PLANTEAMIENTO
Estamos convencidos de que la reforma del modelo procesal civil chileno es una necesidad que debe afrontarse con el mismo entusiasmo demostrado a propósito de la reforma procesal penal.1 El deficiente funcionamiento de la Justicia Civil, maniatada por un modelo procesal profundamente escrito, así lo viene exigiendo, principalmente atendiendo al excesivo e injustificado tiempo que de ordinario debe transcurrir desde el comienzo del proceso hasta el logro de una resolución eficaz, vale decir, con capacidad de producir transformaciones reales en las vidas de quienes han acudido a los tribunales.
Hemos sostenido en otros lugares2 que la reforma procesal civil nacional debe saber introducir el modelo de proceso civil por audiencias, donde el predominio formal sea de la oralidad. Identificamos en el modelo oral una serie de facilitadores formales que permitirían superar la situación actual. Ahora bien, hemos advertido también sobre la necesidad de proceder en esta materia esquivando los excesos puramente teóricos que han solido acompañar a una manoseada y en ocasiones desperfilada "idea símbolo" de la oralidad.3 Tanto los mitos como las utopías, desgraciadamente, han estado "a la orden del día",4 olvidando la realidad práctica y mezclando una cuestión de carácter técnico5 con consideraciones de carácter político.
Uno de los puntos más relevantes a abordar en esta señalada reforma procesal civil liga con la necesidad de terminar con la extendida imagen de una Justicia lejana y distante, donde el juez aparentemente figura y se sitúa al final de los dilatados trámites que comprende el proceso civil criollo. Consideramos que el modelo oral estructura el trabajo jurisdiccional, de modo que cada asunto puede ser mejor seguido y conocido por el tribunal desde su inicio, cuestión especialmente relevante en lo que se vincula con la práctica y valoración de la prueba.6 El modelo de proceso por audiencias se sostiene en la inmediación efectiva e inexorable del juez, lo que en gran medida permitiría cambiar el modelo de juez que tenemos.
En estas breves líneas intentamos fundamentalmente dos cosas. En primer lugar, un diagnóstico y explicación de la situación actual real en relación con el punto que en este trabajo nos interesa. Y, en segundo lugar, procedemos al análisis del modelo de juez que requiere un modelo procesal oral como el que venimos postulando, revalorizando la importancia de la inmediación judicial efectiva en el acierto y justicia de las decisiones, pero descartando la conveniencia de la asunción de posiciones doctrinales que atentan tanto con la imparcialidad y neutralidad del juzgador como contra la razonabilidad que finalmente debe imponerse si se atiende a los dictados de la experiencia práctica.
II. Proceso civil vigente: El paradigma del juez lector y sentenciador
El diseño del vigente modelo procesal civil chileno claramente se sostiene en la escritura como regla formal casi exclusiva. De hecho, el brocardo jurídico quod non est in actis est in mundo y el protagonismo del expediente no cuentan con unos contrapesos efectivos, ni aún en aquellas instancias o procedimientos en los cuales el legislador ha pretendido la introducción de mayores grados de oralidad.7 Así las cosas, la marcada estructura escrita del proceso civil y la arraigada cultura de la escritura han supuesto un obstáculo derechamente insalvable para la introducción de cambios con incidencia real. Es más, los operadores y sujetos jurídicos han sabido acomodar su actuación a las reglas conductuales propias del modelo escrito, facilitando de esta manera el surgimiento y la consolidación de los importantes problemas que han caracterizado el funcionamiento del sistema procesal civil nacional.
A esta deficiente situación no han podido escapar nuestros jueces, quienes se han visto inmersos en un modelo procesal que por un lado claramente privilegia la excesiva acumulación de papeles y actas y por el otro minusvalora la concentración procesal y pone cortapisas prácticamente insalvables a la inmediación judicial. Esta situación, que puede calificarse de estructural, vale decir, proveniente del diseño formal escrito que recoge el CPC, debe entenderse como la causa fundamental del modelo de juzgador que tenemos, "visible" en la mayoría de los casos sólo al momento de dictar la sentencia.
Efectivamente, el carácter profundamente escrito del procedimiento civil criollo, su innegable disgregación y desconcentración y su excesiva duración han generado el fenómeno de la "desaparición" del juez durante el curso del mismo, salvo en lo que se relaciona con la dictación de las resoluciones. En esta dinámica formal se ha impuesto la intermediación y la delegación, incluso con el apoyo de expresas normas legales que así la autorizan, resintiendo de esta manera actividades procesales tan centrales como la prueba, donde paradójicamente el destinatario es el juez.8
En definitiva, la situación es bastante delicada, por no decir derechamente grave. La forma escrita no se ha mostrado como una buena compañera cuando se trata de la actividad de la prueba, y no lo ha sido porque un proceso civil tan escrito como el que recoge el CPC apunta en la dirección contraria a la que aparece como la más razonable, conveniente y útil tratándose de la actividad probatoria, la que exige un contacto directo y frontal del juez con las partes y sus distintos medios de prueba. En un sistema escrito que tiende a la desconcentración y dispersión de los actos, también de las actuaciones probatorias, la inmediación judicial en la práctica probatoria suele no tener un correlato efectivo con aquello que disponen las normas legales.
