Apuntes Personales y de Derecho de las Universidades Bernardo O Higgins y Santo Tomas.


1).-APUNTES SOBRE NUMISMÁTICA.

2).- ORDEN DEL TOISÓN DE ORO.

3).-LA ORATORIA.

4).-APUNTES DE DERECHO POLÍTICO.

5).-HERÁLDICA.

6).-LA VEXILOLOGÍA.

7).-EDUCACIÓN SUPERIOR.

8).-DEMÁS MATERIAS DE DERECHO.

9).-MISCELÁNEO


lunes, 29 de septiembre de 2014

151.-Discurso de Nicolás Salmerón (III) a

  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala ; Marcelo Yañez Garin; 


Pues bien, señores diputados, lo conveniente como lo justo es no proscribir a la sociedad Internacional de trabajadores, sino ofrecerle el amparo de la ley. Lo conveniente, sobre todo para las clases conservadoras, es dirigir ese movimiento, quitarle aquellos extravíos y aspereza que en la enemiga de las clases se engendran y que en la discusión pacífica se templa hasta lograr acaso la concordia.
De esta manera las clases conservadoras, con su influjo, con su ilustración superior y con todos los elementos de que disponen, podrán defender su derecho, y salvar a la sociedad de una tremenda lucha, que la represión precipita y agrava.
Y esto que aquí es un ruego, un consejo acaso estéril, es, señores diputados, una realidad en otras partes. Esto se hace, esto se pone en práctica en aquellos pueblos en los cuales las clases conservadoras tienen el espíritu de la justicia y la conciencia de su misión y el recto conocimiento de sus intereses. Hoy mismo en Inglaterra, por una sociedad de Lores se reconoce la necesidad de entenderse con los obreros para mejorar su triste posición.
Para conocer lo que hay de justo en sus pretensiones, se les consulta, ofreciéndoles llevar los acuerdos comunes a la decisión del Parlamento. A este propósito me permitiréis que os lea los que un comité de Lores de la Gran Bretaña, puesto en relación con otro de obreros, ha ofrecido presentar al Parlamento y trabajar activamente hasta convertirlos en ley; y ya es sabido que en Inglaterra una reforma que se inicia es reforma que se consuma. Pues bien, oíd estas conclusiones:
1º Una nueva ley que permita a los obreros hallar mejores habitaciones en el ámbito de las ciudades.
2º Establecimiento de una especie de municipio en los condados, con más autoridad y con derecho de comprar territorio y revenderlo en beneficio de las masas.
3º La duración de horas de trabajo, que no excederá de ocho al día.
4º Establecimiento de escuelas industriales, costeadas por el Estado, en el centro de los barrios de los obreros.
5º Instalación de mercados populares, donde el obrero pueda comprar víveres al precio que saldrían si los tomase al por mayor.
6º Creación de establecimientos de recreo e instrucción para los obreros.
7º Adquisición de todos los ferrocarriles por el Estado.
Así se es conservador, trabajando, no por mantener las instituciones caducas y el régimen ya condenado por una superior conciencia del derecho, sino por afirmar los progresos cumplidos, y prevenir con prudencia el curso de los acontecimientos, para evitar las exageraciones, (yo no trato de negarlas) con que suelen anunciarse las reformas, principalmente en el seno de las clases a quienes no se ha aleccionado hasta ahora más que con el desprecio y la miseria. Anticipándose a hacer esta reforma, es como pueden todavía las clases conservadoras retener por el tiempo que es necesario para su bien, y para el bien general de la sociedad, la dirección de los pueblos. Vosotros tenéis sin duda, no solo el derecho, sino algo más alto y sagrado que el derecho, vosotros tenéis el deber de ejercer esa tutela sobre las clases, hasta hoy desheredadas, de la sociedad. Pero, ¿vais a ejercer la tutela opresora y tiránicamente solo en beneficio vuestro, y no para regenerar y emancipar al cuarto estado, a quien, sin embargo, habéis comenzado por otorgar el poder político con el sufragio universal...? ¡Ay de vosotros si tal hacéis; que la justicia os impondrá terrible expiación!
Las clases inferiores de la sociedad son verdaderos pupilos; y si los que tiene n el deber de ejercer la tutela, en vez de ejercerla justamente, la ejercen de una manera cruel y despiadada, expiarán su falta con una pena terrible: con la degradación y la anulación social y pública.
Voy a concluir, señores diputados, sintiendo haber molestado vuestra atención por tanto tiempo.
Hay para mi en todo el movimiento social contemporáneo, del cual no es más que una manifestación la Internacional de trabajadores, la tendencia a consagrar un nuevo principio de vida, poniéndole por encima, no ya de las instituciones y de los poderes del Estado, sino de los mismos principios religiosos y morales impuestos por la fe dogmática. Este principio es, como ya os dije ayer, el de la razón inmanente en la naturaleza humana.
El principio tradicional ha sucumbido; y si tenéis sentido y conciencia del progreso, debéis abrir paso a este nuevo elemento, a esta nueva dirección de la vida para que se realice plenamente.
Confiad en la justicia de este principio, puesto que no debéis creer que sea tan débil vuestra fe, tan escasa vuestra convicción, y tan triste la devoción de vuestro corazón a los principios conservadores, que temáis que porque el hombre vuelva los ojos hacia sí y quiera dignificar la excelsitud de su naturaleza, van a perderse el orden moral y el jurídico y a acabar el imperio de Dios en el mundo. ¡Triste muestra daríais de la sinceridad y firmeza de vuestra fe! No temáis eso; tened la seguridad de que el hombre que atiende a sí mismo rectamente, que consulta con pureza la voz de la razón, llega a conocer los principios y la ley de la vida, y a dirigir su voluntad con amorosa devoción al cumplimiento de su providencial destino.
Si aceptáis ese nuevo principio de la sociedad contemporánea, como elemento que viene a sustituir al principio tradicional antiguo, llegará la hora que los individuos y los pueblos eleven de concierto un verdadero y divino sursum corda, realizándose su misión en el mundo bajo el dictado de la razón y las prescripciones de la justicia.- He concluido.

