y ya era bastante. Y la sinceridad de los propósitos y de las intenciones de todos los gobiernos de la República, no puede ponerse en duda, aunque no sea más, si no hubiera otras razones, que por la consideración e su propia conveniencia, porque, de que el drama español dejase de ser un conflicto nuestro, sólo mayores desventuras y calamidades y conflictos podrían venir. Pero el ataque a mano armada contra la República descubrió pronto su aspecto de problema internacional. ¿Lo descubría porque unos grupos sociales o unas fuerzas políticas o las fuerzas armadas del estado se rebelaban contra el régimen establecido? No. Se rebelaba esta fase, porque otros estados europeos, principalmente Alemania e Italia, acudían decididamente con hombres y material, en apoyo de los que atacaban violentamente a la República. ¿Y por qué acudían? ¿Por qué les prestaban este apoyo? ¿Acaso por pura simpatía política, o emprendiendo lo que se llamaría malamente una cruzada ideológica? ¿Por puro espíritu y de propaganda? No. En el fondo, al Estado alemán y al Estado italiano les importa muy poco cuál sea el régimen político de España, y si la República española se hubiese prestado a entrar en el sistema de política occidental europea que planteaba el Gobierno italiano y a trabajar por deshacer el statu quo actual y a servir los intereses de la naciente hegemonía italiana en el Mediterráneo, ¡ah!, s seguro que en Roma y en Berlín se hubiese declarado que la República española era el arquetipo de organización estatal. Les prestan esa ayuda para incorporar a España, con todo lo que España significa, a pesar de su debilidad militar, al sistema que nace en Roma, y que no me voy a cansar en definir, porque todos lo conocéis. 

Cuando los síntomas probatorios de esta situación aparecieron, y los divulgamos, y los dimos a conocer al mundo, no fuimos creídos. Se pensó, tal vez, que eran artículos para la exportación, trabajos de propaganda. Yo mismo, allá por julio o agosto del 36, en las primeras manifestaciones publicas que hice para el extranjero sobre nuestra cuestión, lo dije así. Debieron de creer que yo me había adscrito a los principios de la propaganda. Después, los gobiernos de la República, incesantemente, han llevado a todas partes las pruebas de este hecho; pruebas irrefutables que destruían la convencional actitud de fingir una duda, y todas estas pruebas fueron recibidas o con una reserva desconfiada o con una simpatía taciturna; pero ya nadie lo puede poner en duda, nadie puede afectar la posición de la duda y ha sido preciso, para que estas dudas no puedan subsistir, ni si quiera como artificio de discusión, que los agresores confiesen la agresión, se jacten de ella, expliquen sus fines, y no solo esto, si no que conviertan la agresión en moneda de cambio y en materia de regateo y de contrato. 

Delante de esta situación ¿Qué han hecho los gobiernos de la República? ¿Acaso declara la guerra a Italia y a Alemania? No. Han ido con su derecho a las instituciones internacionales creadas para el mantenimiento de la legalidad. España, sobretodo con la República, había tomado en serio los propósitos, aunque no siempre los métodos de la Sociedad de Naciones; y se había adherido a los principios que inspiraban los planes de seguridad colectiva. Aunque todos los españoles, por raro caso estaban unánimes en mantener en nuestro país una neutralidad a todo trance y costa, España acepto las limitaciones que a esa política de neutralidad contiene y contenía el pacto de la Sociedad de Naciones, con tal de sumarse a una obra superior de interés general. 

La República inscribió en su Constitución los principios generales del pacto. La República se sumó a la política de sanciones cuando el ataque italiano contra Etiopía, secundando la política de los poderosos de la tierra, que entonces tenían la fortuna de que su interés nacional coincidiese con los dictados que rigen la vida moral de a Sociedad de Naciones. Cuando la política de sanciones fracasó por lo que todo el mundo sabe, la Republica española quedo expuesta, descubierto el costado, a las represalias del rencor. Pocas semanas después de decretarse la abolición de las sanciones y todavía vivo el conflicto de Etiopía, comenzaba la agresión italiana contra nuestro país. Y no solo esto. España, lo mi9smo bajo la monarquía que bajo la República, se había mantenido fiel al sistema de equilibrio y de statu quo en la Europa occidental y en el Mediterráneo; equilibrio basado en la hegemonía Británica y en la libertad de comunicaciones marítimas de Francia con su imperio en África. No nos ligaba a este sistema ningún pacto, ni publico ni secreto, ninguna alianza, ningún tratado. Pero era la consecuencia de nuestro estado interior, de nuestra posición en el mapa de Europa. Trastornarlo, habría supuesto un esfuerzo gigantesco en el orden militar, completamente desproporcionado a los recursos del país y sin nada que ver con su conveniencia fundamental. 

Tales han sido los crímenes de la República en el orden internacional. Cuando los gobiernos de España fueron a presentar sus reclamaciones y sus alegaciones donde debían -y no sólo a Ginebra-, todos los proyectos propuestos o solicitados o requeridos por el Gobierno español fracasaron. ¿Por qué? La tesis consiste en decir que el dar paso a las reclamaciones del Gobierno español, por justas que sean, habría producido la guerra general. Nunca he podido admitir la realidad de esa tesis. No se puede admitir, no en el orden teórico, si no en el orden de los factores políticos, tal como de hecho están situados en Europa; no se puede admitir que el mantenimiento sereno y digno de las obligaciones pactadas fuese a producir un conflicto internacional. Opinión que, dicha por mí, podría parecer interesada; pero en ella me acompañan eminentes estadistas extranjeros que han tenido sobre sí la responsabilidad del poder en sus países durante los días más agudos de la crisis, y opinan lo mismo. 

Es, por otra parte calumnioso y desatinado afirmar que el Gobierno, éste u otro, de la Republica, ha buscado, ha deseado nunca una guerra general para disolver en ella nuestro problema nacional. Sería una táctica equivocada atosigar a los demás, con los peligros que corren con una u otra política. Es impertinencia tratar de explicar a los demás en que consiste su interés nacional. Ya ellos lo saben muy de sobra. Sería pueril creer que la política internacional de un país puede fundarse, no ya exclusivamente, pero ni siquiera principalmente en la semejanza o diferencia de los regímenes políticos. La política internacional de un país está determinada por datos inmutables o de muy difícil mudanza, y por debajo de los regímenes políticos, hay valores de otro orden que los rebasan y que, en realidad, los subyugan. Me excuso de poner ejemplos del exterior que son bien palpitantes y están en la noticia de todos. Basta volver la vista a nuestro país. La República ha hecho la misma política internacional que la monarquía y por iguales razones. Pero dentro de teso y dejando a salvo el interés nacional de cada cual como lo entienda, es innegable que existen contactos, repercusiones probables, interferencias que forma parte de aquel mismo interés nacional y que constituyen el terreno común para una inteligencia a favor de la paz y la protección de la independencia de cada uno. 

Así entendido el problema, con todo lo que los gobiernos de la República han hecho sobre el particular no ha rebasado nunca los límites decentes que la discreción exterior impone. Y es absolutamente absurdo suponer que nadie con responsabilidad en la República ha tenido el pensamiento ni el deseo de zafarse del conflicto nuestro interior provocando una conflagración europea. Contra semejante dislate militan muchas razones: meses hace que expuse algunas. Militan todas las razones de humanidad, de prudencia humana y de sabiduría de la conducta en la vida que hay siempre contra cualquier genero de guerra; milita, además, que los españoles ya tenemos bastante, y aun de sobra, con la guerra que estamos sufriendo; y sobre eso una, una consideración de orden político bastante clara. Si por causa de la guerra de España hubiese en Europa una conflagración general, la causa de España quedaría relegada a muy segundo término, y la solución que adviniera no tendría nada que ver, ni por casualidad con los intereses fundamentales que nosotros representamos y defendemos. Es, por tanto, indispensable que se acallen las imaginaciones quiméricas que esperaban o temían actos de desesperación del Gobierno de la República. En primer lugar, aquí nadie esta desesperado, y en segundo término, si las dificultades creciesen, todavía sería desatinado remedio provocar una dificultad mayor y seguramente indomable. 

Los hombres de mi tiempo recibimos, estando en la adolescencia, la impresión del desastre de 1898. Huella terrible que en ciertos aspectos, ha dominado toda nuestra vida pública. Hemos pasado cuarenta años escarneciendo aquella política, sin piedad para ella, sin tomar en cuenta ninguna de las excusas posibles que un político encuentra siempre para justificar su posición, y seria demasiado a estas alturas que tuviéramos que someternos a la cruel burla del destino de cometer un dislate todavía mas grande. Por mi parte, no podría resignarme a prestar una aparente aprobación, ni siquiera con mi muda presencia, a ningún acto de ningún gobierno que pareciese inspirado, directa o indirectamente, en el propósito de convertir la guerra de España en una guerra general. 