Digámoslo con toda rotundidad. El hecho de que la actividad probatoria se lleve a cabo en un escenario procesal tan escrito y desconcentrado ha demostrado ser fuente de importantes dificultades y, sobre todo, de claro desaliento para el concurso efectivo de la presencia del juez en la actividad relativa a la práctica de las pruebas, ello no obstante normas que así expresamente lo exigen. Con todo, por extraño que pueda resultar, ha sido la propia normativa procesal la que ha terminado evidenciando la incompatibilidad existente entre un sistema escrito y la posibilidad de una efectiva inmediación judicial. Por ejemplo, frente a normas en principio9 favorecedoras de la inmediación como las contenidas en los artículos 365 (prueba testimonial) o 388 (absolución de posiciones) se pone a disposición otras como la norma del artículo 390 COT, claramente legitimante de la extendida mediación impuesta en la práctica, especialmente perjudicial tratándose de las pruebas personales, seriamente desperfiladas en su importancia,10 actualmente a cargo de los receptores o, en cualquier caso, bajo responsabilidad de otros funcionarios distintos del juez que actúan como ministros de fe.11
El modelo escrito que tenemos no incentiva la efectiva presencia del juez en la práctica probatoria. Lo contrario en realidad, el sistema facilita la rápida extensión de la intermediación, con la consiguiente invisibilidad del juez en esta importante actividad. Debe existir en nuestros jueces un sentimiento de inutilidad12 respecto a la inmediación, motivado por la dispersión y desconcentración existente a propósito de la práctica de pruebas, empero también por el prolongado y excesivo tiempo que transcurre desde esta práctica probatoria dispersa y la dictación de la sentencia. De hecho, por el diseño que impone la estructura escrita y desconcentrada de nuestro proceso, resulta prácticamente imposible que los jueces puedan dictar la sentencia con el recuerdo cercano de la prueba rendida (suponiendo que haya efectivamente asistido a dicha práctica probatoria). Todo transcurre lentamente,13 en los tiempos que requiere el proceso escrito, de forma tal que cuando la causa llega al estado de dictar la sentencia, el juzgador que, prescindiendo de intermediarios, sí se ha dado el trabajo y tomado el tiempo de presenciar la práctica de las pruebas habrá debido fallar entretanto ya varios casos de variada complejidad, razón por la cual la mayoría de las veces habrá olvidado lo que ha presenciado y escuchado directamente en persona, quedando constreñido a la constancia escrita que figura en las actas.
A lo anterior debe sumarse otra cortapisa contra la inmediación judicial, cual es que el sistema existente no impide la sustitución del juez durante la substanciación del juicio. En tal eventualidad, es uno el juez ante el cual se rinden las pruebas y otro aquel que finalmente debe resolver el asunto. Esta posibilidad atenta contra la inmediación en su sentido estricto que, como se sabe, bien exige que el juez que resuelva al asunto sea el mismo que haya presenciado la práctica de las pruebas, única manera, por lo demás, de que la regla procesal no sea vaciada de contenido.
En definitiva, el dominio estructural de la escritura hace surgir en los jueces el convencimiento de la inutilidad o inoportunidad del contacto directo con los elementos que componen la causa, especialmente con los medios de prueba, ya que todos sus resultados deben ser consignados en actas y serán éstas las únicas que deban utilizarse para pronunciar la decisión. El juez renuncia a presenciar la práctica de las pruebas, de lo cual se hace cargo un intermediario, tomando conocimiento de ella posteriormente por la transcripción escrita que dicho intermediario ha realizado en las actas. Así planteadas las cosas, la delegación, la mediación, la intermediación y la validación de referencias ajenas surgen como la alternativa ofrecida desde la práctica, apoyada como vimos en la propia Ley.
Se posterga así la actividad más trascendente del proceso, entregándola a sujetos intermediarios cuya actuación, por mayor esfuerzo que pongan, genera importantes defectos en la integridad del convencimiento judicial, especialmente en lo que liga con las denominadas pruebas personales, dado el alejamiento o el desconocimiento mismo de la fuente de prueba. Los indudables límites de la transcripción escrita contenida en las actas levantadas por los intermediarios terminan reflejándose al momento de la formación de la convicción judicial y de la valoración de las pruebas.14
El juez debe resignarse "escarbando"15 entre los generalmente numerosos escritos acumulados en el "sagrado" expediente, donde -añadidas- figuran las actas en las cuales se recogen las pruebas rendidas ante otros sujetos delegados. En este lamentable esquema de trabajo el juez chileno acostumbra fallar sólo leyendo el expediente que se pone a su disposición; de allí que hablemos del paradigma o modelo de juez lector.16
Claramente, la "visibilidad" del juez, esto es, de aquel tercero imparcial llamado a resolver el conflicto que enfrenta a las partes, se encuentra debilitada bajo el actual régimen escrito recogido por nuestra Ley procesal civil. Prácticamente el juicio entero, desde la demanda hasta la sentencia, puede transcurrir en primera instancia sin que las partes, ni siquiera sus abogados, se enfrenten en ningún momento con el juez ni éste por consiguiente los vea ni escuche. Así las cosas, el juez nacional constriñe su actividad prácticamente a la de dictar las sentencias y resoluciones (de allí que hablemos también del paradigma o modelo de juez sentenciador), que se convierte en el momento procesal en el cual el juez, tras la solitaria lectura del expediente, adquiere el conocimiento del proceso y su concreto objeto. De ordinario se culpa de esta situación al exceso de carga de trabajo, también a la tradicional pasividad de la Magistratura, pero lo cierto es que el verdadero culpable de estos problemas debe buscarse en la estructura del sistema escrito que hace inviable una compaginación real con la inmediación judicial.17 Derechamente, estimamos que el actual es un sistema formal que potencia la ausencia del juez, por ello la clara necesidad de cambios en este sentido.