RECTIFICACIÓN
AL MINISTRO DE LA GOBERNACIÓN Y AL SEÑOR TOPETE.
El señor ministro de la Gobernación se ha limitado a hacer algunas protestas, tratando de poner un límite al sentido o al alcance que pudieran tener algunas de mis afirmaciones; y después el Sr. Topete, creyendo que en mis palabras podía haber una ofensa, si no desde mi punto de vista, desde el común sentir de los monárquicos, a la memoria, para mí respetable, del general Prim, ha venido a denegar una afirmación mía. Al contestar a uno y otro señor procuraré ceñirme los más estrechos límites de una rectificación.
Mucho le ha dolido, sin duda, al señor ministro de la Gobernación el que yo pronunciara una frase, no asertórica, sino interrogativa, y que una parte de la Cámara interrumpió antes de que la terminara. ¿Puede suponerse, decía, tan ignorante al señor ministro de la Gobernación, de la organización de los poderes del Estado...? No hubo de mi parte, al proferir esta expresión, falta alguna de respeto personal al individuo del Gobierno, ni menos a la persona del señor Candau. Porque yo no podía explicarme, que cuando se pasaba de los límites por la Constitución determinados al Poder ejecutivo, pudiera un ministro, con pleno y cabal conocimiento de causa, pasar este límite, infringiendo la relación entre los poderes del Estado, cosa para mí tanto mas grave, cuanto que la esencia del llamado régimen constitucional consiste en un equilibrio mecánico y de frágiles resortes; no en un equilibrio real y vivo de todos los poderes, como aquel que la república federal mantiene.
Como que la garantía del derecho en las monarquías constitucionales resulta de compensaciones delicadas y débiles para precaver del abuso de un poder, señaladamente del ejecutivo, que propende siempre a dominar, por eso estimaba yo grave, gravísima la falta, y por lo mismo más quería atribuirla a inocencia que a malicia, con lo cual no salía mal librado el señor ministro de la Gobernación.
Vea, pues, S. S. y vea la Cámara como yo no pretendido de ninguna manera con el calificativo de ignorancia convertirle en alumno y mucho menos de tan humilde maestro. Creo que basta, respecto a esta protesta, sobre la cual ayer, sin excitación de ningún género, dije lo bastante para que pudiera el Sr. Candau haberse excusado de hacerla.
Se refiere la segunda protesta a una insinuación, sin duda mal expresada por mí o mal interpretada por el ministro de la Gobernación. Yo no decía que debiera a una torpe maquinación su existencia el actual ministerio, sino a la complacencia del elemento ultraconservador de esta Cámara y de la minoría tradicionalista, la cual no podrá ciertamente negar el señor Candau, cuando hablan los votos y los hechos por la actitud de estas fracciones; cosa reconocida y declarada además por el presidente del Congreso al ocupar ese sitial.
Pero no era ésta, en verdad, la intención del cargo que yo dirigía al Gobierno, y especialmente al ministro de la Gobernación: mi cargo se fundaba en que habiéndose decidido una crisis, en mi opinión de capital trascendencia, por los votos de la minoría carlista, se pretendiera ahora negar el valor legal de esos votos y de esta minoría, diciendo que ni unos ni otros debían intervenir para nada en la decisión de la política del país.
Sobre este punto recordareis, señores diputados, que exigí al ministro de la Gobernación una declaración expresa y terminante, declaración que hoy estaba en el deber de hacer al levantarse a protestar, y que ciertamente no ha hecho. Es preciso, es urgente, por la dignidad del Parlamento, por la integridad de los derechos del diputado, por la santidad de la soberanía de la nación, que S. S. diga si insiste en afirmar que no han de computarse los votos de los tradicionalistas y de los republicanos al par de los votos de los monárquicos constitucionales , partidarios de la actual dinastía, en la dirección del Gobierno; que no es, que no debe ser Gobierno del rey, que no es Gobierno de un partido, que es, sobre todo esto y antes que todo esto, Gobierno de la nación española.
Esta es la declaración que estaba obligado o hacer el señor ministro antes de quejarse de que hubiera un diputado que volviera por su dignidad, que es en este caso la dignidad del Parlamento.
La tercera protesta del señor ministro es la de que yo he acusado a S. S. con cierta ligereza y con falta de razón, de haberse contradicho en la discusión presente. Con razón decía S. S. que no era yo solo de esta opinión, que lo eran también algunos otros. La razón precisamente en que mi ilustre amigo, el Sr. Figueras, se fundó para retirar el voto de censura, fue el haber sostenido el señor ministro de la Gobernación el segundo día de este debate lo contrario de lo que había dicho el primero, porque desde entonces creyó que no había lugar la presentación del voto de censura. No se si luego en el Extracto oficial de estas sesiones, que por el quebranto de mi salud no he podido leer, y en el Diario, aparecerá otra cosa; pero, sobre todo, resulta de hechos palpables esta contradicción. ¿No recordáis todos que el ministro de la Gobernación hizo la declaración expresa de que la Internacional estaba fuera de la Constitución y dentro del Código, y afirmó que debía ya haber sido perseguida y condenada? ¿No recordáis igualmente que después, al indicar el Sr. Escosura que, en su sentir, no había más sino dejar libre y expedita la iniciativa de los tribunales o traer una ley a las Cortes, fue cuando el Sr. Candau se levantó a decir: pues haremos la ley?» Este cambio de punto de vista al estimar la cuestión presente, ¿es o no una contradicción?
Cuando se viene a decir, de un lado que la Internacional esta fuera de la Constitución, y de otro que para proscribirla se necesita una ley, ¿hay o no una manera contraria de ver, que en la dirección de la política, en que debe guardarse consecuencia, puede llamarse con toda, justicia una contradicción? Y, en consecuencia, ¿fue afirmación ligera, recta y fundada, la de que antes de cambiar de opinión de este modo inusitado en el curso de un mismo debate y en cuestión de tanta magnitud, era obligado abandonar ese sitio para poder sostener lo contrario desde estos bancos? No había, pues, en esto ofensa alguna personal; había simplemente el juicio de la conducta de un ministro y de un Gobierno, que puedo y aun debo formular.
Por lo demás, en cuanto a la censura que con este motivo yo dirigía al Gobierno de reaccionario, ¿no lo están diciendo los hechos? Pues que, ¿no hay aquí realmente una tendencia a buscar la conjuntiva con el Sr. Alonso Martínez, que, como ayer decía, viene trabajando con afán y esfuerzo por limitar el sentido y torcer el espíritu del titulo I de la Constitución? Si el Gobierno quiere hacer política radical, ¿por qué no lo interpreta con el criterio radical? Pero si es un ministerio que se llama radical, y se inspira en las ideas y en las doctrinas del Sr. Alonso Martínez, deje ese puesto al Sr. Alonso Martínez a los suyos: esto es lo que manda la conciencia política, esto es lo que prescribe el deber; los nombres son propios de las cosas que representan, de ninguna manera se dan nombres para fingir lo que no se da en la realidad de las cosas.
Voy a la última protesta, en la que tengo a la par que dirigirme al ministro de la Gobernación y al señor Topete. Recordareis, señores, que al tratar de demostraros que el partido republicano no es meramente un partido político que tenga por único objetivo el poder, siquiera sea con el noble propósito, que no niego ni a este ministerio ni a ninguno mientras no tenga pruebas evidentes, de realizar el bien del país, decía que de esto era prueba incontestable el que habiéndose ofrecido participación en el poder a algunos republicanos antes de establecer la dinastía, aunque después de votada la monarquía, lo rehusaron con noble consecuencia. Esto han creído los Sres. Topete y Candau que podía ser una ofensa a la memoria del general Prim. Quizás no fuera exacta mi aseveración de que el mismo general Prim fuera quien ofreciese la participación en el poder a los republicanos, y defiero en este detalle al testimonio de los informados directamente: soy hombre que por mi género de vida no vivo mucho en las relaciones de la política, que conozco solo por las manifestaciones de la prensa. Aplicando un regular discernimiento a las contradicciones y afirmaciones de los unos y a las excusas de los otros, llegué a conocer que había en el fondo algo, y que el algo que había no era depresivo ni para el general Prim, ni ofensivo para los republicanos.
No labia deslealtad ni en el general Prim ni en el señor Ruiz Zorrilla, ni en nadie; antes bien puede con razón afirmarse que había un nobilísimo sentimiento, una aspiración patriótica que hubiera podido librar de grandes crisis y conflictos al país. Es que se decía a mis amigos: “Os llamamos, no como republicanos, sino como diputados, porque convenimos en un punto capital de la Constitución, en el título I; dejemos a un lado la cuestión de la monarquía, puesto que no tenemos por ahora candidato, y vamos a consolidar nuestra obra común, que esta sobre la monarquía (y bueno es que se diga), que es afirmar los derechos consagrados por la Constitución”.
En este sentido decía yo que se les había llamado y ofrecido participación en el poder, no para que los republicanos dejaran de serlo y se hicieran monárquicos, -que hubiera sido una ofensa para hombres de consecuencia como mis amigos- ni porque hicieran una evolución hacia la república el Sr. Ruiz Zorrilla y el general Prim, sino porque sobre la monarquía y la república esta la afirmación, la consagración de los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución, bajo cuyo amparo deben vivir todos los españoles.
Este es el sentido de la declaración que yo hice. ¿Quién puede decir que hay ofensa para la memoria del general Prim? Lo que esto significa, sea en el general Prim, sea en el Sr. Ruiz Zorrilla, es un alto sentido que, sobreponiéndose al movimiento de mezquinas pasiones y a la enemiga de los partidos políticos, divididos por el art. 33, respondía a la patriótica aspiración de consolidar el derecho común.

