Apuntes Personales y de Derecho de las Universidades Bernardo O Higgins y Santo Tomas.


1).-APUNTES SOBRE NUMISMÁTICA.

2).- ORDEN DEL TOISÓN DE ORO.

3).-LA ORATORIA.

4).-APUNTES DE DERECHO POLÍTICO.

5).-HERÁLDICA.

6).-LA VEXILOLOGÍA.

7).-EDUCACIÓN SUPERIOR.

8).-DEMÁS MATERIAS DE DERECHO.

9).-MISCELÁNEO


sábado, 1 de noviembre de 2014

158.-Discurso de Antonio Cánovas del Castillo III.-a

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;Paula Flores Vargas; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo;  Soledad García Nannig; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 

Retrato 

Contestación al Discurso de la Corona
1865-02-15 - Antonio Cánovas del Castillo


Al levantarme, señores Diputados, a usar la palabra en el día de hoy, me lisonjea la esperanza de que todo el Congreso comprenderá que lo hago en el cumplimiento de un deber indeclinable. No es voluntario en mí, señores Diputados, el usar en este instante de la palabra: lo habría sido si yo hubiera tomado turno entre los oradores que se proponen combatir el proyecto de mensaje a la Corona; lo habría sido si no teniendo como tengo el deber de dar cuenta al Congreso, de dar cuenta al país de actos importantes de mi vida política, no hubiera recibido también al propio tiempo las alusiones que todo el Congreso ha tenido ocasión de conocer, que han sido graves en sí mismas, que lo han sido más en mucha parte por las personas y por el lugar de donde han procedido, y que me impedían de todo punto faltar a mi puesto en este día dejando de usar de la palabra. Y siento, señores, que aun cuando sea para cumplir un deber por mi parte, me obliguen las circunstancias a entorpecer el curso de este debate, haciendo que se dilate por más tiempo, aún después del mucho que hace empezó esta discusión, según nos ha recordado el señor Presidente. 
Sin embargo, me permitiré observar al Congreso como alguna excusa de mi conducta que ni en el Parlamento español, ni en el Parlamento inglés, famoso por la brevedad con que despacha este asunto especial, ni en ningún Parlamento del mundo es posible que explicaciones acerca de la conducta de Gobiernos que han dejado de existir durante un interregno parlamentario dejen de tener la contestación conveniente. Cuando no hay, como no hay costumbre en Inglaterra, de traer al debate del mensaje de la Corona todas las cuestiones políticas que existen en el momento de comenzar la discusión de este mensaje, puesto por decirlo así a la orden del día en la opinión pública, surgen después naturalmente otros debates parciales, en que estas cuestiones se dilucidan como no pueden menos que dilucidarse. Aquí, señores, no hay más que una cuestión de método; hacemos en un debate lo que se hace en otras partes en muchos debates; pero gran parte de lo que se hace, y sobre todo lo que yo estoy haciendo en este momento, es de absoluta e imprescindible necesidad que se haga en todos los Parlamentos conocidos. 
He dicho, señores Diputados, o más bien he recordado al Congreso en las primeras palabras de mi discurso, que los actos de la administración de que formé parte han sido objeto de diversas alusiones; como han sido fuera de aquí, en circunstancias y en lugares muy autorizados y muy solemnes; lo han sido aquí, para limitar lo más posible las alusiones de que he de ocuparme, de una manera muy especial, por los señores Ministros de Gracia y Justicia y Gobernación. Comienzo por reconocer, señores, y lo reconozco con mucho gusto, que el señor González Brabo, Ministro de la Gobernación, al hacerse cargo en su último discurso de alguno de los actos de la administración de que formé parte, se dirigió a sus individuos, se dirigió a la política entera de aquel Ministerio, con reserva, con templanza, con cortesía, y si las alusiones y si las palabras que el señor González Brabo ha dicho acerca de aquella administración no hubieran salido del banco del Gobierno, lo cual las aumenta, lo cual las acrece y les da una importancia inmensa por sí mismas, tendría yo indudablemente que ocuparme mucho menos de las alusiones de S. S. Dicho lo que dijo S. S. por cualquiera otro Diputado, poca atención hubiera podido prestar a ello. 
No puedo hacer estas mismas calificaciones precisamente de la alusión general, y especial al mismo tiempo, que tuvo por conveniente hacer de los actos de aquel Ministerio el señor Ministro de Gracia y Justicia. S. S. tuvo por conveniente decir al establecer, al pintar la situación en que a su juicio se encontraba el país cuando S. S. y sus compañeros fueron llamados a la dirección de los negocios públicos, entre otras cosas, que habían encontrado el eco de la opinión pública ahogado por la aplicación de la ley de imprenta. Así consta, y aun con frases más duras todavía, en el Diario de las sesiones. Yo comprendo, señores, que para justificar, que para atenuar la tesis que el señor Ministro estaba sosteniendo entonces, que era nada menos que la conveniencia de haber dado tregua a la aplicación de las leyes, S. S., Ministro de Gracia y Justicia, S. S., presidente del Tribunal Supremo de Justicia, debía buscar en todas partes, con razón o sin ella, exagerando un poco sus medios, cualquiera explicación, cualquiera especie de pretexto. Pero en medio de que reconozco que algo hay que perdonar a la posición, a la tesis que S. S. venía defendiendo con su carácter y sus antecedentes, no puedo menos de dar a la alusión toda la gravedad que en sí tiene y contestarla como merece. 
Por último, señores, y para decir de una vez o señalar más bien cuál ha de ser el terreno por el cual ha de desenvolverse mi discurso, no me es posible, ya que estoy en el uso de la palabra, ya que explico los actos del Ministerio de que formé parte, ya que rechazo alusiones, no me es posible dejar de hacerme cargo de otras que se han dirigido a aquella administración sobre asuntos interiores y exteriores fuera de este sitio. 
Ante todo, señores, conviene recordar y que el Congreso de señores Diputados fije su atención un tanto, y llame sus recuerdos hacia la situación que tenían las cosas públicas cuando el Ministerio que presidió el señor Arrazola se encargó de la gestión de los negocios públicos. La mayor parte de las cuestiones que el Ministerio del señor Arrazola no pudo resolver, todas las que no pudo resolver, existían hasta ahora, y existen con caracteres mucho más alarmantes que tenían entonces. Fácil es pues colocarnos en la situación que entonces tenían los negocios públicos respecto de muchas de ellas. No es difícil tampoco que respecto de las que están resueltas podamos recordar y podamos comprender cuál era la importancia, cuál la ventaja para el país de que se resuelvan como se resolvieron entonces. Por entonces, señores, a la caída del Ministerio que presidió el señor Arrazola, y durante la breve gestión de los negocios del Ministerio del señor Arrazola, existía la que se llama cuestión de Hacienda; ya por aquel tiempo la alarma, la desconfianza bajaba del poder y empezaba a recorrer todos los ámbitos de la Península, y trascendía más allá de nuestras fronteras, con perjuicio de nuestro crédito. Ya por entonces era voz común, era voz autorizada, que el Tesoro se encontraba en cierta especie de mendiguez. Ya por entonces se contaban, se referían, se sabían pasos del Ministro del ramo en aquella época que manifestaban que el Gobierno tenía gran desconfianza, una inmensa desconfianza de que los recursos del Estado bastaran para sostener nuestro crédito y para levantar las cargas públicas. Por entonces también comenzaba la cuestión del Perú, cuyo fin hemos sabido en el día de hoy felizmente. Entonces, y a pesar del estado de la Hacienda, y a pesar de las consideraciones pacíficas que entonces debía haber hecho, como ha hecho después el Presidente de aquel Gabinete y el actual Ministerio, recorría los mares y marchaba a su destino un enviado que en ese hecho, en su título y en su manera de ir, era una declaración de guerra. Teníamos, pues, la cuestión de Hacienda y la cuestión del Perú. 
Comenzábamos a tener también, aunque de la manera que explicaré luego, la cuestión de Santo Domingo. Ya entonces una parte de la prensa periódica y algunos hombres políticos sostenían o comenzaban a sostener, aun cuando no aquí, aun cuando no en los Cuerpos colegisladores, de una manera solemne y delante de la Representación legal del país, que era conveniente que la bandera española se arrollase y retirara de Santo Domingo. Ya entonces comenzaba a darse, según el testimonio solemne y público del actual general en jefe del ejército de Santo Domingo, acaso el mayor auxilio, el mayor socorro que haya encontrado aquella desdichada revolución. 
Teníamos además la cuestión de imprenta, y esa no en el estado que hoy tiene seguramente; la teníamos como un inmenso compromiso que pesaba sobre todos nosotros y sobre todas las fracciones políticas, Gobiernos y oposición que han venido aquí luchando durante muchos años de nuestra historia política, compromiso de los hombres que durante el Ministerio del duque de Tetuán habían hecho leales y gigantescos esfuerzos por derogar la ley vigente de imprenta y por traer otra que ocupara su lugar; compromiso más que de nosotros, más que de los que formaron parte de la administración del duque de Tetuán, más que de los que le apoyamos, de los que, enfrente de nosotros, un día y otro nos increpaban, nos acusaban porque pronto, muy pronto no retirábamos aquella ley, porque pronto, muy pronto no traíamos otra ley más en consonancia, a su juicio, y también en el nuestro, con los derechos y con los intereses del país. 
La cuestión de orden público, que no es en estos momentos en España como no era entonces en sí misma, al menos en su causa fundamental, más que la cuestión del retraimiento de un partido político, esa cuestión estaba ya planteada entonces, ni más ni menos que lo está hoy. Por último, señores, prescindiendo del estado de los partidos, poco de semejante del que tienen en estas circunstancias, había una gravísima cuestión parlamentaria; acababa de desaparecer de los Consejos de la Corona el Ministerio que presidió el señor Arrazola, dando una prueba de exquisito respeto a las prácticas parlamentarias, por no haber obtenido mayoría en una votación de las secciones. Poco antes otro Ministerio de diferente índole del que el señor Arrazola presidió, se había encontrado aquí en el mismo caso, y había tenido que retirarse delante de una votación del Senado. Estaba adelantada la estación; la situación económica no estaba legalizada; apenas quedaba el tiempo natural para legalizarla: sobre todo, el Ministerio que presidió el señor Arrazola, según de público se dijo entonces, y según es la verdad, que no creo yo que sea negada por nadie en este momento, se había- retirado porque un alto poder del Estado no había creído que aquel Congreso, que sólo llevaba tres o cuatro meses de existencia, pudiera o debiera ser disuelto en aquellas circunstancias. Era preciso pues formar un Ministerio que gobernase con aquel Congreso; era preciso formar un Ministerio que legalizara la situación económica; era preciso formar un Ministerio que resolviera todos, o muchos por lo menos, de los gravísimos problemas políticos que estaban puestos a discusión en aquellos momentos; era preciso formar un Ministerio al fin que hiciera frente a las cuestiones de conducta general que he establecido al empezar a describir, de la manera que lo he hecho, la situación política que alcanzaba el país en aquellos momentos; y esta tarea y esta empresa tomó a su cargo el Ministerio que presidió el señor Mon, y del que yo tuve la honra de formar parte. 
Lo primero que hay que preguntarle a aquel Ministerio, como a todo Ministerio que acepta el poder, es si al aceptarlo tenía las circunstancias necesarias para ello, si creía hacer con aceptarlo un servicio a la Reina y al país, si creía hacer con aceptarlo un servicio a los intereses públicos. La aceptación o no aceptación de los Ministerios entra en las prerrogativas de la Corona; la prerrogativa de la Corona se ejerció, y a nosotros nos tocaba cubrirla y justificarla, y la justificamos: la justificamos viniendo aquí, trayendo todas las cuestiones de circunstancias, trayendo todas las cuestiones de principios que era posible traer, y dándolas aquí mismo y en el otro Cuerpo colegislador una resolución pronta y conveniente. 
Así fue como nosotros justificamos la empresa que habíamos echado sobre nuestros hombros; y ha de permitir el Congreso que al llegar a este punto, que empiece a examinar, siquiera sea ligeramente, pero de un modo aislado, estas distintas cuestiones, en la resolución que nosotros las dimos por lo menos. 
Comenzaré por las cuestiones más separadas de nosotros, por las cuestiones que, aunque muy importantes para el país, ejercen una influencia menos inmediata, menos general en las condiciones de nuestra vida política; es decir, señores, por la cuestión del Perú y por la cuestión de Santo Domingo. 
Uno solo fue el criterio que guió a aquel Gobierno en el examen y en la resolución de estas dos graves cuestiones: no examinó aquel Ministerio, no pudo, no debió examinar la justicia o injusticia de la guerra que había iniciado el señor Arrazola, Presidente del Consejo de Ministros anterior y su Ministro de Estado. No examinó si era conveniente o no aquella guerra; si lo hubiera examinado aun dentro de la justicia, yo por mi parte hubiera opinado que era altísimamente inconveniente; no todo lo que es justo debe hacerse cuando no conviene; no todo lo que se tiene el derecho de hacer se ha de hacer en todas ocasiones cuando puede traer inconvenientes y perjuicios al país; pero repito que no examinamos ni por un momento siquiera la cuestión bajo este aspecto. Para nosotros, una vez desplegada nuestra bandera en el Perú, una vez vuelta allí después de las tristes jornadas de Ayacucho, una vez habiendo de restablecer allí el honor de nuestra marina de guerra, tristísimamente manchado en los años de 1814 a 1825 en aquellos mares; una vez comprometidos el nombre y la honra de la patria, para nosotros no hubo mas cuestión, no pudo haber otra que la de sacar ilesos ese nombre y esa honra. ¿Procuramos hacerlo? ¿Lo hicimos? Yo lo demostraré, aunque a decir verdad, más de lo que yo digo aquí en el día de hoy, más de lo que pensaba decir en todo caso, están diciendo los hechos, más están diciendo los partes leídos por el señor Ministro de Estado. 
Se nos ha censurado por dos cosas especialmente en aquellas negociaciones, y como se nos ha censurado en otro sitio y en otra ocasión, esto me obliga a hablar también en esta ocasión y en este sitio y justificar que no olvidé, que no abandoné esta cuestión, como tal vez desearía en el momento presente. 
El primero de los cargos es haber tomado las reclamaciones desde los sucesos de Talambo y no antes; el segundo de los cargos es haber reconocido antes de tiempo, antes de hacer el tratado, la independencia del Perú. Respecto de lo primero sólo tengo que decir que no son dueños ni los Gobiernos ni los particulares en sus cuestiones, en sus contiendas, de darles el principio que quieran, sino el principio que ellas tienen. Cuando el Ministerio que presidió el señor duque de Tetuán envió una expedición al Pacífico al mando del señor general Pinzón, no le dio instrucciones respecto de los sucesos, de las ofensas, de las reclamaciones que pudiéramos tener antes de los sucesos de Talambo, y según nos ha manifestado el señor Posada Herrera en su discurso, si algunas instrucciones se dio al jefe de esta expedición, era tener con el Gobierno y con el pueblo del Perú las menos relaciones posibles. Con estas instrucciones fueron nuestras escuadras a aquellas aguas. Después de estas instrucciones, después de haber ido y de haberse presentado en aquellas aguas, fue cuando surgió la cuestión del Perú. Luego no hubo forma humana, luego no hubo poder alguno de lógica que hiciera que aquella cuestión que empezaba después hubiera empezado antes; era preciso, era inevitable que comenzara donde comenzó; era aquélla la realidad, y esa realidad no estaba en manos del Gobierno que presidía el señor Mon el que dejara de existir, que no fuera lo que es. Esto no quiere decir que al examinar los sucesos de Talambo no se tuviera presente, como se tuvieron, los diversos antecedentes que había en la cuestión, dado que el género de relaciones que el Gobierno venía manteniendo con el del Perú no era nada amigable ni satisfactorio; pero sea de esto lo que quiera, la cuestión había comenzado de todas suertes. 
El otro cargo que recogí es que aquel Gobierno en dos despachos circulares, el uno expedido antes de que se supiera en Madrid la ocupación de las islas Chinchas, y el otro cuando ya se conocía la ocupación, había declarado solemnemente que España no aspiraba de modo alguno a mantener, a reivindicar sus dominios en aquel continente y en aquellos mares. Pues bien, señores: aquel Gobierno creía y hasta ahora lo confirman palpablemente los sucesos, que la clave de aquella cuestión, el nudo de la dificultad estribaba en la conducta que tuvieran las demás repúblicas de América, los demás Estados de aquel continente, frente a frente del conflicto entre España y el Perú. Si la cuestión quedaba aislada, el Perú podía fácilmente venirse a un arreglo, pues el Perú tenía por una fuerza inevitable que verse obligado a hacer justicia a nuestras reclamaciones. Entonces la cuestión podía haber sido más o menos conveniente, pero no era tan altamente peligrosa como hubiera podido ser para el país en otro caso. Pero si las demás repúblicas de América y los demás Estados de aquel continente español en su origen, heridos en su amor propio, amenazados en sus recuerdos, soliviantadas sus antiguas preocupaciones, despiertas sus pasiones mal amortiguadas de la guerra de la independencia, hacían causa común con el Perú ante ese conflicto, entonces la cuestión tenía otro aspecto; éste era el verdadero peligro. Pero si aquel Gobierno no podía comprometer de una manera ligera la suerte de nuestro comercio, la suerte de nuestra marina mercante, la suerte de una de las fuentes de la riqueza pública, aquel Gobierno no era tampoco tan imprevisor, como suponía el actual Ministro de Gracia y Justicia, y se propuso sin mengua de la dignidad del país y de una manera definida ver si era posible evitar aquel peligro, y aquel peligro se ha evitado. 

