Apuntes Personales y de Derecho de las Universidades Bernardo O Higgins y Santo Tomas.


1).-APUNTES SOBRE NUMISMÁTICA.

2).- ORDEN DEL TOISÓN DE ORO.

3).-LA ORATORIA.

4).-APUNTES DE DERECHO POLÍTICO.

5).-HERÁLDICA.

6).-LA VEXILOLOGÍA.

7).-EDUCACIÓN SUPERIOR.

8).-DEMÁS MATERIAS DE DERECHO.

9).-MISCELÁNEO


lunes, 8 de septiembre de 2014

148.-Discurso de Emilio Castelar (III).-a

  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farías Picón; Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala; Marcelo Yañez Garin; 

 
Discurso de  Emilio Castelar.


  
 ANA GONZÁLEZ HUENCHUÑIR 
Discurso sobre la libertad religiosa y la separación entre la Iglesia y el Estado
(12-IV-69)
Emilio Castelar




Señores Diputados: Inmensa desgracia para mí, pero mayor desgracia todavía para las Cortes, verme forzado por deberes de mi cargo, por deberes de cortesía, a embargar casi todas las tardes, contra mi voluntad, contra mi deseo, la atención de los señores Diputados. Yo espero que las Cortes me perdonarán si tal hago en fuerza de las razones que a ello me obligan; y que no atribuirán de ninguna suerte tanto y tan largo y tan continuado discurso a intemperancia mía en usar de la palabra. Prometo solemnemente no volver a usarla en el debate de la totalidad.
Decía mi ilustre amigo el Sr. Ríos Rosas en la última sesión, con la autoridad que le da su palabra, su talento, su alta elocuencia, su íntegro carácter, decíame que dudaba si tenía derecho a darme consejos. Yo creo que S.S. lo tiene siempre: como orador, lo tiene para dárselos a un principiante; como hombre de Estado, lo tiene para dárselos al que no aspira a este título; como hombre de experiencia, lo tiene para dárselos al que entra por vez primera en este respetado recinto. Yo los recibo, y puedo decir que el día en que el Sr. Ríos Rosas me aconsejó que no tratara a la Iglesia católica con cierta aspereza, yo dudaba si había obrado bien; yo dudaba si había procedido bien, yo dudaba si había sido justo o injusto, si había sido cruel, y sobre todo, si había sido prudente.
¿Qué dije yo, señores, qué dije yo entonces? Yo no ataqué ninguna creencia, yo no ataqué el culto, yo no ataqué el dogma. Yo dije que la Iglesia católica, organizada corno vosotros la organizáis, organizada como un poder del Estado, no puede menos de traernos grandes perturbaciones y grandes conflictos, porque la Iglesia católica con su ideal de autoridad, con su ideal de infalibilidad, con la ambición que tiene de extender estas ideas sobre todos los pueblos, no puede menos de ser en el organismo de los Estados libres causa de una continua perturbación en todas las conciencias, causa de una constante amenaza a todos los derechos.
Si alguna duda pudierais tener, si algún remordimiento pudiera asaltaros, señores, ¿no se ha levantado el Sr. Manterola con la autoridad que le da su ciencia, con la autoridad que le dan sus virtudes, con la autoridad que le da su alta representación en la Iglesia, con la autoridad que le da la altísima representación que tiene en este sitio, no se ha levantado a decirnos en breves, en sencillas, en elocuentísimas palabras, cuál es el criterio de la Iglesia sobre el derecho, sobre la soberanía nacional, sobre la tolerancia o intolerancia religiosa, sobre el porvenir de las naciones? Si en todo su discurso no habéis encontrado lo que yo decía, si no habéis hallado que reprueba el derecho, que reprueba la conciencia moderna, que reprueba la filosofía novísima, yo declaro que no ha dicho nada, yo declaro que todos vosotros tenéis razón y yo condeno mi propio pensamiento. Pero su discurso, absolutamente todo su discurso, no ha sido más que una completa confirmación de mis palabras; cuanto yo decía, lo ha demostrado el Sr. Manterola. Pues qué, ¿no ha dicho que el dogma de la soberanía nacional, expresado en términos tan modestos por la comisión, es inadmisible, puesto que el clero no reconoce más dogma que la soberanía de la Iglesia? ¿Y no os dice esto que después de tantos y tan grandes cataclismos, que después de las guerras de las investiduras, que después de las guerras religiosas, que después del advenimiento de tantos Estados laicos, que después de tantos Concordatos en que la Iglesia ha tenido que aceptar la existencia civil de muchas religiones, aún no ha podido desprenderse de su antiguos criterios, del criterio de Gregorio VIII y de Inocencio III, y aún cree que todos los poderes civiles son una usurpación de su poder soberano?
Señores, nadie como yo ha aplaudido la presencia en este sitio del Sr. Manterola, la presencia en este sitio del ilustre obispo de Jaén, la presencia en este sitio del ilustre cardenal de Santiago. Yo creía, yo creo que esta Cámara no sería la expresión de España si a esta Cámara no hubieran venido los que guardan todavía el sagrado depósito de nuestras antiguas creencias, y los que aún dirigen la moral de nuestras familias. Yo los miro con mucho respeto, yo los considero con gran veneración, por sus talentos, por su edad, por el altísimo ministerio que representan. Consagrado desde edad temprana al cultivo de las ideas abstractas, de las ideas puras, en medio de una sociedad entregada con exceso al culto de la materia, en medio de una sociedad muy aficionada a la letra de cambio, en esta especie de indiferentismo en que ha caído un poco la conciencia olvidada del ideal, admito, sí, admito algo de divino, si es que ha de vivir el mundo incorruptible y ha de conservar el equilibrio, la armonía entre el espíritu y la naturaleza, que es el secreto de su grandeza y de su fuerza.
Pero, señores, digo más: hago una concesión mayor todavía a los señores que se sientan en aquel banco; les hago una concesión que no me duele hacerles, que debo hacerles, porque es verdad. A medida que crece la libertad, se aflojan los lazos materiales: a medida que los lazos materiales se aflojan, se aprietan los lazos morales. Así es necesario para que una sociedad libre pueda vivir, es indispensable que tenga grandes lazos de idea, que reconozca deberes, deberes impuestos, no por la autoridad civil, no por los ejércitos, sino por su propia razón, por su propia conciencia. Por eso, señores, yo no he visto, cuando he ido a los pueblos esclavos, no he visto nunca observada la fiesta del domingo; yo no la he visto observada en España, yo no la he visto observada jamás en París.
El domingo en los pueblos esclavos es una saturnal. En cambio, yo he visto el domingo celebrado con una severidad extraordinaria, con una severidad de costumbres que asombra, en los dos únicos pueblos libres que he visitado en mi larga peregrinación por Europa, en Suiza y en Inglaterra. ¿Y de qué depende? Yo sé de lo que depende: depende de que allí hay lazos de costumbres, lazos de inteligencia, lazos de costumbres y de inteligencia que no existen donde la religión se impone por la fuerza a la voluntad, a la conciencia, por medio de leyes artificiales y mecánicas. Así me decía un príncipe ruso, en Ginebra, que había más libertad en San Petersburgo que en Nueva York; y preguntándole yo por qué, me contestaba: «Por una razón muy sencilla: porque yo soy muy aficionado a la música, y en San Petersburgo puedo tocar el violín en domingo, mientras que no puedo tocarlo en Nueva York». He aquí cómo la separación de la Iglesia y el Estado, cómo la libertad de cultos, cómo la libertad religiosa engendra este gran principio, la aceptación voluntaria de la religión y de la metafísica, o de la moral, que es como la sal de la vida, y conserva sana la conciencia.
Ya sabe el Sr. Manterola lo que San Pablo dijo: «Nihil tam voluntarium quam religio». Nada hay tan voluntario como la religión. El gran Tertuliano, en su carta a Escápula, decía también: «Non est religionis cogere religioneni». No es propio de la religión obligar por fuerza, cohibir para que se ejerza la religión. ¿Y qué ha estado pidiendo durante toda esta tarde el Sr. Manterola?¿Qué ha estado exigiendo durante todo su largo discurso a los señores de la comisión? Ha estado pidiendo, ha estado exigiendo que no se pueda ser español, que no se pueda tener el título de español, que no se puedan ejercer derechos civiles, que no se pueda aspirar a las altas magistraturas políticas del país sino llevando impresa sobre la carne la marca de una religión forzosamente impuesta, no de una religión aceptada por la razón y por la conciencia.
Por consiguiente, el Sr. Manterola, en todo su discurso, no ha hecho más que pedir lo que pedían los antiguos paganos, los cuales no comprendían esta gran idea de la separación de la Iglesia y del Estado; lo que pedían los antiguos paganos, que consistía en que el rey fuera al mismo tiempo papa, o, lo que es igual, que el Pontífice sea al mismo tiempo, en alguna parte y en alguna medida, rey de España.
Y sin embargo, en la conciencia humana ha concluido para siempre el dogma de la protección de las Iglesias por el Estado. El Estado no tiene religión, no la puede tener, no la debe tener. El Estado no confiesa, el Estado no comulga, el Estado no se muere. Yo quisiera que el Sr. Manterola tuviese la bondad de decirme en qué sitio del Valle de Josafat va a estar el día del juicio el alma del Estado que se llama España.