SESIÓN DEL DÍA 3 DE NOVIEMBRE
RECTIFICACIÓN
A LOS SRES. MORENO NIETO, RÍOS ROSAS Y CANOVAS.
Señores Diputados:
No creía ciertamente que fuese esta tarde, cuando la Cámara está todavía bajo la impresión de la
palabra elocuentísima que se acaba de oír (la del señor Cánovas), cuando tuviera yo que rectificar los conceptos que con error se me han atribuido, y contestar, tanto a las alusiones que se me han hecho, cuanto a las impugnaciones de que ha sido objeto el discurso que he tenido la honra de pronunciar en este debate.
Y no lo esperaba, porque creía que inmediatamente después de la peroración del Sr. Cánovas, cuando ha hecho declaraciones de tanta trascendencia, cuando se ha venido a demostrar que el actual ministerio merece el apoyo de la fracción ultra-conservadora de la Cámara, que ha batido con ardimiento, y al parecer con éxito dentro de la situación, la política radical, hasta el punto de someter a su tendencia los principios democráticos de la Constitución del Estado, se levantaría el Sr. ministro de la Gobernación a protestar del sentido político que representaba y a mantener hoy, como anunciaba el primer día, el criterio radical. No parece sino que S. S. ha querido dejar que sea el espíritu que sobrenade al término de esta discusión el espíritu y el sentido que representa el Sr. Cánovas del Castillo ¿Qué significa esto, señores ministros? ¿Es que tan pobre y sobre todo tan débil es el espíritu con que profesáis las ideas liberales, que cuando se presenta un orador de aquel lado de la Cámara y viene a revelar sus aspiraciones, sus exigencias, sus imposiciones mismas, os creéis obligados ante sus declaraciones de dinastismo a abrirle paso al poder para que vengan a regir en buena o en mala hora los destinos del país...?
Ved, señores, con cuánta razón os decía yo que este plano inclinado que ofrecía el actual ministerio a la política conservadora había de provocar inmediatamente una declaración benévola a la situación y a la dinastía de parte de algunos que hasta ahora se inclinaban la restauración, y que con ella se dispondrían, fingiendo inminentes peligros sociales, a arrollar aquí la bandera de la libertad y traer lo que, mal que le pese al Sr. Cánovas, llamaré una y mil veces el espíritu y el sentido reaccionario.
Yo dejo al señor ministro de la Gobernación, yo dejo al ministerio todo la satisfacción y la honra de su consecuencia por la ardiente defensa y las seguridades de triunfo que le acaba de proporcionar esta tarde el Sr. Cánovas.
Viniendo, señores diputados, a contestar a las impugnaciones capitales que se me han dirigido en el curso del debate, y siguiendo el orden mismo en que se han presentado, habré de replicar en primer término al Sr. Moreno Nieto; después habré de ocuparme en algunas de las observaciones que me dirigía el Sr. Ríos y Rosas con un espíritu y un sentido profundos, con el espíritu y el sentido que yo desearía ver en el partido conservador de España, porque sería señal de que se decidía a consolidar las libertades por la revolución conquistadas; y habré de contestar, por último, a las conclusiones del Sr. Cánovas del Castillo. Mas, si el señor presidente creyera que no debía molestar al Congreso por tanto tiempo como para esta difícil tarea necesito, apenas me anuncie que debo ceñirme a los límites de una rectificación, me atemperaré gustoso al derecho que la presidencia me reconozca.
Ante todo, y sin que sea visto que a ello me muevan las complacencias inmerecidas que conmigo han tenido los señores Moreno Nieto, Rios y Rosas y Cánovas, permitidme os diga que, por más que haya procurado, antes de venir aquí, formar sentido y criterio político, en propia convicción, me embarazan por extremo al discutir con repúblicos tan distinguidos, el respeto que de largos años guardo al Sr. Moreno Nieto por la elevación de su inteligencia, por la nobleza de sus sentimientos y por el poder de su fantasía, que le mueve siempre hacia las grandes ideas; la admiración que impone la ilustre historia parlamentaria del Sr. Ríos y Rosas, a quien siempre será debido el tributo que merecen un pensamiento profundo, una consecuencia inflexible, y sobre todo, el espíritu de diamante que ha grabado en todos los actos de su vida; y el temor casi invencible que inspira la habilidad parlamentaria y el tacto político del señor Cánovas, que tan diestramente posee los más difíciles resolver y las mas delicadas relación de estas contiendas y del catecismo que explica sus misterios, impenetrables para el catecúmeno, y por siempre inasequibles para quien como yo jamás pretenderá llegar a ser catequista en esta comunión. Mas, a pesar de mi inferioridad notoria y de mi extrema inexperiencia, no retrocederé ante el deber de oponerme a la nueva invasión del doctrinarismo y denunciar al país las suaves cuanto temibles tendencias que en la evolución de los conservadores se anuncian, y que amenazan la existencia de los nuevos principios liberales en que la organización de la sociedad y el Estado se fundan.
Recordareis, señores diputados, y es declaración que me importa, porque con ella contesto, más que a acusaciones francas, a insinuaciones encubiertas que pudieran herir la completa sinceridad con que pretendo emitir siempre mi pensamiento; recordareis, señores diputados, que en varios pasajes de mi discurso repetía con insistencia, por temor de que la velocidad de la palabra impidiera comprender mi espíritu, que no venia a hablaros en nombre de los principios que yo particularmente profeso; que no era esta mi misión aquí; que venía, primero, a ser pura y exclusivamente un crítico severo e imparcial de los principios, de las tendencias, de las aspiraciones de la Internacional según yo los entiendo; después, un discutidor desapasionado y lógico de los principios, de los preceptos de la Constitución y de los artículos del código que aquí se habían invocado para condenar y proscribir aquella asociación. Si, pues, me he limitado a exponeros el hecho y discutir el principio de derecho según el cual aquel ha de juzgarse, ¿con que razón puede decirse que yo he patrocinado ciertas tendencias olvidándome de los principios que profeso, hasta el punto de echarme en los brazos de la doctrina de la inmanencia, que amenaza al presente con fuerza irresistible todos los principios fundamentales y supremos en el orden de la realidad y de la vida?
Yo no vengo a discutir tesis doctrinales. Aunque nuevo en el Parlamento y extraño a este género de discusiones, no deja de alcanzárseme que no se viene aquí debatir principios científicos, ni plantear las cuestiones como deben dilucidarse en las aulas. Es verdad que os he hablado de la inmanencia y de la trascendencia no pretendo negar que haya empleado términos y frases más académicas que parlamentarias, las cuales habrán venido a mis labios por la propensión que presta el oficio. Pero decidme, señores diputados, ¿hay alguna afirmación, hay alguna profesión de escuela en cuanto yo he tenido el honor de exponer a vuestra consideración? ¿Qué me importa, por lo demás, que cuando yo he procurado inspirarme en el sentido y en el criterio coman de los partidos en esta Cámara, en nuestro pueblo y aun fuera de España, haya quien diga que el hombre que viene con tales novedades, no solo desconoce lo que la alta honra (por mí inmerecida, pero jamás pretendida y con dificultad aceptada) de la representación del país impone, sino que debe estar relegado, no ya donde viven las utopías, sino donde se precaven los delirios que corrompen y pervierten la sociedad?
No es, repito, señores diputados, una discusión de principios escolásticos lo que proponía yo a vuestra consideración. Yo sabia bien que había aquí inteligencias levantadas, pensamientos poderosos, espíritus que sorprenden las más latentes corrientes de la civilización moderna, que no habían de pensar que lo que la Internacional representa, siquiera pretenda reducírsela a una cuestión rastrera y mezquina, dejara de ser una manifestación de esta profunda y trascendental lucha que actualmente riñen dos principios: el principio trascendental que ha vivido hasta ahora por la fe, y el principio inmanente, que se quiere buscar en la conciencia del hombre para regir las sociedades que ya no se inspiran en dogmas revelados. Pues que, ¿he sido yo siquiera el primero que haya planteado en estos términos la cuestión que se debate? ¿No había ya indicado el Sr. Nocedal, y aun tornándolo de orígenes bien remotos, que eran, después de todo, las teorías de la Internacional una consecuencia de la lucha entre el filosofismo contemporáneo de un lado, y el espíritu tradicionalista representado por la Iglesia católica, de otro? No es, pues, una cuestión abstrusa, metafísica, la que yo aquí propuse en términos y principios que debe cada hombre hallar en su conciencia y observar en la sociedad contemporánea. Y a quien entienda que son cuestiones estas impropias del Parlamento, permitidme, señores diputados, que le diga que ignora la elevada misión de los legisladores y de los Gobiernos, y que no ha penetrado en el espíritu de los tiempos.
Pues bien, el Sr. Moreno Nieto, aunque no tuve la satisfacción de oírle en esta parte de su discurso, parece que, combatiendo el sentido que penetraba al través de mis palabras, decía que por defender a la Internacional desertaba de los principios fundamentales que he profesado constantemente. No, Sr. Moreno Nieto; no deserto de mi bandera, ni abandono mis principios; ahora menos que nunca. En cuanto pueda, por escasa que sea la importancia de mi palabra, por pobres que sean mis fuerzas físicas y morales, yo me atravesaré en medio de la corriente para que no vivan los individuos y los pueblos solo bajo el principio de la inmanencia.
Pero no es esto ciertamente lo que aquí se trata; no es esto lo que aquí me tocaba hacer. En la cátedra, desde el retiro de mi gabinete y en el seno de las asociaciones científicas y populares, trabajaré hasta donde mi poder alcance y la conciencia me ilumine, por sustituir la fe dogmática que han abandonado los pueblos; y más que los pueblos los individuos, porque como ya lo habéis oído de los labios autorizados del Sr. Cánovas, los Gobiernos quieren conservarla como resorte de su dominación. Contra esta corriente, yo interpondré mi pequeño esfuerzo diciendo a los espíritus sursum corda: elevaos desde la afirmación de la propia conciencia al principio fundamental de la realidad y de la vida, y consultad la razón que había con voz elocuentísima, con voz eterna y divina, a cuantos libres de preocupación la solicitan. Este es, Sr. Moreno Nieto, mi puesto de siempre.
Mas aquí, y en esta controversia, desposeyéndome por completo de toda afección escolástica, de toda presunción doctrinal, he venido a deciros: ¿no sorprendéis en nuestro estado social esa dirección del pensamiento moderno, que afirma como único principio de la vida lo inmanente en la conciencia del individuo y de las sociedades? Seréis tan miopes, que no reconozcáis que los derechos individuales, hoy consagrados, son una determinación de este principio de la inmanencia? ¿No veis que la doctrina de la moral in dependiente, como las afirmaciones y tendencias de la Internacional, son otras tantas consecuencias de este principio que ha venido a la vida relegando el imperio de lo trascendental creído o impuesto por la Iglesia? ¿Cómo había yo de creer, que muchos de los señores diputados que tienen la obligación (y el poder intelectual les sobra) de conocer esta tendencia para ser medianos legisladores, como había de creer, repito, que desconocieran la trascendencia de este debate que ha herido en el fondo de la cuestión social y hasta removido en una cuestión constituyente?
Después de esta observación, me dirigía el señor Moreno Nieto otra que tenía ya cierto carácter práctico y que estaba, al parecer, más dentro de la esfera y de las condiciones de un Cuerpo legislador. Hablaba el Sr. Moreno Nieto de la propiedad; con ocasión de la propiedad declaraba su sentido en la trascendental cuestión entre el individualismo y el socialismo, con una elevación de pensamiento que yo soy el primero en reconocer; pero, permítame S. S. que se lo diga, con una vacilación tal, que no he acertado a comprender la solución a que se inclina. No es este el momento de discutir la teoría de la propiedad, y por lo mismo me importa dejar consignado que, olvidándose sin duda el Sr. Moreno Nieto de lo que más de una vez hemos departido sobre este punto, y con más espacio y serenidad que en este sitio, ha tornado por una conclusión mía la fórmula de la Internacional, que .yo examinaba, no como partidario de ella, mas para justificar la aspiración que envuelve y despojarla del temor que inspira a los que creen ligado el porvenir de la civilización a la perpetuidad inmutable de la propiedad individual.
No es ciertamente que yo sostuviera la propiedad colectiva; no, ni nunca; ya lo he declarado más de una vez. Lo que yo decía era lo siguiente: «Reparad que la cuestión de la propiedad viene hoy puesta por la Internacional, o mejor, por toda la civilización moderna, entre dos polos, en medio de los cuales es indispensable que acertemos a señalar el ecuador fijo y constante que regule su movimiento, y que preste al orden social, en cuanto a la propiedad se refiere, la ley que determine su adquisición y conservación por el trabajo, y su aplicación equitativa a todos los fines racionales de la vida humana. » Y añadía: «posible negar que aun cuando la propiedad radica en un derecho fundamental de la personalidad humana, solo se legitima en razón del fin a que sirve de medio y condición? » Pues que, ¿es posible que la propiedad pueda considerarse justa y legítima allí donde el hombre queda en el ocio, o yace en la corrupción? para confirmar mi sentido, y para que pudierais reconocer el derecho con que la Internacional viene, no diré a pedir el colectivismo, mas sí a poner en cuestión la organización actual de la propiedad y a reclamar la constante posibilidad de su reforma, os decía: «Mirad los ejemplos de la historia; desde que hay memoria de las sociedades hasta el día, donde quiera que ha aparecido alguna clase, algún pueblo, alguna raza que ha traído un principio fintes desconocido, pero que representaba un progreso, allí ha ido a gravitar la propiedad con una fuerza irresistible, como el medio providencialmente deparado para cumplir aquel fin.» Y, por último , afirmaba que, cuando se han negado las reformas pacíficas, se han cumplido al cabo por la guerra, ofreciéndonos la historia Ja animadora enseñanza de que en cada etapa de este camino van siendo los medios menos violentos, y la extensión, el circulo de la propiedad más amplio.
Si en nuestros días es la lucha de las ideas más profunda, si la cuestión económica, como todas, se ha de resolver antes en el pensamiento que en la práctica, y si en el espíritu sintético que se anuncia en la civilización contemporánea se aspira a consolidar cada progreso cumplido, y no a la destrucción total de lo existente, no es de extrañar que al lado de las aspiraciones del individualismo se anuncien las utopías socialistas, entre cuyos extremos van marcando las leyes el camino para lograr el concierto entre el elemento individual y el elemento social de la propiedad. Limitando el absolutismo irracional de la propiedad, ampliando la esfera de la posesión, es como llegará un día en que la propiedad busque las leyes de su distribución en el trabajo y la virtud, y que allí donde la actividad del hombre no exista, y por decirlo así, no se divinice con un fin racional, allí la propiedad desaparezca, abandonando a los holgazanes y a los parásitos para ir a buscar al que rinda culto a la ley divina del trabajo. Este es, ni más ni menos, mi sentir, Pero ¿me he permitido yo, por ventura, traer aquí una fórmula, determinar una afirmación, señalar un principio para que vayamos siguiendo este progreso que vosotros habéis sido los primeros en iniciar, y que el cuarto estado y sus representantes no harán más que continuar con espíritu menos egoísta y con sentimientos más altos y más propios del fin providencial a que la propiedad sirve? No; yo no he enunciado principio alguno. Si esta legislatura pudiera durar, y si nos diera tregua esta luna intestina de los partidos monárquicos, que no se si para satisfacer personales ambiciones, o para algo más alto, para la constitución de los dos partidos constitucionales, habéis provocado, probablemente veríais salir de estos bancos algún proyecto de ley en que se os anunciara como entendemos que debe irse preparando y abordando la cuestión social, no para realizar ese socialismo que el Sr. Moreno Nieto llamaba grosero, y a que tanto tercia el señor ministro de la Gobernación, sino para afirmar principios de justicia y para proponeros los medios pacíficos y legales de que esa lucha tremenda, que se va a decidir, según el Sr. Cánovas afirma, por la victoria de la fuerza, sin otro criterio, sin otra norma que la terrible ley gentil, anticristiana, impía, del éxito, se fuera resolviendo por el derecho, única fuerza legítima, y por fortuna de todos, la que hasta ahora invocan, aunque yerren en su concepto, las clases trabajadoras.
Lo demás que con esta ocasión y sobre el individualismo y el socialismo ha discutido el Sr. Moreno Nieto, me llevaría demasiado lejos de la cuestión presente. Básteme repetir, para que no se me atribuya más que lo que pienso y digo sin reservas que jamás acostumbro a guardar, que entiendo y sostengo que la propiedad es individual y social juntamente como la naturaleza racional del hombre; y así como estos dos elementos se unen por virtud de una cópula divina en cada individuo, así pretendo yo, así espero yo que llegue un día en que la propiedad se constituya, siendo individual, en lo que de individual tiene el hombre, y siendo social, en lo que de social el hombre tiene. Cómo esto sea, señores diputados, por que procedimiento se lleve a cabo, ¿creéis que puedo decirlo yo, que apenas si tengo alguna claridad en los principios, y que siervo del trabajo en otras esferas, no he entrado hasta ahora en la categoría de los hombres prácticos? ¿Creéis tampoco que puede decirlo el criterio del partido republicano? ¿Creéis que puede decirlo vuestro criterio? No; la cuestión social, como hoy se plantea, exige los esfuerzos de todos los hombres de buen sentido, de rectas aspiraciones, de nobles pensamientos, que no tengan el mezquino egoísmo de clase y que quieran que la propiedad se universalice y fluidifique como el señor Ríos Rosas decía. Todos somos llamados juntamente a discutir, despojándonos de la pasión política, cuál es el criterio y el principio de justicia que debemos aplicar a la reorganización de la sociedad presente.
Por desgracia, señores diputados, aquí se piensa y se dice que esa cuestión debe resolverse, o, más bien, negarse por el hierro y el fuego; y eso se ha dicho por los que se llaman representantes de las clases conservadoras, perjudicándolas gravemente, por que valen algo más, y a más son llamadas que a servir sus egoístas intereses con el poder político. Las clases conservadoras no pueden menos de abrigar una tendencia social: llevarán a ella taló cual criterio; pero negar que la cuestión social existe, pretender anularla por la fuerza, querer proscribir a los que la promueven, como si con la proscripción de los hombres se proscribieran las ideas, eso no es solo un torpe egoísmo, sino que es también una profunda ceguedad.
Llegaba a afirmar después el Sr. Moreno Nieto que los que defendemos el derecho de la Internacional a vivir bajo el amparo de las leyes nos proponíamos destruir los fundamentos de la sociedad, constituida sobre la santa unidad de la familia, sobre la propiedad y sobre la religión. Aun prescindiendo de que el sostener la legalidad de una asociación no implica la aceptación de sus principios y aspiraciones, no es cierto, señores diputados, cine niegue la Internacional aquellos fundamentos sociales. Lo que sostiene es: que la idea de Dios, como la de todo lo absoluto, es incomprensible para el hombre, en lo cual conviene con los que afirman que solo puede alcanzarse por la fe; que la moral y el derecho pueden y deben afirmarse independientemente de todo dogma religioso, y que la familia como la propiedad exigen capitales reformas.