 

 

fotografía

 

Las repúblicas americanas que comenzaron a ponerse en federación han acabado por declarar al Perú que no hacían causa común con él; según las noticias recibidas hasta ahora, esta declaración es la verdadera causa del favorable desenlace de que hoy se ha dado cuenta y esto justifica la previsión de aquel Gobierno. 
Y qué había de hacer para evitar el peligro de que tenía evidencia? ¿Qué? Ir a la fuente misma de sus preocupaciones, ir a apagar las pasiones allí donde precisamente podían haberse despertado: decir a aquel continente y a aquellos Estados, que España no iba a conquistar ni a reivindicar territorios; que si había sido dominadora en aquellas regiones, no lo recordaba ya sino para gloria de su nombre y para razón de su historia, más no lo recordaba ni podía recordarlo para tomar sobre ella obligaciones absurdas e imposibles. Aquel Gobierno tenía la autorización que la Ley de 1836 le concedía para que, sin mengua de los intereses y de la dignidad del país, reconociera la independencia de aquella nación. Creyó que nunca, en ninguna ocasión con más ventaja del país, con más provecho de sus intereses podría hacer uso de aquella autorización que en principio le concedía el derecho de hacer el reconocimiento y declarar su opinión como la declaró franca y explícitamente. 
No están tampoco pesarosos de aquella conducta los individuos de aquel Gabinete. Respetan profundamente las opiniones leales que se han manifestado y que puedan manifestarse en contra de esa conducta; pero ellos defienden las suyas lealmente, haciendo causa común, como era natural, todos los Ministros en un asunto que era, como no podía menos de ser, de responsabilidad común. 
La otra cuestión externa, por decirlo así, aunque interior hasta cierto punto, porque se trataba de una parte del territorio español y de que he dicho antes que tenía que ocuparme, es la cuestión de Santo Domingo. 
Aquí tampoco el Ministerio recordó para nada el origen de aquella cuestión. Sus individuos todos, si no recuerdo mal en este momento, habían favorecido en su día con su sufragio la política que hizo aquella anexión; pero en aquel momento, al examinar el asunto como debían examinarlo, al tomar las resoluciones que tomaron, tampoco tuvieron presente esto para nada. 
Las discusiones de una parte de la prensa, la opinión pública manifestada por algunos hombres importantes, obligó, contra su voluntad y a pesar suyo, a aquel Ministerio a discutir por primera vez en el seno del Gobierno español si podría pensarse o no en el abandono de Santo Domingo. Aquel Ministerio tomó acerca de este particular una solución muy concreta. No era tiempo entonces de discutir ni los inconvenientes ni las ventajas de la anexión; he dicho antes que en su tiempo los individuos del Gabinete habían aprobado, si no la anexión, por lo menos la política que la hizo; pero repito que no era ocasión de examinar sino qué era lo que debía hacerse, qué era lo conveniente para los intereses públicos, que se hiciera en el caso, para aquel Gobierno indudable, de que la insurrección de Santo Domingo fuera vencida. 
Tampoco era llegada la ocasión de decir esto. Se discutió únicamente si hecha la anexión, si verificada la insurrección, si resistida la insurrección, sino abandonado el territorio desde el primer momento en que una parte de sus habitantes se manifestaron hostiles a la dominación española, si enarbolada allí la bandera de la república ante la bandera de España, era posible que esta bandera gloriosa se recogiera y se replegara. Esto fue lo único que aquel Gobierno discutió: sobre este punto conferenció aquel Gobierno y se puso de acuerdo, teniendo la satisfacción de que pensaron como él las personas más competentes en esta materia, y sobre este punto concreto recayó la resolución que el Presidente del Consejo tuvo el honor de exponer desde ese banco. 
Podían temer aquellos Ministros dejarse arrastrar en aquellos momentos de un sentimiento exagerado de patriotismo; podían temer dejarse llevar de ilusiones sobre hombres y sobre cosas, que no porque sean respetables y gloriosas, que no porque hieran profundamente el corazón de todos los buenos ciudadanos, pueden dejarse fascinar por ellas los hombres públicos. Podían temer éstos en aquella ocasión si se hubieran encontrado aislados, si su opinión hubiera sido una opinión personal, cuando más, de los que formaban el Gabinete; si no hubieran tenido seguros precedentes que recordar en nuestra historia moderna; si no hubieran contado con la adhesión de muchas personas que en aquellos momentos ocupaban una posición influyente en este asunto. 
Los precedentes que he dicho y a que me he referido, son precedentes de hace muchos años que enseñan a juzgar cómo en España se ha considerado siempre este género de cuestiones. Yo estoy dispuesto a reconocer con el señor Ministro de Hacienda, con quien en otro tiempo he discutido desde aquel banco sosteniendo yo una política más economista, más materialista, más positivista, por decirlo así, que S. S., yo estoy dispuesto a reconocer con el señor Ministro de Hacienda que es preciso corregir un poco a esta nación, un tanto llena de sus blasones, un tanto llena de su hidalguía de conquistadora, de su gusto por la guerra, de su placer por las aventuras. 
Señores: no se cambia la naturaleza de un país en un día; no se le dice a una nación antigua y de viejos blasones, como no se le dice a un hidalgo de antigua casa, como no se le dice a un soldado de larga y honrosa carrera, es preciso abandonar en un instante todos los estímulos, toda la poesía que llevan consigo el honor y la gloria. Es preciso irse con mucho tiento en esto de corregir, en esto de guiar por otro camino las tendencias históricas de la nación española; ellas son superiores a todos los Gobiernos, ellas son superiores a todos los individuos: eso se consigue, eso podrá conseguirse lentamente por todos los señores Diputados desde estos bancos manifestando opiniones igualmente desencantadas y positivas. 
Pues qué no recordáis, señores Diputados, que una de las primeras discusiones que ilustran las Cortes españolas es aquella del año 1811 en las Cortes de Cádiz, en que aquellos legisladores, acorralados en el recinto estrecho de aquella isla, faltos de todo, viendo perecer de hambre a las provincias circunvecinas, ofreciéndoles un tratado para proveerse de subsistencia, con tal de que cedieran los presidios de África, tuvieron la abnegación profunda y el valor inmortal de rechazar semejante propuesta y manifestarse dispuestos a perecer antes que abandonar la parte más mínima del territorio de su patria? 
Pues qué, los que habéis pertenecido al antiguo partido moderado, los que recordáis bien su historia, los habéis olvidado de lo que hicisteis en 1841, cuando uno de los Gobiernos del Regente propuso a estos Cuerpos la cesión de los islotes, no muy saludables por cierto, de Annobon y Fernando Poo? 
Pues qué, no obligasteis vosotros con vuestras manifestaciones en la prensa periódica, secundados por la mayoría del partido progresista que no os cedía en patriotismo, no obligasteis a retirar aquel proyecto de ley presentado ante los Cuerpos colegisladores y a hacerlo pedazos, dejando en su lugar intacto el antiguo orgullo, la altiva soberbia, exagerada quizá, pero digna siempre de respeto de la nación española? Cuando nosotros estábamos en ese banco, oíamos por ventura alrededor nuestro acentos diferentes, manifestaciones diversas de ésas de 1811 y de ésas de 1841 que acabo de citar? Pues qué, cuando el Presidente del Consejo de Ministros de aquel Ministerio hizo la declaración desde ese banco de que el Gobierno que presidía impondría a toda costa la paz a Santo Domingo, triunfaría a toda costa en Santo Domingo, las personas más importantes de aquella y de esta Cámara, no se hicieron intérpretes del sentimiento del Congreso entero, favorable al mantenimiento de la integridad del país? Pues qué, no oímos la autorizadísima y elocuente voz de mi amigo particular el señor Ministro de la Gobernación declarando a propósito de esta cuestión, que en España el honor era antes que los intereses, y que por lo mismo nosotros éramos lo que realmente somos, un pueblo que coloca el honor por encima de todas las cosas? Y por último, una afirmación más práctica y más concreta todavía: ¿no vino aquí un proyecto de ley de crédito fundado, especialmente en su preámbulo, en una necesidad muy apremiante, porque necesitábamos 150 millones extraordinarios para atender a la guerra de Santo Domingo? ¿Y cómo lo votaron todos los señores Diputados? ¿Quiénes son los que en aquel momento protestaron contra eso que era un verdadero acuerdo, un acuerdo solemne de continuar la guerra? No se levantó ninguno, no protestó ninguno; tuvimos una adhesión general; y fuertes con esta adhesión, nos propusimos llevar este asunto al término que creíamos que se debía llevar. Y no se dirá, porque no se podría decir, que desde entonces hasta ahora ha surgido alguna novedad de ésas que pueden hacer cambiar lícitamente la opinión de todo el mundo. 
Saben todos los señores Diputados, porque ésta es una cuestión muy debatida, y cuyos pormenores no ignora nadie, saben todos los señores Diputados que en Santo Domingo no es posible hacer la guerra, no es posible emprender operaciones militares, no es posible llevar a cabo propósitos como los de la administración de que tuve la honra de formar parte, sino desde diciembre cuando más, tal vez, desde principios de enero hasta fines de marzo o abril. Esto es una cosa indudable, una cosa que demostraría si fuera necesario, que demostraré en una discusión más amplia en todo caso; pero que me abstengo de hacerlo ahora. 
Pues bien: esas adhesiones, esas manifestaciones, esos votos, ¿cuándo tenían lugar? La declaración del Presidente del Consejo de Ministros en 15 de abril; las manifestaciones a que aludo todas próximas a ese mes; es decir, señores, que no eran votos porque se hiciera o se siguiera una campaña que estaba ya terminada; que no eran votos para que la guerra quedara en el estado en que estaba y en que forzosamente había de quedar durante los meses del verano; eran, como no podían menos de ser, en el mes de abril, para una nueva campaña, para estos meses que están desgraciadamente corriendo, para que ahora, en lugar de discutir el proyecto de ley de que vamos a ocuparnos, estuviéramos recibiendo noticias de Santo Domingo parecidas a las que hemos tenido la satisfacción de oír al señor Ministro de Estado relativamente al Perú. 