Suponía un gran poeta alemán hallarse allá en el polo. Era una de esas inmensas noches polares en que las auroras de color de rosa se reflejan sobre el hielo. El espectáculo era magnífico, era indescriptible. Hallábase a su lado un misionero, y como una ballena se moviese, le decía el misionero al poeta: «Mirad, ante este grande y extraordinario espectáculo, hasta la ballena se mueve y alaba a Dios». Un poco más lejos hallábase un naturalista, y el alemán le dijo: «Vosotros, los naturalistas, soléis suprimir la acción divina en vuestra ciencia; pues he aquí que este misionero me ha dicho que cuando ese gran espectáculo se ofreció a nuestra vista en el seno de la naturaleza, hasta la ballena se movía y alababa a Dios». El naturalista contestó al poeta alemán: «No es eso; es que hay ciertas ratas azules que se meten en el cuerpo de la ballena, y al fijarse en ciertos puntos del sistema nervioso, la molestan y la obligan a que se conmueva; porque ese animal tan grande y que tiene tantas arrobas de aceite, no tiene, sin embargo, ni un átomo de sentimiento religioso». Pues bien, exactamente lo mismo puede decirse del Estado. Ese animal tan grande no tiene ni siquiera un átomo de sentimiento religioso.
Y si no, ¿en nombre de qué condenaba el señor Manterola, al finalizar su discurso, los grandes errores, los grandes excesos, causa tal vez de su perdición, que en materia religiosa cometieron los revolucionarios franceses? No crea el Sr. Manterola que nosotros estamos aquí para defender los errores de nuestros mismos amigos: como no nos creemos infalibles, no nos creemos impecables, ni depositarios de la verdad absoluta; como no creemos tener las reglas eternas de la moral y del derecho, cuando nuestros amigos se equivocan, condenamos sus equivocaciones, cuando yerran los que nos han precedido en la defensa de la idea republicana, decimos que han errado porque nosotros no tenemos desde hace diez y nueve siglos el espíritu humano amortizado en nuestros altares.
Pues bien, Sres. Diputados: Barnave, que comprendía mejor que otros de los suyos la Revolución francesa, decía: «Pido en nombre de la libertad, pido en nombre de la conciencia, que se revoque el edicto de los reyes, que arrojaba a los jesuitas». La Cámara no quiso acceder, y aquella hubiera sido medida mucho más prudente, más sabia, más progresiva, que la medida de exigir al clero el juramento civil, lo cual trajo tantas complicaciones y tantas desgracias sobre la Revolución francesa. En nombre del principio que el Sr. Manterola ha sostenido esta tarde de que el Estado puede y debe imponer una religión, Enrique VIII pudo en un día cambiar la religión católica por la protestante como Teodosio, por una especie de golpe de Estado semejante al de 18 de Brumario, pudo cambiar en el Senado romano la religión pagana por la religión católica; como la Convención francesa tuvo la debilidad de aceptar por un momento el culto de la diosa razón; como Robespierre proclamó el dogma del Ser supremo, diciendo que todos debían creer en Dios para ser ciudadanos franceses, lo cual era una reacción inmensa, reacción tan grande como la que realizó Napoleón I cuando, después de haber dudado si restauraría el protestantismo o restauraría el catolicismo, se decidió por restaurar el catolicismo, solamente porque era una religión autoritaria, solamente porque hacía esclavos a los hombres, solamente porque hacía del antiguo papa y del nuevo Carlomagno una especie de dioses.
Por consecuencia, el Sr. Manterola no tenía razón, absolutamente ninguna razón, al exigir, en nombre del catolicismo, en nombre del cristianismo, en nombre de una idea moral, en nombre de una idea religiosa, fuerza coercitiva, apoyo coercitivo al Estado. Esto sería un gran retroceso, porque, señores, o creemos en la religión porque así nos lo dicta nuestra conciencia, o no creemos en la religión porque también la conciencia nos lo dicta así. Si creemos en la religión porque nos lo dicta nuestra conciencia, es inútil, completamente inútil, la protección del Estado; si no creemos en la religión porque nuestra conciencia nos lo dicta, en vano es que el Estado nos imponga la creencia; no llegará hasta el fondo de nuestro ser, no llegará al fondo de nuestro espíritu: y como la religión, después de todo, no es tanto una relación social como una relación del hombre con Dios, podréis engañar con la religión impuesta por el Estado a los demás hombres, pero no engañaréis jamás a Dios, a Dios, que escudriña con su mirada el abismo de la conciencia.
Hay en la Historia dos ideas que no se han realizado nunca; hay en la sociedad dos ideas que nunca se han realizado: la idea de una nación, y la idea de una religión para todos. Yo me detengo en este punto, porque me ha admirado mucho la seguridad con que el señor Manterola decía que el catolicismo progresaba en Inglaterra, que el catolicismo progresaba en los Estados Unidos, que el catolicismo progresaba en Oriente. Señores, el catolicismo no progresa en Inglaterra. Lo que allí sucede es que los liberales, esos liberales tenidos siempre por réprobos y herejes en la escuela de S.S., reconocen el derecho que tiene el campesino católico, que tiene el pobre irlandés, a no pagar de su bolsillo una religión en que no cree su conciencia. Esto ha sucedido y sucede en Inglaterra. En cuanto a los Estados Unidos diré que allí hay 34 ó 35 millones de habitantes; de estos 34 ó 35 millones de habitantes, hay 31 millones de protestantes y 4 millones de católicos, si es que llega; y estos 4 millones se cuentan, naturalmente, porque allí hay muchos europeos, y porque aquella nación ha anexionado la Lusiania, Nuevas Tejas, la California, y, en fin, una porción de territorios cuyos habitantes son de origen católico.
Pero, señores, lo que más me maravilla es que el Sr. Manterola dijera que el catolicismo se extiende también por el Oriente. ¡Ah, señores! Haced esta ligera reflexión conmigo: no ha sido posible, lo ha intentado César, lo ha intentado Alejandro, lo ha intentado Carlomagno, lo ha intentado Carlos V, lo ha intentado Napoleón; no ha sido posible constituir una sola nación: la idea de variedad y de autonomía de los pueblos ha vencido a todos los conquistadores; y tampoco ha sido posible crear una sola religión: la idea de la libertad de conciencia ha vencido a los Pontífices.
Cuatro razas fundamentales hay en Europa: la raza latina, la raza germánica, la raza griega y la raza eslava.
Pues bien, en la raza latina, su amor a la unidad, su amor a la disciplina y a la organización se ve por el catolicismo: en la raza germánica, su amor a la conciencia y al derecho personal, su amor a la libertad del individuo se ve por el protestantismo: en la raza griega, se nota todavía lo que se notaba en los antiguos tiempos, el predominio de la idea metafísica sobre la idea moral; y en la raza eslava, que está preparando una gran invasión en Europa, según sus sueños, se ve lo que ha sucedido en los imperios autoritarios, lo que sucedió en Asia y en la Roma imperial, una religión autocrática. Por consiguiente, no ha sido posible de ninguna suerte encerrar a todos los pueblos modernos en la idea de la unidad religiosa.
¿Y en Oriente? Señores, yo traeré mañana al Sr. Manterola, a quien después de haber combatido como enemigo abrazaré como hermano, en prueba de que practicamos aquí los principios evangélicos; yo le traeré mañana un libro de la Sociedad oriental de Francia, en que hay un estado del progreso del catolicismo en Oriente, y allí se convencerá S.S. de lo que voy a afirmar. En la historia antigua, en el antiguo Oriente hay dos razas fundamentales: la raza indo-europea y la raza semítica.
La raza indo-europea ha sido la raza pagana que ha creado los ídolos, la raza civil que ha creado la filosofía y el derecho político: la raza semítica es la que crea todas las grandes religiones que todavía son la base de la conciencia moral del género humano: Mahoma, Moisés, Cristo, puede decirse que abrazan completamente toda la esfera religiosa moderna en sus diversas manifestaciones.
Pues bien: ¿cuál es el carácter de la raza indo-europea que ha creado a Grecia, Roma y Germania? El predominio de la idea de particularidad y de individualidad de la idea progresiva sobre la idea de unidad inmóvil. ¿Cuál es el carácter de la raza semítica que ha creado las tres grandes religiones, el mahometismo, el judaísmo y el cristianismo? El predominio de la idea de unidad inmóvil sobre la idea de variedad progresiva. Pues todavía no existe eso en Oriente. Así es que los cristianos de la raza semítica adoran a Dios, y apenas se acuerdan de la segunda y tercera persona de la Santísima Trinidad, mientras que los cristianos de la raza indo-europea adoran a la Virgen y a los santos, y apenas se acuerdan de Dios. ¿Por qué? Porque la metafísica no puede destruir lo que está en el organismo y en las leyes fatales de la Naturaleza.
Señores, entremos ahora en algunas de las particularidades del discurso del Sr. Manterola. Decíanos S.S.: «¿Cuándo han tratado mal, en qué tiempo han tratado mal los católicos y la Iglesia católica a los judíos?». Y al decir esto se dirigía a mí, como reconviniéndome, y añadía: «Esto lo dice el Sr. Castelar, que es catedrático de Historia». Es verdad que lo soy, y lo tengo a mucha honra: y por consiguiente, cuando se trata de historia es una cosa bastante difícil el tratar con un catedrático que tiene ciertas nociones muy frescas, como para mí sería muy difícil el tratar de teología con persona tan altamente caracterizada como el Sr. Manterola. Pues bien, cabalmente en los apuntes de hoy para la explicación de mi cátedra tenía el siguiente: «En la escritura de fundación del monasterio de San Cosme y San Damián, que lleva la fecha de 978, hay un inventario que los frailes hicieron de la manera siguiente: primero ponían «varios objetos»; y luego ponen «50 yeguas», y después «30 moros y 20 moras»: es decir, que ponían sus 50 yeguas antes que sus 30 moros y sus 20 moras esclavas.»