Las tesis que han prevalecido en el exterior, entre los que se ocupan de nuestro problema, en cuanto problema europeo, consisten en afirmar que es indispensable limitar la guerra de España y extinguir la guerra de España. Se entiende por limitar la guerra de España tomar aquella precauciones y aquellas medidas que corten el peligro de conflagración general salido de nuestro problema, y por extinguir la guerra de España la pacificación de nuestro país. He tenido la ocasión de decir ya, meses hace, que limitar la guerra de España es obligación de los demás, porque no hemos sido nosotros quienes la guerra de España a los intereses de otras potencias; que incumbe a los demás limitar la guerra de España. Nosotros no tenemos medios de impedir que desembarquen en España los millares de hombres y millares de toneladas de material de guerra de Italia y Alemania. Incumbe los demás limitar la guerra de España; extinguir la guerra de España les incumbe a los españoles; pero les incumbe, les incumbirá cuando haya desaparecido de la Península el padrón de ignominia que supone la presencia de los ejércitos extranjeros luchando contra los españoles; antes, no. 

Para limitar la guerra de España, secundando aquella iniciativa exterior y desmintiendo una vez más los supuestos propósitos de los gobiernos españoles favorables a una conflagración general, la República ha consentido sacrificios inmensos, sacrificios en su interés, sacrificios en su derecho. A todo lo largo de la lamentable historia de la política de no-intervención, esta siempre el sacrificio de la República y de los gobiernos republicanos. Del valor moral, de la energía cívica, de la perspicacia política que haya en el fondo de la política de no-intervención, la historia juzgara; pero nosotros estamos autorizados para decir desde ahora que, sin dudar de las buenas intenciones de los demás, tal como ha funcionado y funciona la política de no-intervención, ha parecido que el único que no tenia derecho a intervenir en la guerra de España era el Gobierno español. Producto de esa tesis y órgano de esa política son el Comité de Londres y su acuerdo reciente, que todos conocemos. Por fin, las potencias signatarias del acuerdo de no-intervención han llegado a aprobar un texto en virtud del cual, con estos o los otros métodos, se retiraran de España estos que llaman los voluntarios extranjeros. Hace una año por ahora, un texto aproximadamente igual no pudo ser aprobado en Londres, ciertamente que no por culpa del Gobierno de la República, y yo considero que si ese texto se hubiese aprobado el año anterior, a pesar de todas las tardanzas y disquisiciones que puedan oponerse a su ejecución, ya estaría cumplido y España pacificada. Porque si hace falta limitar la guerra y extinguir la guerra, y para cada cual es un deber distinto, ya añado ahora que limitar la guerra de España, si en efecto se limita, es extinguirla, porque la guerra de España esta única y exclusivamente mantenida por la invasión extranjera. 

¿Qué vale el acuerdo de Londres? Es por de pronto de mala fe dudar de la actitud de España frente a ese acuerdo. En primer lugar el Gobierno de la República no tiene que pedir permiso a nadie para aceptarlo o para rechazarlo; y en segundo término, el Gobierno de la República, que mantiene la tesis de que el conflicto español debe quedar reducido, como siempre lo ha mantenido, a un conflicto interno, no puede negar paso a las medidas que tengan el propósito de dar a eso una más o menos remota realidad. 

Es bueno que se sepa que, ya en septiembre del 36, no faltó quien recomendase y señalase ese camino, sin resultado, y que desde entonces acá los gobiernos, unas veces en Ginebra, otras en Londres o donde lo han podido hacer, han insistido continuamente, reclamando una solución en este particular. Nunca hemos pedido otra cosa. El Gobierno podrá hacer las salvedades de principio, de realización, criticar o pedir aclaraciones, discutir estos o los otros puntos; pero, en el fondo del asunto, nuestra voluntad y la voluntad del Gobierno es de sobra conocida: que se vayan los invasores de España, y nos resignaremos a que se vayan los hombres que, voluntariamente y de verdad, han venido a defender la República; pero ¡que se vayan! La República y la paz de España habrán dado entonces un paso de gigante. 

Yo no se si se cumplirá o no; no tengo noticias de lo que ocurre en los recónditos despachos donde los diplomáticos cuchichean; pero, si de verdad se quiere pacificar a España, no hay si no que cumplir a fondo, rápidamente y con lealtad, el acuerdo de Londres. 

Y añado, pensando no ya como español, si no como europeo, que es insigne locura, desvarío y responsabilidad aplastante, dejar que el porvenir de Europa esté pendiente de la suerte de las armas en la Península. 

En rigor, si los españoles quisieran dar muestras de su carácter y de aquella altivez de que, con tanta frecuencia, y no siempre con razón, blasonan, el Comité de Londres no haría falta para nada porque serian los mismos españoles, por fin alumbrados acerca de en que consiste su verdadero interés, los que harían reemprender el camino de su patria a los invasores de España. 

El Comité de Londres, delante del problema europeo presente y latente, toma los caminos, las determinaciones, propone los métodos que considera útiles para resolverlo o para evitar ese conflicto; pero el Comité de Londres no se cura, ni tiene por qué, del prestigio y de la honra de los españoles. Y no se puede negar que el acuerdo del Comité de Londres es un baldón bochornoso para nuestro país porque viene a rectificar, a corregir y, si se puede todavía, a enmendar, la inconcebible locura de haber traído a la patria un poderío extranjero. Que sea necesario corregir desde fuera las faltas de otros españoles, aunque sean enemigos nuestro, me avergüenza. 

A los españoles que han favorecido y aprovechado la invasión extranjera se les dice, para consolarlos, que esa invasión, con todas sus incalculables consecuencias, que todavía no se han puesto a la luz del todo, es la piedra angular en que se ha de fundar el nuevo Imperio español. ¡Fantástico Imperio! Si un Imperio español fuese posible y deseable, que no lo es, no bastaría el decretarlo en una gaceta oficial o en unas arengas políticas. ¿Sería un singular imperio el que, para nacer, comienza echándose a los pies de sus amigos y valedores, dejándose aherrojar por ellos! Cuando los españoles de talla gigante fundaban imperios de verdad, no traían extranjeros a pelear contra su propio país. Cuando la corona de España aspiraba y casi conseguía el dominio universal, los españoles iban a guerrear a Lombardía y a Nápoles, saqueaban Roma, ponían preso al papa, y sojuzgaban a los italianos, seguramente sin ningún derecho y con excesiva dureza, pero los sojuzgaban, y no se les ocurría traer a los italianos a España a matar españoles en las orillas del Tajo y del Ebro a titulo de la fundación del Imperio español. 

Y yo me pregunto si todos los colaboradores de la invasión extranjera o los que la padecen -que hay muchos que la padecen-, cuando vean las ciudades arrasadas y los españoles muertos a millares por obra de las armas extranjeras, se consolaran de su dolor de españoles pensando: "Es el Imperio que nace". ¡Triste consuelo! Caso como este no tiene semejanza en la historia contemporánea de Europa. Para encontrar algo que se le parezca, hay que recordar las guerras civiles del siglo XVI y del siglo XVII, en que, so capa de guerra religiosa, se disputaba realmente el predominio político sobre el continente. Entonces, los españoles, soldados de in Imperio, hacían en Francia exactamente el mismo papel que hacen ahora en España los alemanes y los italianos, pero a los ligueros católicos franceses que cooperaban con los ejércitos invasores de España en Francia, no se les ocurría decir que estaban fundando un imperio francés, y entonces el sentimiento del patriotismo, la moral del patriotismo y los dictados del sentimiento nacional no estaban en el punto a que en la edad moderna han llegado; los motivos eran otros, y cuando tanto el poderío francés como cualquier otro de Europa se constituyó, se constituyó precisamente contra nosotros, no a favor nuestro. El día que un rey francés, a costa de oír misa, recobro su capital, el ejército español que guarnecía París, abandonó la ciudad, tambor batiente, banderas desplegadas, y el rey Enrique, que los veía salir, les dijo: "Señores españoles, encomendadme a vuestro amo, pero no volváis mas". 

Este sentimiento ¿no estallará en el alma de los españoles que se crean patriotas y que crean estar alentados por un espíritu nacional, cuando hace ya más de tres siglos que un rey francés lo profirió pensando en la libertad de su pueblo? Nosotros sí lo sentimos, sí lo pensamos. Para nosotros la salida de los invasores de España es una cuestión de honra. En ninguna lengua del mundo se dice con tanta rotundidad: una cuestión de honra. Creemos que debe serlo para todos y, por tanto, una cuestión previa, porque ninguna nación puede vivir decorosamente ni tiene derecho al respeto ni a la amistad de las demás, si ha perdido la honra y la libertad. 