Y so pena de que declaréis ya irreformables las instituciones en que principalmente se determina el progreso de la humanidad, no podréis menos de reconocer que no bastan el hecho presente, ni la mera tradición para afirmar la definitiva justicia de su actual organización. Pues que, ¿bastaría, para legitimar la propiedad el hecho material de tenerla y poseerla, siquiera tenga la consagración del tiempo? Si el hecho solo bastara, y fuéramos a investigar los orígenes y aun los títulos de la propiedad actual, nos encontraríamos las más veces con que procede de la conquista, y no pocas de la usurpación sellada con la sangre.
Si del hecho consumado ha nacido el derecho, ha sido a título de un principio superior que ha legitimado, no el origen, sino el uso y el destino ulterior de la propiedad. Pues ese principio es el que hoy buscan las clases trabajadoras. Podrán errar en el camino, mas su aspiración es santa y legítima.
Pero ¿es exacto que la Internacional pretenda disolver la familia? Sérialo, sin duda, si el principio que invocara fuera, como aquí se ha repetido, el amor libre, grosero y sensual. No parece sino que se inventan acusaciones por el placer de condenarla. Sobre que no ha hecho declaración alguna en este punto, importa insistir, volviendo por los fueros de la verdad, en que la teoría que algunos internacionalistas individualmente profesan es, como el día pasado os dije, la de que el matrimonio debe fundarse en el principio que inmediatamente ofrece la conciencia, a falta de una más alta consagración religiosa, en el principio del amor. Cuando este principio falta, entienden que está realmente disuelto el matrimonio. Para vosotros los espiritualistas, para vosotros los que invocáis siempre el sentido moral, como si la moralidad estuviera relegada de estos bancos, ¿es preferible que siga una grosera y torpe unión carnal, cuando el puro amor humano se ha borrado del espíritu y del corazón?
No es que yo me declare por la disolubilidad del matrimonio, ni menos que niegue la sanción religiosa a esta unión, providencialmente destinada al complemento de la persona humana; no es el momento de discutir estas cuestiones; mas lo único que importa es decidir si la Internacional tiene derecho a debatirlas y resolverlas, proponiendo las reformas que estime convenientes a remediar los males que perturban e impurifican al presente la vida de las familias. Y es bien extraño que los representantes de las clases conservadoras griten contra el escándalo de las doctrinas, y apenas se preocupen de la perversión de las costumbres. ¡Quién sabe si el espanto que aquellas producen no es más que el horror a su propia sombra! Lo cierto es que la reforma de la familia se invoca en nombre de la regeneración de la mujer y de la afirmación de la personalidad del hijo, en gran parte desconocida todavía, y de la educación a que todos los miembros de la sociedad tienen incuestionable derecho. Podrán las soluciones ser erróneas; pero; ¿quién se atreverá a decir que los propósitos son inmorales?
Al tratar el Sr. Moreno Nieto de los derechos individuales, concretaba su pensamiento en una fórmula cuyo sentido contradictorio no he logrado descifrar. Decía. S. S.: “Puede el Estado, pueden los poderes públicos perseguir, imponer la pena de muerte, que no otra cosa es disolver las asociaciones; puede igualmente limitar el Estado todos los derechos individuales, pero no debe hacerlo”.
Esta antinomia entre el poder del Estado y el deber del Estado solo puede resolverse por la arbitrariedad. Permítame S. S. que le diga, que en la esfera de las atribuciones del Estado no hay nada potestativo, todo es debido. Por singular excepción, y tratándose de los derechos de la personalidad humana, nunca de los derechos de la soberanía, comprendo que haya algo de potestativo, puesto que pueden ejercerse o no ejercerse; pero tratándose del Estado, que no es una persona, que no tiene derechos primarios, sino derechos relativos a las funciones que ejerce, seria autorizarle a que faltara a ellas el declararlas potestativas. De aquí, que cuanto se afirma del poder del Estado, se afirma necesariamente como deber. ¿Dónde iríamos a parar si prevaleciera el criterio del Sr. Moreno Nieto? Si esto pudiera aceptarse, sería completamente inútil la organización de los poderes públicos, porque al fin todas las cuestiones se decidirían por la arbitrariedad en cuanto vinieran a caer en la esfera del poder del Estado.
No es esto, ciertamente, lo que puede y lo que debe exigirse del Estado en relación con los derechos del individuo y de la sociedad. Lo que puede y debe exigirse del Estado es que fije y consagre los derechos, así en lo que se refiere a las personas, como en lo que concierne a las sociedades. La cuestión, aquí, está en hallar el criterio, según el cual se haya de entender el derecho en la persona del ciudadano y el derecho en las instituciones sociales. Sobre esto, fuera por que no alcanzara mi penetración, fuera por la vacilación de pensamiento en que el Sr. Moreno Nieto se movía, la verdad es, que no pude hallar un criterio fijo para determinar las relaciones entre los derechos individuales y la acción de los poderes públicos. Todo cuanto afirmó el Sr. Moreno Nieto se redujo a decir, que podían y no debían limitarse aquellos derechos. Y haciendo aplicación a la cuestión presente, añadía S. S.: no debe condenarse a la Internacional a completo y perpetuo silencio, porque la represión y la violencia no bastan para impedir estas manifestaciones de la vida; no importa que se hable y discuta en cierta medida sobre el pavoroso problema social.
Pero ¿cuál es la esfera del derecho, que nunca debe ser vaga e indefinida, si no hay más criterio que el poder y no el deber del Estado? Hablarían de todo aquello que agradase al poder y guardarían completo silencio sobre todo aquello que le desagradara. Con este sistema, apoteosis del régimen doctrinario que tan bien entiende y practica el Sr. Cánovas del Castillo, ¿cuál seria la suerte de la libertad del pensamiento? Juzgad por ella dónde quedarían los derechos individuales.
Discutiendo por último, el Sr. Moreno Nieto si la Internacional es, o no, contraria a la moral pública, hacia algunas afirmaciones verdaderamente contrarias a la letra y al espíritu de la Constitución vigente. Es digno de notarse que cuantos se han levantado a defender la política del Gobierno sostienen que el criterio para decidir sobre la moral pública consiste en las tradiciones, en los hábitos, en las costumbres, en las creencias y hasta en las preocupaciones sociales, viniendo así a parar en que la moral pública no es, no puede ser otra que la moral católica.
Después de esto, no resta sino aceptar aquella conclusión que el Sr. Moreno Nieto exponía con una elocuencia que me recordaba a Donoso Cortés: “un solo medio hay para salvar a la sociedad de la invasión de los nuevos principios revolucionarios: restaurar la autoridad de la Iglesia y consolidar su espíritu en el poder del Estado”.
Insistiendo en la misma tendencia, el Sr. Ríos Rosas se revolvía airado contra el ministerio radical, como si quisiera después de caldo sepultar su política, y exclamaba: “¡es que aquí de tal manera se ha roto todo freno; es que aquí de tal suerte se han destruido los sentimientos morales; es que aquí han desaparecido las tradiciones y quebrantándose a tal punto el espíritu religioso, sin el cual no es posible la moral, que ha habido un Gobierno tan desatentado que se ha atrevido a cometer el último despojo en los bienes de la Iglesia!” Este es el sentido, este es el espíritu conservador y éste es el que tienen que venir a aceptar todos aquellos que pretendan poner a la Internacional fuera de la ley. Solo donde hay un dogma definido, y solo donde los tribunales declaran delito cuanto sea contrario al dogma, puede ser condenada por inmoral la profesión de determinadas doctrinas.
Ahora bien: vosotros los autores de la Constitución del 69; vosotros los que la habéis aceptado, y sobre todo, vosotros los que tenéis el deber de aplicarla, ignoráis que hay al menos un derecho en la Constitución del Estado verdaderamente absoluto en todo el rigor de la palabra, un derecho plenamente ilimitado, que es el de la libertad del pensamiento? Pues que, ¿no sabéis que ningún poder, mientras la Constitución exista, puede, so pena de incurrir en la responsabilidad de un golpe de Estado, limitar aquel derecho en ningún ciudadano, ni en ninguna asociación? ¿No dice expresamente el párrafo primero del art. 17, que no podrá ser privado ningún español de la libertad del pensamiento, sea cualquiera su forma, sea cualquiera la determinación en que se produzca, bien sea por la palabra a por escrito, bien por medio de la prensa o por cualquier otro medio mecánico? Pues si aquí se trata solo, y no habéis logrado demostrar lo contrario de ideas, de pensamientos, ¿podéis creer que se limite ese derecho sin infringir el precepto Constitucional?
Permitidme, señores diputados, que al llegar a este punto os recuerde que se ha olvidado por cuantos me han precedido en el uso de la palabra una razón, en mi sentir de capital trascendencia, que sin mengua vuestra no podéis olvidar, y que estáis al menos obligados a discutir, si no queréis que yo, y los que como yo piensan, creamos que dejáis violar los fueros del Parlamento. Yo os decía: no invoquéis aquí la autoridad del Código penal, vosotros, legisladores, ya que no tengamos una magistratura bastante independiente y digna para hacer respetar, contra los abusos del Poder ejecutivo, la inviolable jerarquía de las leyes.
Pues que, ¿no sabéis que el Código penal se ha planteado por una autorización, y por una autorización condicional? Pues que, ¿ignoráis que esa condición tuvo su límite preciso en el tiempo? Pues que, ¿habéis olvidado que se levantaron muchos diputados de las Constituyentes a decir que era preciso que solo dentro de un limite rigiera el Código penal, porque en él se contenían limitaciones de los preceptos de la Constitución? Pues si esto es así; si sabéis que no ha podido regir el Código sino dentro de aquella condición, ¿cómo podéis invocarlo ahora en lo que se opone a la Constitución del Estado? ¿Cómo, sobre todo, puede invocarle un Gobierno que debe velar por la integridad de las leyes y por los fueros de la magistratura?
Y, aunque así no fuera, al encontrar un articulo en el Código que pena la emisión del pensamiento, ¿podéis vosotros, sobre todo los que habéis ejercido la magistratura, olvidando que son antes los preceptos constitucionales que las leyes, que son antes las leyes que los decretos, aunque en esta tierra de España haya pasado lo contrario; podéis, repito, exigir que este artículo del Código se aplique y cumpla contraviniendo al precepto expreso de la Constitución? Sepamos todos dónde y cómo estamos, señores diputados; y aclárese de una vez para siempre que no es solo del derecho de asociación, y del limite a este derecho prefijado, de lo que se trata, sino de todos los derechos consagrados en el tituló I de la Constitución; porque en último término, a donde a dirigido sus golpes certeros y formidables el Sr. Ríos Rosas, aunque tributando más respeto al sentido y a la letra de la Constitución que el Sr. Cánovas, ha sido a la libertad del pensamiento, a la emancipación de la conciencia.
Conste, pues, que si condenáis a la Internacional, no es por sus actos, sino por su doctrina; y por consecuencia, que lo que está sobre todo en cuestión es la libertad del pensamiento.
Yo tiemblo por mi mismo al pensarlo, señores diputados, porque temo si llegara a faltarme en la cátedra el amparo legal, no ya para combatir las creencias religiosas, que siempre he tratado, aun las más contrarias a mis ideas, con el más profundo respeto, sino para decir, en nombre de la razón, cuya sola autoridad me es lícito invocar, que es falso que la moral proceda de tal o cual religión positiva; que la sanción enseñada por la fe dogmática es contraria a la ley moral, porque solo el bien es el último destino del hombre. No se si prosiguiendo por este camino llegará a repetirse el inicuo despojo que, invocando los mismos principios; se consumó por el Gobierno de Isabel II en un ilustre profesor, a quien nunca pagará el país un tributo suficiente de respeto y gratitud por su heroica y santa consagración a la enseñanza de la verdad. Mas, si no habéis de negar al catedrático, sostenido por el Estado, el derecho de profesar libremente sus doctrinas, ¿vais a cometer la iniquidad de negárselo a la sociedad Internacional de trabajadores? ¿O es que tanto pesa sobre vosotros ese espíritu estrecho, egoísta, ese espíritu volteriano, que entendáis que los hombres de ciencia, que las clases cuitas puedan sin riesgo para la sociedad, sin peligro para las instituciones públicas, pasar sin religión, sin los principios morales que la religión enseña, mientras las clases inferiores han de vivir bajo la férula de la fe, como el Sr. Cánovas decía? ¿Creéis todavía que la religión se ha hecho para dominar a los tontos y en beneficio de los que ejercen el imperio...?
Tengo ahora que debatir, por más que reconozca la inferioridad de mis fuerzas, con el Sr. Ríos Rosas, que tuvo a bien impugnar algunas de mis doctrinas.
Su señoría, con una profundidad de pensamiento, con una claridad y con una penetración que yo no acabé de admirar durante su peroración, vino a mostraros, señores diputados, que los derechos impropiamente llamados individuales, eran con efecto en su principio y en su raíz derechos absolutos, y que no vacilaba en declararlos anteriores, exteriores y superiores a la ley, confirmando las palabras que recordaba mi amigo el Sr. Rodríguez.
Pero, al paso que el Sr. Ríos Rosas, sin hacer aquellas distinciones del Sr. Moreno Nieto, venía a
afirmar esa absolutividad de los derechos individuales, poniendo una cabal y cumplida corrección a las declaraciones del Sr. Alonso Martínez, añadía que estos derechos, que con razón pueden llamarse de derecho divino, escritos y grabados por la mano de Dios en la conciencia del hombre, se limitan en la práctica, no ya por el derecho que el Estado tenga (en lo cual revela un más recto y profundo sentido del Estado que el que se ha invocado aquí antes de ahora para imponer límites arbitrarios al derecho individual), sino en nombre de la misma personalidad humana, en nombre de cada sujeto y de la relación de unos con otros en la sociedad.
Tal era, en mi sentir, el criterio con que el señor Ríos y Rosas procedía; y aun cuando bien me holgara yo de que en él se inspirara el partido conservador, hallo, sin embargo, en esta al parecer pequeña diferencia que separaba a S. S. de la doctrina sustentada por el Sr. Rodríguez, por el Sr. Pi y Margall y por mí, aquella secreta raíz de donde proceden las tendencias de su partido, por más que pretendiera en este punto identificar las opiniones del Sr. Becerra con aquél sentido que inspiró al Sr. Sagasta la gráfica expresión de derechos inaguantables.
¡Ah, señores! Es que el Sr. Ríos y Rosas buscaba hábilmente un límite en nombre de la personalidad humana misma para ingerir en la regulación de estos derechos el poder del Estado. No acuso en esto de siniestra intención a S. S. le reconozco el deseo de procurar el puro bien del orden social; pero como esas limitaciones exigen un órgano que las imponga, y este órgano es el Estado, aunque no lo haga por el derecho peculiar a su poder, llegaba S. S. por tan hábil y diestra manera a la misma conclusión práctica de los Sres. Cánovas del Castillo y Alonso Martínez.
Con efecto, entre la opinión de S. SS. no hay más diferencia sino la de que mientras los unos limitan los derechos individuales por una facultad arbitraria de los poderes públicos, el otro los limita en nombre de un cierto derecho que, como delegado y por representación tácita, pero solemne, de la sociedad, ejerce el Estado.
Una diferencia fundamental existe entre la opinión de S. SS. y la que en este lado de la Cámara sustentamos. Sin entrar ahora a determinar cuáles sean los derechos primarios de la personalidad humana, entendemos que no toca al Estado sino ampararlos, de ninguna manera limitarlos, porque no tienen en justicia límite alguno exterior, y afirmamos además que nos da en gran parte la razón la Constitución vigente.
La libertad del pensamiento no tiene en ella límite alguno; el derecho de profesar las creencias que la conciencia dicte, no lo tiene tampoco. Solo los actos atentatorios de otra creencia religiosa lo tienen; pero aquí no es ya el derecho mismo lo que se limita, sino que, por lo contrario, es el principio que sirve para deslindar una esfera de otra, según lo están ya, como decía perfectamente el Sr. Pi y Margall, por razón de la misma personalidad humana.
Después de esto, para no molestar mucho vuestra atención, que debe estar ya harto fatigada, procuraré reducir mi pensamiento, y me haré solo cargo, por lo que al Sr. Ríos y Rosas se refiere, de la declaración que hizo con motivo de la alusión que yo tuve la honra de dirigir a S. S.
No invocaba yo ciertamente la autoridad del señor Ríos y Rosas, como si creyera que patrocinaba las aspiraciones de la Internacional en punto a la propiedad colectiva. Empleando casi las mismas palabras que S. S. nos leyó en el día de ayer, decía que en una ocasión solemne, nada menos que en la discusión de la forma de gobierno, y presintiendo cuanto en aquella cuestión se entrañaba, había afirmado que era preciso trabajar porque se hiciera más fluida la propiedad, para que circulando fácilmente por todas las clases sociales, se universalizara cono la moneda.
De esta manera es como el Sr. Ríos y Rosas venía a consagrar esta afirmación mía: que la universalización de la propiedad no es solo una tendencia del cuarto estado, sino una exigencia que impone a toda la sociedad el progreso de los tiempos. Y pues un representante, y lo debe ser entre los primeros, del partido conservador, ha sostenido que debe reformarse la propiedad, para lo cual es innegable que es necesario discutir sus fundamentos, claro es que no puede tenerse por ilícito, por más erróneo que se repute, que haya quien patrocine la idea de que debe ser en parte colectiva; y digo solo en parte, porque no se ha negado el carácter individual al fruto inmediato del trabajo. Esto basta para justificar la razón con que invocaba la autoridad del Sr. Ríos Rosas, y afirmaba que los verdaderos conservadores que no se oponen al progreso de los pueblos, ni se confunden con los reaccionarios que pretenden restaurar lo pasado, con mengua de la paz y del derecho, patrocinan también aunque con su especial criterio, la saludable tendencia, de las reformas sociales.
Concluyó el Sr. Ríos Rosas mostrando cierta extrañeza de que yo me permitiera amparar las aspiraciones de una asociación que abriga cierto fondo de impiedad, olvidándome de mis principios y opiniones religiosas. Para mí, señores diputados, como al principio os indicaba, cuando se ha perdido la creencia en la religión impuesta por la fe, no queda absolutamente más que seguir uno de estos dos caminos: a venir a la negación del principio absoluto, para reconocerse a si propio y afirmar solo lo que en el testimonio de la conciencia se muestra; o sostener que aquella creencia, aunque no sinceramente profesada, es necesaria al régimen de las sociedades.
Placas en la entreda de la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada,
que recuerdan el paso por las aulas, de dicha facultad, de Nicolás Salmerón