III. MODELO PROCESAL ORAL: LA PLATAFORMA NECESARIA PARA EL MILAGRO DE UN JUICIO CIVIL CON JUEZ VISIBLE Y DIRECTOR. EL ACECHO DE LOS MITOS Y UTOPÍAS
Creemos que la solución a esta ausencia o "invisibilidad" del juez debe buscarse en la implementación de un profundo cambio en el diseño estructural del actual proceso civil donde la oralidad y sus reglas, vale decir, la concentración procesal, la inmediación judicial y la publicidad tomen la palabra, reservando la regla de la escritura solamente para aquellas actuaciones procesales que la requieran, como las alegaciones iniciales.18
En efecto, la opción por un modelo procesal oral se sostiene en una estructura y en unas coordenadas formales claramente diversas a las que hoy identifican nuestro modelo procesal. De entrada, en él la prueba del material fáctico aportado por las partes se produce oral y concentradamente, con la inmediación efectiva del juez y con general publicidad. Son estas coordenadas formales presentes en la fase de la prueba las que bastan para identificar al sistema oral,19 sin perjuicio de reconocer que la adecuada regulación de una audiencia previa al acto del juicio con sus tradicionales y muy útiles finalidades saneadoras y delimitadoras tanto del objeto del juicio como de la prueba debiera contribuir decisivamente en la rápida consolidación del nuevo sistema.
Los efectos positivos de un modelo procesal oral en la materia probatoria no se discuten.20 En efecto, junto con aportar flexibilidad y espontaneidad en el procedimiento probatorio, en este modelo procesal se apuesta por la concentración probatoria en única audiencia (aunque conste de varias sesiones) y en la sede del tribunal, lo que se plantea como una solución mucho más razonable que la que tenemos, especialmente frente a la actual dispersión de la práctica de las pruebas. Claramente, la concentración favorece y posibilita la aplicación efectiva de la oralidad en esta fase del proceso. Con su previsión se debe perseguir que las actuaciones probatorias orales verificadas en el acto del juicio, su desarrollo y resultados permanezcan en la memoria del juez al momento de dictar la sentencia, cuestión que se vería dificultada o imposibilitada si junto con la regla de la oralidad no se recogiese también la exigencia de concentración en la práctica probatoria. Al imponerse una práctica probatoria fundamentalmente concentrada y consagrarse la proximidad de dicha práctica con el momento de dictar sentencia se posibilita también la inmediación efectiva y real (el juez de verdad deberá estar siempre presente), lo que debe permitir obtener los mayores provechos del contacto directo, frontal y concentrado del juzgador con las partes y sus medios de prueba, facilitando asimismo la valoración judicial.
La inmediación judicial (hablamos de sus dos sentidos: el amplio y el estricto) aparece claramente fortalecida en la estructura procesal oral y concentrada.21 Genera el verdadero "milagro" de una práctica de la prueba con efectiva presencia y participación del juez, donde la intermediación en esta importantísima actividad ya no tiene espacio. La estructura del modelo termina forzando la presencia efectiva, directa y real del juez en la práctica de la prueba.22 Se impone el contacto e intervención directos e inmediatos sdel juzgador respecto a la actividad probatoria, desde luego como una medida procesal básica para garantizar la justicia y acierto de la actividad jurisdiccional decisoria. El juez forma su convicción a través de la presencia directa en la práctica de las pruebas, a través del contacto directo con las personas que intervienen en la audiencia, todo lo cual debe ir complementado con la asunción de un sistema de valoración libre de la prueba (según las reglas de la sana crítica) que mantenga solamente aquellos criterios legales que constituyan máximas de la experiencia indubitadas.
El modelo procesal civil oral debe instalarse en nuestro país para satisfacer la necesidad de estructurar el trabajo jurisdiccional más racionalmente, de modo tal que cada asunto sea mejor seguido y conocido por el tribunal, especialmente en lo que liga con la práctica y valoración probatoria, cambiando así la imagen de una Justicia lejana y distante, aparentemente situada al final de dilatados trámites, tras los cuales en muchas ocasiones resulta difícil que se perciba el real interés y esfuerzo de los Tribunales y de quienes los integran. A su turno, un diseño formal oral y concentrado del proceso civil, sostenido efectivamente en esta implicación inicial y permanente del juez con la causa, sin intermediarios, ha de constituir un importante reto para los jueces al imponerles un profundo cambio de hábitos, viéndose éstos forzados a abandonar su habitual distancia generada y fomentada, no caben dudas, por un modelo escrito reconocido multiplicador de la intermediación y de la dispersión procesal, posibilitando por fin un encuentro que se asume muy complejo e irreal en un modelo escrito como el consagrado en el CPC, no otro que entre la inmediación judicial y el proceso civil.23
Evidentemente una nueva normativa sostenida en el modelo oral debiera exigir expresamente que el mismo juez que presenció la práctica de las pruebas sea quien dicte la sentencia. La exigencia de un contacto directo e inmediato entre el juez y las pruebas se justifica en que su certeza sobre los hechos deba formarse sobre lo visto y oído, no sobre el reflejo documental escrito del resultado de los medios de prueba, de modo que la consecuencia es que el juez que ha presenciado la prueba necesariamente ha de ser el mismo que dicte la sentencia.24
Como puede verse, la asunción efectiva de un proceso civil oral debe aparejar un verdadero nuevo modelo de juez civil que asuma una posición mucho más cercana con la causa, las partes y muy especialmente con la práctica de las pruebas, que abandone el tradicional rol de juez lector para transformarse en un juez visible, director, presente y partícipe, cambio que viene impuesto por las concepciones más racionales del Derecho Procesal, ya recogido en los regímenes procesales civiles de distintos países tanto de América Latina como de Europa.