Las otras fases por que ha ido pasando el problema de España, o están vencidas, o están agotadas. Me refiero, claro está, al pronunciamiento inicial y a la guerra civil de que aquel pronunciamiento fue señal. Es un hecho indiscutible que el pronunciamiento militar fracasó; fracasó a las 48 horas, y estos dos años en que el poderoso concurso de hombres y material -mas importante quizá el del material que el de hombres- de Alemania y de Italia y la numerosa presencia de la morisma, no han bastado para derrocar por la fuerza a la República, están probando qué habría sido del pronunciamiento y de la guerra civil subsiguiente sin el auxilio exterior. 

Esta no es una afirmación o una condolencia vana y puramente teórica, porque está preñada de consecuencias de orden político. La guerra civil está agotada, no porque haya arriado las banderas ni porque hayan suscrito nuestras tesis o nuestros puntos de vista políticos sobre la mejor manera de gobernar a nuestro país, no; está agotada por efecto de la experiencia terrible de estos dos años. 

En la bases del ataque armado contra la República había, entre otros, unos errores que conviene señalar. Había, en primer término, un error de información, abultado y explotado por la propaganda: el error de creer que nuestro país estaba en vísperas de sufrir una insurrección comunista. Todos sabemos el origen de aquella patraña. Es un artículo de exportación de Alemania e Italia, que sirve para encubrir empresas mucho mas serias. ¡Una insurrección comunista el año 36! ¡Cuando el Partido Comunista era el más moderno y menos numeroso de todos los partidos proletarios; cuando en las elecciones de febrero los comunistas habían obtenido, incluso dentro de la coalición, diecisiete actas, que representaban menos del cuatro por ciento de todos los sufragios emitidos en aquella ocasión en España! ¿Quién iba a hacer esa revolución? ¿Quién la iba a sostener? ¿Con que fuerzas, suponiendo, que ya es suponer, que alguien hubiera pensado en semejante cosa? 

La lógica hubiera prescrito que ante una amenaza de este tipo o de otro semejante contra el Estado republicano y contra el Estado español, que no era comunista, ni estaba en vías de serlo, de alto abajo, ni en los costados, todas esas fuerzas políticas y sociales amedrentadas por esa supuesta amenaza, se hubieran agrupado en torno al Estado para defenderlo, hubieran hecho el cuadro en torno suyo, porque al fin y al cabo era un Estado burgués; pero, lejos de eso, lo cual prueba la falsedad de la tesis, en lugar de defenderlo lo asaltaron. Un error, además, sobre el verdadero estado del país, que no en vano venía siendo trabajado, no ya desde la República, si no desde 1917, y si se me apura un poco, desde comienzo de siglo, por una profundísima corriente de transformación política. Y derivado de este error, otro todavía más grave: el error de suponer que el pueblo español, atacado por sorpresa, no sabría ni podría ni querría defenderse. Estos errores sirvieron de base, de incentivo al móvil inmediato, al móvil inmediato confesable, que era defender los intereses, respetables sin duda, que se suponían amenazados por una revolución bolchevique. Y las pasiones que azuzaban esto, triste es decirlo, no eran si no el odio y el miedo, que han cavado en España un abismo que se va colmando de sangre española; y el resorte original, la intolerancia castiza, la intolerancia fanática. El enemigo de un español es siempre otro español. Al español le gusta tener libertad de decir y pensar lo que se le antoja, pero tolera difícilmente que otro español goce de la misma libertad, y piense y diga lo contrario de lo que él opinaba. 

Conjugados todos estos elementos, se produce el alzamiento y ataque a mano armada contra la República y, en vez del triunfo fácil, del triunfo alegre para los agresores -penoso únicamente para los agredidos- , estalla una calamidad nacional, que no tiene precedente en la historia de España, con todas las consecuencias de orden político y económico, fácilmente previsibles, y que no dejaron de ser previstas, para cuando se produjera un ataque contra la solución de termino medio que representaba la República. Y ya estáis viendo, ya estarán viendo el cuadro: el triunfo.. en las nubes; cientos de miles de muertos; ciudades ilustres y pueblos humildísimos, desparecidos del mapa; lo más sano de ahorro nacional, convertido en humo; los odios, enconados hasta la perversidad; hábitos de trabajo, perdidos; instrumentos de trabajo, desaparecidos; la riqueza nacional, comprometida para dos generaciones. Y aquellos que, con esta operación, deseándola, preparándola, sirviéndola, pensaban poner a salvo esta u otra parte de su riqueza o de su interés, han averiguado ya que, merced a su operación, han sufrido lesiones, en el orden material y en el orden moral, mucho mayores que las que hubieran podido sobrevenirles de la República, aunque la República hubiera sido revolucionaria, y no moderada y parlamentaria como realmente lo era. 

El daño ya está causado; ya no tiene remedio. Todos los intereses nacionales son solidarios, y, donde una quiebra, todos los demás se precipitan en pos de su ruina, y lo mismo le alcanza al proletario que al burgués; al republicano que al fascista; as todos igual. Durante cincuenta años, los españoles están condenados a la pobreza estrecha y a trabajos forzados si no quieren verse en la necesidad de sustentarse de la corteza de los árboles. Y el proletario que percibiera o perciba un salario de veinticinco pesetas será más pobre que cuando percibía uno de cinco o seis, y el millonario de pesetas se contentara con ser millonario de perras chicas o de céntimos, todo lo más. Esto ya no tiene remedio. Añádase a eso la empresa de desnacionalización, la empresa de desespañolización, anexa e inherente a la presencia de los gobiernos y de las tropas extranjeras en España, la cual empresa no se caracteriza ni se denota principalmente en el orden militar, ni siquiera en el orden político o internacional, con ser tan grave. Donde se denota y se muestra la garra clavada implacablemente en lo más vivo del ser español es en el orden económico. Las sumas gastadas por Italia y Alemania en España no las perdonarían; ni los esfuerzos hechos; ni abandonarían las posiciones tomadas, y, si los planes de los agresores se realizasen, durante dos o tres generaciones lo mas fructífero del trabajo español iría a las arcas de Roma y de Berlín, para quienes estarían trabajando los españoles, como les ocurrió a algunas de las naciones vencidas en la gran guerra hasta que se declararon en quiebra, porque España en esas condiciones sería una nación vencida y sojuzgada. 

Por esto afirmo que muchos, cuando no todo, de los que han calentado y sustentado la guerra civil en España y todavía la sostienen, descubren ahora que en la guerra han comprometido y perdido mucho más de lo que imaginaban comprometer o poder perder. ¡Y cuántos, cuántos, y no de los menores, darían algo bueno por volver al mes de julio de 1936, y lo pasado, pasado, y que se borrase esta pesadilla y, sobretodo, que se borrase la responsabilidad de haberla desencadenado! La guerra civil está agotada en sus móviles porque ha dado exactamente todo lo contrario de lo que se suponía que se proponían sacar de ella, y ya a nadie le puede caber duda de que la guerra actual no es una guerra contra el Gobierno, ni una guerra contra los gobiernos republicanos, ni siquiera una guerra contra un sistema político: es una guerra contra la nación española entra, incluso contra los propios fascistas, en cuanto españoles, porque será la nación entera, y ya está siendo, quien la sufra en su cuerpo y en su alma. 

Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde viniere, aunque hubiere sido revelado en una zarza ardiente, tiene derecho, para conquistar el poder, a someter a su país al horrendo martirio que esta sufriendo España. La magnitud del dislate, el gigantesco error, se mide más fácilmente con una consideración menos dramática, casi vulgar. Hace dos años que empezó este drama, motivado aparentemente en el orden político por no querer respetar los resultados del sufragio universal en el mes de febrero del 36. Han pasado dos años. Y cabe discurrir que, con la fugacidad de las situaciones políticas en España y con las fluctuaciones propias de las instituciones democráticas y de las variantes de la voluntad del sufragio popular, si en vez de cometer esta locura se hubiera seguido en el régimen normal, a estas horas es casi seguro que estaríamos en vísperas de una nueva consulta electoral, en la cual todos los españoles, libremente, podrían probar sus fuerzas políticas en España. ¿Qué negocio ha sido este de desencadenar la guerra civil? 