Sobre este sentido, que los doctrinarios sostienen, y el otro a que la Internacional se inclina, hacia yo esta declaración al terminar mi discurso: no condenemos esta aspiración, que en el cuarto estado se anuncia, de buscar el principio de la moral y del derecho en el fondo de la conciencia, que es siempre santa y sagrada, aunque el sujeto presuma de impío; pero enseñémosle, eduquémosle, guiémosle, para que, mediante una dirección racional llegue a reconocer que hay un principio y fundamento supremo, no solo de estas relaciones legales, que parecen convencionales e hijas del pacto, como el Sr. Cánovas poco ha decía, sino de toda realidad y de la conciencia misma, a la cual se ofrecen por la razón como una revelación permanente y verdaderamente infalible. Así terminaba yo, no cogiendo la bandera de la Internacional, sino diciéndole: tienes derecho a vivir bajo el amparo de la ley, mientras emplees medios pacíficos para lograr tus aspiraciones; pero no caigas en la preocupación de negar las más altas relaciones de la conciencia, por solo el hecho de hallar infundada la antigua fe, ni menos te encierres en el estrecho y pernicioso egoísmo de clase, que haría imposible la justicia entre los hombres; y así podrás exigir de las clases dominantes, no solo que respeten la libertad de tu pensamiento, que negarla sería violar la santidad de la conciencia, sino que te ayuden a redimirte de la servidumbre, de la miseria y de la ignorancia, alcanzando la convicción racional en el principio supremo de la justicia, bajo el cual debemos vivir en amorosa paz los hombres y los pueblos.
Tal era el sentido, señores diputados, con que yo sostenía el derecho de la Internacional.
Y llego ahora al Sr. Cánovas del Castillo, sintiendo no poder ya disponer del tiempo necesario para contestarle ampliamente.
Cosas ha dicho S. S. dirigiéndose a mí, primero sin nombrarme, más tarde expresamente, de tanta importancia, de trascendencia tan grande, que aun cuando al parecer dirigidas a estos bancos, iban en realidad enderezadas al Gobierno del país. Y tanto es así, que cuidándose apenas S. S. de discutir con nosotros sobre los principios constitucionales que determinan la organización del Estado, y preocupándose en cambio de parar los golpes que se dirigían al ministerio, afirmaba que no es tal hoy la división de los poderes públicos, que no le sea lícito al ejecutivo intervenir directamente en la gestión del Poder judicial.
Yo de mi se decir, señores diputados, que si todavía después de la revolución de Setiembre ese criterio prevaleciera, el Poder judicial, sobre todo, no debiera llevar el nombre que en la Constitución tiene, y que en sus artículos se consagra, sino que debiera ser y llamarse, como ex abundantia cordis lo ha llamado el Sr. Cánovas del Castillo, administración de justicia. Entonces si que, con ser administración, estaría ciertamente bajo la dependencia e inspección del Poder ejecutivo.
¿Sabe el Sr. Cánovas del Castillo por que decía yo que debía declarar el Congreso que había oído con desagrado las palabras pronunciadas por el ministro de la Gobernación, como atentatorias a la organización de los poderes públicos? Porque según la Constitución de 1869 no es lícito ni permitido al Poder ejecutivo intervenir directa ni indirectamente en el judicial. Todavía puede, porque no están completas las leyes orgánicas, porque no está constituida la magistratura y no puede estarlo porque, según aquí se ha dicho, aun no lo merece este cuerpo; todavía puede intervenir, mediante el nombramiento y la separación, si bien dentro de las limitaciones que en la Constitución se determinan. Pero ¿dándoles el criterio que ha de presidir a su fallo? ¿Permitiéndose en pleno Parlamento el representante del Poder ejecutivo decir que hay un delito penado en el Código aunque no lo hayan juzgado así los tribunales? Esto; repito, es una infracción de la organización de los poderes públicos que forman el régimen vigente, y de todas las garantías que mediante él a la sociedad se conceden. Lo único que podía hacer el Gobierno, ya se lo ha dicho el Sr. Cánovas del Castillo dándole una soberana lección, era dirigirse al ministerio fiscal, que aun depende del Poder ejecutivo, para que interpusiera su acción ante los tribunales de justicia, a los cuales con plena, con absoluta independencia, les toca decidir si la Internacional está o no fuera de la legalidad. Entender de otra manera la organización de los poderes del Estado; subordinarlos a la acción del Poder ejecutivo, ese es, sépalo el Sr. Cánovas del Castillo, el sentido y el criterio verdaderamente doctrinario.
Quejábase S. S. de que tal denominación le diera. Mas las palabras vienen consagradas por el uso y hay que respetarlas según las ha autorizado y las ha trasmitido; y S. S., académico de la lengua, sabrá sin duda que el uso da, como decía Horacio, la norma de la dicción. No es, no se llama doctrinario al que profesa una doctrina, sino al que la profesa afirmando que los principios se han de atemperar arbitrariamente a la conveniencia, porque, como una cosa es la teoría y otra la práctica, y como en esta juegan elementos extraños, es preciso modificar, cambiar, mutilar, en suma, los principios que la razón concibe. Ese es el doctrinarismo y en este sentido es en el que yo llamaba a S. S., y a los que como S. S. piensan, doctrinarios.
Se extrañaba además el Sr. Cánovas del Castillo de la calificación de reaccionario, y he de decirle que como yo entiendo y pienso que S. S. quiere mantener cierta consecuencia de pensamiento y conducta, importándole poco la entidad del jefe del Estado, según ya otro día tuve ocasión de decir; teniendo con razón por secundario que sea un príncipe de la casa de Borbon o de la casa de Saboya el que represente las ideas que ha realizado en el Gobierno y defendido en el Parlamento; como pienso, repito, que su señoría quiere y desea que con el nombre de la Constitución de 1869 se aplique su antiguo criterio, que la legalidad existente ha hecho ya imposible, so pena de restaurar el antiguo régimen, no se que pueda ni deba llamarse otra cosa que reaccionario en la genuina acepción del vocablo, que es muy otra que la empleada por algún demagogo contra los Sres. Castelar y Pi.
No quiere ninguno de mi;; dignos amigos volver al régimen pasado bajo la pantalla de la Constitución de 1869. Por esto podrán llamarlos inconscientemente, sin razón, reaccionarios. Pero al Sr. Cánovas puede llamárselo con plena razón, so pena de que haga una declaración que importaría mucho para la organización de los actuales partidos históricos: la declaración de que S. S. no piensa como antes pensaba. Si el Sr. Cánovas del Castillo hace esta declaración, entonces deja de ser reaccionario; pero mientras no la haga, reaccionario, repito puede y debe llamarse S. S.
Entre los puntos que el Sr. Cánovas del Castillo con verdadera elocuencia y con sin igual habilidad parlamentaria ha tratado, se halla el que más importa al pensamiento que nosotros defendemos aquí y al sagrado derecho que La Internacional tiene a la vida, por el cual protestaremos aun después que haya recaído vuestro veredicto, es a saber: la interpretación del derecho de asociarse y de la asociación. Pero como si S. S. quisiera dar infinita más intención a su discurso que las palabras mismas y la frase podían significar, para probar que el derecho de asociarse estaba limitado por la Constitución del Estado, se dedicó a probar que lo estaban el derecho de reunión y el de la libertad del pensamiento. Y esto lo hizo con tan sin igual habilidad 5. S., que cuantos hayan estado atentos a su elocuente peroración habrán notado que, dando ya por muerto el derecho de asociarse, para no gastar en balde sus poderosas fuerzas, las aplicaba a combatir otros derechos individuales que aún pueden sobrevivir a la proscripción de la Internacional. Bastan estas indicaciones para reconocer con toda exactitud el objetivo de S. S. Con respecto a la asociación, fue tan sobrio S. S., que en aquél momento se olvidó o creyó que era cosa baladí la doctrina constitucional, que no constituyente, por nosotros sustentada, de la distinción entre varios preceptos de la ley fundamental del Estado. Y no es que para distinguirlos traiga yo aquí abstrusas teorías filosóficas (que procuro guardar la filosofía para mis estudios, bastándome apelar en este sitio a la luz natural de la razón), sino que al leer la Constitución entiendo que cuando ha querido emplear una palabra, no es lícito en manera alguna que pueda ser alterada ni aun por el legislador mismo, a no ser por medio de una reforma con todas las condiciones legales, ni menos recibir una interpretación doctrinaria que hábilmente pervierta su espíritu.
¿Quién le ha dicho al Sr. Cánovas que el art. 17 de la Constitución habla de las asociaciones? ¿Cómo, no hablándose de asociaciones en el art. 17 puede llevar a él el sentido y el criterio que para otro distinto precepto constitucional se ha reservado? ¿Qué le autoriza a S. S. para afirmar que donde se pone el límite de la moral al derecho de asociarse, está afirmado el poder del Estado? Es una afirmación gratuita, y hablando el lenguaje de la verdad, según yo lo entiendo, completamente arbitraria. No soy yo el que lo dice; lo está diciendo la misma Constitución, la cual, no ha querido distinguir el derecho de asociarse y la intervención del Poder en la vida de las asociaciones con una mera separación en párrafos distintos, sino en artículos diversos, de tal manera, que es el art. 19 el que viene a hablar de las asociaciones después de haber declarado el 17 el derecho de asociarse.
Y notadlo bien, Sres. Diputados: es sólo el artículo 19 el que, con ocasión de los límites puestos a las asociaciones, que son, otros que el prefijado al derecho de asociarse, prescribe al Poder el procedimiento legislativo, administrativo y judicial, según los casos, para disolver, suspender o proscribir una asociación.
Es necesario, sobre todo para los que tenéis interés por la conservación de los derechos individuales, creyendo que no son una letra muerta, sino un espíritu vivo que presta fuerza y energía a las instituciones todas del país, que tengáis ojo avizor, espíritu experto y energía de alma bastante para protestar contra estas sutiles insinuaciones, contra estas hábiles interpretaciones doctrinarias que vienen a mermar la única obra que puede legitimar vuestra estancia en esos bancos separados de nosotros.
Y si al llegar a este punto, donde ciertamente veía el Sr. Cánovas un peligro del cual no podía salir, pasaba como sobre ascuas, no podía ya extrañarme que hablara corno ha hablado de las relaciones entre el derecho y el Poder.
Foto de Nicolás Salmerón Alonso, Almería