Con todo, y aquí comenzamos a referirnos a los peligros de los tentadores mitos en esta materia, es nuestra posición que conviene introducir los cambios en la estructura procesal civil sin caer en extremos que alteren la esencia de los principios en los cuales se sustenta razonablemente un sistema procesal civil, esto es, el principio dispositivo y de aportación de parte,25 que, como bien se sabe, encuentran su fundamento y origen en la naturaleza predominantemente privada o individual de los derechos e intereses en juego,26 lo que explica que el proceso se construya asignando a las partes un papel muy importante. Por ello, como no debe ser de otra forma, de las partes depende la existencia del proceso,27 como también la determinación de su objeto.28 Lo propio en cuanto a los concretos resultados del proceso, los que dependen en importante medida del adecuado ejercicio por los litigantes de las distintas oportunidades de actuación procesal previstas por la Ley, muy especialmente lo que liga con la aportación al proceso de los elementos fácticos y la prueba de los hechos que les interesen.29
Dicho más claramente, la mayor y más intensa intervención que postulamos para el juez civil en un posible modelo procesal oral debe traducirse fundamentalmente en mayores poderes de dirección y control formal del proceso, particularmente del debate oral y concentrado que se propicia en este sistema oral, empero no compartimos, por las razones que expresaremos a continuación, aquellas posiciones doctrinales que asocian la introducción de la oralidad con un mayor protagonismo del juez en materia de iniciativa probatoria, pretendiendo conferirle amplísimas facultades (en realidad deberes)30 en la decisión respecto de la práctica de diligencias probatorias tendentes al descubrimiento de la verdad. Es en este punto donde creemos que resulta útil y necesario el ejercicio de no dejarse llevar tan fácilmente por un exceso de entusiasmo que pueda afectar las bases sobre las cuales, a nuestro juicio, se debe construir un proceso civil.
Desde luego, lo que a continuación comentamos sobre esta cuestión lo hacemos desde la certeza de que en la realidad no existen sistemas de enjuiciamiento civil puros que entreguen toda la conducción del proceso a las partes o, por el contrario, al juez.31 En consecuencia, el problema, si bien importante, debe asumirse desde esa perspectiva que otorga la realidad (a la cual no cabe desatender), sin pretender ofrecer postulados de aplicación absoluta. Dependiendo de la posición que se sostenga, se podrá estar mucho más cerca de uno u otro extremo, empero admitiendo la necesidad (al menos la realidad) del posible contrapeso matizador de alguna manifestación del principio opuesto.32 Con todo, es importante insistir aquí en que la cautela debe ser la principal consejera en estas relevantes materias, evitando con ella derivar en conclusiones que, junto con no ser del todo razonables en el terreno procesal civil y comprometer el deber de imparcialidad del juez, sólo se sostengan desde la comodidad de la teoría procesal, sin la posibilidad de verse reflejadas efectivamente en la realidad práctica.
Creemos que en el campo de acción que corresponde al proceso civil es de suyo razonable y, desde luego, conveniente, que la Ley confíe fundamentalmente a las partes la tarea de alegar (introducir) y probar los hechos que les interesen, debiendo el juez juzgar según las alegaciones y pruebas aportadas por las partes, sin que esté, por regla general, habilitado para introducir por sí mismo hechos nuevos de carácter fundamental ni para realizar o intervenir en más actividad probatoria que la solicitada por las partes del juicio. Estamos convencidos que rectamente entendidos estos principios (sin caer en excesos ya superados)33 deben mantenerse en un modelo procesal oral, sin perjuicio de los necesarios matices que admitamos en lo que se relaciona con la iniciativa probatoria judicial. Insistimos, como regla, los procesos civiles persiguen la tutela de derechos e intereses legítimos de determinados sujetos jurídicos, a los cuales debe corresponder la iniciativa procesal y la configuración y determinación del objeto del juicio, y en donde las cargas atribuidas a ellos y su lógica diligencia para obtener la tutela solicitada debe configurar, razonablemente, el trabajo del tribunal. No aparece razonable ni conveniente que al órgano jurisdiccional le corresponda o incumba sustituir la labor de las partes a través de la investigación y comprobación oficiosa de la veracidad de los hechos.
Pero, como lo hemos dicho, la nuestra no es una opinión que sea compartida por toda la doctrina procesal. La verdad, debemos decir que en Chile y Latinoamérica34 un importante sector de la doctrina sostiene planteamientos que se alejan de los nuestros.35 En efecto, se trata de posiciones que instan por mucho mayores grados de intervención del juzgador que, en lo que respecta a su origen y fundamento, se encuentran apoyadas en la ideología publicista nacida con F. Klein36 y la Ordenanza Procesal Civil austríaca de 189537 propagada durante el curso de la centuria pasada en gran medida gracias a la extensión del fenómeno conocido como la socialización del proceso civil, que ha calado fuertemente en el procesalismo latinoamericano.