Si convierto ahora la mirada a otros puntos del horizonte, es de advertir, hablando siempre con la misma lealtad, que en cuanto el Estado republicano y la masa general del país se repusieron del aturdimiento, de la conmoción causada por el golpe de fuerza, empezaron a reanudarse aquellos vínculos que la espada cortó. Y ciertas verdades, que habían sido inundadas por el aluvión, volvieron a ponerse a flote y a entrar en nueva vigencia, y, por fortuna, hoy nadie las desconoce; por fortuna, porque no se pueden infringir impunemente. Destaco entre ellas que todos los españoles tenemos el mismo destino, un destino común, en la prospera y en la adversa fortuna, cualesquiera que sean la profesión religiosa, el credo político, el trabajo y el acento, y que nadie puede echarse a un lado y retirar la puesta. No es que sea ilícito hacerlo: es que, además, no se puede. Que el Estado, en sus fines propios es insustituible, y no hay mas estado digno de este nombre, sin sus bases funcionales, cuales son el orden, la competencia y la responsabilidad; que no puede fiarse nada a la improvisación, como no se quiera decir que improvisación es hacer pronto y bien las cosas que la torpeza o la desidia hacían tarde y mal; fuera de ello, en la vida no se improvisa nada, y cuando se habla de improvisación se dice un vocablo vicioso o vacío, y cuando la improvisación se confunde con el arbitrismo, se cosechan tonterías, novatadas y fracasos. Y por ultimo, que nuestra guerra, tal como nosotros la entendemos y padecemos, es una guerra de defensa, y su justificación única reside precisamente en la defensa del derecho estatuido para la garantía de la libertad de toda la nación y de la libertad política de sus miembros, sin que sea lícito anteponer al fin único de la guerra fines secundarios, ni hacer desviar hacia ellos la guerra misma, por respetables y venerables que sean esos fines. 

Muchas veces, o, sino muchas, algunas, me he hecho interprete de estas verdades ante el publico en general. Hace más de un año y medio, en aquellos días rudísimos, cuando la política y la guerra conjugaban su silueta sombría, alcé la voz en Valencia para recordar a todos, con aprobación del Gobierno, que el Estado republicano sostiene la guerra porque se la hacen; que nuestros fines de estado eran restaurar en España la paz y un régimen liberal para todos los españoles; que nosotros no soportaremos ningún despotismo ni de un hombre, ni de un grupo, ni de un partido, ni de una clase; que los españoles somos demasiado hombres para someternos, calladamente, a la tiranía de la pistola o la sinrazón de la ametralladora; que en la guerra no se ventila una cuestión de amor propio; que el triunfo de la República no podría ser el triunfo de un caudillo de un partido, si no el triunfo de la nación entera, restaurada en su soberanía y en su libertad. Sin amor propio, porque en una guerra civil -yo lo digo desde lo más profundo de mi corazón- no se triunfa personalmente sobre un compatriota. 

Mas tarde, también en Valencia, me levanté para decir que no es aceptable una política cuyo propósito sea el exterminio del adversario, exterminio ilícito y, además, imposible, y que si el odio y el miedo han tomado tanta parte en la incubación de este desastre, habría que disipar el miedo y habría que sobresanar el odio, porque por mucho que se maten los españoles unos contra otros, todavía quedarían bastantes que tendrían necesidad de resignarse -si este es el vocablo- a seguir viviendo juntos, si ha de continuar viviendo la nación. 

Y hablando en Madrid al ejército que defiende la capital, un ejército español, como todos los nuestros, le dije, sacando a la luz su mas intimo sentir, corroborado por las lagrimas y por los aplausos de aquellos valientes soldados, que estaban luchando en causa propia, que se identificaba con la causa nacional, y que luchaba por su libertad, pero también por la libertad de los que no quieren la libertad. Y ellos lo aceptan y lo saben. Esta es la grandeza inconfundible del ejército español, del ejército de la República, el ejército que es ahora verdaderamente la nación en armas, en cuyas filas tanto el burgués como el proletario, tanto el intelectual como el manual, luchan y mueren juntos y aprenden a conocerse y a saber que por encima de las diferencias de clase y por encima de todos los contrastes de las teorías políticas, esta, no solo la indomable condición humana que nos iguala, si no la emoción de ser españoles, que a todos nos dignifica. 

Este ejército que, con su tesón, con su espíritu de sacrificio, con su terrible aprendizaje esta formando y ha formado el escudo necesario para que entretanto la verdad y la justicia se abran paso en el mundo, forja con sus puños y calienta con su sangre el arquetipo de una nación libre. Su causa, por española que sea, tiene una repercusión en todo el mundo. Hacia estos combatientes va no solo nuestra admiración, si no nuestro profundo respeto. Tejed con vuestro aplauso la corona cívica que merece su ejemplar ciudadanía. 

Ellos forjan el porvenir, y yo del porvenir no sé nada. El papel de profeta no me cumple. Y como, además, estoy en mi patria, no quiero forzar la veracidad del adagio. Del porvenir ha hablado el Gobierno, y esta más en su función. Hace pocas semanas, el Gobierno de la República ha promulgado una declaración política que ha hecho bastante ruido, y yo lo celebro. En esa declaración política, lo que yo encuentro es la pura doctrina republicana -nunca he profesado otra-, y al prestarle mi previo asentimiento a esa declaración sin ninguna reserva, no hice más que remachar y repasar todos mis pensamientos y palabras de estos años. Para llenarla de contenido cada día más, para realizarla a fondo, no deben ponerse obstáculos al Gobierno, a este o a otro Gobierno que sustente la misma doctrina. Y es de advertir que no puede haber ningún Gobierno que no la sustente. En esa declaración, hablando del porvenir, el gobierno alude, más que alude, nombra expresamente la colaboración de todos los españoles el día de mañana, después de la guerra, en la obra de reconstrucción de España. Ha hecho bien el Gobierno en decirlo así. La reconstrucción de España será una tarea aplastante, gigantesca, que no se podrá fiar al genio personal de nadie, ni siquiera de un corto número de personas o de técnicos; tendrá que ser obra de la colmena española en su conjunto, cuando reine la paz, una paz nacional, una paz de hombres libres, una paz para hombres libres. 

Y entonces, cuando los españoles puedan emplear en cosa mejor este extraordinario caudal de energías que estaba como amortiguado y que se ha desparramado con motivo de la guerra; cuando puedan emplear en esa obra sus energías juveniles que, por lo visto son inextinguibles, con la gloria duradera de la paz, sustituirán la gloria siniestra y dolorosa de la guerra. Y entonces se comprobara una vez mas lo que nunca debió ser desconocido por los que lo desconocieron: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Ahí está la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico, no en un dogma que excluya de la nacionalidad a todos los que no lo profesan, sea un dogma religioso, político o económico. ¡Eso es un concepto islámico de la nación y del Estado! Nosotros vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella, no solo los elementos materiales de territorio, de energía física o de riqueza, si no todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos y que constituye el titulo grandioso de nuestra civilización en el mundo. 

Habla de reconstrucción el Gobierno. Y en efecto, reconstrucción será en todo aquello que atañe al cuerpo físico de la nación: a lasa obras, a los instrumentos de trabajo etcétera; pero hay otro capitulo, en otro orden de cosas, en que no podrá haber reconstrucción; tendrá que ser construcción desde los cimientos, nueva. Y esto, por motivo, por causas que no dependen de la voluntad de los hombres ni de los programas políticos, ni de las aspiraciones de nadie. En primer lugar, la conmoción producida por la guerra ha derrocado todas las convenciones sociales en vigor, no me refiero a as convenciones del tipo jurídico, si no a las convenciones de la vida social, del trato entre hombres, echándolas por el suelo al poner a cada cual en trance terrible de afrontar con inminencia la muerte. Todo el mundo, altos y bajos, han mostrado ya, sin disfraz, lo que lleva dentro, lo que realmente es, lo que realmente era De suerte que hemos llegado, por causa no precisamente de las operaciones militares, si no de la conmoción general originada en la guerra, a una especie de valle de Josafat, como después del acabamiento del mundo, en el que nadie puede engañarse ni engañarnos: todos sabemos ya quienes éramos todos. Muchos se han engrandecido, otros, y no pocos, se han envilecido. ¡Dichoso el que muere antes de haber enseñado el limite de su grandeza! Muchos no han muerto, por desgracia suya. Esta conmoción de orden moral creara en el porvenir de España una situación digamos, incomoda, porque, en efecto, es difícil vivir en una sociedad sin disfraz, y cada cual tendrá delante ese espejo mágico, donde ya no se vera con la fisonomía del mañana, si no donde, siempre que se mire, encontrara lo que ha sido, lo que ha hecho y lo que ha dicho durante la guerra. Y nadie lo podrá olvidar, no por espíritu de venganza, si no como no se pueden olvidar los rasgos de la fisonomía de una persona. 