¡Como procuró S. S. hurtar el cuerpo, como vulgarmente se dice, de la obligación que impone el sincero y recto espíritu conservador dentro de la Constitución! En vez de declarar terminantemente si considera la accione de los poderes públicos contraria y antitética a los derechos individuales, como el señor Alonso Martínez había sostenido, o si la concibe de la manera que el Sr. Ríos y Rosas indicaba, se limitó a una insinuación suave, que hábil y expertamente sabrá ejercitar S. S. si llega a representar en el Gobierno al partido conservador, es a saber: que allí donde la Constitución señala un límite al derecho, allí se afirma el Poder del Estado.
Esta es precisamente la diferencia capital, esenciadísima, que os separa en la inteligencia y en el sentido de las leyes y de la Constitución a los que ocupáis esos bancos (la derecha), de los que se sientan en este lado de la Cámara.
Cuando es tan capital esta diferencia, no lo dudéis, está puesta en cuestión la Constitución mismas y nosotros tenernos pleno derecho de renovar la cuestión constituyente mientras no se fije definitivamente el espíritu común con que ha de respetarse y aplicarse. No podéis decir que esté cerrado el período constituyente, cuando unos sostienen que para que exista el Poder con fuerza bastante a limitar los derechos individuales es necesario que esté afirmado y declarado expresamente en la Constitución, y otros entienden que donde quiera que hay un límite a aquellos derechos (y para ellos hasta la libre emisión del pensamiento lo tiene), allí está reconocido y consagrado el Poder del Estado.
Sin duda alguna es el Sr. Cánovas fiel discípulo de aquellos ministros de Luis Felipe que prepararon la corrupción y la degradación de la Francia, no por su conducta personal, que era en algunos de ellos tan incorruptible corno en los viejos republicanos, sino por la manera de entender, de interpretar y de practicar el Código fundamental del Estado, y de ejercer las funciones del Gobierno; porque cuando se pierde la fe en los principios , el desquiciamiento general de la vida sobreviene inevitablemente. Luis Felipe, expulsado de la Francia y condenado por la conciencia pública, pudo decir al bajar las gradas del trono: “y sin embargo yo no he infringido ningún artículo de la Carta constitucional”. Era verdad; pero jamás se había cumplido el espíritu y el sentido de la Constitución. Este es precisamente el camino de perdición que los doctrinarios, maestros de S. S., han seguido; el camino de perdición por donde se precipitó la dinastía de Isabel II, y el camino, que si llega a prevalecer, dará pronto al traste con esta frágil monarquía que habéis levantado sobre la soberanía de la Nación.
Voy a concretarme, porque estoy fatigado y molesto demasiado vuestra atención, a dos afirmaciones que no sólo han sido, al parecer, el objetivo del señor Cánovas, en cuanto a este lado de la Cámara se refieren, sino que parecen ser el límite que S. S. deseaba acentuar entre el criterio conservador y el radical: hablo de la manera con que entiende S. S. el Estado, y de la acusación de socialismo que nos ha dirigido a algunos de los que nos sentamos en estos bancos.
Es verdad que yo me había permitido regar al Sr. Cánovas que diera un concepto preciso y terminante del Estado; y esta exigencia era tanto más fundada, cuanto que tratándose de saber quién había de señalar límites a los derechos individuales, y creyéndose por los que están al lado de S. S. que estos limites podía y debía fijarlos el Estado, se necesitaba saber que era esta institución y en nombre de que principio había de limitar el derecho.
La noción que el Sr. Cánovas ha expuesto es tan movediza y elástica, como formada para servir de base a una política doctrinaria. No es un ser, decía su señoría, no es una persona, sino un instrumento que tiene todos los derechos de la personalidad humana; por cuya manera aspiraba el Sr. Cánovas a poner al Estado en superior categoría, por lo que respecta a la esfera de su poder, que los derechos individuales. Procuré tomar nota de las palabras de S. S.; si no fuera éste su sentido, discutiremos después. Pero importa poco que no sean estas las palabras de S. S. si es éste su sentido; que una cosa análoga me aconteció con el Sr. Alonso Martínez. El Sr. Cánovas ha querido afirmar que no es el Estado una institución que tenga derechos por si misma, sino por delegación y representación; pero añadía S. S. que por esta delegación tiene los mismos derechos que la persona humana, y como tal, y en representación del todo social, puede imponer, con su propio criterio, limites a los derechos llamados individuales.
¿Era ésta o no la conclusión ineludible en que venia a parar el pensamiento de S. S.? Y fue tan profundo el abismo en que S. S. cayó, que llegó a decir: que lo declarado por la ley en nombre de esta personalidad representativa del Estado, eso y no más era el criterio de la justicia: afirmación, señores diputados, que yo oí con una sorpresa que rayó en espanto.
¿Dónde estamos, señores diputados? ¿Dónde está la conciencia del hombre que ya no puede decir si una ley es justa o injusta, que ya no puede afirmar ningún principio fundamental de derecho sobre las declaraciones legales? Reparadlo bien, para que conozcáis toda su fatal trascendencia: ese es el sentido verdaderamente horrible que ha dominado durante tanto tiempo, y cuyo órgano fidelísimo ha sido hoy el Sr. Cánovas; ese es el principio de que no hay más ley que la voluntad de las mayorías.
Sucede con frecuencia que sean las minorías las que lleven la voz de la verdad y de la justicia, predicando innovaciones y reformas que marcan el camino del progreso; y cuando a estas minorías se les niega el derecho de invocar la justicia, y hasta se las proscribe fundándose en la razón de Estado como- representante de la sociedad y baluarte de los conservadores; ¿es extraño que unas veces por el martirio, otras por el heroísmo y por la violencia otras, se abran paso esas afirmaciones de los principios de justicia? Cuando ni siquiera concedéis a la conciencia del hombre el derecho para calificar de injusta una declaración del Poder legislativo, ¿qué medio dejáis al impulso reformador que agita providencialmente a los pueblos, sino la revolución material y con ella la demolición cruenta de lo existente?
Ha habido más, señores diputados. Se ha dicho, prosiguiendo en este espíritu ultra-conservador, una cosa tan opuesta a todo sentido moral, que no se como haya podido ocurrir en un pensamiento tan circunspecto y en una prudencia tan acabada como al Sr. Cánovas distinguen. ¿No habéis oído con asombro, señores diputados, que la lucha vendrá, que es imposible evitarla, que es preciso que las clases conservadoras se armen de todas armas, para que la victoria decida su razón? ¿Qué es esto señores, sino esa verdaderamente odiosa teoría del éxito que acaba con todo criterio de justicia y de moralidad? Es la que alegaba como timbre de legitimidad el imperio, es la profesada por Thiers como historiador, y la que, siendo monárquico, le ha llevado a ser presidente de la república. Yo no niego que pueda rendirse culto al éxito; pero quien esto piense no tiene pensamiento propio, y no teniendo pensamiento propio, no tiene idea de la conciencia.
Es decir, que si ahora la Internacional no tiene derecho, si se arma en secreto, si allega recursos, si atrae numerosos adeptos para poder claros la batalla material, y sepultar os en el fondo del abismo, entonces la Internacional es santa y justa. ¡Qué criterio, señores conservadores! (Aplausos.) ¡Y todavía rechazareis el calificativo de impenitentes doctrinarios!
La última afirmación que ha hecho el Sr. Cánovas es que luchaban en este lado de la Cámara y aun entre nosotros mismos el socialismo y el individualismo. ¿En qué puede afectarnos la contradicción con los radicales, cuando ahora se trata sólo del acuerdo que presta la santidad del derecho, que pretende negarse con el apoyo de los conservadores y de los reaccionarios? ¿Es que se van estrechando tanto las distancias entre el Sr. Cánovas y el ministerio que pueda ya echarnos en cara las diferencias que separan a dos partidos políticos?
Por lo demás, ¿qué extraño es que tratándose de la cuestión social tengamos opiniones distintas mi amigo el Sr. Rodríguez y yo? ¡Pues si yo pienso que los verdaderos conservadores son los señores que se sientan en estos bancos! (los de los radicales.) Aquí donde realmente se sacan de quicio las relaciones entre los partidos políticos; donde el partido conservador se hace reaccionario, ¿qué le resta que hacer al partido radical sino hacerse conservador? Pues que, creéis que estarán los radicales dispuestos, por ventura, a preparar algunas reformas, en nuestro sentir fácilmente realizables en la Constitución? Ciertamente que no, porque la siguen casi corno los musulmanes el Corán.
Pero en cambio el Sr. Cánovas y los que como su señoría piensan, ¿no están desde luego dispuestos y decididos, no a pedir, cosa que provocarla un escándalo, y que nos expondría a unas nuevas Constituyentes que pudieran dar al traste con la monarquía por la fuerza de las ideas y el impulso de los tiempos, no a pedir una reforma constitucional, pero sí a envolvernos secreta y suavemente, con todo aparente respeto y devoción a la legalidad, en una política enteramente hostil a los preceptos constitucionales? Y a este propósito he de decires, porque al buen pagador no le duelen prendas, que abrigo la convicción, aquí sostenida por el diputado cuya muerte prematura, como el Sr. Cánovas ha dicho, todos lamentarnos, de que el último baluarte y refugio de los elementos conservadores ha de ser, no ya la monarquía democrática, sino la república unitaria, que por tercera vez eleva la clase media en Francia.
Mas el verdadero espíritu revolucionario, aquél que no quiere sólo las garantías políticas que fácilmente pueden ser mentidas, aquél que no se satisface con el poder del sufragio universal, sino que procura adquirir la capacidad para ejercitarlo inspirándose en un criterio de justicia, ese espíritu es el que nosotros representamos. Y como no el interés, sino el derecho nos guía, no buscamos los medios violentos (eso ya lo hicisteis vosotros los conservadores), sino los legales y pacíficos para reformar la actual organización social. Con este sentido, no con el histórico que la palabra ha recibido, puede, por lo que a mi toca, calificárseme de socialista: patrocino las que tengo por nobles aspiraciones de establecer el libre organismo de la igualdad, que afirme definitivamente la democracia en el concierto de los derechos inviolables de la persona humana, con la solidaridad social, hoy disuelta por el atomismo individualista.
Por esto no rechazo enteramente la tendencia del cuarto estado; y aunque crea su dirección en muchos puntos extraviada, y señaladamente en el egoísmo de clase en que os ha tomado por modelo, no le negaré jamás mi humilde apoyo, y si tanta influencia alcanzara, mi leal consejo.
Por lo demás, que entre nosotros haya quien otra dirección lleve, ¿disminuirá en un ápice nuestra cohesión como partido político, nuestra convicción común de que la república federal es la condición política para resolver el problema social, y nuestra aspiración común también a la emancipación social y económica del cuarto estado? ¿Con qué razón nos podéis acusar por diferencias secundarias cuando individuos hay en esa mayoría tan conservadora que siguen la escuela de Fourier? Cuando esto veis, cuando lleváis el socialismo en vuestro corazón, y el socialismo de peor género, el gubernamental y autoritario que mutila la individualidad; ¿con qué derecho venís a decir que nosotros, porque aspirarnos a realizar reformas sociales, caemos en el panteísmo del Estado?
Ni nos asustan los nombres, ni nos hará retroceder el odio que quiere provocarse contra nosotros en las clases conservadoras; lejos de eso, a ellas nos dirigirnos también para que se preparen, no a la lucha como en su daño les aconseja el Sr. Cánovas; no tampoco a sufrir resignada expoliaciones y venganzas, sino a reconocer el derecho que las clases trabajadoras, llamadas ya a intervenir en la gobernación del Estado, tienen para procurar por medios pacíficos y legales todo género de reformas en la organización económica y social. Aconsejarles que, en vez de erigir la propiedad en un ídolo gentil que exija el sacrificio de víctimas humanas, y a quien todos los poderes del cielo y de la tierra sirvan, aconsejarles que imiten la conducta de la culta y previsora aristocracia inglesa, es el modo de servir a la justicia y de evitar las catástrofes que por la represión violenta se precipitan.
Con este espíritu de concordia aconsejaba yo, de un lado a la Internacional, de otro a los conservadores; y libre de pasión y exento de toda ambición política, me permitía decir a unos y a otros: no os tratéis con cruel enemiga, no os precipitéis en el abismo de la reacción ni en los extravíos de las conspiraciones; mas inspirándoos todos en el sentimiento de la justicia y en el respeto a las leyes, llevad vuestros representantes al Parlamento, y sin hacer de la propiedad una granjería de clase ni mi resorte de dominación odiosa, buscad en el trabajo y la virtud los títulos de adquisición, y en la justicia el principio de su legitimidad.
Pero si, apasionadas y egoístas, las clases conservadoras se niegan a toda reforma pacífica, por más que apelen a la fuerza e invoquen las creencias religiosas para inspirar resignación en la miseria y gozar entre tanto muellemente de las riquezas acumuladas por el trabajo ajeno, vendrá no lo dudéis, la barredera de la revolución, y arrebatará de sus manos el ídolo de la propiedad. Y ¡quién sabe si entonces arrastrará por tiempo el mismo principio religioso que hoy se emplea como instrumento, y que no podrá inspirar ya a las conciencias, después de haberle hecho descender del santuario para sumirlo en el fango de los intereses materiales! He concluido.
NICOLÁS SALMERÓN