De suerte que para aquellos sacerdotes de la libertad, de la igualdad y de la fecundidad, eran antes sus bestias de carga que sus criados, que sus esclavos, lo mismo, exactamente lo mismo que para los antiguos griegos y para los antiguos romanos.
Señores, sobre esto de la unidad religiosa hay en España una preocupación de la cual me quejo, como me quejaba el otro día de la preocupación monárquica. Nada más fácil que a ojo de buen cubero decir las cosas. España es una nación eminentemente monárquica, y se recoge esa idea y cunde y se repite por todas partes hasta el fin de los siglos. España es una nación intolerante en materias religiosas, y se sigue esto repitiendo, y ya hemos convenido todos en ello.
Pues bien: yo le digo a S.S. que hay épocas, muchas épocas en nuestra historia de la Edad Media en que España no ha sido nunca, absolutamente nunca, una nación tan intolerante como el Sr. Manterola supone. Pues qué, ¿hay, por ventura, en el mundo nada más ilustre, nada más grande, nada más digno de la corona material y moral que lleva, nada que en el país esté tan venerado, como el nombre ilustre del inmortal Fernando III, de Fernando III el Santo? ¿Hay algo? ¿Conoce el Sr. Manterola algún rey que pueda ponerse a su lado? Mientras su hijo conquistaba a Murcia, él conquistaba Sevilla y Córdoba. ¿Y qué hacía, señor Manterola, con los moros vencidos? Les daba el fuero de los jueces, les permitía tener sus mezquitas, les dejaba sus alcaldes propios, les dejaba su propia legislación. Hacía más: cuando era robado un cristiano, al cristiano se devolvía lo mismo que se le robaba; pero cuando era robado un moro, al moro se le devolvía doble. Esto tiene que estudiarlo el Sr. Manterola en las grandes leyes, en los grandes fueros, en esa gran tradición de la legislación mudéjar, tradición que nosotros podríamos aplicar ahora mismo a las religiones de los diversos cultos el día que estableciésemos la libertad religiosa y diéramos la prueba de que, como dijo Madame Stael, en España lo antiguo es la libertad, lo moderno el despotismo.
Hay, señores, una gran tendencia en la escuela neocatólica a convertir la religión en lo que decían los antiguos; los antiguos decían que la religión sólo servía para amedrentar a los pueblos; por eso decía el patricio romano: Religio id est, metus: la religión quiere decir miedo. Yo podría decir a los que hablan así de la religión aquello que dice la Biblia: «Congnovit bos posesorem suum, et asinus proesepe dominisunt, et Israel non cognovit, et populus meus non intelexii», que quiere decir que el buey conoce su amo, el asno su pesebre, y los neocatólicos no conocen a su Dios.
La intolerancia religiosa comenzó en el siglo XIV, continuó en el siglo XV. Por el predominio que quisieron tomar los reyes sobre la Iglesia, se inauguró, digo, una gran persecución contra los judíos; y cuando esta persecución se inauguró, fue cuando San Vicente Ferrer predicó contra los judíos, atribuyéndolos, una fábula que nos ha citado hoy el Sr. Manterola y que ya el P. Feijóo refutó hace mucho tiempo: la dichosa fábula del niño, que se atribuye a todas las religiones perseguidas, según lo atestigua Tácito y los antiguos historiadores paganos. Se dijo que un niño había sido asesinado y que había sido bebida su sangre, atribuyéndose este hecho a los judíos, y entonces fue citando, después de haber oído a San Vicente Ferrer, degollaron los fanáticos a muchos judíos de Toledo que habían hecho de la judería de la gran ciudad el bazar más hermoso de toda la Europa occidental. Y para esto no ha tenido una sola palabra de condenación, sino antes bien de excusa el Sr. Manterola, en nombre de Aquel que había dicho: «Perdónalos, porque no saben lo que se hacen».
Lo detestaba, ha dicho el Sr. Manterola, y lo detesto: pues entonces debe S.S. detestar toda la historia de la intolerancia religiosa, en que, siquiera sea duro el decirlo, tanta parte, tan principal parte le cabe a la Iglesia. Porque sabe muy bien el Sr. Manterola y esta tarde lo ha indicado, que la Iglesia se defendía de esta gran mancha de sangre, que debía olerle tan mal como le olía aquella célebre sangre a lady Macbeth, diciendo: «Nosotros no matábamos al reo, lo entregábamos al brazo civil». Pues es lo mismo que si el asesino dijera: «Yo no he matado, quien ha matado ha sido el puñal». ¡La Inquisición, señores, la Inquisición era el puñal de la Iglesia!
Pues qué, Sres. Diputados, ¿no está esto completamente averiguado, que la Iglesia perseguía por perseguir? ¿Quiere el Sr. Manterola que yo le cite la Encíclica de Inocencio III, y mañana se la traeré, porque no pensaba yo que hoy se tratase de librar a la Iglesia del dictado de intolerante, en cuya Encíclica se condenaba a eterna esclavitud a los judíos?¿Quiere que le traiga la carta de San Pío V, Papa santo, el cual, escribiendo a Felipe II, le decía: «Que era necesario buscar a toda costa un asesino para matar a Isabel de Inglaterra», con lo cual se prestaría un gran servicio a Dios y al Estado?
Me preguntaba el Sr. Manterola si yo había estado en Roma. Sí, he estado en Roma, he visto sus ruinas, he contemplado sus 300 cúpulas, he asistido a las ceremonias de la Semana Santa, he mirado las grandes Sibilas de Miguel Ángel, que parecen repetir, no ya las bendiciones, sino eternas maldiciones sobre aquella ciudad; he visto la puesta del sol tras la basílica de San Pedro, me he arrobado en el éxtasis que inspiran las artes con su eterna irradiación, he querido encontrar en aquellas cenizas un átomo de fe religiosa, y sólo he encontrado el desengaño y la duda.
Sí, he estado en Roma y he visto lo siguiente, señores Diputados, y aquí podría invocar la autoridad del Sr. Posada Herrera, embajador revolucionario de la nación española, que tantas y tan extraordinarias distinciones ha merecido al Papa, hasta el punto de haberle formado su pintoresca guardia noble. Hay, señores, en Roma un sitio que es lo que se llama sala regia, en cuyo punto está la gran capilla Sixtina Paulina, inmortalizada por Miguel Ángel, y la capilla donde se celebran los misterios del Jueves Santo, donde se pone el monumento, y en el fondo el sitio por donde se entra a las habitaciones particulares de Su Santidad. Pues esta sala se halla pintada, si no me engaño, aunque tengo muy buena memoria, por el célebre historiador de la pintura en Italia, por Vasari, que era un gran historiador, pero un mediano artista. Este grande historiador había pintado aquellos salones a gusto de los Papas, y había pintado, entre otras cosas, la falsa donación de Constantino, porque en la historia eclesiástica hay muchas falsedades, las falsas decretales, el falso voto de Santiago, por el cual hemos estado pagando tantos siglos un tributo que no debíamos, y que si lo pidiéramos ahora a la Iglesia con todos sus intereses no habría en la nación española bastante para pagarnos aquello que indebidamente te hemos dado.
Pues bien, Sres. Diputados; en aquel salón se encuentran varios recuerdos, entre otros, don Fernando el Católico, y esto con mucha justicia; pero hay un fresco en el cual está un emisario del rey de Francia presentándole al Papa la cabeza de Coligny; había un fresco donde están, en medio de ángeles, los verdugos, los asesinos de la noche de San Bartolomé; de suerte que la Iglesia, no solamente acepta aquel crimen, no solamente en la capilla Sixtina ha llamado admirable a la noche de San Bartolomé, sino que después la ha inmortalizado junto a los frescos de Miguel Ángel, arrojando la eterna blasfemia de semejante apoteosis a la faz de la razón, de la justicia y de la historia.
Nos decía el Sr. Manterola: «¿Qué tenéis que decir de la Iglesia, qué tenéis que decir de esa gran institución, cuando ella os ha amamantado a sus pechos, cuando ella ha creado las universidades?». Es verdad, yo no trato nunca, absolutamente nunca, de ser injusto con mis enemigos.
Cuando la Europa entera se descomponía, cuando el feudalismo reinaba, cuando el mundo era un caos, entonces (pues qué, ¿vive tanto tiempo una institución sin servir para algo al progreso?), ciertamente, indudablemente, las teorías de la Iglesia refrenaron a los poderosos, combatieron a los fuertes, levantaron el espíritu de los débiles y extendieron rayos de luz, rayos benéficos, sobre todas las tierras de Europa, porque era el único elemento intelectual y espiritual que había en el caos de la barbarie. Por eso se fundaron las universidades.
Pero ¡ah, Sr. Manterola! ¡Ah, Sres. Diputados! Me dirijo a la Cámara: comparad las universidades que permanecieron fieles, muy fieles, a la idea tradicional después del siglo XVI, con las universidades que se separaron de esta idea en los siglos XVI, XVII y XVIII. Pues qué ¿puede comparar el Sr. Manterola nuestra magnífica universidad de Salamanca, puede compararla hoy con la universidad de Oxford, con la de Cambridge o con la de Heidelberg? No.
¿Por qué aquellas universidades, como el señor Manterola me dice y afirma, son más ilustres, son más grandes, han seguido los progresos del espíritu humano y han engendrado las unas a los grandes filósofos, las otras a los grandes naturalistas? No es porque hayan tenido más razón, más inteligencia que nosotros, sino porque no han tenido sobre su cuello la infame coyunda de la Inquisición, que abrasó hasta el tuétano de nuestros huesos y hasta la savia de nuestra inteligencia.