Además de este fenómeno, de muchas y muy dilatadas y profundas consecuencias, como probara el porvenir; además de este fenómeno de orden psicológico y moral respecto de las personas, hay otro mucho mas importante. Nunca ha sabido nadie ni ha podido predecir nadie lo que se funda con una guerra ¡nunca! Las guerras, sean o no exteriores y, sobre todo, las guerras civiles, se promueven o se desencadenan con estos o los otros programas, con estos o los otros propósitos, hasta donde llega la agudeza, el ingenio o el talento de las personas; pero jamás en ninguna guerra se ha podido descubrir desde el primer día cuales van a ser sus profundas repercusiones en el orden social y en el orden político y en la vida moral de los interesados en la guerra. Conste que la guerra no consiste solo en las operaciones militares, en lo movimientos de los ejércitos, en las batallas. No; eso es el signo y la demostración de otra cosa mucho mas profunda y mas vasta y mas grande; eso es el signo de dos corrientes de orden moral, de dos oleadas de sentimiento, de dos estados de animo que chocan, que se encrespan, que luchan el uno contra el otro, y de los cuales se obtiene una resultante que nadie ha podido nunca calcular. Nadie, nunca.

Guerras emprendidas para imponer sobre todo la unidad dogmática, han producido la proclamación de la libertad de conciencia en Europa y el estatuto político de los países disidentes de la unidad católica; guerras emprendidas para imponer la monarquía universal, han producido el levantamiento liberal, entre otros el del pueblo español; guerras emprendidas para abatir un militarismo, lo han dejado mas vivo, lo han hecho retoñar mas vigoroso, han hecho triunfar una revolución social. Nuestras propias guerras son ejemplo de lo que digo. Y no me refiero tampoco a la estructura política ni a las constituciones o a los decretos que vayan a hacer los gobiernos de mañana. No, no es eso; es la conmoción profunda en la moral de un país, que nadie puede constreñir y que nadie puede encauzar. Después de un terremoto, es difícil reconocer el perfil del terreno. Imaginad una montaña volcánica, pero apagada, en cuyos flancos viven, durante generaciones muchas familias pacificas. Un día, la montaña entra de pronto en erupción, causa estragos, y cuando la erupción cesa y se disipan las humaredas, los habitantes supervivientes miran a la montaña y ya no les parece la misma; no reconocen su perfil, no reconocen su forma. Es la misma montaña, pero de otra manera, y la misma materia en fusión que expele el cráter, cuando cae a tierra y se solidifica, forma parte del perfil del terreno y hay que contar con ella para las edificaciones del día de mañana. 

Este fenómeno profundo, que se da en todas las guerras, me impide a mi hablar de España en el oren político y en el orden moral, porque es un profundo misterio, en este país de las sorpresas y de las reacciones inesperadas, lo que podrá resultar el día de mañana en que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta acumulación de males ha de salir el mayor bien posible, será con ese espíritu, y desventurado el que no lo entienda así. No tengo el optimismo de un pangloss ni voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio, de que "no hay mal que por bien no venga". No es verdad, no es verdad. Pero es obligación moral, sobre todos los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, de sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que le hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón. 

116.-Biografía de Manuel Azaña.-a



ana karina gonzalez huenchuñir

(Manuel Azaña Díaz; Alcalá de Henares, Madrid, 1880 - Montauban, Francia, 1940) Político español, presidente de la Segunda República. Procedente de una familia liberal, Azaña estudió derecho en Zaragoza y Madrid, doctorándose con una tesis sobre La responsabilidad de las multitudes; entró por oposición en la función pública (1910); y completó su formación con una beca de la Junta para Ampliación de Estudios en París en 1911-12. Su actividad intelectual le llevó a la secretaría del Ateneo de Madrid, puesto que ocupó entre 1913 y 1920; su interés por los asuntos militares se inició al ser comisionado por el Ateneo para visitar los frentes de la Primera Guerra Mundial en Francia e Italia (1916).
En 1913 ingresó en el Partido Reformista de Melquiades Álvarez y participó con Ortega y Gasset en la fundación de la Liga de Educación Política; en 1918 fundó la Unión Democrática Española; pero fracasó en sucesivos intentos de ser elegido diputado en las Cortes de la Restauración (1918 y 1923). Se apartó temporalmente de la política para dedicarse al periodismo, primero como corresponsal en París (1919-20), luego al frente de La Pluma (1920-23) y finalmente como director de la revista España.
Bajo la dictadura de Miguel Primo de Rivera abandonó el Partido Reformista y se declaró partidario de la República, fundando Acción Republicana (1925); al mismo tiempo crecía su prestigio intelectual, con la publicación de obras como El jardín de los frailes o los Ensayos sobre Valera, dedicados al novelista español Juan Valera. En 1930 accedió a la presidencia del Ateneo y, ya como figura de alcance nacional, participó en el Pacto de San Sebastián para derrocar la monarquía de Alfonso XIII.
Al proclamarse la República española (14 de abril de 1931), Manuel Azaña se integró en el gobierno provisional como ministro de la Guerra. Participó activamente en las Cortes constituyentes, y asumió la presidencia del Consejo de Ministros cuando las discrepancias sobre las relaciones Iglesia-Estado llevaron a Niceto Alcalá Zamora a abandonar el gabinete.
Como jefe de un gobierno formado por socialistas y republicanos de izquierdas (1931-33), Manuel Azaña impulsó un amplio programa de reformas: secularizó la vida pública (legalizando el matrimonio civil y el divorcio), reformó el ejército, puso en marcha una reforma agraria y concedió la autonomía a Cataluña. Todo ello le enfrentó con las fuerzas conservadoras, pero no fue suficiente para asegurarle el apoyo del movimiento obrero, en un momento en que la depresión económica mundial agudizaba las dificultades. Desprestigiado por la represión armada de un levantamiento campesino en Casas Viejas (Cádiz), hubo de dimitir y perdió las elecciones de 1933, que dieron el gobierno a la derecha.
En 1934 fusionó su partido con los radicales de Marcelino Domingo, formando Izquierda Republicana (1934), partido con el cual realizó una efectiva campaña de oposición al gobierno. La ascensión de José María Gil Robles al poder, interpretada como el triunfo del fascismo en España, le llevó a participar primero en la fracasada Revolución de Octubre de 1934 (por lo que pasó algún tiempo en prisión) y a integrarse después en un Frente Popular con todas las fuerzas de izquierdas.
El triunfo de dicha formación en las elecciones de febrero de 1936 devolvió a Manuel Azaña a la jefatura del gobierno y le promovió después a la Presidencia de la República (mayo). Enseguida retomó el programa reformista del primer bienio republicano, pero apenas tuvo tiempo de desarrollarlo a causa del golpe de Estado que, a partir de julio, dio paso a la Guerra Civil (1936-39).

Azaña se fue quedando progresivamente aislado, sin capacidad para mantener la unidad y el orden en el bando republicano, ante el radicalismo y los conflictos internos de las organizaciones obreras; las fuerzas golpistas, en contraste, centralizaron de inmediato el mando en la figura del general Francisco Franco. Refugiado en su papel de intelectual, se permitió reflexionar sobre la guerra en La velada en Benicarló (1937); y defendió la conveniencia de acelerar un final negociado de la contienda, ante la perspectiva inexorable de la derrota (lo cual le enfrentó con Juan Negrín). Perdida la guerra, se exilió en Francia y renunció a la presidencia (1939).

