Militó desde joven en las filas del republicanismo radical, como seguidor de Ruiz Zorrilla. Practicó un estilo periodístico demagógico y agresivo en las diversas publicaciones que dirigió (El País, El Progreso, El Intransigente y El Radical). Su discurso populista y anticlerical, así como la intervención en diversas campañas contra los gobiernos de la Restauración, le hicieron muy popular en los medios obreros de Barcelona, que acabaron constituyendo la base de un electorado fiel. Fue elegido diputado por primera vez en 1901; y de nuevo en 1903 y 1905, en las candidaturas de la Unión Republicana que había contribuido a formar junto con Nicolás Salmerón. La defección de éste hacia la coalición Solidaridad Catalana en 1906, llevó a Lerroux a separarse, formando el Partido Republicano Radical (1908) y encabezando la lucha contra el creciente nacionalismo catalán. Hubo de exiliarse en varias ocasiones, primero para escapar a la condena dictada por uno de sus artículos (1907) y más tarde huyendo de la represión gubernamental por la Semana Trágica de Barcelona (1909). De vuelta a España, aceptó entrar en la Conjunción Republicano-Socialista, con la que volvió a ser elegido diputado en 1910. Desde entonces se vio envuelto en una serie de escándalos que le alejaron de su electorado barcelonés, entre acusaciones de corrupción (hasta el punto de que hubo de cambiar de distrito, presentándose por Córdoba en 1914). Bajo la dictadura de Primo de Rivera (1923-30) su partido se vio debilitado por la escisión de los Radical-Socialistas de Marcelino Domingo (1929). No obstante, continuó en la política activa, participando en el comité revolucionario que preparó el derrocamiento de Alfonso XIII y la proclamación de la Segunda República en 1931. Bajo el régimen republicano desempeñó un papel político de primera fila. Formó parte de la coalición de izquierdas que sostuvo las reformas del gobierno Azaña durante el primer bienio (1931-33), en el que participó personalmente como ministro de Estado (1931). Pero fue derivando hacia posturas de derechas que le acercaron a la oposición, pasando en 1933-36 a formar parte de la mayoría conservadora que accedió al poder; fue tres veces presidente del gobierno entre 1933 y 1935 y ocupó carteras ministeriales tan destacadas como la de Guerra (1934) y la de Estado (1935). Tras señalarse en la represión del intento de revolución obrera de 1934, quedó de nuevo desacreditado ante la opinión pública por el escándalo del estraperlo (un caso de corrupción ligado al negocio del juego), que acabó por romper su alianza con la derecha y deteriorar incluso su posición dentro del partido. En las elecciones de 1936 ni siquiera salió elegido diputado y, cuando aquel mismo año estalló la Guerra Civil (1936-39), prefirió ponerse a salvo en Portugal. Regresó a España en 1947. |
Lerroux y García, Alejandro. La Rambla (Córdoba), 4.III.1864 – Madrid, 27.VI.1949. Político y publicista republicano. Infancia y formación. Nació en el seno de una familia modesta. El padre, Alejandro Lerroux y Rodríguez, era un militar del Cuerpo de Veterinaria, que había trabajado en su juventud de aprendiz de herrador y que con ahorros propios accedió a la Escuela de Equitación. Cuando Lerroux vino al mundo, su padre era ya capitán y estudiaba Medicina para promocionarse. Con el tiempo y no pocos sacrificios, don Alejandro estabilizaría una plaza de profesor de Veterinaria militar en Alcalá de Henares y alcanzaría el grado de teniente coronel. La madre, Paula García y González, era hija de un médico militar retirado de Benavente (Zamora). Conoció a su marido en esa misma ciudad, uno de los tantos destinos de don Alejandro. Lerroux fue el quinto de diez hijos. La prematura muerte de tres de los hermanos mayores y la temprana ausencia del primogénito, Arturo, un turbulento adolescente, hizo que Alejandro compartiera pronto las responsabilidades familiares. A esto se unió el desarraigo típico de los hijos de los militares: su lugar de nacimiento fue casual y hasta su emancipación, Lerroux vivió una docena de traslados. Alguna estabilidad encontró al lado de un tío cura, hermano de su madre, con el que permaneció dos años, pues doña Paula deseaba que su hijo entrara en el seminario. Frustrado este empeño, el padre intentó orientarle hacia el Derecho, sin resultado. La vocación de Lerroux era la milicia, a imitación de su progenitor y su hermano Arturo. En 1882 completó el servicio militar, ascendió a cabo y se examinó para entrar como cadete en la Academia General de Toledo. Pasó las pruebas, pero con una calificación insuficiente para obtener plaza. Cuando al fin ampliaron el cupo, no llegó el dinero prometido por su hermano mayor para pagar el equipo y la pensión de la Academia. Desilusionado, desertó del Ejército. Aunque tuvo que ocultarse un tiempo, la amnistía por el nacimiento de Alfonso XIII le permitiría reintegrarse en 1886 a la vida civil. Pero las penalidades económicas no le abandonaron: alternó empleos breves, con momentos de apuro económico y desorientación. Juventud. En esos años, por influencia de su hermano, comenzó a frecuentar el casino del Partido Republicano Progresista. Dirigido por Manuel Ruiz Zorrilla, ex presidente del Consejo de Ministros con Amadeo de Saboya, este partido aspiraba a derribar la Monarquía constitucional reeditando una sublevación militar al estilo de la de 1868. Su red de apoyos en el Ejército lo convirtió en la principal amenaza contra la Restauración entre 1875 y 1886. El rotundo fracaso, ese último año, del pronunciamiento del brigadier Villacampa debilitó al partido, desgarrado además por las escisiones de quienes pretendían actuar en la legalidad. Fue en ese