Pero hay quien dice: con estos propósitos y con tan buenos deseos, ¿qué hicisteis en siete meses que estuvo a vuestro cargo la gestión de los negocios públicos? Señores Diputados: ¿qué cargos y qué cosas se oyen en política! ¿Qué género de sofismas parlamentarios en que ni el mismo Bentham habría reparado! ¡Hacer durante el tiempo en que nada podía hacerse! ¡Hacer cuando nosotros llegamos al poder en los momentos mismos en que era preciso cerrar la campaña y se cerró en efecto! ¡Hacer cuando nosotros nos marchamos antes de llegar los días precisos, los momentos precisos en que habían de enviarse los hombres y la mayor parte de los recursos necesarios para la guerra! 

Habríamos hecho, si en lugar de ser Ministros en primero de marzo, lo hubiéramos sido en noviembre del año anterior: habríamos hecho ahora o habríamos hecho después, si en vez de dejar el poder en los primeros días de septiembre, lo hubiéramos conservado siquiera hasta los primeros días de noviembre. Entonces se hubiera visto si nuestra expedición era una realidad, y entonces se hubiera visto si merecíamos que públicamente se nos dijera por personas competentes, preconizadas por competentes, y cuya competencia no trato de negar, que hablamos mucho de la necesidad de vencer la insurrección, y que nada habíamos hecho para reprimirla. Pero dejamos hecho, y con esto concluyo este parte, todo lo que el tiempo permitía; dejamos hecho lo principal; dejamos, en primer lugar, votados los recursos, primera necesidad, primer elemento para la continuación de la guerra. Dejamos preparado, en segundo lugar, el material, el vestuario, todo lo que no podía improvisarse para la expedición que proyectábamos. Son pues injustos, altamente injustos, los cargos que se han dirigido a aquel Gobierno, lo mismo por la cuestión de Santo Domingo que por la del Perú. 
Y ahora, desembarazado de estas dos cuestiones, en cuyo examen tal vez he molestado mucho más tiempo de lo que yo quisiera la atención del Congreso, voy a entrar a examinar también ligeramente, más ligeramente si puedo que estas otras que acabo de examinar, la política de aquel Gobierno. 
Señores: cuando nosotros nos encargamos del poder había un hecho dominante en la situación parlamentaria. Del examen de este hecho, de los antecedentes de este hecho nacía la razón con que nosotros podemos estar sentados en aquel banco; sin el resultado que traía consigo ese examen, nosotros no hubiésemos debido estar ahí ni un momento siquiera. Había en aquel Congreso una gran fracción, un gran número de Diputados que habían pertenecido siempre, que pertenecían todavía al antiguo partido moderado, que representan, o quieren representar al menos el actual Gabinete. Pero había frente a frente de esta agrupación de hombres del partido moderado en aquel Parlamento un gran número de Diputados que constituía la mayoría del Parlamento con una tendencia distinta, cuya mayoría había impedido que continuara su camino el Ministerio presidido por el señor Arrazola. ¿Qué tendencia era ésta? Esto es lo primero que teníamos que considerar. 

 

 


Ex libris «Escudo partido: 1: en campo de azur una faja de oro acompañada en jefe de tres estrellas con ocho rayas de plata, y bordura de de oro dimidiada (Cánovas); 2: en campo de oro una torre de plata abierta de sable, y bastón de sable moviente en banda desde la puerte hasta en flanco siniestro, y bordura de gules cargada de ocho besantes de oro (del Castillo)»

 