La tumba de Azaña

24 FEB 2019
ana karina gonzalez huenchuñir


Este año 2019 se conmemora el 80 aniversario del final de la guerra civil y del inicio del exilio de millones de españoles. Aunque este éxodo comenzó en 1936, cuando el Gobierno de la República no pudo garantizar la vida de algunos de sus ciudadanos más ilustres y les facilitó su salida de España, el exilio, como fenómeno social, se originó tras la derrota republicana. Las imágenes que nos quedan de esas interminables filas de hombres, mujeres y niños que huían de la muerte y llevaban consigo el miedo y la pobreza, son tan estremecedoras como inolvidables.
En estos días el presidente del Gobierno se desplazará a Montauban y Colliure para rendir homenaje a Azaña y Machado. También homenajeará al resto de los exiliados visitando el Cementerio Español, en el que están enterrados muchos de ellos, y la playa de Argelès, que fue el mayor campo de concentración de refugiados. Debemos confiar en que haya llegado el momento de que los españoles consideren como propias a todas las víctimas de la guerra civil, sea cual sea el bando al que pertenecieron, compartiendo el deseo de que nunca se repita.
Las tumbas de Azaña y Machado constituyen un valioso símbolo de aquella tragedia. Cuando el presidente Zapatero planteó la posibilidad de traer a España los restos de Azaña y Machado, Antonio Muñoz Molina le dijo que no estaba de acuerdo porque “una parte de la memoria indeleble de Azaña y de la de Machado es que murieran en el destierro y que haya que cruzar la frontera para visitar sus tumbas”, citando un verso concluyente de Machado:
 “Sólo la tierra en que se muere es nuestra”.
Azaña y Machado son dos figuras que representan los valores cívicos y democráticos que se perdieron en aquel trance histórico, y que la Constitución de 1978 recuperó cuarenta años después. El presidente Aznar citaba con frecuencia a Azaña, considerándole también una referencia de su tiempo. Y Machado fue ese gran poeta que ningún español puede dejar de reconocer como suyo.
Azaña sale de España el 6 de febrero de 1939 y fija su residencia en Pyla-Sur-Mer. Recibe información de que los alemanes y un comando franquista intentan apresarle, y huye a Montauban. Peor suerte tuvieron su cuñado, Cipriano Rivas Cherif, llevado a Madrid y condenado a muerte, aunque esta pena le fuera conmutada por 30 años de prisión, y Julián Zugazagoitia que fue fusilado. En Montauban se aloja en el Hotel du Midi, en una habitación alquilada por la legación de México para impedir su secuestro. Al conocer el apresamiento de su cuñado, sufrió una trombosis que se complicó gravemente. Destruido moralmente, no pudo sobrevivir. El 3 de noviembre de 1940 muere lúcido, rodeado de su mujer, el general republicano Hernández Sarabia, el pintor Francisco Galicia, su amigo el Obispo Pierre-Marie Theas y la monja Ignace, que le había cuidado. Su testamento moral, tres palabras:
 “Paz, piedad, perdón”. 
Su tumba, una sencilla lápida con una cruz de bronce sobre la inscripción que dice “Manuel Azaña. 1880-1940”.
Machado llegó directamente del exilio a Colliure el 28 de enero de 1939, en compañía de su madre y de su hermano José, quien escribió: 
“Llegó herido de muerte del fatal éxodo... Su grandeza espiritual se sobrepuso a tantas fatigas espirituales y corporales con la resignación de un verdadero Santo”
En su última salida, dijo en tono casi inaudible, “quién pudiera quedarse aquí en la casita de un pescador y ver desde una ventana el mar sin más preocupaciones”. El 22 de febrero, murió susurrando “adiós, madre”. Su hermano encontró un último poema sin terminar en el que recordaba a Guiomar:
 
“Estos días azules y este sol de la infancia...”. 
Foto: La tumba del poeta Antonio Machado,
 en la localidad francesa de Collioure,

Tres días después le siguió su madre, que comparte la tumba, sobre la que siempre hay flores, banderas y cartas de peregrinos anónimos. Poco después llegó Manuel Machado, a quien el destino había situado en el bando franquista. Con el corazón roto escribió este poema:
 ¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera! ¿Qué tiene este verso, madre, que de ternura me llena, que no lo puedo decir sin que el corazón me duela? ¿Qué dice sin decir nada...? (...) ¿Qué puso Antonio en las letras? (...) ¿Por qué lloro sin consuelo cuando en mis labios las tomo y hasta mis oídos llegan?

Gregorio Marañón es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

 

Azaña Díaz, Manuel. Alcalá de Henares (Madrid), 10.I.1880 – Montauban (Francia), 3.XI.1940. Escritor y político. Ministro de la Guerra y Presidente del Consejo de Ministros de 1931 a 1933, y Presidente de la República española de 1936 a 1939.


Segundo de cuatro hermanos en una familia de clase acomodada. Era hijo de Esteban Azaña, propietario agrícola y alcalde de la ciudad en aquellos momentos, y de Josefina Díaz, que se dedicaba al cuidado de la familia. Su abuelo paterno, Gregorio, era notario y su abuela paterna, Concepción, se dedicaba a las tareas familiares. Ambos abuelos vivían aún cuando nació Manuel, mientras que los abuelos maternos, Manuel y Josefa habían fallecido ya en aquella fecha.


El nacimiento de Manuel se produjo en el domicilio familiar, calle de la Imagen, número 3, y entre los antepasados del recién nacido habían sido frecuentes los agricultores y los funcionarios locales. También hubo varios fabricantes. Algunos de ellos procedían de otras regiones del país como la Montaña cántabra, País Vasco, Cataluña y Toledo.


Manuel Azaña inició sus estudios de Bachillerato en un colegio privado de su ciudad natal con brillantes calificaciones.


En julio de 1889 falleció su madre, con la que tenía profundos lazos afectivos y, dos meses después, fallecería su abuelo, que había influido mucho en la formación de Manuel. La muerte de su padre, en enero del año siguiente, engrosaría el ciclo de desgracias familiares que se abatieron sobre el niño, que quedó al cuidado de su abuela y que aún tuvo que soportar la muerte de su hermano más pequeño, Carlos, durante el curso 1892-1893. Por entonces, cuando contaba once o doce años, experimentó una fuerte conmoción religiosa como consecuencia de una misión predicada por unos jesuitas en su ciudad natal.

Durante el curso 1893-194, en el que obtuvo el título de Bachiller, ingresó en el Real Colegio de Estudios Superiores María Cristina, de los agustinos de El Escorial, que acababa de ser establecido el curso anterior. Azaña dejó testimonio de esa estancia en la novela El jardín de los frailes, publicada en 1927.


Cursó allí los estudios de Derecho aunque, para obtener las calificaciones oficiales, tuvo que acudir a universidades oficiales. Se examinó del curso introductorio en la Universidad de Valladolid mientras que, en los años siguientes, lo haría en la de Zaragoza. En El Escorial –tal vez en la primavera de 1897– dejó la práctica religiosa sin especial conmoción, a la vez que cada vez se le hacía más insoportable su permanencia en aquel centro.


Vuelto a Alcalá, continuó los estudios de la Licenciatura de Derecho, que alcanzaría en Zaragoza, en julio de 1898, y publicó una revista literaria, Brisas del Henares, en compañía de algunos amigos como José María Vicario y Joaquín Creagh.


En octubre de 1898 se instaló en Madrid como pasante del bufete de Luis Díaz Cobeña, en donde coincidió con Niceto Alcalá-Zamora, a la vez que realizaba los estudios de doctorado, que le permitieron conocer a Francisco Giner de los Ríos.


Los cursos de doctorado los aprobó brillantemente en junio de 1899, y en abril de 1900 leyó su tesis doctoral sobre La responsabilidad de las multitudes, lo que le permitiría alcanzar el grado de Doctor en Derecho en el mes de junio de ese mismo año.


Manuel Azaña era, al comenzar sus veinte años, un joven de convicciones democráticas y reformistas que frecuentaba, en Madrid, la Academia de Jurisprudencia, en la que pronunció una conferencia sobre La libertad de asociación el 22 de enero de 1902. Con ella se sumó al debate, absorbente entonces, sobre la “cuestión religiosa”, y se manifestó partidario de que el Estado interviniese en la regulación de las congregaciones religiosas. No era el “señorito benaventino” (Juliá, 2008: 44) y despreocupado que se ha querido ver a veces.


También dio por entonces sus primeros pasos en la vida literaria madrileña con artículos en la revista Gente vieja, que se prolongan desde febrero de 1901 hasta mayo de 1903. Su firma aparecía en esa publicación junto a las de Francisco Silvela, Francisco Romero Robledo, Gaspar Núñez de Arce, José Nakens, Miguel Morayta y Antonio Pirala, entre otros.


Desde mediados de 1903 pasó a residir en Alcalá de Henares, donde se dedicó a atender los negocios familiares mientras realizaba algunos ensayos literarios y colaboraba en La avispa, una revista dedicada a los intereses locales.


En junio del 1910 obtuvo, por oposición, la plaza de Auxiliar tercero de la Dirección General de Registros y del Notariado del Ministerio de Gracia y Justicia, en donde desarrollaría toda su carrera de funcionario.


En febrero de 1911, volvió a su ciudad natal para pronunciar una conferencia sobre “El problema español”, en un momento que parecía propicio para un primer entendimiento entre intelectuales y socialistas (Juliá, 2007, 1, XXIII). Azaña se ratificó allí en sus convicciones democráticas para la reconstrucción del Estado desde la vida local.


En septiembre de ese mismo año, tomó parte en una polémica que iniciaron Ortega y Gasset y Baroja en torno a la hegemonía cultural de Francia, con un par de artículos en el diario madrileño La Correspondencia de España. Los artículos le devolvieron al escenario literario madrileño, a la vez que le proporcionaron un cierto protagonismo entre la nueva generación de intelectuales que pululaban por Madrid.


Por esa misma época, obtuvo una pensión de la Junta para Ampliación de Estudios con el objeto de realizar estudios de Derecho en la École Nationale de Chartes, de París, adonde llegó a finales de noviembre. Permaneció allí hasta finales de octubre del año 1912 y asistió a los cursos de algunos profesores conocidos como Alfred Loisy, Henri Pièron y Henri Bergson, entre otros, con especial atención a los temas psiquiátricos. Desde la capital francesa enviaría crónicas al diario madrileño La Correspondencia de España con el seudónimo de Martín Piñol.