El Sr. Manterola se levanta y, dice: «¿Qué tenéis que decir de Descartes, de Mallebranche, de Orígenes y de Tertulianos?». Descartes no pudo escribir en Francia, tuvo que escribir en Holanda. ¿Por qué en Francia no pudo escribir? Porque allí había catolicismo y monarquía, en tanto que en Holanda había libertad de conciencia y república. Mallebranche fue casi tachado de panteísta por su idea platónica de los cuerpos y las ideas de Dios. ¿Y por qué me cita el Sr. Manterola a Tertuliano? ¿No sabe que Tertuliano murió en el montanismo? ¿A qué me cita S.S. también a Orígenes? ¿No sabe que Orígenes ha sido rechazado por la Iglesia? ¿Y por qué? ¿Por negar a Dios? No, por negar el dogma del infierno y el dogma del diablo.
Decía el Sr. Manterola: «La filosofía de Hegel ha muerto en Alemania». Este es el error, no de la Iglesia católica, sino de la Iglesia en sus relaciones con la ciencia y la política. Yo hablo de la Iglesia en su aspecto civil, en su aspecto social. De lo relativo al dogma hablo con todo respeto, con el gran respeto que todas las instituciones históricas me merecen; hablo de la Iglesia en su conducta política, en sus relaciones con la ciencia moderna. Pues bien; yo digo una cosa: si la filosofía de Hegel ha muerto en Alemania, Sres. Diputados, ¿sabéis dónde ha ido a refugiarse? Pues ha ido a refugiarse en Italia, donde tiene sus grandes maestros; en Florencia, donde está Ferrari; en Nápoles, donde está Vera. ¿Y sabe S.S. por qué sucede eso? Porque Italia, opresa durante mucho tiempo; la Italia, que ha visto a su Papa oponerse completamente a su unidad e independencia; la Italia, que ha visto arrebatar niños como Mortara, levantar patíbulos como los que se levantaron para Monti y Tognetti, cada día se va separando de la Iglesia y se va echando en brazos de la ciencia y de la razón humana.
Y aquí viene la teoría que el Sr. Manterola no comprende de los derechos ilegislables, por lo cual atacaba con toda cortesía a mi amigo el señor Figueras; y como quiera que mi amigo el Sr. Figueras no puede contestar por estar un poco enfermo de la garganta, debo decir en su nombre al Sr. Manterola que casualmente, si a alguna cosa se puede llamar derechos divinos, es a los derechos fundamentales humanos, ilegislables. ¿Y sabe S.S. por qué? Porque después de todo, si en nombre de la religión decís lo que yo creo, que la música de los mundos, que la mecánica celeste es una de las demostraciones de la existencia de Dios, de que el universo está organizado por una inteligencia superior, suprema; los derechos individuales, las leyes de la naturaleza, las leyes de nuestra organización, las leyes de nuestra voluntad, las leyes de nuestra conciencia, las leyes de nuestro espíritu, son otra mecánica celeste no menos grande, y muestran que la mano de Dios ha tocado a la frente de este pobre ser, humano y lo ha hecho a Dios semejante.
Después de todo, como hay algo que no se puede olvidar, como hay algo en el aire que se respira, en la tierra en que se nace, en el sol que se recibe en la frente, algo de aquellas instituciones en que hemos vivido, el Sr. Manterola, al hablar de las Provincias Vascongadas, al hablar de aquella república con esa emoción extraordinaria que yo he compartido con su señoría, porque yo celebro que allí se conserve esa gran democracia histórica para desmentir a los que creen que nuestra patria no puede llegar a ser una república, y una república federativa; al hablar de aquel árbol cuyas hojas los soldados de la revolución francesa trocaban en escarapelas (buena prueba de que si puede haber disidencias entre los reyes, no puede haberla entre los pueblos), de aquel árbol que, desde Ginebra saludaba Rousseau como el más antiguo testimonio de la libertad en el mundo; al hablarnos de todo esto el Sr. Manterola, se ha conmovido, me ha conmovido a mí, ha conmovido elocuentemente a la Cámara. ¿Y por qué, Sres. Diputados? Porque esta era la única centella de libertad que había en su elocuentísimo discurso. Así decía el Sr. Manterola que era aquella una república modelo, porque se respetaba el domicilio: pues yo le pido al Sr. Manterola que nos ayude a formar la república modelo, la república divina, aquella en que se respete el asilo de Dios, el asilo de la conciencia humana, el verdadero hogar, el eterno domicilio del espíritu.
Decíanos el Sr. Manterola que los judíos no se llevaron nada de España, absolutamente nada, que los judíos lo más que sabían hacer eran babuchas; que los judíos no brillaban en ciencias, no brillaban en artes; que los judíos no nos han quitado nada. Yo, al vuelo, voy a citar unos cuantos nombres europeos de hombres que brillan en el mundo y que hubieran brillado en España sin la expulsión de los judíos.
Espinoza: podréis participar o no de sus ideas, pero no podéis negar que Espinoza es quizá el filósofo más alto de toda la filosofía moderna; pues Espinoza, si no fue engendrado en España, fue engendrado por progenitores españoles, y a causa de la expulsión de los judíos fue parido lejos de España, y la intolerancia nos arrebató esa gloria.
Y sin remontarnos a tiempos remotos, ¿no se gloria hoy la Inglaterra con el ilustre nombre de Disraely, enemigo nuestro en política, enemigo del gran movimiento moderno; tory, conservador reaccionario, aunque ya quisiera yo que muchos progresistas fueran como los conservadores ingleses? Pues Disraely es un judío, pero de origen español; Disraely es un gran novelista, un grande orador, un grande hombre de Estado, una gloria que debía reivindicar hoy la nación española.
Pues qué, Sres. Diputados, ¿no os acordáis del nombre más ilustre de Italia, del nombre de Manin? Dije el otro día que Garibaldi era muy grande, pero al fin era un soldado. Manin es un hombre civil, el tipo de los hombres civiles que nosotros hoy tanto necesitamos, y que tendremos, si no estamos destinados a perder la libertad: Manin, solo, aislado, fundó una república bajo las bombas del Austria, proclamó la libertad; sostuvo la independencia de la patria, del arte y de tantas ideas sublimes, y la sostuvo interponiendo su pecho entre el poder del Austria y la indefensa Italia. ¿Y quién era ése hombre cuyas cenizas ha conservado París, y cuyas exequias tomaron las proporciones de una perturbación del orden público en París, porque había necesidad de impedir que fueran sus admiradores, los liberales de todos los países, a inspirarse en aquellos restos sagrados (porque no hay ya fronteras en el mundo, todos los amantes de la libertad se confunden en el derecho), quién era, digo, aquel hombre que hoy descansa, no donde descansan los antiguos Dux, sino en el pórtico de la más ilustre, de la más sublime basílica oriental, de la basílica de San Marcos? ¿Qué era Manin? Descendiente de judíos. ¿Y qué eran esos judíos? Judíos españoles.
De suerte que al quitarnos a los judíos nos habéis quitado infinidad de nombres que hubieran sido una gloria para la patria.
Señores Diputados, yo no sólo fui a Roma, sino que también fui a Liorna y me encontré con que Liorna era una de las más ilustres ciudades de Italia. No es una ciudad artística ciertamente, no es una ciudad científica, pero es una ciudad mercantil e industrial de primer orden. Inmediatamente me dijeron que lo único que había que ver allí era la sinagoga de mármol blanco, en cuyas paredes se leen nombres como García, Rodríguez, Ruiz, etcétera. Al ver esto, acerquéme al guía y le dije: «Nombres de mi lengua, nombres de mi patria»; a lo cual me contestó: «Nosotros todavía enseñamos el hebreo en la hermosa lengua española, todavía tenemos escuelas de español, todavía enseñamos a traducir las primeras páginas de la Biblia en lengua española, porque no hemos olvidado nunca, después de más de tres siglos de injusticia, que allí están, que en aquella tierra están los huesos de nuestros padres» Y había una inscripción y esta inscripción decía que la habían visitado reyes españoles, creo que eran Carlos IV y María Luisa, y habían ido allí y no se habían conmovido y no habían visto los nombres españoles allí esculpidos. Los Médicis, más tolerantes; los Médicis, más filósofos; los Médicis, más previsores y más ilustrados, recogieron lo que el absolutismo de España arrojaba de su seno, y los restos, los residuos de la nación española los aprovecharon para alimentar su gran ciudad, su gran puerto, y el faro que le alumbra arde todavía alimentado por el espíritu de la libertad religiosa.
Señores Diputados: me decía el Sr. Manterola (y ahora me siento) que renunciaba a todas sus creencias, que renunciaba a todas sus ideas si los judíos volvían a juntarse y volvían a levantar el templo de Jerusalén. Pues qué, ¿cree el Sr. Manterola en el dogma terrible de que los hijos son responsables de las culpas de sus padres? ¿Cree el Sr. Manterola que los judíos de hoy son los que mataron a Cristo? Pues yo no lo creo; yo soy más cristiano que todo eso, yo creo en la justicia y en la misericordia divina.
Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo, diciendo: «¡Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen!». Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí, a pediros que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres.