Desde estas posiciones doctrinales (generalmente autodenominadas modernas o progresistas),38 principalmente y en lo que más nos interesa a los efectos de este trabajo, lo que se cuestiona es el reparto de facultades materiales de dirección del proceso entre el juez y las partes, postulándose un considerable incremento de facultades probatorias del tribunal, mediante el cual se persigue la obtención de una decisión justa39 basada en el establecimiento de la verdad de los hechos históricos. De hecho, en lo que respecta a nuestro actual modelo de juez civil si bien se reconoce por la doctrina la existencia en el CPC de algunas disposiciones que persiguen la aplicación del principio de investigación judicial de oficio, se alega la necesidad de ampliarlo.
Se señala por esta doctrina que si bien los litigantes son libres de disponer de los intereses deducidos, no lo son en cuanto al proceso y su desarrollo, siendo el proceso no sólo un instrumento dirigido a la tutela jurisdiccional de derechos privados, sino además una función pública del Estado.40 Bajo el amparo de esta idea publicista y socializadora del proceso se postula limitar significativamente el concreto alcance del principio de aportación de parte y redistribuir las facultades mediante la atribución al juez de mayor poder en el esclarecimiento del asunto sublite, por tanto, mayores iniciativas probatorias y la consecuente posibilidad de utilizar todos los medios de prueba sin tener en cuenta las proposiciones de prueba que puedan formular las respectivas partes. En este sentido se ha dicho que la realización de los fines de interés público en la Administración de Justicia en el proceso civil sólo se obtendrá con un proceso inquisitivo en cuanto a la búsqueda del material probatorio y con libertad de apreciación de los medios de prueba aportados por el juez que debe pronunciar la sentencia.41
No compartimos las posiciones favorecedoras de un juez claramente "activista" en materia de iniciativa probatoria, a pesar de que han logrado tener materialización en varios textos procesales de la Región,42 incluso en el Código Procesal Civil Modelo,43 a sabiendas del riesgo de ser catalogados como contrarios a las tendencias "modernas".44 Estimamos que las aplicaciones que se pretenden respecto al papel del juez en materia probatoria para el fenómeno de la socialización del proceso civil se traducen en excesos doctrinarios que, confundiendo los poderes-deberes materiales y los poderes-deberes procesales de dirección del proceso, ya parten de un mito, la fijación como un objetivo de la búsqueda de la verdad de los hechos materiales o históricos en el proceso civil.45
La prueba "civil" la entendemos como la actividad procesal desarrollada por las partes -con el tribunal- mediante la cual se pretende o persigue que el juez adquiera el convencimiento sobre la verdad o certeza de una afirmación fáctica, o bien, su fijación como ciertos a los efectos del proceso. Bien vista, esta conceptualización de la prueba esquiva el importante irrealismo en el cual han incurrido algunas posiciones. En efecto, cuando decimos que la prueba es la actividad procesal a través de la cual se persigue que el juzgador adquiera la convicción o el convencimiento sobre la verdad de un hecho afirmado por alguna de las partes, no decimos que la demostración o averiguación de la verdad de ese hecho constituya la finalidad que tenga asignada la prueba en el marco del proceso civil. Y no lo decimos porque el tiempo en que la verdad material o histórica de los hechos pretendía ser el fin del proceso civil lo asumimos superado por la realidad del propio proceso, por las dificultades que apareja la propia naturaleza del proceso civil que, a diferencia de lo que de ordinario acontece en los procesos penales, condiciona y limita al juez respecto a sus posibilidades para dar con la verdad material. Bien se ha dicho que la prueba procesal civil es actividad verificadora, no investigadora.46
Creemos que las posiciones adscritas o inspiradas en el señalado fenómeno de la socialización del proceso civil pecan, con buenas intenciones, de irrealismo utópico. Lo que se persigue con la prueba no es otra cosa que la convicción psicológica del juez, respecto de la verdad o certeza de los hechos afirmados por las partes. La finalidad de la prueba civil no radica (porque no puede) en la verdad histórica o en la realidad material de los hechos, sino en la obtención de la convicción subjetiva que el juzgador logre formarse una vez practicadas las pruebas.47 En otros términos, debe ser suficiente que el juez esté moralmente convencido de la verdad de un hecho o que tenga la certeza de la afirmación fáctica. En un proceso civil, el convencimiento del juzgador sobre la verdad o certeza de las afirmaciones de las partes debe formarse en el marco de posibilidades y limitaciones que le son consustanciales atendida su propia naturaleza. La convicción del juez se debe de lograr, no sin complejidades y dificultades (no las negamos), a partir de ellas. Pretender articular el diseño procesal de un "super juez civil", por sobre todas las cosas activista y poseedor de considerables y amplias facultades en materia de iniciativa probatoria es sin dudas ilusorio,48 pero también puede resultar atentatorio al deber de imparcialidad judicial en aquellos casos en que se utilicen efectivamente.