La estancia en París le dejaría una profunda huella para el resto de su vida y siempre consideró la cultura francesa como el “hogar común” y la “casa materna” de las personas cultivadas de la raza latina (La correspondencia de España, 19 de diciembre de 1911). Una parte importante de esa profunda experiencia espiritual vino también de su asistencia a algunas funciones religiosas de gran calidad estética.


En febrero de 1913, fue elegido secretario primero del Ateneo de Madrid, en una candidatura presidida por Rafael M.ª de Labra, aunque Azaña pasó a ejercer la dirección efectiva de la institución. De esa época procede su estrecha amistad con Cipriano Rivas Cherif, que se prolongaría durante el resto de su vida.


También fue por entonces cuando se integró en la Liga de Educación Política Española, que lideró Ortega y Gasset, y en el proyecto político del Partido Reformista, que encabezó Melquiades Álvarez. En ambas iniciativas vino a coincidir la llamada generación de 1914, de acuerdo con la caracterización que hiciera, años más tarde, Luis de Olariaga. Los resultados de esos compromisos políticos, sin embargo, fueron muy magros.


Desencadenada la guerra europea, suscribió el mensaje de adhesión a la causa aliada, que apareció en la prensa francesa y española a comienzos de julio de 1915 y fue uno de los principales animadores de la visita que varios académicos y artistas franceses, entre los que se contaba Henri Bergson, hicieron a España en mayo de 1916. En octubre de ese mismo año, formaría también parte de la delegación española que, en devolución de la visita de los intelectuales franceses, viajó a París y a otras ciudades francesas, y visitó los frentes de guerra. Algunos meses después, en enero de 1917, suscribiría el manifiesto de la Liga Antigermanófila, que promovió la revista España.


En septiembre de 1917 también visitó los frentes de guerra italianos en compañía de Américo Castro, Miguel de Unamuno, Luis Bello y Santiago Rusiñol, y en diciembre de ese mismo año volvió a Francia, esa vez en compañía de un numeroso grupo de escritores y artistas catalanes. De todas esas visitas saldrían una serie de artículos periodísticos y un ciclo de conferencias que se convirtieron en el núcleo de su libro Estudios de política francesa contemporánea. La política militar, publicado en 1919.


El devenir de la vida política española también atrajo la atención de Azaña. En febrero de 1918 se presentó a las elecciones generales para diputados que convocó el gobierno de García Prieto, como candidato reformista por la circunscripción de Puente del Arzobispo, pero resultaría derrotado claramente por un candidato maurista. Fue una decepción pasajera porque, a finales de ese mismo año, apareció enfrascado en las tareas del partido y en la preparación del manifiesto de la Unión Democrática Española para la Liga de la Sociedad de Naciones libres.


Pero la gestión del Ateneo y la militancia reformista parecían haber completado su ciclo y, en octubre de 1919 inició una nueva estancia en París, en compañía de Rivas Cherif, que se prolongó hasta abril del año siguiente. Los amigos realizaron entonces visitas a Alsacia y Lorena, las regiones recuperadas por Francia después de la guerra, de las que ha quedado el testimonio de los artículos de Azaña en los diarios madrileños El Fígaro y El Imparcial. Esa estancia parisina les dio la oportunidad de asistir a la presentación en París de El sombrero de tres picos de Manuel de Falla  –con los Ballets Rusos y los diseños de Picasso– que ya se había estrenado en Londres en julio del año anterior.


De vuelta a Madrid fundó, también con Rivas Cherif, la revista literaria La Pluma, con el apoyo económico de Amós Salvador Sáenz y Carreras, reconocido arquitecto y diputado liberal demócrata por Logroño. La revista sacó treinta y siete números, antes de desaparecer en junio de 1923. En la revista colaboraron escritores de muy diversas características, como Unamuno, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez y varios de los poetas de lo que sería la generación de 1927 (Guillén, Lorca, Salinas). También lo hicieron Ramón Gómez de la Serna y el crítico musical Adolfo Salazar.

En cuanto a su actividad política, Azaña se mantuvo ligado al Partido Reformista, aunque de una forma un tanto reticente, que se convirtió en abierta crítica cuando Miguel Primo de Rivera estableció la Dictadura en septiembre de 1923. Unos meses antes, Azaña había intentado de nuevo su elección como diputado reformista por Puente del Arzobispo pero volvió a ser derrotado por un candidato conservador.

A comienzos de ese año 1923, Azaña había asumido la dirección de la revista España, por consejo de Amós Salvador, mientras que La Pluma desaparecería a mediados de ese mismo año.


La dictadura de Primo de Rivera aceleró la ruptura de Azaña con el Partido Reformista y con el régimen monárquico. Cuatro días después del golpe de Estado escribió a Melquiades Álvarez para hacérselo saber y reclamar del líder reformista una actitud de neta oposición a la situación creada.

La falta de respuesta de Álvarez le llevó a darse de baja en el Partido Reformista y poner sus esperanzas en un cambio de régimen que se plasmó en el folleto Apelación a la República, publicado de forma anónima a mediados de 1924. Dos meses antes había firmado, junto con otros muchos intelectuales madrileños, un mensaje dirigido al presidente del Directorio en defensa de la lengua catalana. El mensaje lo había puesto en circulación Pedro Sáinz Rodríguez.

La posición republicana de Azaña se afianza con el manifiesto, que presenta en mayo de 1925, y con la creación del Grupo de Acción Política, germen de la futura Acción Republicana. Desde ella participó en la constitución, el 11 de febrero de 1926, de una Alianza Republicana que aglutinaba las organizaciones del republicanismo histórico (Lerroux) con las del nuevo republicanismo que encarnaba Azaña.

La vida política, sin embargo, parece adormecida por la aparente solidez de la Dictadura, y Azaña dedicó buena parte de sus energías a la actividad literaria con estudios sobre Ganivet y Valera. En la primavera de 1927 publicó la novela El jardín de los frailes, de la que había adelantado doce capítulos seis años antes en la revista La Pluma.

Por entonces Azaña se había sentido atraído por Lola Rivas Cherif, la hermana menor de su amigo Cipriano y, tras los comprensibles titubeos de todos los conocedores del asunto –el pretendiente era veinticuatro años mayor que la joven–, la boda se celebró el 27 de febrero de 1929 en la Iglesia de los Jerónimos de Madrid. El matrimonio no tuvo hijos.

La caída del dictador Primo de Rivera a finales de enero de 1930 dio un nuevo impulso al republicanismo de Azaña y a su decisión de conseguir el cambio de régimen: el día 8 de febrero se constituyó el grupo de Acción Republicana, dentro una Alianza Republicana con Lerroux y, tres días más tarde, Azaña concurrió con su nuevo partido a la conmemoración del aniversario de la República de 1873.


La conspiración republicana estaba ya en marcha y, a finales de marzo, formó parte de la delegación de intelectuales madrileños que acudieron a Barcelona para recibir el reconocimiento de la ciudad por el manifiesto que, unos años antes, habían firmado en defensa de la lengua catalana. Fue también el inicio de un entendimiento con las fuerzas políticas catalanas de izquierdas.

El escenario de buena parte de la actividad política de Azaña se trasladó por entonces al Ateneo madrileño, del que fue elegido presidente a mediados de junio, con una votación casi unánime. El Ateneo fue, durante aquellos meses, un lugar que parecía sustituir al Congreso de los Diputados, cerrado por el régimen dictatorial.

Azaña participó en las iniciativas de coordinación entre los partidos republicanos, que se sucedieron durante la primavera de 1930, culminaron en el entendimiento con algunos republicanos catalanes, que se alcanzó en San Sebastián en el mes de agosto y al que se le ha dado, un tanto pretenciosamente, el nombre de Pacto de San Sebastián. Fue un simple acuerdo de principio sobre la manera en que los catalanes podían satisfacer sus apetencias autonómicas, a cambio de integrarse en la conspiración republicana que se presentó solemnemente el 28 de septiembre en Madrid, con un gran mitin que tuvo como escenario la Plaza de Toros de las Ventas. En las semanas siguientes, los socialistas se unieron también a la conspiración y se incorporaron a un gobierno “en la sombra”, en el que correspondió a Azaña la cartera de Guerra.


En diciembre de aquel año, cuando fracasó la sublevación de Jaca, Azaña se escondió en casa de sus suegros y dedicó su mucho tiempo libre a terminar su novela Fresdeval, que aún tardaría muchos años en ver la luz. Más adelante se encerraría en su propio domicilio, del que vendrían a sacarle el 14 de abril, cuando se proclamó la República y se formó un Gobierno provisional bajo la presidencia de Niceto Alcalá-Zamora. Conforme a lo previsto, Manuel Azaña era el nuevo ministro de la Guerra.