Representábamos, podíamos representar los Ministros que íbamos a sentarnos en aquel banco esta tendencia? Este era otro punto cuya consideración nos era indispensable. Pues bien: nosotros hallamos entonces una cosa que podía parecer dudosa a la sazón para algunos, y que sospecho que ya ahora no puede ni debe serlo para nadie; hallamos que había una tendencia, mayoría como he dicho en aquel Congreso, que dentro de las soluciones de la Constitución de 1845, que dentro de las opiniones conservadoras en general, tenía aplicaciones más constitucionales, más liberales que las del antiguo partido moderado. Esa tendencia estaba representada por su número y por sus circunstancias por la unión liberal. Esta tendencia estaba representada, también, por hombres eminentes, por una fracción importante más o menos separada de la unión liberal, pero que tenía la misma base de doctrina, los mismos fundamentos de creencias, contrarios a los principios antiguos, a las antiguas creencias, a las antiguas doctrinas del partido moderado histórico. Y estaba representada por último, y protesto que no hago en este instante, dada la lealtad con que estoy discutiendo y la franqueza con que me propongo discutir todas las cuestiones, ningún género de habilidad para enconar pasiones ni suscitar divisiones; estaba, por último, representada aquella tendencia por una fracción compuesta de algunos hombres políticos que, combatiéndonos desde estos bancos a nombre del partido moderado, no eran moderados, sin embargo; de algunos hombres políticos, que separados, como ha dicho el otro día mi amigo, más por cuestiones de conducta que por cuestiones de principios, como si las cuestiones de principios hubieran de prevalecer siempre, y no se vieran entorpecidas por mil circunstancias, por mil antecedentes, por mil cosas que no son los principios; deberían haber estado a nuestro lado, en lugar de combatirnos. Y no hay duda, señores, que si alguna dificultad hubiera podido ofrecerse acerca de esto, si algún estorbo hubiera podido haber para que los hombres políticos a que aludo se hubieran sentado a nuestro lado, según sus antecedentes, no habría sido ciertamente por ser menos liberales que nosotros, sino por serlo más. 
Esta tendencia general con que nos hallamos aquí, esta tendencia que tenía mayoría en aquel Congreso, esta tendencia sancionada por las soluciones que unánimemente votaron las fracciones a que me refiero, ¿constituía un verdadero partido? No le constituía, por entonces al menos, no le constituía. Hay cuando se habla de partidos y yo temo mucho molestar al Congreso, después de todo cuanto se ha dicho acerca de los partidos y la manera de definirlos; hay, iba diciendo, una manera de examinar y juzgar lo que son los partidos, que expone a muchos y graves errores. Los partidos políticos no son nada a priori; los partidos políticos no son una cosa metafísica, no son una cosa que pueda crear la inteligencia; los partidos políticos son, ante todo, una cosa real que hay que estudiar en los hechos. No hay que hacer teorías sobre lo que son, sobre lo que deben y pueden ser los partidos, teorías a priori, por lo menos. Lo que hay que hacer es examinar lo que han sido los partidos en todos los tiempos antes de que existiera el régimen representativo en parte alguna, examinar después de una manera más concreta qué han sido los partidos políticos en las naciones donde ha habido sistema parlamentario, y solamente de este estudio puramente histórico pueden deducirse semejanzas y aproximaciones, pueden sacarse algunas consecuencias útiles para juzgar del estado de nuestros partidos. 
Pues bien: el estudio histórico de los partidos en todas partes lo primero que nos dice es que no basta la afinidad de las ideas, que no basta la identidad misma de las ideas para producir siempre un partido entre muchos individuos. Un partido necesita de homogeneidad de ideas; cuando ya existe la necesita; pero la homogeneidad de ideas no supone precisa y necesariamente el partido. Son legítimas, son naturales, porque son de buena fe y porque están en la naturaleza de los hombres, las diferencias de historia, de conducta, de las preocupaciones, de las afecciones; todo lo que obra y puede obrar en los hombres, y que así les inspira el poder formar partido, como los aleja de poderlo formar. Nosotros, pues, así como comprendíamos que había aquí una tendencia teórica, digna de que la tuviera un solo partido, no podíamos tener la soberbia de pretender que a nuestra voz, que bajo nuestro mando, que bajo nuestra dirección había de formarse un verdadero organismo, un cuerpo político, un partido político. Existía un partido real, verdadero, que está aquí en estos bancos: existían otras fracciones, de que ligeramente me he ocupado antes, separadas de este partido: tenían la misma tendencia, pero no eran el partido mismo. Podrían serlo, deberían tal vez serlo, pero no lo eran. 
Y partiendo de esta situación, ¿qué Ministerio correspondía a las circunstancias? 
Qué política correspondía a las circunstancias? 
Eran circunstancias aquellas que no hicieran posible aquella política? No, en manera alguna. A aquel estado de cosas correspondía, ante todo, un Ministerio que, teniendo por sus antecedentes y convicción tales creencias y tales opiniones, que pudieran tener soluciones aceptables para el partido y para las fracciones afines que aquí se encontraban, no las hiriera, sin embargo, en sus afecciones, en sus preocupaciones, en lo que hay inevitablemente de personal en todos los partidos y en todas las agrupaciones políticas. Y dado esto, y después de tener una convicción sincera, un propósito sincero y leal de hacer una política de esta clase erizada de dificultades, con algún objeto se había de hacer, algún fin era preciso para acometer una política de esta clase. Y ese fin era salvar la situación que he señalado antes en la Hacienda, legalizar el estado económico del país, y por último, después de zanjar todas estas cuestiones, que, aunque muy importantes y de interés más inmediato que otras, podían ser secundarias, aprovechar la ocasión de esta aproximación para dar solución a todas las cosas que podían ser creencias y que podían ser intereses comunes. Era una política, por decirlo así, teórica: era una política puramente de ideas; era una política puramente de soluciones la que podía entonces sentarse en aquellos bancos: pero era una política que podía sentarse en aquellos bancos entonces con gran provecho del país. 
Por eso nosotros realizamos en poco tiempo casi todo el programa de la oposición constitucional desde 1850 hasta el día. Por eso nosotros pudimos abolir la reforma constitucional, última fórmula teórica del antiguo partido moderado, y traerlo a una legalidad común con las otras fracciones constitucionales. Por eso nosotros pudimos resolver la cuestión de las incompatibilidades con un criterio severo, muy severo, que honra mucho al señor Ministro de la Gobernación, que presidió la comisión que entendió en aquella ley de incompatibilidades parlamentarias, esta gravísima aspiración, esta antigua aspiración de las oposiciones constitucionales. Por eso nosotros, pasados más de diez años que el autor de las leyes de 1845 había aquí condenado las exageraciones con que se empleaba el recurso de nombrar corregidores que daban aquellas leyes al Gobierno, pudimos traer aquí una reforma saludable y encerrar esta situación en límites muy estrechos, y en manera alguna peligrosos para el país. Por eso nosotros, anticipándonos a los deseos teóricos manifestados aquí por mi digno amigo el señor González Brabo, trajimos en la ley de presupuestos las bases fundamentales, los principios cardinales, toda una verdadera ley de empleados, esta otra aspiración por mucho tiempo sustentada y sustentada en vano por todas las oposiciones constitucionales. 
Por eso, finalmente, comprendiendo que la gran necesidad del país en aquellos momentos era producir, era traer la verdad a las instituciones, y sobre todo la verdad electoral, aceptó el Ministerio un proyecto de ley que ya el señor Posada Herrera había aceptado de la misma minoría progresista que un día se sentó en estos bancos; y en ese proyecto de ley consignó graves sanciones contra los delitos electorales. Por eso aquel Ministerio, aunque hostigado por el tiempo, aunque con prisa, como decía ayer el señor Ministro de la Gobernación, con una prisa honrosa se aprestó a cumplir el grande y el inmenso compromiso que tenían hacía muchos años las oposiciones constitucionales de suprimir en las leyes de imprenta la previa censura, de sustituir el sistema preventivo en esta materia contrario, directamente contrario a la Constitución del Estado, el sistema represivo. 
Había, pues, gran necesidad de política interior, cuando nosotros llegamos. Había, pues, aquí, no lo negamos, grandes medios de satisfacerla. Había aquí una grande ocasión de aprovechar una mayoría a propósito para esas soluciones: nosotros la aprovechamos; no hicimos en esto más que cumplir con nuestro deber, pero le cumplimos.

 