  
La nostalgia de Emilio Castelar exiliado.

El republicano, un hombre sentimental que se llegó a entrevistar con Isabel II, se mudó a Italia, recuerdos que publicó años más tarde en un «best seller» mundial

Jorge Vilches
18.04.2025

El exilio es una cosa muy mala. Te ves obligado a dejar tu país, y encima lo idealizas convirtiendo los recuerdos y anhelos en nostalgia. Esto era mucho peor en los tiempos del romanticismo decimonónico, tan exaltado y patriótico, tan dado a las florituras como a los duelos a primera sangre. Así era el siglo XIX, donde la lejanía forzada transformaba incluso lo más adverso en algo que era entrañable.
Le ocurrió a Emilio Castelar, nuestro republicano más sensato de aquel siglo, aunque la sensatez le llegase después de sufrir en carne propia las consecuencias de predicar la utopía federal revolucionaria con gran ahínco durante años. Emilio era un sentimental, vivía aferrado al recuerdo de su madre, y era fiel a las amistades hasta el límite de lo conveniente. El republicano era capaz de llamar a la barricada por la libertad, pero aborrecer las bayonetas. Se había hecho famoso con un discurso pronunciado en el Teatro Real al socaire de la revolución de 1854. «¿Qué es la democracia?», dijo a la concurrencia, «pues yo os lo voy a decir». Y se lo dijo. Le sacaron a hombros como a un torero y le acompañaron a su casa, no para tirarle al pilón, sino para cantarle coplas y darle algún viva que otro. La noticia llegó a Palacio, y la reina quiso conocer al joven orador. Así fue.
El republicano, bien vestido y afeitado, se plantó en la residencia regia. La entrevista fue muy cordial. Al término, Isabel II le dijo que si podía ayudarle en algo. La petición fue sencilla: quería consultar la biblioteca de Palacio. Aquella entrevista dejó en Castelar un cariño hacia la Borbón que perduró durante toda su vida, aunque trabajara para su destronamiento.
De hecho, ya en el exilio tras la fracasada intentona revolucionaria en Madrid en junio de 1866, se sintió más solo que una república unitaria. Convocó a sus amigos demócratas a su casa de París en febrero de 1867. Castelar, a diferencia de los profesionales de la algarada, vivía de lo que escribía, y como pagaban poco, le daba a la pluma sin parar. Me siento muy identificado. El caso es que reunió a sus colegas republicanos. Ante el chasco de todos sus voraces amigos, no preparó un ágape ni sacó alcohol para brindar. Castelar era abstemio y en el exilio cuidaba la figura. La fiesta sirvió para que se reconciliara con Pi y Margall, que además de socialista proudhoniano y sinalagmático era un estirado. Se estrecharon la mano y pelillos a la mar federal. Sin embargo, su amigo Cristino Martos, con el que había compartido tertulias de taberna en Madrid, le dijo que era mejor una monarquía, que lo de la República era un lío que no entendía ni Dios. Manuel Becerra, que ya pensaba en atribuirse una glorieta en Madrid cerca de la Plaza de Toros, incluso una parada de metro, le dijo lo mismo. Castelar por su parte decidió dar por terminada la fiesta, y mientras recogía la casa se sintió bastante triste y solo.

Guía del viajero.

Emilio hizo la maleta. «Pues me voy a Italia. Lo tengo preparado. Tengo las maletas», se dijo, y aunque no se han recogido algunos de sus pensamientos, según cuenta la leyenda concluyó diciendo que«quiero comprarme un jersey a rayas. Pasaremos de la mafia. Nos bañaremos en la playa» (Perdón). En Roma volvió a caer en la tristeza. Sacó su cuaderno y un lápiz, e hizo terapia filosofal: «En la emigración el menor contratiempo os apesadumbra y os irrita –escribió–. El disgusto se convierte en pena, la pena se acrecienta con la nostalgia».

Pasaron los días y los macarrones con tomate, hasta que una mañana de primavera, cuando llegó a la Fonda de Minerva en la que se hospedaba, el camarero le avisó de que la policía había pasado por allí buscándole por ser amigo de Garibaldi y Mazzini. «Huya Vd., señorito», dijo el camarero, y le informó de que salía un tren a las diez. Eran las nueve y media. Castelar habló con unos colegas de piso, que eran un propietario mexicano y dos estudiantes españoles del colegio de Bolonia, para que le enviaran el equipaje. Tomó un coche a la estación, compró un billete, «y me empaqueté en mi vagón con la guía del viajero en una mano y el periódico de Roma en la otra».

Iba reflexionando sobre su suerte, cuando entraron en su camarote un par de italianos que se tomaron muchas confianzas. El más socarrón le dijo a Castelar que «vuestra reina es muy fea». «Ojito, nadie se mete con una española», debió pensar el expresidente del Congreso, así que respondió: «Pero no tan fea como vuestro Víctor Manuel II», el rey italiano, que tenía cierto parecido a Mario Bros. La sangre no llegó al río porque aquello era un secarral. Castelar publicó años después «Recuerdos de Italia», una obra que se convirtió en un fenómeno editorial y en un «best seller» mundial.


  
Mundos paralelos. 


  








Traje de baño de cuerpo entero.
Full body swimsuit.




BIKINI.






  

Matrimonio liderado por mujeres.

El matrimonio liderado por mujeres es un concepto occidental. Según él, este matrimonio es una relación conyugal en la que la mujer tiene una posición dominante y el hombre está subordinado a ella, especialmente en materia de relaciones sexuales. Como las mujeres ocupan una posición dominante en estos matrimonios, tienen control total sobre los asuntos sexuales y eróticos, ya sea para infligir dolor físico a sus cónyuges cuando es necesario y por placer. En tales matrimonios, la posición del marido es a menudo peor que la de un sirviente doméstico; Tiene que obedecer todas las órdenes de su conyuges y sus hábitos sexuales en el dormitorio, además de realizar las tareas del hogar. 

زنانہ قیادتی شادی.

زنانہ قیادتی شادی (انگریزی: Female Led Marriage) ایک مغربی تصور ہے۔ اس کی رو سے یہ شادی ایک ایسا ازدواجی رشتہ ہے جس میں عورت کو غالبانہ موقف حاصل ہے اور مرد اس کا محکوم ہے، بالخصوص جنسی تعلقات کے معاملوں میں۔ چونکہ خواتین ان شادیوں میں تحکم آمیز موقف حاصل کرتی ہیں، اس لیے جنسی اور شہوانی معاملات میں، عندالضرورت اور بہ غرض لذت اپنے شریک حیات کے جسم کو تکلیف دینے کے معاملے میں یا شوہر کے علاوہ ہم جنس پسندی کے تعلقات قائم کرنے کے معاملے عورتوں کو مکمل اختیار حاصل رہتا ہے۔ اس طرح کی شادیوں میں کئی بار شوہر کا مقام گھریلو ملازم سے بدتر ہوتا ہے، اسے گھر کے کام کاج کے ساتھ ساتھ بیوی کا ہر حکم اور خواب گاہ کی عادات و اطوار کے بارے میں اس کی ہر طرح کی اطاعت کرنا پڑتی ہے۔


  
Guerra civil Española.


  
Cultura
¿Ahora sí terminó la Guerra Civil Española?

Este año se cumple medio siglo de la muerte del dictador Francisco Franco. En su novela “El corazón helado”, Almudena Grandes mostraba las contradicciones del conflicto y hacía una pregunta vigente.

Patricia Kolesnicov
21 Ene, 2025

“Queridísimo hijo de mi corazón, perdóname todo el daño que haya podido hacerte sin querer por todo lo que te he querido”. Así empieza una carta que parte las aguas en esa novela hermosa que se llama El corazón helado y que Almudena Grandes terminó en 2006, setenta años después de que un sector de Ejército, en Marruecos, se levantara contra la República Española e iniciara así esa Guerra Civil que abrió paso a 40 años de dictadura. Este año se cumplirá medio siglo de la muerte de Francisco Franco, quien fue la cabeza de todo ese proceso y España es otro país. Pero las consecuencias de lo que pasó siguen pesando. De eso, un poco, se ocupa este libro.

El corazón helado es un novelón de casi 1200 páginas que se vuelve una especie de enciclopedia total de la Guerra Civil Española, no porque tenga datos y batallas, aunque algunos tiene, sino porque traza el mapa cruzado de las lealtades, las emociones, las ideologías, las contradicciones de esa guerra. Porque desmiente cualquier idea de pureza, porque les prende fuego a los linajes, porque el malo malísimo tiene una sonrisa que es un sol y es, también, un chico abandonado por su madre socialista. Porque muestra la vileza de la gente común y el heroísmo de la gente común. Todo mezclado, todo enmarañado, todo mugriento y espléndido como la vida misma.