[1] Ortografía modernizada.
[2] CARTA DEL EXCMO. SR. D. FERNANDO D. CASTRO FELICITANDO AL SR. SALMERÓN POR SU DISCURSO SOBRE LA INTERNACIONAL.
Sr. D. Nicolás Salmerón y Alonso
Madrid, 3 de noviembre de 1871.
Mi muy querido amigo y compañero: El primer discurso pronunciado por V. en el Parlamento propósito de La Internacional, ha sido, permítame que lo diga, un verdadero acontecimiento, de tal naturaleza y trascendencia, que equivale, si así puede decirse, a una como Revelación. Opino que, después de despertar vivamente todas las inteligencias, está destinado a afirmar en muchos, con nueva fe racional, sus convicciones acerca del valor absoluto de la personalidad humana, anterior y superior a todo derecho constituido, y a determinar a muchos s más a que estudien y abracen la teoría de lo Inmanente, punto de arranque para la afirmación del derecho en lo humano y para la negación de lo sobrenatural en lo divino; pero centro también fijo y permanente, desde el cual, de premisa en premisa y de deducción en deducción , se haya de llegar por indagación libre y racional discurso, al principio de lo Trascendente a Dios, causa, fundamento y ley de todo lo que existe, ideal y ley de vida de lo que piensa. Único procedimiento tan eficaz como varonil y humano, para regenerar nuestra sociedad, corrompida por la ambición y por el egoísmo, falseada por la incredulidad y la duda, peligrosamente conturbada por la falta de un criterio absoluto y regulador de la vida política de las naciones.
El beneficio que V. ha hecho al progreso de las ideas en nuestra patria, apareciendo de una manera inesperada para los más, y en una cuestión que los enemigos del humanismo habían escogido para su triunfo engrandecimiento, ni V. ni yo podemos estimarlo. La generación actual lo presentirá; la que le suceda lo formulará ya con clara conciencia y sentido universal.
Queriendo yo por todo lo expuesto- y en lo cual, aunque escasa, alguna honra, que no renuncio, me corresponde- así como por la amistad y el compañerismo que nos une, dar a V. un cordial testimonio de mi aprecio a su talento, a sus doctrinas y a su elevado carácter moral, voy a manifestarle en lo que consiste y la forma en que ha de ser realizado.
No ignora V. que el Ayuntamiento de la M. N. y L. ciudad de Bilbao, acaba de honrarme con un delicado presente, por haber predicado el día que inauguró el monumento de Mallona, recuerdo patriótico para eternizar el heroísmo de los valientes que en la última guerra civil sucumbieron derramando su sangre en los sitios de Bilbao, y en defensa de lo que entonces era símbolo de sus fueros y de la libertad. Este presente es, como V. sabe, una pluma de oro.
Pues bien, es mi voluntad, añadida hoy por codicilo a mi testamento, que esa pluma pase a V. a mi muerte, como monumento histórico, que será del último sermón de un sacerdote que ha perdido la ; pero que ha ganado, en cambio, la de la razón y una nueva creencia en Dios; y que, después de las fatigosas horas que preceden a todo alumbramiento, vive hoy la vida de la conciencia con fuerzas antes desconocidas, y en medio de un bienestar moral tan tranquilo, plácido y sereno, que ni la duda le atormenta, ni la calumnia le contrista, ni el fin de la vida le preocupa: y es mi voluntad que pase a manos de V., además, como memoria que ha de ser desde hoy del primer discurso del filósofo que ha tomado asiento en el Congreso español, como racionalista, en el buen sentido de la palabra, y defensor de los derechos individuales inherentes a la naturaleza humana.
Hará V. de esa pluma, a mi muerte, el uso para que sirve, y a su fallecimiento le legará, bien al Museo Arqueológico Nacional, o bien a persona que a juicio de V. sea digna de poseerla por las mismas razones y circunstancias que a mí me cabe la honra de legarla a V. al presente.
Que Dios haga, sobre todo, que sus doctrinas y nuestras comunes aspiraciones sobre el humanismo triunfen, a fin de que la Buena nueva haga que se cumpla la aspiración también, todavía no realizada, de la Antigua: “Gloria a Dios en las alturas; en tierra paz; a los hombres buena voluntad”.
Que el Todopoderoso le conceda largos y dilatados años para luchar noble y valerosamente por la causa de la razón y de la humanidad, como de todas veras se lo pide su afectísimo compañero y que tanto se honra con haber sido su maestro.