Aun no asumiendo el mito de la verdad histórica o material, mantenemos que la importancia de la actividad procesal probatoria es innegable y claramente decisiva en el desenlace del proceso civil. Es la convicción psicológica del juzgador sobre la verdad o certeza de una afirmación fáctica lo que está en juego. O, en su caso, su fijación como ciertos a los efectos del proceso. Además, decir que no puede ser exigible que la verdad histórica o material coincida con la que arroje la práctica de la prueba, no implica decir que en esta clase de procesos deba renunciarse completamente a ella. De hecho, creemos que lo más normal será que todavía tratándose del proceso civil deba tenderse hacia ella, aunque en ocasiones no se alcance, y a ello justamente debe apuntar la más razonable estructuración del proceso civil bajo las coordenadas de la forma oral, la concentración probatoria y la inmediación judicial efectiva. En efecto, estimamos que las limitaciones ínsitas en el proceso civil de las que hemos hablado deben de alguna manera y en algún grado "contrapesarse" con una regulación procedimental de la práctica de la prueba que tienda a la facilitación del contacto inmediato del juez, el fundamental destinatario de la prueba, con los medios de prueba. El saber combinar la oralidad del procedimiento y la inmediación judicial efectiva producirá claras ventajas en las posibilidades de mayor acercamiento al descubrimiento de la relación jurídico material envuelta en el proceso, permitiendo al juez formular preguntas y solicitar explicaciones o aclaraciones, poder apreciar directamente los signos externos de las partes, testigos y peritos, todo en orden a la obtención de la plenitud del material de hecho en el proceso y para asegurar la obligación de veracidad de los intervinientes.49
Es importante no hacer de toda cuestión una discusión fundamentalmente inútil donde un nuevo modelo de juez civil aparezca más como una caricatura que convierte al juzgador en una especie de superhéroe popular con exceso de protagonismo, que como una figura conveniente, respetuosa del deber de imparcialidad y posible de implementar. En esta señalada dirección, el hecho de que sostengamos una posición que se aparte de las tendencias procesales "socializadoras" en esta materia, no nos impide decir que el proceso civil, a pesar de las limitaciones que impone su naturaleza, no puede entenderse totalmente desapegado de la realidad (que se introduce al proceso a través de los medios de prueba) y, por ello, su concreta regulación procesal estructural debe necesariamente traducirse en un instrumento que sea más razonable para el correcto, adecuado y eficaz ejercicio de la función jurisdiccional en las materias civiles. Aquí radica, a nuestro modesto parecer, el papel del modelo de proceso civil por audiencias, sustentado en la forma procesal oral, pero asumida razonablemente sin caer en maniqueísmos.
Sin embargo, de reconocer esto a predicar la necesidad de introducir un aumento considerable de los poderes-deberes del juez en materia de iniciativa probatoria hay un importante trecho que, creemos, no es aconsejable recorrer. Insistimos en la necesidad de distinguir aquello de lo que se trata esta discusión; una cosa es aumentar los poderes del juez respecto de la dirección y control formal del proceso (facultades procesales de dirección), y otra bien distinta pretender aumentar de manera considerable los poderes del juzgador referido a elementos que pueden servir para determinar el contenido del fallo, como sería acordar prueba de oficio (facultades materiales de dirección).
A nuestro juicio no sería razonable, ni tampoco asequible, que fuesen los jueces civiles quienes tuviesen que ocuparse de comprobar la certeza de las afirmaciones de los hechos introducidas por las partes.50
¿Por qué no estimamos razonable el activismo judicial que se postula en materia probatoria? Siguiendo a De la Oliva Santos, estimamos que el proceso en general y por cierto el proceso civil se estructura a la base de dos posiciones distintas y enfrentadas y de un juez que, situado neutralmente por encima de ellas, presencia y dirige una posible controversia entre quienes ocupen esas posiciones.51 Hemos admitido ya la posibilidad de matices, pero de lo que se trata ahora es de advertir sobre los peligros de introducir un modelo de juez que altere de manera considerable el rol que le corresponde, llegando a nuestro juicio a violentar la imparcialidad que debe mantener. Imparcialidad que, por lo demás, viene asumida con contundencia y claridad al más alto nivel normativo, tanto por nuestra Constitución Política52 como por las Declaraciones y Tratados de Derechos Humanos.53
La imparcialidad no solamente integra la idea o noción de debido proceso,54 sino que también es preponderantemente un "elemento definitorio" que es identificador de la Jurisdicción.55 De allí que la posible introducción de cambios en el modelo de juez civil debe tener a la vista que su concreta configuración debe encajar dentro de los márgenes que exige un proceso regido por los principios dispositivos y de aportación de parte.56 Pues bien, es evidente que postular un considerable aumento de las atribuciones probatorias de los jueces, promoviendo la existencia de un modelo de juez sustentado en el activismo,57 asignándoles amplios poderes probatorios para la pretendida búsqueda de la verdad,58 arriesga, aunque los poderes digan sólo relación con los hechos discutidos e introducidos por las partes,59 la debida imparcialidad del juzgador, pues al hacer uso de estos poderes podría decantarse a favor o en contra de una de las partes, favoreciendo a una en perjuicio de la otra, afectando la igualdad de las partes60 y el método acusatorio de debate.61
Estas posiciones revelan una clara desconfianza en los profesionales que asumen la defensa de las partes, asumiendo que son incapaces de llevar a cabo su trabajo, de allí que pretendan un juez civil asistencial que mediante sus superpoderes de investigación lleve al proceso a un justo término.62 Creemos que si bien es cierto que con anterioridad a la práctica de la prueba decretada sin que exista petición de parte no necesariamente se sabe a quien puede beneficiar o perjudicar la decisión de practicarla, implicará siempre un juicio de valor y una actuación judicial que mermará, en mayor o menor medida, la imparcialidad del juez. Compartimos esta opinión: El juez que actúa como investigador en orden a procurar la verdad para lograr con ella la Justicia conforme con lo que él mismo entiende que es ese valor, se convierte en una rara mezcla del justiciero Robin Hood, del detective Sherlock Holmes y del buen juez Magnaud.63
Además, gravar a los tribunales civiles con esta responsabilidad de investigación sería también poco razonable pues la realidad y la experiencia práctica ha demostrado que son las propias partes quienes se encuentran en mejores condiciones que nadie para lograr un resultado de certeza sobre los hechos relevantes para la decisión jurisdiccional que se requiera en cada caso.64 Nadie mejor que las partes pueden conocer los medios de prueba acreditadores de la certeza de sus alegaciones fácticas. Allí, desde luego, debe encontrarse la lógica explicación a que los sistemas procesales civiles no se basen, por regla, en el principio de investigación de oficio. De allí también la razonabilidad de que sean las partes los protagonistas de la iniciativa y del esfuerzo probatorio.