Es una de esas novelas a las que entrás y en las que te querés quedar a vivir. Porque podríamos decir, en principio, que se trata de dos familias. Una, los Carrión, que se enriquecieron con el franquismo y la otra, los Fernández, que con la Guerra lo perdieron todo. En parte, a manos de un Carrión, que no era un enemigo sino el más cercano de los amigos.

A partir de esa idea básica, la novela abre y abre para atrás y para todos los costados, del pasado al presente, de la familia nuclear a los muchos parientes, de Madrid y Torrelodones -un municipio a 30 kilómetros de la capital- a la París de los exiliados y a Rusia en plena Guerra Mundial, con la división española que peleaba para Hitler. Y todo para mostrar las cosas que hacemos para sobrevivir, para tratar de felices, porque queremos otra cosa o porque no podemos hacer otra cosa. Todo eso y, créanme, no dije nada.

El tema es que un día el hijo de ese multimillonario en que se ha convertido Julio Carrión descubre la carta. El padre ha muerto y la historia oficial de la familia decía que la abuela Teresa había dejado este mundo en 1937, enferma de tuberculosis. Pero resulta que no, que la madre de Julio Carrión había vivido hasta 1941, los últimos años en la cárcel. Por roja.
Entre eso y el romance con la nieta de aquel Fernández estafado, al joven Álvaro Carrión no le quedará más remedio que revisarlo todo. No va a encontrar cosas lindas, se imaginan.
Voy a intentar, porque estoy hablando de Almudena Grandes, de no tratar a este libro como un hato de virtudes. Porque no se lo merece ella ni se lo merece este libro que, como dijimos recién, retuerce la idea de los buenos y los malos hasta que la deja seca. Eso pasa en El corazón helado, se cruzan de todas las maneras, se aparean hasta la confusión los buenos y los malos. Y, sin embargo Almudena Grandes no era neutral, era -murió en 2021, de cáncer, a los 61 años- una mujer de izquierda y feminista. Su marido, Luis García Montero -el director del Instituto Cervantes- le escribió, después, el libro de poemas más emocionante del mundo. Pero eso es irse por las ramas.

Pero volvamos a la carta: ¿por qué es un parteaguas?

Para el personaje de Álvaro, porque le abre la puerta a unos antepasados que le explican, como si hiciera falta parecerse a alguien para ser, lo que él siente y como ve el mundo, de manera tan diferente a la de sus padres. Para mí porque tiene uno de los párrafos más luminosos de la novela: " te harás mayor, y tendrás tus ideas, las mías o las de tu padre, y te darás cuenta de que son mucho más que lo que parecen, de que son una manera de vivir, una manera de enamorarse y de entender el mundo, a la gente, todas las cosas”.

Que las ideas son una manera de vivir, una manera de enamorarse y de entender el mundo, a la gente, todas las cosas. Eso dice Almudena Grandes, lo leo a veces como si fuera un libro de autoayuda. La manera de ver el mundo, lo justo y lo injusto, al poder y sus sirvientes (que a veces somos nosotros mismos), la manera de ver el gran “todo” hace a nuestros vínculos, a nuestras simpatías, a nuestra forma de recibir a los amigos y de poner la mesa para cuando llegan. Hace a estar abrazado al pasado o a ponerle, siempre, unas fichas a ese futuro que será de otros. En fin.
El corazón helado arranca con una frase que a muchos nos impacta. “Estoy cansada de no saber dónde morirme. Ésa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos? [...] " Eso no es de Almudena Grandes sino que lo escribió María Teresa de León en Buenos Aires en 1970. Los que, por razones diferentes, tenemos a los antepasados enterrados lejos, alguna vez sentimos ese efecto de extrañamiento y de distancia.

Españolito
Como es transparente, el título tiene que ver con Españolito, un poema de Antonio Machado que no puedo sino escuchar en la vos de Joan Manuel Serrat

Ya hay un español que quiere

vivir y a vivir empieza,

entre una España que muere

y otra España que bosteza.

Españolito que vienes

al mundo te guarde Dios.

Una de las dos Españas

ha de helarte el corazón.

Aquí, bueno, las dos Españas.


Exiliados

Al comienzo de El corazón helado hay españoles en el exilio y españoles que vuelven del exilio. Con Almudena Grandes dan ganas de estar en esas fiestas españolas y de sentir esa alegría de volver a ver las viejas calles. Fue largo el exilio español, los que se fueron, por ejemplo, a los 25 años, no tenían menos de 65, 66 cuando pudieron volver. ¿Se imaginan? Con sus hijos ya franceses, ya argentinos. Pero, en esta novela, siempre españoles.

-Yo nací en París.-, le dice una de las protagonistas, niña, a otros niños.

—Entonces eres francesa.—

No. Soy española. Mis padres son españoles, y mis abuelos también.

Los inmigrantes hablan del sol porque extrañan el sol de Madrid, tan limpio, tan presente. El sol será una referencia permanente en la novela.

Dice, por ejemplo: “Domingos de invierno en los que el cielo más bello del mundo elige amanecer en Madrid”. O: “A principios de marzos el sol sabe engañar, fingirse más maduro, más caliente en las últimas mañanas del invierno, cuando el cielo parece una fotografía de sí mismo, un azul tan intenso como si un niño pequeño lo hubiera retocado con un lápiz de cera, el cielo ideal, limpio, profundo, transparente, las montañas al fondo, los picos aún enjoyados de nieve y algunas nubes pálidas deshilachándose muy despacio, para afirmar con su indolencia la perfección de un espejismo de la primavera”.

Y también: “Habían pasado muchos años, más de veinte, desde que el irresistible esplendor de un cielo de domingo nos llevó a comer a Torrelodones por última vez”.
Todo el dolor del exilio aparece, tan sencillo, en un verbo sin circunstancial de lugar. “Volvemos”, dicen los españoles, por fin, en Francia. No hace falta decir adónde. Porque volver, aunque hayan pasado 40 años, se vuelve a un solo lugar, a casa.

La Plaza de Pozuelo de Alarcón (Madrid) el 30 de julio de 1937 en plena
 Guerra Civil. (Biblioteca Nacional de España)

Hay más, hay más, hay mucho amor a Madrid y a su gente que allá, en el exilio se hace llevar desde su tierra tesoros como “una caja enorme llena de pimentón dulce y picante, de latas de atún y de anchoas, de ñoras y de guindillas, de ajos morados, de orzas de lomo, de queso manchego, y un jamón entero, y chorizos de Salamanca, y morcillas de Burgos, y judías blancas, y garbanzos, y tocino, y dos garrafas inmensas de aceite de oliva”.

Lo que la guerra nos dejó

¿Ha terminado la guerra cuando el país está regado de las consecuencias de la guerra? Esa pregunta cabe en El corazón helado. ¿Ha terminado, cuando el próspero inversor de hoy hizo su dinero con la mugre de esos días? ¿Vale pensar que, como dice uno de los personajes, así, perderlo todo, es perder la guerra, y que si hubieran ganado los republicanos hubieran hecho lo mismo?
Almudena Grandes deja abiertas estas puertas mientras se ocupa de que hacer que la nieta de aquellos heroicos exiliados se dedique a las finanzas y esté planeando detalladamente una estafa. O que la pobre niña a la que una familia alberga termine traicionándolos de la peor manera.

La guerra y sus secuelas:

Cuando se ven en el presente, los personajes se posicionan respecto del pasado: no hay escapatoria.
¿Cuándo termina la guerra, cuándo cada uno deja de estar beneficiado o perjudicado por lo que pasó, cuando dejamos todos de vivir en el país de los ganadores? Se lo pregunta y nos lo pregunta a lo lectores y la pregunta rebota como una lamparita llena de pintura roja contra una pared: ¿Hasta cuándo vamos a vivir en el país de los ganadores?


  
El corazón helado es una novela de la escritora madrileña Almudena Grandes editada por Tusquets en el año 2007. Ganadora del Premio José Manuel Lara en 2008.

La novela.

Árbol genealógico de la familia de Álvaro.


Árbol genealógico de la familia de Raquel.

El corazón helado se divide en tres partes: El corazón, El hielo y El corazón helado, siendo la más extensa la segunda parte. En total, la novela consta de 919 páginas, a las que hay que añadir las diez últimas que constituyen Al otro lado del hielo, una parte en la que la escritora ha contado anécdotas acerca de la novela, además de incluir los agradecimientos.

Consideraciones.

Almudena Grandes preparaba esta novela desde el año 2002. Leyó para documentarse más de 200 libros sobre la guerra civil española y recogió testimonios orales.

Argumento.

Durante el entierro de su padre, poderoso hombre de negocios, Álvaro Carrión divisa a lo lejos a una extraña mujer a la que nunca ha visto. Esa mujer no es otra que Raquel Fernández, nieta de un exiliado a Francia tras el triunfo fascista en España de 1939. Ambos personajes, que se sienten atraídos casi desde el primer momento, tendrán que luchar contra un pasado que comparten, contra una época de nuestra historia que, todavía hoy, influirá en sus vidas de manera decisiva.

Personajes.

Partiendo de la relación entre Álvaro Carrión y Raquel Fernández, la novela recrea el pasado de las familias de ambos personajes; la de Álvaro, de tendencia falangista y la de Raquel claramente republicana, cuya familia se vio obligada a huir a Francia durante la guerra civil, donde tuvo que permanecer toda la dictadura franquista. En los árboles genealógicos que se incluyen a continuación, se detallan los antepasados y parientes principales de ambos personajes que aparecen en la novela.