[3] Nicolás Salmerón y Alonso (1838-1908).

 Filósofo, político y periodista español. Sus artículos en los periódicos La Discusión y La Democracia le dieron renombre, y en 1867 fue detenido por sus actividades revolucionarias dentro del Partido Demócrata, junto a Pi y Margall, Figueras y Orense, sufriendo cinco meses de cárcel. Durante el sexenio democrático (1868-1874) fue uno de los adalides del republicanismo (a pesar de las discrepancias doctrinales que tenía con el federalismo de Pi y Margall). Fue Presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República Española durante mes y medio en 1873. Dimitió por negarse a firmar una pena de muerte; catedrático de Historia Universal en la Universidad de Oviedo y de Metafísica en la Universidad de Madrid y estudioso de las teorías de Krause, que inspiraron a la Institución Libre de Enseñanza.
Salmerón fue un hombre que creyó profundamente en la política como principio rector de la convivencia democrática. Entendió la libertad como no dominación, se esforzó en cultivar las virtudes cívicas y dedicó gran parte de su esfuerzo político en la creación de una ciudadanía capaz de sostener las instituciones de una sociedad libre. Le disgustaba profundamente el quebrantamiento de las reglas de la democracia representativa. Combatió el doctrinarismo de la época isabelina y de Cánovas del Castillo por que desde su punto de vista era totalmente inaceptable la soberanía compartida, la confesionalidad del Estado y, sobre todo, el fraude electoral que hizo del Parlamento una cámara sin valor representativo.

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