El juzgador debe, como ya lo dijéramos, mantenerse neutralmente por encima de ellas,65 incluso respecto de medios de prueba en donde actualmente el CPC le asigna iniciativa probatoria como ocurre en el art. 412 que lo autoriza para decretar de oficio el reconocimiento de peritos.66 Tampoco compartimos que, por el aparentemente inocente trámite de las diligencias para mejor resolver del art. 159 se otorguen al juez, casi por "contrabando procesal", amplias facultades para ordenar de oficio cualquiera diligencia de prueba conducente a la investigación de la verdad histórica acerca de los hechos, con prescindencia de la petición de las partes.67 La adecuada solución a los problemas de funcionamiento de nuestro proceso civil no puede ni debe pasar por una asignación al juzgador de poderes de iniciativa probatoria de dirección material, esto es, aquellos que afectan el contenido de la sentencia. Los principios que lo gobiernan, la razonabilidad, la experiencia y la prudencia lo indican.68 La garantía de la imparcialidad de esta forma lo exige.69
A mayor abundamiento, los excesos en esta materia pueden derivar en una serie de problemas prácticos, que dejen en nada las bondades que se pretenden del cambio de modelo de juez que se propugna. En efecto, si se acepta la asunción de la figura del juez civil activista: a) ¿Qué pasará con la carga de la prueba?; b) ¿Qué pasará cuando este juez no cumpla debidamente con la obligación que se le impone por la ley procesal?; c) ¿Podría este juez, dotado de estos considerables poderes, fundar su fallo desestimatorio en la falta de prueba de un hecho?; d) ¿Podría la parte afectada, no auxiliada por el juez, solicitar la nulidad de las actuaciones para que se retrotrajeran al momento de decidirse la prueba a practicar?; e) ¿Quién tendría que asumir las consecuencias negativas de la falta de prueba en estos casos?: ¿La parte?… ¿En qué quedamos entonces?70 Insistimos en la necesidad de cautela y prudencia al momento de introducir cambios en la materia. No se trata de conservadurismo, se trata simplemente de atender a la experiencia y a los principios sobre los cuales se levanta el proceso civil, e introducir avances y mejoras en nuestro modelo procesal acordes con ellos.71
Dicho claramente, no se puede plantear teorías y soluciones pensando que cada juez tiene a su cargo solamente un proceso y pretender que el legislador procesal regule los procedimientos de acuerdo a este pensamiento.72 Acaso se olvida que los jueces, en la práctica diaria, son generalmente reacios a utilizar las facultades-deberes de dirección que ya poseen, también relativas a la práctica de las pruebas. Acaso se pretende pasar de un juez civil que ni siquiera asiste a la práctica de las pruebas a uno que, con amplios poderes probatorios, se alce en un activo investigador de la verdad histórica.
Estimamos muy necesario afrontar la tarea reformadora del proceso civil chileno atentos a evitar soluciones doctrinales que por su intensidad alteren el alma mater del sistema procesal civil, empero añadidamente estén destinadas al fracaso en el terreno de la práctica. Si se pretende afrontar la reforma procesal civil con real seriedad no debe el legislador caer en la tentación de fórmulas doctrinales que puedan constituir una fuente de importantes problemas.73 La producción probatoria debe estar en manos de las partes, por ser más razonable (son las mejores conocedoras de las pruebas a las cuales pueden echar mano) y por constituir la única vía respetuosa con la garantía constitucional de imparcialidad.