Nota.

El día de su muerte, Julio Carrión, poderoso hombre de negocios cuya fortuna se remonta a los años del franquismo, deja a sus hijos una sustanciosa herencia pero también muchos puntos oscuros de su pasado y de su experiencia en la Guerra Civil y en la División Azul. En su entierro, en febrero de 2005, su hijo Álvaro, el único que no ha querido dedicarse a los negocios familiares, se sorprende por la presencia de una mujer joven y atractiva, a la que nadie había visto antes y que parece delatar aspectos desconocidos de la vida íntima de su padre. Raquel Fernández Perea, por su parte, hija y nieta de exiliados en Francia, lo sabe en cambio casi todo sobre el pasado de sus progenitores y abuelos, a los que ha preguntado sobre su experiencia de la guerra y del exilio. Para ella sólo una historia permanece sin aclarar: la de una tarde en que acompañó a su abuelo, recién regresado a Madrid, y visitaron a unos desconocidos con los que intuyó que existía una deuda pendiente. Álvaro y Raquel están condenados a encontrarse porque sus respectivas historias familiares, que son también la historia de muchas familias en España, desde la Guerra Civil hasta la Transición, forman parte de sí mismos y explican además sus orígenes, su presente. También porque, sin saberlo, se sentirán atraídos sin remedio.

Nota.

A través de sus novecientas páginas que a veces llegan a pesar como una losa, y otras duelen cual herida abierta, Almudena Grandes narra la historia más o menos reciente de España, arranca poco antes de la II Republica, profundiza en la guerra civil, en los dos bandos de la contienda, a traves de dos personajes que daran continuidad a todo el hilo de la novela. Julio Carrion y su familia en el bando de los vencedores y Ignacio Fernandez y la suya en el de los parias de la tierra, en el bando de aquellos que fueron traicionados una y otra vez, incluso por los suyos, la posguerra de los vencedores, el enriquecimiento ilicito, el exilio de los vencidos, la vuelta a empezar de aquellos que marcharon con lo puesto, que añoraban su país tanto como lo habían llegado a odiar, esa tierra que pensaban que nunca volverían a pisar, como llegaban las noticias hasta ellos, y como las interpretaban, las visicitudes de unos frentes que poco tenían que ver con aquellos españoles rojos que pretendían destronar al dictador, y que al final fueron de nuevo traicionados por cuanto no vieron cumplidas sus expectativas, la transición con la vuelta de los exiliados y el temor de aquellos que se habían enriquecido ilicitamente y la democracia.

Un largo periodo de nuestra historia contado con una prosa sencilla y fluida, a ello contribuyen la presencia de tres narradores, dos narran en primera persona, Alvaro Carrion Otero, a través de él vamos descubriendo ciertos aspectos de su familia, de su padre, lo vemos como alguien extraño, como alguien ajeno a sus progenitores que desdeña el dinero para dedicarse a lo que es su pasión la ciencia, sin embargo a través de las páginas del libro lo vemos enfrentarse primero a su vida, después a lo que es y quién es, y por ultimo cuestiona a todo su entorno, una metamorfosis que se produce mientras se desarrolla la trama, en forma de revelaciones que lo arrancan cruelmente de ese desconocimiento en el que su padre había protegido su infancia e incluso madurez. La segunda narradora aunque ensombrecida por Alvaro seria Raquel Fernández Perea, que tambien va sufriendo una metamorfosis que la enfrenta a su forma de pensar y llega incluso a cuestionarse si no estara traicionando a su abuelo ella también. El ultimo narrador y para mi el más importante, el más arido y el más cruel, es omnisciente, es aquel que en forma de flash back va desgranando episodios del pasado, retazos de historia sin los que no hay forma de entender los cambios que experimentan sus protagonistas, y que son dosificados en pequeños sorbos, que mantienen al lector expectante.

La novela esta divida en tres partes, para mi las dos últimas fueron las más dificiles de digerir, aquellas que me hicieron entender a aquel profesor de sociologia que repetia una y otra vez, duele ese periodo y seguira doliendo, mientras que a otros posiblemente les avergüenze su pasado, sera dificil durante un cuarto de siglo más encontrar a gente valiente capaz de tomar partido por ambas causas y ser imparcial con ellas. La autora toma claramente partido por los Fernández, por aquellos que sufrieron en sus carnes las represiones, las prisiones, los campos de concentracion, el exilio, la traicion... en boca de Ignacio Fernandez Muñoz, los parias de la tierra, los últimos de los últimos. Quizás por ello el personaje de Julio Carrión González se me hizo infumable, conecte mejor con toda la familia Fernández, con Alvaro, e incluso con el cabeza loca de Julio Carrión Otero. Pero si un personaje fue tratado con dureza por la autora y salio mal parado, ese fue el de Angelica Otero Fernández, a la que envuelve en unos matices de grises y sombras, a la que no dispensa, ni explica su comportamiento. Es la que se cierra en banda y prefiere no dar explicaciones, dejar con la duda, no le ves ni una pizca de humanidad en el trayecto de la narración.

Más indulgente fue Almudena Grandes con Julio Carrion Gonzalez, tratando de explicar a la minima de cambio su comportamiento, pero a mi se me atraganto tanta chuleria, tanta prepotencia, y tanta maldad. Pude conectar bien con casi todos los personajes y me reconocí en los rasgos de algunos de ellos, a pesar de la infinidad de personajes que desfilan por esta novela, estan todos descritos con guante blanco, de forma que te puedes hacer una idea de ellos e incluso a veces las escenas pasan como fotogramas ante tus ojos de lector.

Como habreis podido entrever el argumento gira en torno a dos familias unidas por lazos de parentesco y por un pasado lleno de sombras, en el que se dan las manos la traicion y el amor. Los Carrión representan a los vencedores de la guerra, a los que se enriquecieron ilicitamente en la democracia expoliando de sus pertenencias a los vencidos, dejandoles tan solo la dignidad y a veces ni eso. La autora cuestiona la moralidad de todos aquellos que ejercieron el pillaje y tambien la de aquellos que incluso hoy prefieren mirar hacia otro lado... como decia Clara mejor no saber.... Los Fernandez son los hijos de la Republica de aquellos que vieron cumplido un sueño que les fue arrebatado, de aquellos que sufrieron la traicion de su propia gente, de aquellos que fueron carne de cañon y tuvieron que dejar su tierra para abrirse un futuro en otro país, aquellos que perdieron todo por el camino y en cada traicion un poco de dignidad y esperanza. La de aquellos que insuflaron en su descendencia el amor por España al tiempo que desdeñaban en que se había convertido, que renegaban de su país y se morían por ganas de volver. La de aquellos que marcaron a sus hijos con historias y rencores de unos episodios que no habían vivido.

Y en el centro una historia de amor, contra natura, sin esperanza de futuro, que amenazaba con destruir a los dos partes. Una historia que nace de forma casual, sin pretenderse, una historia que nace del desconocimiento de una de las partes y el afan de venganza de la otra, para encontrarse devorados por una pasión que termina haciendoles mucho daño. Llevandolos a cuestionarse sus vidas y sus familias. Hábilmente la escritora contraresta el dolor que siente Alvaro al enterarse de aspectos de su pasado y de su familia que le haran sentirse cada vez mas solo y más lejos de aquellos que consideraba los suyos, con el dolor que sufren los exiliados en tierra ajena, va intercalando episodios, que hacen más llevadera la lectura. El amor de Raquel le ayudara a ir sobrellevando la situación, al tiempo que lo va hundiendo cada día un poco más, pero en contrapartida lo hace más fuerte. Al final de la novela se le ve angustiado, por el peso que le viene encima, empezar de nuevo enfrentado a su familia, pero con una gran entereza moral que le da fuerzas para continuar adelante.

Esta es una de las lecturas que dejan poso, que sigue removiendose en el interior del lector pasados unos dias, deja una huella indeleble. El saber que las historias son ciertas y que tienen nombre propio, que hay cientos y miles de historias anónimas, gente que un dia pueda ver destruidos los cimientos de su familia por revelaciones poco afortunadas que no llevan a ningun lado y gente con tanto rencor, tanto odio acumulado y heredado a su vez, dejan un sabor agridulce, que se dulcifica en aquellos pasajes en los que la lealtad y el amor toman el control de la narración.

Nota.

Empieza al modo de una escena de cine : en marzo de 2005, en el cementerio de un pueblo en el que una familia presencia la inhumación de Julio Carrión, un importante empresario de inversiones inmobiliarias. Aparece una mujer desconocida que se queda a distancia y desaparece antes de que se acabe la ceremonia. Sólo Álvaro, el hijo menor del difunto, que no se parece a sus hermanos y que también se mantenía un poco alejado del resto de la familia, advierte la presencia de aquella mujer.
Un mes más tarde, llega una carta de un banco sobre unos fondos que el padre había depositado. La viuda del empresario encarga a Álvaro que aclare el asunto. Cuando se presenta en la agencia, la persona que lo acoge no es otra que la mujer del cementerio de la que Álvaro se va a enamorar locamente.