Pero el Gobierno, que había podido resolver las dificultades parlamentarias, y que había podido prestar en este orden de cosas ciertos servicios al país, tuvo después dos desgracias al decir de los actuales señores Ministros. Fue la una, aplicar de una manera violenta, de una manera tiránica la ley de imprenta, que así como de pasada se califica en sí misma de ineficaz y de vaga. Fue la otra, no mantener en la opinión del país bastante seguridad, bastante certidumbre de que el orden público estaba asegurado. Y aún se puede añadir una tercera, y es no haber resuelto de un modo conveniente la cuestión de Hacienda. Estos son los cargos concretos dirigidos a aquella administración. 
Respecto a esto último, a la cuestión de Hacienda, no he de ocuparme yo sino con breves palabras en este momento; mi digno amigo y compañero el señor Salaverría tratará esta cuestión cuando lo juzgue oportuno con la competencia especial que todo el mundo le reconoce. A mí me basta recordar, en primer lugar, que nosotros encontramos respecto a esta cuestión un verdadero pánico; en la esfera del Gobierno no le tuvimos; que nosotros, que oíamos ya al ocupar ese banco vaticinios tristísimos por todas partes respecto a la imposibilidad de sostener las cargas públicas, las sostuvimos holgadamente durante siete meses; que nosotros, de resultas de no tener ese pánico mantuvimos la confianza, primera base en este país y en todos los países de la buena administración de la Hacienda y de la buena gestión de los negocios públicos; que nosotros, y recuerdo estos hechos porque se relacionan con otra de las materias de que tengo que hablar inmediatamente, que nosotros tuvimos hasta la fortuna de que no habiendo sabido mantener el orden en una seguridad tan perfecta, en una seguridad tan incontestable como S. SS., el crédito público no se asustó, como no nos asustamos nosotros, ni tuvo ninguno de los terrores que ahora tiene, bajo la segura administración, bajo la incontestable administración de S. SS. 
Por lo demás, aquel Gobierno tenía una necesidad muy grande, porque nacía de una gran convicción, de no destruir por ninguno de sus actos la confianza pública. El Gobierno no podía olvidar que durante sesenta años, por causa de nuestras guerras interiores, por causa de nuestras tristes vicisitudes políticas, había habido en España una verdadera parálisis administrativa. No podíamos olvidar que el atraso que indudablemente había producido la exageración de la civilización antigua entre nosotros, y el atraso que el fanatismo, que las malas máximas, que los errados conceptos habían producido en nuestro país, se había añadido un inmenso retraso, un retraso de sesenta años por causa de nuestra revolución política. El único remedio que nos había dejado lo pasado, el único medio que nos había dejado la misma revolución política para responder a esta inmensa dificultad era la desamortización. Con esa acumulación de lo pasado, con ese capital de lo pasado teníamos nosotros que responder al atraso inmenso que el pasado mismo nos había dejado. 
En este concepto y con este espíritu se hicieron las leyes de desamortización; con estas leyes, como que era preciso reparar lo pasado, como que era preciso reparar y colmar grandes desdichas, había que hacer un esfuerzo extraordinario; no bastaban los esfuerzos comunes; no bastaban los esfuerzos ordinarios; era preciso un esfuerzo extraordinario; y este esfuerzo debía producir, podía producir en un momento determinado un poco de cansancio y la necesidad de hacer alto, pero de descansar, de hacer alto, no de abandonar aquella vida fecunda y provechosa para los intereses públicos; y en este alto no había que aterrarse, no había que asustarse, no había que asombrarse del esfuerzo extraordinario que se había hecho. 
Si alguna dificultad momentánea nacía de aquella operación indispensable, lo que había que hacer era evitarla, respondiendo a las dificultades actuales y presentes con las incontestables ventajas que ofrecía el porvenir a nuestros ojos, y el porvenir es la confianza, y por eso nosotros teníamos que vivir de confianza, y negamos que ningún Gobierno español pueda vivir sin ella. 
Por otra parte, señores, nosotros no éramos ciegos, habíamos visto el efecto que había producido aquí el aumento anunciado por el señor Lascoiti de 50 millones en la contribución territorial; conocíamos el estado del país contribuyente; no podíamos olvidar, no podíamos desconocer la actitud de los partidos radicales; y como hombres de gobierno, ya como hombres de orden, y como hombres que conocen toda su responsabilidad, no hubiéramos querido arrojar sobre el país el inmenso peso de un grande impuesto territorial. Destruida la confianza, no había remedio, había que vivir del crédito o del impuesto, del impuesto más o menos disfrazado, del impuesto con mejores o peores condiciones; y aquel Gobierno que no hubiera jamás imaginado sobre una renta imponible líquida territorial de poco más de 2.800 millones imponer 1.100 en un año; aquel Gobierno tenía una inmensa necesidad de confianza: yo recelo, señores Ministros, yo recelo que a vosotros no os hubiera venido mal tampoco tenerla; yo recelo, señores Ministros, que habéis de sentir mucho el haberla hecho desaparecer con vuestra conducta. Pero con esto y todo, según los señores Ministros, o según algunos de ellos, no pudimos mantener el orden público. Reconozco que el señor Ministro de la Gobernación, al hablar de esta materia, usó de una mesura extremada. 
Su señoría dijo que aquello era un efecto natural más o menos; pero que si el Ministerio que presidía el señor Mon hubiera continuado al frente de los negocios públicos, la desconfianza hubiera desaparecido ni más ni menos que S. S. supone ha desaparecido en los tiempos presentes. 
Yo doy gracias, por aquella y por otras muchas deferencias, al señor Ministro de la Gobernación; pero, en primer lugar, no todos sus compañeros le han seguido en ese camino y, en segundo lugar, no me ha lisonjeado la comparación entre el orden público que existió entonces y el que existe en estos momentos. No recuerdo que entonces se agotaran las balas y la pólvora por los ciudadanos para defender su seguridad personal; no recuerdo que entonces se armaran poblaciones enteras para defender la vida de un ciudadano; no recuerdo nada de lo que se dice por ahí, de lo que ha reconocido ayer aquí el señor Ministro de la Gobernación. (El señor Ministro de la Gobernación: Una alarma falsa). El señor Ministro de la Gobernación ha reconocido ayer que había habido alarma en Logroño. La alarma ha existido; será verdadera o no, pero ha existido. 
Por consiguiente, y viendo que S. S. cree que puede haber en los tiempos presentes peligro para el orden público hasta en que discuta una Sociedad de Amigos del País, repito que no me lisonjea en manera alguna la comparación de S. S. ¿Qué había entonces, señores? Había habido rumores de la misma naturaleza de los que existen ahora y que cree el señor Ministro de la Gobernación que son inexactos; realmente se hablaba de hechos y de temores de realización ni más ni menos que se habla ahora. Una cosa más es lo que había entonces, y es el verano. Aquellos Ministros no tenían la culpa de que aquí sean fruta del verano las escenas del Arahal y de Loja. Aquel Ministerio no tenía la culpa de que la salida de la corte de Madrid, en ese tiempo de diseminación de los Ministros, es posible que hasta razones de clima y de temperamento hagan que en España sea el momento de las conspiraciones y hasta de las insurrecciones el verano. 
Yo no he conocido todavía ninguna conspiración ni insurrección en el invierno, o al menos hará mucho tiempo, a no ser por causas generales de tal fuerza y condición, que no esté su origen dentro de la sociedad española, como sucedió el año 48; pero los movimientos, digámoslo así, indígenas, los que produce el territorio son aquí en verano. ¿Y qué hubo? No hubo ciertamente el ponerse de acuerdo centenares de individuos en alguna gran ciudad de España, en una de las primeras ciudades de España, y salir al campo casi en ejército formado a dar batallas al Gobierno. No hubo esto: tuvimos la fortuna de que no hubiera esto. Hubo algunas conspiraciones, y esas conspiraciones el Gobierno las previó, el Gobierno evitó que dieran resultados. Y no temo decir una cosa al Congreso y a los actuales señores Ministros, y es que no cambio, que nos cambiamos aquellos Ministros la gloria de haber evitado insurrecciones por la gloria de haberlas sofocado después de estallar. Esta es cuestión de gustos, y yo tengo éste. 
Nosotros atendimos en todas partes a la conservación del orden público como era nuestro deber: nosotros lo mantuvimos por medio de las precauciones, por medio de las medidas siempre legales que dentro de sus facultades podía tomar aquel Gobierno: nosotros precavimos hasta los abusos que sin conocimiento suyo tal vez podían hacerse de ciertos nombres de personas, con el fin de poder poner en peligro la paz pública. Nosotros tuvimos de resultas de este estado de cosas que destinar a Ultramar unos sargentos, pero mejor para S. SS. que así, después de haber desertado y haber manifestado de esa suerte su rebelión, tuvieron el placer de indultarlos. 
Y vamos a la cuestión de imprenta. He dicho antes de pasada y advierto al Congreso que es lo último que tengo que tratar en el día de hoy, y que no pienso molestar su atención por mucho más tiempo; he dicho antes, repito, que la cuestión de imprenta envolvía un gran compromiso para todas las personas que en un momento dado habíamos tomado aquí parte en los negocios públicos, oposiciones y Gobierno: he dicho que aquel Gobierno había tratado de reparar esto con prisa, tal como el tiempo se lo concedía, y debo añadir, confirmando lo que ayer dijo el señor Ministro de la Gobernación, que aquel Gobierno no quería hacer una ley definitiva. Así lo dijo; no podía menos de decirlo; en lo avanzado de la estación, en el estado del Parlamento, era completamente imposible el hacer una ley nueva. 
Se hizo lo que se pudo, todo lo que se pudo, y la prueba de que se hizo todo lo que se pudo es que ninguna de las personas que lo mismo que yo tenían ese gravísimo compromiso político de mejorar las condiciones de la imprenta, suprimiendo sobre todo la previa censura, ninguna de aquellas personas pidió más en aquellos momentos. 
Digo más, y es que la reforma fue más allá de lo que quizá nadie imaginaba; no se sospechó que pudiera ser tan extensa. 
Dadas estas circunstancias, es como hay que juzgar la ley de imprenta. La ley de imprenta debía componerse necesariamente de la ley que lleva el nombre del señor Nocedal, que en realidad es redacción de una comisión que presidió el actual señor Ministro de la Gobernación; la ley actual que rige se compone de esta ley y de las modificaciones necesarias para que pudiera suprimirse la previa censura. 
Esto era lo principal. Al lado de esto había otras dos modificaciones muy importantes: era la primera el establecimiento del jurado para los delitos propiamente dichos de imprenta; era la segunda la rebaja de las condiciones de publicación. 
El Gobierno trajo a los Cuerpos colegisladores el proyecto de ley: este proyecto de ley se discutió en ambos Cuerpos, se aprobó, y el Ministro de la Gobernación de aquel tiempo, autorizado por un artículo de aquella ley para introducir la ley reformada en la ley antigua, tuvo la delicadeza de no querer hacer esta operación por sí mismo, y nombró una comisión de Senadores y de Diputados que la hicieran. 
Para ir al resultado, y para concretar lo que tengo que decir contestando a una alusión especialísima del señor Ministro de Gracia y Justicia, recordaré que en la ley que formó, que redactó la comisión que presidía el señor González Brabo, no en el proyecto que trajo aquí el señor Nocedal, Ministro de la Gobernación en aquel tiempo, se incluía un artículo declarando que ciertos delitos, aunque cometidos por medio de la imprenta y por paisanos, debían ser juzgados por los tribunales del fuero de guerra. Se ventiló esta cuestión en el Congreso y en el Senado; los artículos de aquella ley estaban redactados de tal manera, que su simple inspección hacía creer, hizo creer unánimemente a la comisión nombrada por mi, comisión de la cual formaban parte muchos dignos individuos, y entre ellos el diputado señor Alvareda, y a mi propio, que el sentido de aquel artículo era que todos los delitos, absolutamente todos los delitos militares que se cometieran por medio de la prensa fueran de los tribunales militares. Así lo entendió aquella comisión; así lo entendí yo; así parece comprenderse del sentido directo y textual de aquella ley. 
Cuando se discutió en el Congreso y en el Senado, el señor Nocedal, Ministro de la Gobernación en aquel tiempo, tuvo sin embargo que dar explicaciones respecto de este artículo, y después de declarar que este artículo no era obra suya, se propuso explicarlo y lo explicó del modo más verosímil, de la manera más racional que le fue posible; pero no explicó, no dijo, no pudo decir que los tribunales militares, según la ley formada por aquella comisión, no debieran entender en los delitos de imprenta. Hizo una cierta distinción: dijo que si los delitos en su tendencia podían considerarse previstos en la ordenanza como los consejos de deserción o de infidelidad a las tropas, estos delitos debían ir a los tribunales militares, y que sólo en el caso de que por medio de la imprenta se cometiesen delitos que no pudieran considerarse comprendidos en las leyes militares, no debieran ir estos delitos a los consejos de guerra. 
Pues bien: al aplicarse esa ley, en cuya aplicación no podía tomar parte ninguna el Gobierno, como podrá cerciorarse el señor Ministro de Gracia y Justicia si se tomase el trabajo de leerla; al aplicar esa ley, digo, el juez, examinando ciertos artículos de periódicos, creyó que debía enviarlos a los tribunales militares para que declararan, siendo ellos los únicos que podían declararlo, aun según la interpretación del señor Nocedal, si los delitos en ellos comprendidos eran de los que podían considerarse previstos en la ordenanza militar o si, por el contrario, no eran de esta clase. Los tribunales militares se declararon competentes, y ellos eran los únicos que tenían derecho de considerarse así, y una vez declarados competentes, juzgaron los hechos sometidos a su competencia como tuvieron por conveniente; pero nunca pudo decirse, nunca pudo reproducirse, mucho menos como el actual señor Ministro de Gracia y Justicia, aquella frase puesta en favor por ciertas fracciones anárquicas después de la revolución de julio en Francia, de que los tribunales condenaban al Gobierno. No; los tribunales no podían condenar al Gobierno. 
En primer lugar, porque el Gobierno, según la ley vigente, no tiene intervención ninguna en los procedimientos de imprenta, al menos en todo lo que puede ser delito común de imprenta. Los tribunales se condenarían a sí mismos, se condenarían sus agentes unos a otros, pero en ningún caso podían condenar al Gobierno. En segundo lugar, de dónde deduce S. S. que siempre que hay absolución de delitos y de delitos políticos puede considerarse condenado el Gobierno? Repito que nada ha podido parecerme más extraño que esta aseveración del señor Arrazola; y como le veo a S. S. tomar apuntes y esta cuestión se ha de tratar más ampliamente, me reservo para entonces el acabar de tratarla. 
Conste pues esta sola afirmación en la materia; y es que aquel Gobierno no se ha mezclado para nada en los juicios de imprenta, porque no tenía el derecho de mezclarse; y es que aquel Gobierno ha dejado a la ley seguir su curso, porque creía que ningún Gobierno tiene derecho de perturbar la acción de las leyes; porque creía que es más perjudicial al orden público y a la libertad de los ciudadanos cualquiera intrusión en la administración de justicia, que la aplicación de la ley más cruel y más represiva; porque no entraba en los principios y en el sistema de aquel Gobierno separarse en nada de las leyes, siquiera fuese para dar treguas a su aplicación, como ha dicho el señor Arrazola. 
Esto era lo que tenía que decir al señor Ministro de Gracia y Justicia, y concluiré diciendo unas breves palabras en general al Gobierno de S. M. Nosotros fuimos un Ministerio indeterminado, según se ha dicho desde ese banco; nosotros fuimos un Ministerio indefinido; estos Ministerios pueden prestar y han prestado en ocasiones determinadas servicios al país. Pero hay otros Ministerios más definidos, más concretos, que nacen de un partido, de un cuerpo político, de un organismo político preexistente, que no pueden prestar ningún servicio, y éstos son los que, aunque tengan por base y fundamento un gran partido, no aciertan a interpretar de una manera cuyo sentido se reconozca unánimemente como exacto y como cierto, las ideas y las opiniones de ese mismo partido; es cuando esos Gobiernos sólo son y quieren ser representantes de intereses y preocupaciones de esos partidos y de los odios políticos que todos los partidos tienen a sus adversarios. 

Yo os digo, señores Ministros, que en el estado de este país, cuando tan grandes intereses están en tela de juicio, hacéis mal en poner por delante ningún interés de partido. Si tuvierais la convicción, la gran convicción que tuvo el partido tory desde 1793 a 1823, haríais bien en aplicarla; yo no os haría un cargo por ello; pero si no tenéis esa gran convicción de los principios conservadores; si no sabéis ser la representación e interpretación fiel del partido que os sostiene, entonces renunciad a la política estrecha de los intereses y de los odios de partido, porque en estos momentos es peligrosa. El odio no tuvo musa en lo antiguo, y si vosotros la habéis hallado, es preciso convenir en que no os ha inspirado nada grande, ni nada nuevo todavía. 

157.-EMILIO CASTELAR, Orador.-a

 
 ANA GONZÁLEZ HUENCHUÑIR 






Castelar y Ripoll, Emilio. Cádiz, 7.IX.1832 – San Pedro del Pinatar (Murcia), 25.V.1899. Orador y político.

En verdad, no pudo tener el que fuera el más celebre tribuno del siglo XIX iberoamericano cuna más adecuada a su destino histórico y biografía personal.