Además, desde luego, la razonable vigencia de los principios de dispositivo y de aportación de parte no implica que el juez civil esté obligado a presenciar la práctica de las pruebas como si de una persona inerme se tratara, desprovista de toda intervención o facultad directiva.74 Asumiendo la clara conveniencia de apostar por la introducción de la oralidad al proceso civil criollo, y pensando en un modelo procesal sustentando en la oralidad, la concentración y la inmediación judicial efectiva, debe el legislador asegurar al juez razonables posibilidades de dirección en el momento de la práctica probatoria a través de las cuales éste pueda instar por el resultado final más justo posible, atendidos los elementos de hecho y de derecho aportados por las partes. Bien se ha dicho que en el momento de practicarse la prueba el juzgador no está sometido pasivamente ni mucho menos vinculado a las omisiones, errores o actividades fraudulentas, ilícitas o inútiles de las partes.75
Es necesario avanzar en el terreno procesal y procedimental, se deben arbitrar los mecanismos necesarios para que se facilite y asegure el acceso a la justicia, para que un nuevo proceso civil resulte un instrumento efectivamente accesible a todos (incluso para aquellos sin recursos),76 económico y eficaz y se deben contemplar los instrumentos procesales que eviten o en su caso sancionen la mala fe, el fraude y el ánimo dilatorio que pueda tener alguna de las partes. En aquello estamos de acuerdo, empero no deben confundirse las cosas y pretender para el diseño del proceso civil y su juzgador una realidad inquisitiva que derechamente no le corresponde, que le es claramente ajena.77
Los principios dispositivo y de aportación de parte deben continuar rigiendo en el proceso civil, sin contradicciones. Y, sobre todo, con un prudente y práctico criterio, apoyados en la sabia experiencia, se debe saber estructurar el proceso civil de modo tal que las facultades procesales de dirección que se contemplen para el juez sean efectivamente utilizadas por éste. La experiencia acumulada en la implementación de regímenes procesales civiles orales ha demostrado que su principal fuente de problemas -y por tanto de objeciones- viene dado por su efectivo nivel de practicabilidad, disminuido de manera importante en aquellos casos en donde concepciones doctrinarias bienintencionadas, pero alejadas de la realidad, se han logrado imponer.
Por ello que requiera de mucho juicio, prudencia y sobre todo sentido de la realidad el proceso de implementación de un modelo procesal civil predominantemente oral.
IV. CIERRE
A modo de cierre, quédese el lector con tres ideas fundamentales que, creemos, deben servir tanto para comprender la importancia del cambio que posibilita la asunción de un modelo procesal civil oral, especialmente en lo que se relaciona con la actuación judicial, como para estar atentos a cerrar la puerta de entrada a todos aquellos intentos que fundamentados en excesos teóricos mal asociados a la idea de la oralidad pretendan introducir elementos que distorsionen lo que es un proceso civil.
a. Está demostrada (a la vista de quienquiera acercarse a averiguar en torno al funcionamiento real de un tribunal civil) la dañina influencia que ha tenido la estructura procesal escrita y desconcentrada del proceso civil en el modelo de juez que tenemos, como dijéramos antes, fundamentalmente un juez sentenciador, prácticamente ausente e "invisible" en las demás actividades que comprende el proceso, situación especialmente preocupante por su dañina incidencia en la seriedad e importancia que cabe asignar a la actividad probatoria que, aunque verdadero eje de la estructura del proceso, se encuentra actualmente entregada a sujetos intermediarios (receptores o funcionarios distintos del juez) que en los hechos presiden su práctica y recogen sus resultados en actas sobre las cuales posteriormente el juez fundamenta su sentencia.
b. El modelo de juez que fuerza la estructura oral del proceso civil difiere con claridad del vigente. Por lo pronto, el modelo formal oral posibilita la existencia de un juez efectivamente visible no sólo al momento de dictar la sentencia, sino ya desde el inicio del proceso, y muy especialmente en la trascendente actividad de la práctica de las pruebas. Posibilita el surgimiento de la figura del juez presente, partícipe y director. De esta manera, además, se contribuye a mejorar la imagen de la Justicia, acercándola a los justiciables. La conjunción efectiva entre la forma oral y la concentración procesal y probatoria termina haciendo insoslayable la inmediación judicial, imponiéndose al juez la presencia efectiva en la práctica de las pruebas, presencia que por lo demás se valora por él como verdaderamente útil atendida la estructura concentrada del proceso y la clara proximidad que se plantea entre la recepción de las pruebas y la dictación del fallo. Es importante destacar que a la par del reconocimiento del enorme valor de la presencia judicial efectiva, es necesario que una futura normativa procesal civil impida cambios de juez durante el proceso, asegurándose que siempre sea el mismo juez que presenció la práctica de las pruebas el que termine fallando el asunto.
c. Finalmente, y en la misma línea que venimos sosteniendo en otros lugares, estimamos necesario afrontar el relevante desafío de la introducción de la oralidad en nuestro sistema procesal civil, sin caer en el error de materializar normativamente mitos abundantes en la doctrina. Debe evitarse la utopía doctrinaria, que bienintencionada sigue siéndolo. En este sentido, si bien es cierto que en el marco de un proceso civil oral debe rescatarse la importante figura del juzgador, perdida o desaparecida en el modelo escrito, ello no debe implicar tener que gravar a los Tribunales con cargas que no deben ni pueden asumir. Debe asumirse la oralidad del proceso sin complejos, empero sin excesos doctrinarios como los que provienen de aquellas posiciones que inspiradas en el fenómeno de la publicización o socialización del proceso pretenden otorgar al juzgador considerables poderes en materia de iniciativa probatoria los que junto con no pasar el test de la garantía de imparcialidad judicial, desprecian o al menos ignoran información proveniente desde la praxis. La razonabilidad, la sabiduría de la experiencia práctica, la prudencia y la lógica deben prevalecer.
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