Así resumido el principio de la novela, se podría imaginar que va se a tratar de una novela sosa y rosa que cuenta una historia de amor con todos los ingredientes del folletín, incluso con el encuentro casual en Madrid con la mujer entrevistada en un pueblo de provincia. Si añadimos que Raquel, es el nombre de la mujer, fue la amante del padre de Álvaro … Sin embargo, el lector atento ya habrá olfateado ciertos indicios que indican que esta historia de amor esconde otras historias no tan amenas y que lo de la carta del banco no era mera casualidad. « La presencia de una mujer desconocida en el entierrro de mi padre no era un error, una equivocación ni una confusión de ningún tipo. » (pág..60)
En realidad, Raquel es la nieta de un republicano de familia acomodada, Ignacio Fernández Muñoz, primo lejano de los Carrión, que emigró a Francia a finales de la guerra, abandonando todos sus bienes en España y que, por lo tanto, tuvo que volver a empezar desde cero.
En cuanto al padre de Álvaro, ex combatiente en la División Azul, hizo fortuna en el entorno franquista.
La historia de los Fernández Muñoz o, mejor dicho, las historias que se desarrollan en torno a esa familia están contadas en tercera persona mientras que la de los amores entre Raquel y Álvaro está narrada en primera persona por Álvaro mismo, el cual, por medio de las revelaciones que le hace Raquel, va a descubrir paulatinamente los secretos de la familia y la verdadera personalidad de un padre admirado por sus hijos y respetado por sus empleados.

Sus secretos, sus silencios, sus mentiras y sus miedos.

Los exiliados viven entre sí nutriéndose de recuerdos, pensando en los que se quedaron en el país, en los fusilados, en los encarcelados, en los desaparecidos y soñando, a menudo con miedo, con un porvenir incierto.

En estas páginas se nos cuentan las historias de cada uno de ellos, la retirada, los campos de concentración franceses, el recelo de los vecinos, el miedo a las denuncias,… también los momentos felices como las fiestas de Navidad, las fiestas de L’Humanité, los fines de semana entre amigos y la gran fiesta a la muerte de Franco.
Raquel nació en Francia en una familia y en un entorno de exiliados. Su familia volvió a España en 1976. Siente admiración y cariño por su abuelo Ignacio, con quien comparte una gran complicidad y algunos pequeños secretos -como esa carpeta que él le enseñó cuando era aún una niña sin decirle lo que contenía, lo que va a aguijonear su curiosidad-, los paseos con él por Madrid… En uno de esos paseos van a visitar, a escondidas de la abuela, a unos familiares ; mientras el abuelo, que lleva consigo la carpeta, habla con ellos, Raquel juega con los niños de la casa. Raquel siempre se acordará de aquel día en que vio llorar a su abuelo. Más tarde se enterará de que esos niños eran Álvaro y sus hermanos.
En cuanto a Álvaro, y a raíz de su relación con Raquel y de la muerte de su padre, antiguo amante de Raquel, va a investigar el pasado de éste. Entre los papeles encuentra dos carnés, ambos emitidos en Madrid, en 1937 y en 1941 respectivamente, el primero es de la Juventud Socialista Unificada y el segundo de Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Alistado en la Divisón Azul y, como consecuencia de la derrota de los alemanes y al imaginar la posibilidad de que Hitler perdiera la guerra y de que los aliados pudieran ajustar las cuentas con Franco, no regresó directamente a España y se detuvo unos meses en París, en donde, en calidad de socialista, fue acogido y ayudado por los exiliados, entre ellos por la familia de Ignacio. Al enterarse de que Franco podía seguir como si nada en España, decide volver, alegando su pasado de falangista y con el apoyo de la embajada de España.

En resumidas cuentas, el padre tan querido y tan admirado hasta entonces por Álvaro y sus hermanos no era más que un chaquetero de primera sin escrúpulos, que no vaciló en espoliar los bienes de los Fernández Muñoz para apropiarse de ellos, ni en mentir a sus hijos contándoles que su abuela, Teresa, una mujer de carácter, acérrima republicana, feminista y propagandista socialista que abandonó a su marido, un hombre de poca consistencia – un meapilas y un « calzonazos » como el mismo Julio Carrión calificaba a su padre – murió de tuberculosis en 1937, aunque sabía muy bien que murió en una cárcel franquista en 1941. 

Al descubrir todo lo que se le había ocultado, al descubrir que Raquel también le había mentido, Álvaro se siente desamparado y se pelea con sus hermanos, que representan cada uno una actitud de la sociedad española de la transición : al uno el pasado le tiene sin cuidado, el otro es un fascista que no quiere saber, en cuanto a sus hermanas, no quieren saber, la una por evitar problemas y la otra por tener miedo a cuestionarse.

 El colmo de su desamparo será el silencio de su madre «…no sé cómo pudiste casarte con el hombre que os había echado a la calle  Te casaste con él, te enamoraste de él sabiendo lo que sabías y fuisteis felices como perdices,… » (pág. 914), que sólo le responde
¿ Sabes una cosa, Álvaro ?  Deberías cortarte el pelo. (pág. 916)
Según se va avanzando en la novela, aparece en trasfondo el tema del miedo : el miedo al porvenir de los que no olvidaron, como Anita Salgado : 
« Habían pasado casi treinta años para los relojes, para los historiadores, para las hemerotecas, para su madre no. » (pág. 607).
El miedo a saber : 

« Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Ni Dios ni amo. Ni siquiera el derecho a saber quién eres tú, porque para vivir aquí, lo mejor es no saber nada, incluso no entenderlo, dejarlo todo como está.  Guárdate tú solo de las preguntas, de las respuestas y de sus razones, o una de las dos Españas te helará el corazón. » (pág.746)

El miedo al pasado, como el de Julio Carrión : 

« …el día que tu abuelo apareció por su casa "la de Julio Carrión" pues se asustó, claro, porque era como un fantasma del pasado, porque de repente todo se había acabado, porque Franco se había muerto, porque les exiliados estaban volviendo, porque los presos políticos salían de las cárceles… » ( pág. 864).
En torno a los protagonistas principales giran personajes secundarios no desprovistos de densidad. Como Paloma, viuda a los veinte años de un marido fusilado después de haber sido entregado por una prima suya, la suegra de Julio Carrión ; como el abuelo Ignacio, humillado y engañado por Julio Carrión, quien, hasta el final de su vida, tendrá un sentimiento de culpabilidad ; como la abuela Teresa, la madre oculta de Julio Carrión, a quien Álvaro echa de menos no haber conocido ; como Eugenio Sánchez Delgado, un falangista idealista y probo, admirado incluso por Julio Carrión, su antítesis : 

« … si hubo una persona honrada en este país fue Eugenio Sánchez Delgado. Si hubo alguien que pudiera trepar y no trepó, que pudiera robar y no robó, que pudiera denunciar y no denunció, que creyera de verdad en lo que hacía, ése fue Eugenio. » (págs. 287-288) ;
Como Pancho Serrano, ese campesino comunista que se alistó en la División Azul con el único objetivo de reunirse con los compañeros rusos ; como Casilda, la viuda de Mateo, que tuvo que resignarse a volver a casarse para sobrevivir y criar a su hijo, lo que no le impide, todos los meses, al igual que otras mujeres, poner flores delante de la pared del cementerio en que su marido fue fusilado ; como Mai, la esposa de Álvaro, que acepta con dolor y dignidad la actitud de su marido.

Y Álvaro concluye : « …la mía no era más que una historia, una de muchas, tantas y tan parecidas, historias grandes o pequeñas, historias tristes, feas, sucias, que de entrada siempre parecen mentira y al final siempre han sido verdad.
Sólo una historia española, de esas que lo echan todo a perder. » (pág. 919)

Y, al fin y al cabo, es la estratagema de la relación amorosa entre Álvaro y Raquel la que permite la emergencia de un pasado muy sucio, cuyas consecuencias no dejan a nadie ileso, ni siquiera a Raquel, atrapada en su propia ratonera.

A pesar de ser una obra de ficción, numerosos episodios y personajes están inspirados por hechos reales, como advierte la autora en una nota final.

 Mencionemos el episodio de los pozos de Arucas en que los franquistas tiraron y sepultaron en vida a unos setenta socialistas, el episodio de las mujeres que depositan flores delante de la tapia del cementerio, los espolios, legalizados por la Ley de Responsabilidades Políticas del 9 de febrero de 1939, el episodio en que Pancho Serrano abandona las filas de la División Azul para reunirse con los comunistas, el personaje de Eugenio Sánchez Delgado, inspirado por Luis Felipe Vivanco quien, falangista por ideal, rehusó hacerse demócrata de la noche a la mañana como lo hicieron muchos de sus correligionarios.

En resumen, es una novela extensa, por supuesto, a veces difícil, pero es una gran novela, densa, rica, bien escrita, que se adscribe al movimiento del deber de memoria y que, a los lectores extranjeros que somos, nos permite entender mejor el silencio que rodeaba los sucesos de la guerra y de la posguerra que dividieron – y siguen dividiendo – a muchas familias españolas : « Para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender » (pág. 746). Con o sin razón, Raquel empuja a Álvaro romper ese silencio. El lector elegirá.

María Almudena Grandes Hernández (Madrid, 7 de mayo de 1960-Madrid, 27 de noviembre de 2021)​ fue una escritora española, columnista habitual del diario El País. Galardonada con el Premio Nacional de Narrativa en 2018. Gran parte de su obra trata de ahondar en la historia reciente de España para recuperar las huellas de un pasado oculto durante la dictadura de Francisco Franco y explicar las claves de la sociedad española de finales del siglo XX y primeras décadas del siglo XXI.


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