Sin embargo, su nacimiento en la trimilenaria ciudad andaluza fue, en gran medida, per accidens, ya que sus raíces familiares eran claramente levantinas.

Sólo la inesperada circunstancia del destierro de su padre en la ciudad de Hércules en los comedios de la Década Ominosa a consecuencia de sus simpatías constitucionales determinó la venida al mundo en la capital gaditana de uno de los campeones más ardidos de la libertad en la España contemporánea, cantada siempre invariablemente con airón doceañista.

Sin determinismo alguno, es lo cierto, empero, que ambas notas —nacimiento y familia— imprimieron rasgos indelebles en la formación de quien habría de ser el cuarto presidente de la Primera República y en la forja de su personalidad política. Desde luego, una y otra serían enaltecidas por su pluma y palabra en toda ocasión. Desaparecido misteriosamente su progenitor a los pocos meses de su alumbramiento, el inmediato regreso a la tierra solariega con su madre y su única hermana se vio seguido de la instrucción de primeras letras en Sax y en Elda y, ulteriormente, del ingreso en el flamante Instituto de Enseñanza Media de Alicante, donde destacarán ya sus formidables dotes para la oratoria: repentización, fantasía, vocabulario, dicción, mímica..., exhibidas ante los miembros de la acomodada familia materna con vanidad anotada con fuerte trazo en todas las pinturas y semblanzas que, al correr de los años, se hicieran de su vida. A tono con la mentalidad de la época era sin duda la Facultad de Derecho el destino natural del joven retórico, siendo la madrileña la que le recibiera en 1847 y en la que anudara, durante el curso preparatorio seguido en ella, algunas de las amistades que le acompañaran hasta el fin de su existencia por encima de diferencias caracterológicas y, sobre todo, doctrinales y políticas.

No obstante, su resuelta inclinación por la historia y el arte le impulsó prontamente a seguir tales enseñanzas.

Obtenida en noviembre de 1851 —quizá con el apoyo de su pariente Antonio Aparisi Guijarro, protector de su mocedad— una plaza de alumno en la Escuela Normal de Filosofía, enseñó desde entonces las disciplinas de Literatura latina, Griego, Literatura universal y española con el título de profesor auxiliar la oposición superada en dicha fecha. Al término del año académico siguiente era ya doctor con un estudio sobre Lucano, dado a la imprenta en 1857. Con participación entusiasta en los círculos demócratas de la capital desde un lustro atrás, la revolución de julio de 1854 cumplió algunos de sus deseos, con el ensanchamiento de las libertades y el talante palingenésico que envolviera la atmósfera predominante en el bienio esparterista.

Discursos y mítines pronunciados con creciente intensidad y audiencia le abrieron las puertas para una asidua y notable colaboración periodística en diversos diarios, como El Tribuno, La Soberanía Nacional (1855), La Discusión, antes de crear en 1863 —por razones no sólo de autonomía, sino también de búsqueda de la plataforma más adecuada a la defensa de sus ardientes creencias republicanas— su propio órgano de expresión: La Democracia, llamada, como algunos de los anteriores, a marcar época en la historia de la prensa ochocentista.

Para entonces, su promotor y director gozaba ya de una sólida reputación académica tras haber obtenido en 1858 la cátedra de Historia de España en la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad llamada entonces Central; y de ocupar la igualmente muy reputada del Ateneo madrileño, en la que a lo largo de un cuatrienio dictaría, con éxito arrollador, un ciclo de conferencias en torno al tema por aquellas fechas de palpitante actualidad en la acalorada controversia general de las ideas que inundaba la Europa intelectual: la historia de la civilización en los primeros siglos del cristianismo. Estaba la atmósfera cultural del momento muy cargada y penetrada de politización para esperar de Castelar la asepsia analítica requerida por la exposición rigurosa de una materia propensa de ordinario a la polémica. Los ataques, pues, a las posiciones de sus adversarios y enemigos serían continuos y acerados, hasta el extremo de provocar réplicas de extrema dureza en los medios informativos ultramontanos y conservadores, apoyados, a las veces, por los mismos unionistas. La experiencia atesorada en la ocasión antedicha reforzó sus armas para enfrentarse con otra magna quaestio de mediados del siglo XIX como era la relación entre república y socialismo. Frente a los muchos de sus correligionarios que pensaban que éste constituía la fórmula doctrinal y el sistema de organización más adecuados para un Estado articulado conforme a los principios republicanos, Castelar se alzó, en la batalla periodística que mantuviera al respecto con Pi i Margall, como ardido campeón de un republicanismo insobornablemente individualista, con primacía absoluta de la libertad sobre la igualdad.

El combate dialéctico tuvo eco europeo, y proyectará largamente sus secuelas sobre la trayectoria misma del republicanismo hispano; en la que ambos contendientes liderarán, respectivamente, sus dos corrientes principales, enfrentadas tanto por su distinta concepción social como territorial, al defender inflexiblemente Castelar una visión unitaria de España en contraposición a la federal de su antagonista en la prensa madrileña de mediados de los sesenta.

Calendas que recogen la aparición en La Democracia con firma de su director de uno de los artículos de mayor resonancia en la bicentenaria historia del periodismo español. Intitulado “El Rasgo”, contenía una acerada glosa de una iniciativa regia sedicentemente altruista de la corona en la que la pluma castelarina encontraba un motivo bastardo, dictado en exclusiva por razones de bajo interés económico. La sanción al autor traspasó los límites administrativos al suspendérselo en su condición académica, lo que provocará, a su vez, la dimisión del rector de la universidad y de algunos de sus claustrales, en gesto solidario con su colega. Al propio tiempo, la consiguiente protesta estudiantil se reprimió con lujo de fuerza por la Guardia Civil veterana con varios muertos y heridos —motín de la noche de San Daniel de 10 de abril de 1865—. El impacto de la jornada se reveló de enorme impacto al fallecer a consecuencia del disgusto que le suscitara el mismo ministro de Fomento, el legendario prohombre y tribuno liberal Alcalá Galiano. Estación final en la accidentada peripecia del clamoroso suceso sería el abandono del poder de Narváez en su penúltimo mandato ministerial y su reemplazo por el postrero de O’Donnell. Justamente en éste se produjo la no menos impactante asonada de los sargentos del madrileño cuartel de San Gil —22 de junio de 1866—, entre cuyos inductores civiles ocuparon lugar importante Castelar y la plana mayor de demócratas y progresistas, por lo que, como muchos de éstos, fue condenado a muerte in absentia. A raíz del fracasado pronunciamiento, tras una fuga rocambolesca al uso de las costumbres políticas de la época —el propio ministro de la Gobernación coadyuvó decididamente a la huida—, Castelar inició un largo peregrinar por varios países europeos, siendo la estadía más recordada al par que dramática la que transcurriera en la Roma de Pío IX. Pese a que expresara con gestos inequívocos sus reservas cara a la alianza con progresistas y aun más con los unionistas en la coalición antisabelina acaudillada por Prim desde las postrimerías de 1866, Castelar se integró en el movimiento, a cuyo servicio puso una pluma especialmente activa en el período que precediera a la Revolución de Septiembre.

Las esperanzas albergadas respecto a que el triunfo de la Gloriosa comportara la implantación de la República no tardaron en disiparse en el ánimo de un Castelar repuesto en la cátedra de la que fuera removido en el verano de 1866. La deriva monárquica y autoritaria del régimen, facilitada por ola de anarquía que sacudió a la nación en el otoño de 1868, dio al traste prontamente con la comedida ilusión de su orador más descollante y prestigioso. Reluctante íntimamente a la fórmula federal propugnada por Pi y Estanislao Figueras, sus dos compañeros en el triunvirato directivo republicano, Castelar se entregó, no obstante, de forma agotadora, en los meses que antecedieron a la formación de Cortes Constituyentes, a la misión imposible de que el Gobierno provisional proclamase la República sin la previa anuencia y sanción del órgano legislador. Sin cumplirse en su constitución las expectativas de escaños despertadas en la opinión republicana, Castelar se consagró desde el suyo a difundir los principios de su credo político, en el que los elementos religiosos gozaban de indudable trascendencia.

Y fue su defensa la que originaría —el 12 de abril de 1869— uno de los dos o tres instantes mágicos registrados en los anales del Parlamento español, convertido ese día en referencia vertebradora y seña de identidad espiritual de no pocas generaciones iberoamericanas por espacio de casi un siglo. En efecto, el párrafo con que concluyera el extenso e improvisado discurso —“Grande Dios es en Sinaí [...]”—, e incluso la mayor parte de los parágrafos de éste, se erigieron en Biblia de conducta, canon de belleza y modelo de la retórica de mejor ley en libros y comportamientos cívicos y políticos de hornadas enteras de los siglos XIX y XX. Pues, ciertamente, al margen de su vibración religiosa y su valor oratorio, las ideas de solidaridad y tolerancia alcanzan en él una fuerza difícilmente superable. Un diario madrileño de los de mayor ascendiente y crédito, El Imparcial, reflejaba en el siguiente juicio el sentir de la inmensa mayoría de los coetáneos: “El señor Castelar no pertenece a la minoría, ni a la mayoría, ni aun a la Cámara: el señor Castelar es una gloria nacional. El párrafo final de su discurso, la soberbia protesta contra la fatalidad invocada por el señor Monterola fue de un efecto indescriptible y de lo más artísticamente patético que hemos oído.

Aquella comparación entre el Dios del Sinaí, precedido del trueno y acompañado del rayo, y el Cristo de la Cruz que, desgarrado, frío, yerto, entre dos ladrones levantaba su lívida cabeza y decía: ‘Perdónalos, Señor’, arrancó lágrimas a más de un diputado que sin preciarse de neo sabe admirar lo sublime. Quizá el entusiasmo nos arrastra a donde sólo la fría crítica debe llegar; pero con la mano sobre el pecho creemos que pocas cosas habrá en la lengua española más hermosas que este párrafo; que pocas cosas se habrán escrito en la gran lengua latina más soberanamente grandes; que ningún orador, ni griego ni romano, habrá aventajado en inspiración a esa gloria española que hoy se sienta en la Cámara soberana de la representación nacional” (Llorca, 1966: 143-144).

Una vez votada en junio la Carta Magna de la Septembrina, el diputado por Zaragoza prosiguió en la Cámara Baja su labor de pedagogía política y patriótica.

Por la especial proyección que en la España decimonónica prestaba el Parlamento a la socialización de idearios y pensamientos, fue desde su escaño desde donde llevó a cabo una de las más completas y, particularmente, más divulgadas definiciones del nacionalismo español. Exaltación de los valores evangélicos y de manera muy peraltada del de la libertad se erigiría en pivote de su concepción nacionalista. Con sacrificios sentimentales y alguna que otra contradicción ideológica, Castelar no vaciló en situar en la España imperial el fastigio de la nacionalidad hispana. Fue el Quinientos para él la etapa en que refulgieran más abrillantadamente las cualidades de la “raza” y la cultura hispanas, ora en las letras, ora en las artes, ora en la filosofía y el derecho, semejándole su continuidad una prolongada decadencia hasta la hora, trágica y memorable a un tiempo, de la guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz... Según elocuente y difundida confesión personal, en el cotejo de España con otros grandes países como Francia, Gran Bretaña, Italia —de singular imantación para su espíritu y sensibilidad—, le ocurría igual que en la comparación del rostro de su idolatrada madre con el de otras hermosas mujeres, en que la elección no tenía sombra de duda... Explicitada tal imagen del nacionalismo español en múltiples pasajes de sus discursos parlamentarios y textos académicos, sería en las famosas intervenciones en el Congreso de 3 de noviembre de 1869 y 20 de junio de 1871 cuando tal vez su sentimiento nacionalista ofreciera sus perfiles más característicos al entonar, a propósito de la elección y ocupación por Amadeo de Saboya el trono de España, la loanza de la monarquía de los primeros Austrias.