Desde su nuevo cargo, realizó una activa política de reformas, acordes con los trabajos que, desde hacía años, venía dedicando a los asuntos militares. Las líneas generales de sus reformas, encaminadas a conseguir un Ejército más operativo, además de leal al nuevo régimen, no tuvieron mala acogida y aumentaron el prestigio político de Azaña. El propio José Ortega y Gasset se haría, más adelante, portavoz de esas opiniones favorables.

En las elecciones a Cortes Constituyentes, que se celebraron el 28 de junio de 1931, Azaña resultó elegido en Baleares y en Valencia-capital, aunque un sorteo decidió que terminase siéndolo por esta última. Formaba parte del grupo de Acción Republicana, que sostenía al gobierno de coalición republicano-socialista, encabezado por Alcalá-Zamora.

La dimisión de este último, como resultado del debate constitucional en torno a los artículos relacionados con la cuestión religiosa, trajo como consecuencia que Azaña, que había hecho triunfar su punto de vista en el debate y gozaba de las simpatías de los socialistas, pasara a la presidencia del Consejo de Ministros a mediados de octubre de 1931, sin dejar la cartera de Guerra. En diciembre de ese mismo año, tras la aprobación de la Constitución republicana y la elección de Alcalá-Zamora como presidente de la República, Azaña se vio confirmado como presidente del Consejo de Ministros, aunque el gobierno que pudo formar resultó un poco más débil que el que había tenido hasta entonces, por la negativa de los radicales de Lerroux a integrarse en él.


En el ejercicio de su cargo Azaña tuvo que afrontar diversas dificultades, como las insurrecciones obreras de enero de 1932 (Castilblanco, Arnedo, la Cuenca del Llobregat) y, sobre todo, la insurrección militar que acaudilló el general Sanjurjo el 10 de agosto en Sevilla, fracasada a las pocas horas. Azaña demostró, en todos esos casos, una actitud enérgica para defender la democracia republicana.

Gozaba en aquel momento de un gran ascendiente en la vida política, hasta el punto de que alguno de sus críticos lo tildó de dictador, pero contaba con la consideración de amplios sectores de la opinión pública. En los primeros días de marzo se había iniciado en la Masonería, aunque da la impresión de que esta adhesión influyó poco en su actuación pública, y también por entonces recibió el reconocimiento literario de ver representada por la actriz Margarita Xirgu su obra La Corona. La obra no suscitó excesivo entusiasmo.

El fracaso de la intentona de Sanjurjo permitió acelerar su obra de gobierno, especialmente en lo que se refería al Estatuto de Cataluña y a la Ley de Reforma Agraria, pero la posición política de Azaña se debilitaría, desde comienzos de 1933 con la represión de la sublevación anarquista de Casas Viejas (Cádiz) y, también, con la intensificación de la obstrucción parlamentaria de los radicales, que tuvo su reflejo en la derrota de los candidatos del gobierno en unas elecciones municipales parciales que se celebraron en el mes de abril. Esta derrota, unida al desgaste que provocó la batalla con la opinión católica en torno a la Ley de Congregaciones Religiosas, le obligaría a modificar su gobierno a mediados de junio, aunque sólo pudo sobrevivir hasta el mes de septiembre, después de que el gobierno sufriera un nuevo revés en las elecciones para vocales del Tribunal de Garantías Constitucionales.

En las elecciones generales de noviembre de 1933, Manuel Azaña resultó elegido por la capital de Vizcaya pero su grupo político, fuertemente quebrantado por los resultados, pasó a la oposición después de que fracasara una iniciativa para que se anulara el resultado electoral y se formara un gobierno de izquierdas que convocara nuevas elecciones (Juliá, 1990, 311).

Desde la oposición política, Azaña acentuaría su labor propagandística y trabajo por la recuperación del entendimiento entre socialistas y republicanos de izquierda y, aunque no tuvo ninguna responsabilidad en el levantamiento revolucionario de octubre de 1934, fue detenido el día 9 y encarcelado hasta finales de ese año.


De vuelta a Madrid, se mostró reacio a participar en la vida política ordinaria pero se volcó en una serie de grandes mítines, “discursos en campo abierto”, que se inició en Valencia el 26 de mayo de 1935 y continuó en Baracaldo (julio), para terminar en el campo madrileño de Comillas, el día 20 de octubre. Estas reuniones masivas facilitaron el entendimiento entre los republicanos de izquierda y, más adelante, el acuerdo con partidos obreros que permitiría la coalición electoral del Frente Popular.

La inestabilidad política provocaría, poco después, la disolución del Congreso y la convocatoria de nuevas elecciones que se celebraron el día 16 de febrero de 1936. Azaña fue elegido diputado por Madrid (capital) y, tres días después de las elecciones, volvió a la presidencia del Consejo de ministros con un gobierno del que estaban ausentes los socialistas. El 10 de mayo, Manuel Azaña fue elegido Presidente de la República, después de que el Congreso de los Diputados hubiese destituido a Alcalá-Zamora.

La sublevación militar de julio de 1936, que se transformó casi inmediatamente en una guerra civil, le depararía momentos de gran congoja, como el del asesinato de su antiguo jefe político, Melquiades Álvarez, en el asalto a la cárcel Modelo de Madrid. Llegó incluso a considerar la posibilidad de abandonar su alta magistratura y, desde luego, dejó un poso profundo en su ánimo.


La proximidad a Madrid de las tropas sublevadas le obligaría a abandonar la capital el 19 de octubre. Marchó a Barcelona y, pocos días después, se instaló en el monasterio de Montserrat, donde no le faltaron tribulaciones provocadas por la entrada de los anarquistas en el Gobierno.

Desde comienzos de 1937 aumentó su presencia en los escenarios de la guerra y trabajó, con conocimiento del Gobierno, por una solución del conflicto que pusiera fin al sufrimiento de los españoles.

El enfrentamiento entre los anarquistas y la Generalidad de Cataluña –“sucesos de mayo de 1937”– le sorprendió en la capital catalana y puso en peligro su seguridad personal, por lo que se trasladó a Valencia y se instaló en La Pobleta, una finca cercana a la ciudad. Desde allí se trasladó a Madrid, a finales de ese año, para visitar los frentes de guerra. Poco después se instalaría cerca de Barcelona.

El convencimiento de que la guerra civil estaba perdida para la República, hizo que Azaña explorara alguna vía de mediación para obtener la paz, lo que atrajo la sospecha de algunos políticos, sobre todo comunistas, que le acusaron de derrotismo. En julio de 1938, en el que habría de ser su último gran discurso de la guerra Azaña ya sólo pudo apelar a “la paz, la piedad y el perdón”.

En enero de 1939, cuando empezó a hacerse aún más evidente la derrota de la República, Azaña inició un viaje que le conduciría, desde su alojamiento en Tarrasa, hasta Francia y el exilio. En el camino hizo cortas estancias en el castillo de Perelada y en La Vajol (Gerona), muy cerca ya de la frontera francesa, en donde realizó sus últimas gestiones como Presidente de la República en suelo español. Pasó la frontera el día 5 de febrero de 1939.


El primer domicilio de Azaña en tierras francesas fue en “La Prasle”, la casa de su cuñado Cipriano, en Collonges-sous-Salève (Alta Saboya), junto a la frontera suiza y muy cerca de Ginebra. Dos días después marchó a París, para volver a “La Prasle” a finales de mes, antes de que Francia reconociera el régimen del general Franco. Azaña hizo pública su dimisión de la Presidencia de la República española el día 27 de febrero.

El comienzo de la Segunda Guerra Mundial, con la invasión alemana de Polonia a comienzos de septiembre de 1939, puso de manifiesto que el lugar elegido por Azaña para residir, tan cerca de la frontera suiza, no resultaba demasiado seguro y, a comienzos de noviembre, se estableció en Pyla sur Mer (Gironde), al sur de Arcachon y cerca de Burdeos.

La invasión alemana de Francia, en junio de 1940, aconsejaría un nuevo traslado de un Azaña en el que los médicos habían descubierto serios problemas cardiacos. La última etapa, en compañía de su esposa, le llevó hasta Montauban (Tarn y Garona), al norte de Toulouse, en donde tuvo que soportar el acoso de las nuevas autoridades españolas, ansiosas de conseguir su extradición. En los últimos días, recibió las visitas de monseñor Pierre-Marie Théas, el nuevo obispo de Montauban, que se había interesado por la suerte de la familia Azaña y fue acogido con afecto por el enfermo en su residencia del hotel du Midi.

Allí le llegaría la muerte el día 3 de noviembre de 1940.


 


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