“[...] Y váis a lanzar sobre un pueblo así un monarca extranjero? Si no lo siente, si no se remueve, si no se levanta la nación española de su indiferencia, ah! demostrará algo bien triste, bien doloroso para todos nosotros: demostrará que España ha muerto, que ha muerto en España sus más nobles, sus más antiguos, sus más característicos sentimientos. Nuestros conquistados nos conquistan. Nuestros vasallos vienen a ser nuestros dominadores. De las migajas caídas de los festines de nuestros reyes se formaron cuatro o cinco reinos en Italia. La isla de Cerdeña apenas se veía en el mapa inmenso de nuestros dominios, y la isla de Cerdeña se ha levantado, nos ha conquistado, y no tanto por su esfuerzo, cuanto por nuestra debilidad y nuestra miseria. Si España no se resiente de esta herida, vistámonos de luto como hijos sin madre, porque ha muerto, Sres. diputados, ha muerto nuestra patria [...]. Esta nación [España] de la cual eran alabarderos y nada más que alabarderos, maceros y nada más que maceros, los pobres, los obscuros, los hambrientos Duques de Saboya, los fundadores de la dinastía [...]. Digo y sostengo que los Duques de Saboya seguían hambrientos el carro de Carlos V, de Felipe II y de Felipe V”.

Llegada la República, Castelar ocupó la cartera de Estado en la recomposición del gabinete presidido por Estanislao Figueras, primando una vez más su sentido del Estado y la unidad de sus conmilitones que sus opciones y gustos personales. Con íntima tristeza contempló Castelar el irrefrenable deslizamiento de la nueva situación hacia el desorden generalizado, con pulsión contenida del desencanto que ello producía en sus ensueños de juventud e ilusiones de la madurez. A causa de tal ánimo no sorprende que su presidencia se vertebrase por la defensa a ultranza del principio de autoridad como antídoto más eficaz ante el caos que padecía el país cuando, a comienzos de septiembre de 1873, fuera investido de los máximos poderes. Tras suspender las sesiones de unas Cortes transformadas de facto en Convención y con la ayuda de unos ministros que anteponían su sentimiento patriótico al de partido, el cuarto y último presidente de la Primera República drenó sus principales energías a la pacificación del país. El restablecimiento de la malparada disciplina castrense se evidenció prontamente como el instrumento más idóneo; viniendo en auxilio de ello el retorno a la institución militar de los oficiales y jefes del arma de Artillería, separados de sus funciones como resultado de la crisis acaecida en el seno del prestigioso cuerpo en las postrimerías del reinado de don Amadeo como igualmente se descubriría de importancia capital en la reforma a ultranza del ejército republicano la incorporación de cien mil hombres, conforme al procedimiento clásico de las quintas, en otra época denostado por Castelar. Y así, mientras los cantonalistas cartageneros eran doblegados por la escuadra del almirante Lobo y las tropas del general López Domínguez, las de Moriones lograban sofocar el levantamiento carlista del País Vasco. Al propio tiempo, los asuntos de una Hacienda en práctica bancarrota lograron enderezarse y las muy tensionadas relaciones con el Vaticano se encalmaron considerablemente con la presentación a Roma de una amplia y prestigiada hornada episcopal, que obtendría el correspondiente placet pontificio. Entretanto, sin embargo, el frente cubano de la “Guerra chica” comprometía gravemente la obra de gobierno castelariana con una crisis de grandes proporciones. El apresamiento del vapor Virginius con pabellón norteamericano —en realidad, un navío filibustero al servicio de los independentistas cubanos— en aguas internacionales por la corbeta El Tornado —31 de octubre de 1873— y el inmediato fusilamiento, por procedimiento militar sumarísimo, en Santiago de Cuba de cincuenta y tres de sus ocupantes, colocaron a España al borde de la guerra con los Estados Unidos.

Una ardua operación diplomática en la que, en un clima enfebrecido por un chovinismo suicida, el presidente del gobierno sólo contó verdaderamente con la colaboración del representante de Madrid en Washington —Polo y Bernabé—, arribó in extremis la solución de la difícil coyuntura. Pocas horas después, con no pocos logros que exhibir en los algo de más cien días de su mandato, expirado el plazo de suspensión del Parlamento, Castelar se presentaba ante sus miembros en un clima de hostilidad universal en los sectores maximalistas del régimen, dueños de su más activa militancia y de la prensa más pugnaz. Rechazado un ultimátum de los prohombres del sistema para dar marcha atrás en su conservadurismo autoritario, e incluso desdecirse de algunas de sus iniciativas más fecundas, Castelar solicitó la confianza de la Cámara, que la recusaría por ciento veinte votos contra cien. Acto seguido, en la madrugada del 3 de enero de 1874, Castelar presentó su dimisión, que no pudo ser tramitada por la interrupción de la sesión debido a la entrada en el palacio de la Carrera de San Jerónimo de una sección de la Guardia Civil, entrada en el recinto por orden del capitán general de Madrid, el artillero Manuel Pavía, el más conspicuo ayudante de Prim y el general de mayor fidelidad a su memoria entre los muchos contemporáneos que tuvieran al marqués de los Castillejos como modelo y espejo.

Un oportuno viaje por el extranjero mitigó el dolor que la frustración de su proyecto de una República de corte auténticamente presidencialista en la que la autoridad no se viese incompatible con la democracia y, de otro lado, tampoco a la libertad con la igualdad, depositara inamoviblemente en su trémulo espíritu.

Con el paso del tiempo, la acción lenitiva de éste y el retorno con toda intensidad al cultivo de las Humanidades, así como una asidua actividad periodística descomprimieron grandemente su tensión política y, consiguientemente, su entrega a ella. Antes, empero, de que llegara tal momento, su indeficiente elección por Huesca en los diferentes parlamentos de la Restauración Alfonsina, propició la defensa de su obra y del credo insobornable que la alimentase. Viejos y nuevos temas a la manera de la separación de la Iglesia y el Estado, el sufragio universal o el servicio militar obligatorio se retomaron por una voz que conservaba intacto su magnetismo retórico. Conjuntamente, lecturas y experiencias decantaron en su ánimo la exactitud de la imprecación que le dirigiera en vísperas de la llegada de don Amadeo que, “si difícil era hacer una monarquía con escasa cimentación social, aun lo era más construir una república sin republicanos [...]”, corroborando su intuición de la imposibilidad de ésta por el atávico monarquismo de Castilla... Sean cuales fueren las causas verdaderas del enfriamiento, que no renuncia ni abdicación, de sus miras políticas, éstas se centraron en la plenitud del canovismo en influir intramuros a las clases dirigentes en su completa democratización, con la asunción sin restricciones de las banderas de la Gloriosa. “Mejor lista civil que guerra civil”. 

Tal lema del minoritario pero muy influyente partido Posibilista que fundara y dirigiese, sintetizaba palmariamente el pensamiento castelariano cara al escenario y las metas en que querría desenvolverse la corriente republicana obediente a su liderazgo. Prevalido en parte de su íntima amistad con Cánovas y diplomáticas relaciones con Sagasta, que le permitía un cierto margen de ascendencia sobre el rumbo de la Restauración, no levantó obstáculos frente al desenvolvimiento de una monarquía parlamentaria que, por la lógica del proceso histórico tal y como lo entendía Castelar, desembocaría en otra auténticamente democrática, conforme al modelo seguido por la británica, bien conocido y admirado por él. El camino recorrido en su entrañada Italia por la otra en tiempo despreciada dinastía saboyana era, a sus ojos, la prueba indubitable de la viabilidad del modelo en el marco de las monarquías mediterráneas. Al encontrar que en el “quiquenio glorioso” sagastino las leyes del jurado y el sufragio universal habían encontrado acomodo en la legislación del régimen de Sagunto, licenció a sus menguadas huestes —en gran proporción, asentadas prontamente en el partido del “Viejo Pastor”— y se engolfó casi por entero en las aguas de la investigación histórica y la creación literaria, con frecuentes y, a las veces, prolongados viajes por Francia e Italia, en la que fuera recibido en dos ocasiones por el mismo León XIII, por el que sentía una viva y correspondida simpatía.

 En total oposición con Pi y Salmerón —por los que había anidado una ilimitada antipatía— respecto a la estrategia y táctica que debiera seguir el republicanismo finisecular, la crisis noventaochentista le arrancó de su voluntario exilio público, alarmado por el desarrollo de los nacionalismos periféricos y aún del simple autonomismo conque el partido conservador encabezado por Silvela procurara desatascar la situación de parálisis entre Madrid y aquéllos. Reingresado en el Congreso en las elecciones de abril de 1899, tras no pocas dificultades salvadas por la generosidad de su opositor Juan de la Cierva, los planes ambiciosos acariciados por Castelar respecto a un republicanismo palintocrático quedaron en el limbo de los propósitos por su tránsito acaecido en el mes siguiente.

La España oficial tampoco desmintió con ocasión de su muerte su incoercible proclividad por la mezquindad.

Al cantor epinicio de las hazañas de los antiguos españoles en ambos hemisferios y al restaurador de su moral y fuerza en la crítica coyuntura del otoño de 1873 se le negaron por parte del ministro de la Guerra, el “general cristiano”, C. Polavieja, los honores militares.

Afortunadamente, y como también no es infrecuente en las costumbres nacionales, la noble y caballerosa figura de Arsenio Martínez Campos en unión de otros varios compañeros de armas escoltaron el multitudinario recorrido fúnebre —de unas cuarenta mil personas— hasta la madrileña Colegiata Sacramental de San Ginés, donde esperó el juicio de la Historia.

Aunque su figura aún no ha tenido el estudio condigno a su importancia, la mayor parte de los especialistas de la segunda mitad del siglo XIX se muestran contestes en señalar su relevancia como introductor de una de las corrientes esenciales del republicanismo hispano, así como descubren una considerable unanimidad en ponderar su prudente y meritoria tarea gobernante en período tan breve como el que estuviera al frente del país. Menos favorable es el juicio acerca de su prolífica labor historiográfica. La escasa acribia documental, el exceso de formalismo y retórica, el artificio y gratuidad de muchos planteamientos y, en fin, su incoercible tendencia subjetivista y pathos teatral invalidan un quehacer que tiene quizá su máximo y actual valor en la atención por la vertiente artística del trabajo histórico. En punto a su menos extensa producción literaria, no se aleja mucho del citado, el juicio merecido a la crítica hodierna. Novelas y ensayos decaen mucho en la comparación con las viñetas y, sobre todo, cuadros y estampas de viaje, acreedores a una lectura reposada.

 

Obras de ~: Ernesto. Novela original de costumbres, Madrid, Imprenta de Gaspar y Roig, 1855; Lucano. Su vida, su genio, su poema, Madrid, Marín Laviña, 1857; La Hermana de la Caridad, Madrid, Imprenta de J. A. García, 1857; Ideas democráticas: La fórmula del progreso, Madrid, I. Casas y Díaz, 1858; La redención del esclavo, Madrid, Librería de A. de San Martín, editor, 1859; Cartas a un Obispo sobre la libertad de la Iglesia, Madrid, A. Galdó, 1864; Recuerdos de Italia, Madrid, Fortanet, 1872; Vida de Lord Byron, Madrid, La Propaganda Literaria, 1873; Historia de un corazón, Madrid, Aribau y Cía, 1874; Un año en París, Madrid, Est. Tipográfico de El Globo, 1875; Estudios históricos sobre la Edad Media y otros fragmentos, Madrid, Librería de A. de San Martín, editor, 1875; Cartas sobre política europea, Madrid, Librería de A. San Martín, editor, 1876, 2 vols.; La Rusia contemporánea. Bocetos históricos, Madrid, Aribau y Cía, 1881; Las guerras de América y Egipto. Historia contemporánea, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1883; León Gambetta, Madrid, Imprenta de El Día, 1883; Historia del año 1884, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1884; Galería histórica de mujeres célebres, Madrid, Álvarez Hermanos, 1886-1888, 8 vols.; Nerón. Estudio histórico, Barcelona, Montaner y Simón, 1891-1893; Historia del descubrimiento de América, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1892; Obras Escogidas, pról. de Á. Pulido, Madrid, Imprenta Gráfica Universal, 1922-1923, 12 vols.; Discursos parlamentarios, ed. de J. Vilches, Madrid, Congreso de los Diputados, 2003.

 

Bibl.: A. Sánchez del Real, Castelar, su vida, su carácter, sus costumbres, sus obras, sus discursos, influencias en la idea democrática, etc., Barcelona, Salvador Manero, 1873; M. González Araco, Castelar, su vida y su muerte. Bosquejo historico-biografico, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1900; G. Alberola, Semblanza de Castelar, Madrid, Ambrosio Pérez y Cía, 1904; B. Jarnes, Castelar, hombre del Sinaí, Madrid, Espasa Calpe, 1935; M. Almagro San Martín, La pequeña historia. Cincuenta años de vida española (1880-1930), Madrid, Afrodisio Aguado, 1954; A. Eiras Roel, El Partido Demócrata español (1849‑1868), Madrid, Rialp, 1961; C. Llorca, Emilio Castelar, Precursor de la Democracia Cristiana, Madrid, Biblioteca Nueva, 1966; C. A. M. Hennessy, La República Federal en España. Pi y Margall y el movimiento republicano federal, 1868‑1874, Madrid, Aguilar, 1967; J. Andrés Gallego, “La última evolución política de Castelar”, en Hispania, n.º 115 (1970), págs. 358‑393; C. Dardé, “Los partidos republicanos en la primera etapa de la Restauración”, en J. M. Jover Zamora, El siglo xix en España: doce estudios, Barcelona, Planeta, 1974, págs. 433‑462; M. Espadas Burgos, “La cuestión del ‘Virginius’ y la crisis cubana durante la I República”, en Estudios de Historia Contemporánea, I (1976), págs. 329‑354; N. Alcalá Zamora, La oratoria española, Barcelona, Grijalbo, 1976; A. Martínez de las Heras, La crisis cubana en el arranque del sexenio democrático, Madrid, Universidad Complutense, 1986, 2 vols; G. Gómez Ferrer, “Cuba en el horizonte internacional de la República de 1873”, en Quinto Centenario, 10 (1986), págs. 121‑128; N. Townson (ed.), El republicanismo en España (1830-1977), Madrid, Alianza, 1994; J. Rubio, La cuestión de Cuba y las relaciones con los Estados Unidos durante el reinado de Alfonso XII. Los orígenes del “desastre” de 1898, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1995; J. Vilches, Emilio Castelar. La patria y la república, Madrid, Biblioteca Nueva, 2001.

 

 

 
Cien años de Castelar

25 MAYO 1999

Se cumplen hoy cien años del fallecimiento de Emilio Castelar en San Pedro del Pinatar, Murcia, mientras pasaba unos días de descanso en casa de unos amigos. Castelar murió a los 66 años y llevaba ya prácticamente diez fuera de la política activa. Aunque conservó su condición de diputado en las sucesivas elecciones, no intervino en ninguna ocasión en el Congreso desde 1891. Ya en 1888 había escrito: "Cumplo 55 años, comienzo de la vejez y preámbulo de la muerte... morir, cosa de momento es. Envejecer paréceme asunto más difícil".Castelar había iniciado su carrera política muy joven. En 1854, a los 22 años, participó en su primer mitin en el Teatro Real de Madrid, tras la Vicalvarada. Salió de allí aclamado y acompañado por la multitud hasta su casa -algo que siempre le gustó- y pasó a formar parte de la redacción de distintos periódicos -El Tribuno, La Soberanía Nacional, La Discusión- hasta fundar el suyo, La Democracia. Colaboró también con el Ateneo, y en 1858 obtuvo la cátedra de Historia de España en la Universidad Central.
Según Azorín, "Castelar es uno de los grandes trabajadores intelectuales del siglo XIX. Puede ser comparado a Flaubert, a Galdós y, sobre todo, a Balzac". Castelar escribió, además de sus discursos que preparaba siempre cuidadosamente, varias decenas de libros y miles de artículos. También numerosos prólogos y presentaciones. Publicó ensayos -como La fórmula del progreso, la monumental Historia de Europa o La Rusia contemporánea-, novelas -como Fra Filippo Lippi o Ernesto- libros de viajes -Recuerdos de Italia, Un viaje a París y sus cercanías- biografías -Semblanzas contemporáneas, Vida de Lord Byron, Leon Gambetta- y preparó numerosas recopilaciones de sus discursos. Escribía en tanta cantidad que dañaba la calidad de lo escrito. Pero lo hacía así porque vivía prácticamente de su pluma. En 1880 se quejaba a su amigo Adolfo Calzado: "...las cinco horas del Congreso me quitaban el tiempo para todo y me ponían en una situación económica tan triste...".
Hoy sus libros sólo nos llegan a través de libreros de viejo. No hay nada editado, porque queda poco de su producción intelectual que resulte atractivo en nuestro tiempo. En ensayo, es farragoso y demasiado obvio. Su novela está dominada por un romanticismo ampuloso que ya no tiene partidarios. Como historiador tampoco cuenta con lectores actuales. Castelar seguía de cerca las publicaciones francesas, que encargaba con frecuencia a Calzado. Ello le otorgaba, sin duda, una superioridad efímera sobre sus contemporáneos. Porque más que hombre de pensamiento, era hombre expansionador, exterior. A su obra le falta "la hondura trágica de las cosas", en palabras de Azorín. Se encontraba más a gusto con la expresión que con la reflexión.

Castelar ha pasado a las generaciones futuras como el mejor orador español. Ángel Pulido lo compara a Demóstenes, Cicerón y Mirabeau, llamándoles "los cuatro soles de la elocuencia en los cuatro pueblos más elocuentes de la Humanidad". Fue diputado durante 30 años. Además, durante toda su vida viajó por España pronunciando discursos ante auditorios de miles de personas que aplaudían y gritaban vivas emocionados ante su palabra y su presencia.

En política, siempre mantuvo una fidelidad: el republicanismo. Pero también, como posibilista que era, llegó a jurar a regañadientes la constitución monárquica de la Restauración. En su visión, la república federal era la fórmula política que permitiría superar las grandes crisis españolas del XIX. Ni como republicano ni como federalista tiene herederos políticos de peso en la actualidad.

Como persona, Castelar fue descrito por todos como un hombre noble, cordial y generoso. "El alma de un Don Quijote en el cuerpo de un Sancho Panza" se escribió de él. Muy humano y aquejado de humanas debilidades, entre las que se encontraba la buena mesa. Vanidoso, se vanagloriaba del efecto de sus discursos entre sus amigos y correligionarios. Vivió y murió soltero, muy unido siempre a su hermana Concha.
Lamentablemente, como ocurre con tantas personalidades españolas, no tiene una biografía definitiva. Hay varias muy próximas a la fecha de su muerte que tienen información abundante pero poco análisis. Hay dos más alejadas en el tiempo: la de Benjamín Jarnés (1935) y la de Carmen Llorca (1966), que pretende convertirlo en precursor de la Democracia Cristiana, otro valor que cotiza a la baja en nuestro mercado político. Quedan, para elaborar esa biografía, muchos recuerdos de sus contemporáneos además de su obra impresa, sus discursos y sus cartas particulares.


Castelar murió el 25 de mayo de 1899 a la una de la tarde. El 26 su cadáver embalsamado fue trasladado a Madrid en tren. La capilla ardiente se instaló en el vestíbulo del Congreso, donde el cadáver fue velado por diputados, oficiales de la Secretaría y maceros durante la primera noche, hasta que se abrió al público. Se celebraron misas en dos altares situados frente al catafalco.
Al traslado a la Sacramental de San Isidro, a las cuatro de la tarde del día 29, asistieron varias decenas de miles de personas, con participación de representaciones de las Academias, la Universidad, el Ateneo, los partidos políticos, las Diputaciones provinciales, los ayuntamientos, el Ejército, la Guardia Civil y otros. Sobre el féretro sólo se puso un ramito de flores que había llevado una niña con la dedicatoria Gloria a Castelar. Un obrero. A las ocho de la noche fue enterrado junto a su hermana Concha.
Del entierro hay muchas crónicas, en periódicos y en libros de memorias, que lo describen con todo lujo de detalles. Quiero fijarme, sin embargo, en un testigo fortuito, la viajera norteamericana Katharine Lee Bates, autora de Spanish Highways and Byways (Londres-Nueva York, McMillan, 1901). La señora Bates hablaba bien español, y sus impresiones de viaje fueron publicadas por el New York Times en forma de cartas. Dedica una mirada ingenua y desapasionada a los funerales.
Se sorprende de que no hubiera ni una palabra, ni una flor de la Reina regente en el entierro de Castelar, como lo había habido un año antes en el de Cánovas. Probablemente su antimonarquismo militante lo impidió. El Gobierno, aunque terminó pagando el funeral, no quiso disponer soldados a lo largo del recorrido de la comitiva fúnebre. Castelar, el apóstol de la democracia, el orador, el patriota, el ciudadano honorable que no medró económicamente nunca a pesar su posición, fue acompañado en su último viaje por políticos, intelectuales y periodistas. Pero, sobre todo, por el pueblo de Madrid, que levantaba el sombrero en señal de respeto a su paso y gritaba vivas.

El viernes siguiente al entierro tuvo lugar la apertura solemne de las nuevas Cortes. La señora Bates subraya el hecho de que soldados uniformados de gala cubrían la carrera entre Palacio y el Congreso. La Guardia Real escoltaba la carroza regia, tirada por ocho espléndidos caballos. Balcones y farolas estaban adornados con banderas. Sin embargo, no hubo vivas. El pueblo miraba silencioso pasar los lujosos coches. Un silencio que la autora interpreta como una mezcla de respeto, hostilidad e indiferencia hacia la España oficial y que contrastaba con el calor que pudo apreciar una semana antes en el entierro del hombre que hoy recordamos.


Mateo Maciá es archivero-bibliotecario de las Cortes Generales.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 25 de mayo de 1999

 Discursos.


Discurso de Emilio Castelar (I) 

Discurso de Emilio Castelar (II) 

Discurso de Emilio Castelar (III) 

Discurso de Emilio Castelar (IV)

Discurso de Emilio Castelar (V) 

Discurso de Emilio Castelar (VI)

Discurso de Emilio Castelar (VII)

La persuasión en el discurso de EMILIO CASTELAR