momento cuando Lerroux se integró en él. Su habilidad literaria y la recomendación de su hermano le abrieron camino hacia la redacción del diario El País, órgano del partido, en 1888. Ingresó también en la masonería, pero ésta le decepcionó enseguida. Aunque mantuvo vínculos con varias logias hasta 1934, Lerroux no pasó de “masón durmiente”, condición que le permitía, en todo caso, preservar su imagen en un momento en que republicanismo y masonería eran uña y carne. Periodista. Como publicista encontró su verdadera vocación. En 1890 era periodista de plantilla y encargado de la información política nacional. Tres años después, su dinamismo, buena pluma y, también, su destreza en los duelos, donde finiquitaban no pocas polémicas periodísticas de entonces, convencieron al dueño de El País, Antonio Catena, para nombrarle director. Lerroux orientó un diario acostumbrado al proselitismo faccional y a la relación de actos de partido, al periodismo de escándalos. Inmoralidades administrativas y situaciones de explotación laboral ocuparon cada vez más espacio en las galeradas. Eran un medio de deslegitimar la Monarquía constitucional y de abrir el periódico a todo movimiento de izquierda contrario al liberalismo, especialmente al obrerismo socialista y anarquista. Jóvenes literatos anarquizantes como Azorín, Maeztu o Valle-Inclán, colaboraron asiduamente en El País. El amarillismo informativo convirtió esta cabecera política en la tercera más leída de España. La campaña que a Lerroux le abrió las puertas de la política nacional comenzó con la denuncia de supuestas torturas y maltratos en la cárcel de Montjuich a los anarquistas procesados por los atentados de Barcelona en 1895 y 1896. Cuando aquélla se amplió a la petición de una amnistía, varios sindicatos de la ciudad condal decidieron presentar a Lerroux como candidato a las elecciones generales de 1899, pero no obtuvo el escaño. Para entonces, ya había consolidado su economía doméstica y pudo casarse con Teresa García y López de Selalinde, de familia modestísima. Sin descendencia, Lerroux adoptó a la muerte de su hermano Aurelio a uno de sus hijos, que conservó el nombre paterno. Político. Una nueva escisión dentro del partido, a la que se sumó Catena, le hizo perder la dirección de El País. Lerroux quedó encargado del nuevo órgano, El Progreso, y en 1901 los republicanos de Barcelona y los sindicalistas afines volvieron a presentarlo como candidato a diputado. Esta vez obtuvo el escaño y hasta superó en votos a viejas glorias como Francisco Pi y Margall y Nicolás Salmerón. Su éxito electoral le condujo a afincarse en la ciudad condal. Pronto se convirtió en la gran esperanza de futuro de un movimiento en horas bajas. Director de La Publicidad, el órgano más importante del republicanismo barcelonés, Lerroux se dedicó a renovar la organización y sus banderas doctrinales. Convirtió la máquina electoral que le sirvió para entrar en las Cortes en una estructura estable. Con ella, y hasta 1907, se impuso en todas las elecciones en Barcelona. A ello contribuyó el dominio del consistorio, que le permitió obtener los recursos con los que solidificar y ampliar el partido. Lerroux impulsó la apertura de nuevas Fraternidades Republicanas y de una enorme Casa del Pueblo, sociedades que pretendían reunir a republicanos y sindicalistas de izquierda. Esta red societaria suministraba a sus afiliados servicios escolares, de ocio, empleo y hasta cooperativas de consumo, que servían para fijar el voto. En el Congreso de los Diputados, Lerroux trató de representar los intereses de las sociedades obreras: se centró especialmente en la mejora de las condiciones laborales en fábricas y minas. Era otra faceta de la batalla que mantenía por republicanizar el movimiento obrero y orientarlo por vías políticas y electorales, una labor que le conllevó la animadversión de los socialistas y los anarquistas. Los segundos impugnaban la politización del sindicalismo, que adormecía sus ínfulas revolucionarias. Los primeros rechazaban la interposición de un “partido burgués” en un movimiento que, en su opinión, debía ser estrictamente “de clase”, esto es, monopolizado políticamente por el PSOE, que era la organización política que representaba los intereses de la UGT. La renovación del republicanismo en términos obreristas la hizo Lerroux a la vez que articulaba un discurso españolista dirigido a contrarrestar la pujanza de la Lliga, el primer partido nacionalista catalán. La construcción de un potente partido y el encadenamiento de victorias electorales redefinieron la estrategia primigenia del joven dirigente progresista. Lerroux comenzó a retrasar ad calendas graecas los planes para derribar mediante un movimiento revolucionario a la Monarquía constitucional. Escarmentado por los constantes fracasos de esa estrategia, y decidido a no arriesgar lo conseguido, se convenció de que nada podría hacerse hasta que los militares, pieza básica de esa revolución de tintes “zorrillistas”, no se sumaran significativamente. El partido republicano barcelonés era, además, la joya de la corona de la nueva Unión Republicana de 1903, el enésimo intento por reunificar en un partido a las fracciones republicanas. Lerroux tuvo parte muy activa en su constitución, hasta el punto de convertirse en el lugarteniente y casi en el sucesor natural del viejo Nicolás Salmerón, jefe de la UR. El entendimiento se rompió tras la inopinada alianza de Salmerón con la Lliga en la Solidaridad Catalana de 1907. El primero pretendía encauzar las aspiraciones catalanistas hacia el cambio de régimen. Pero la Lliga era el adversario más caracterizado de un Lerroux que, antes de aliarse con los nacionalistas, prefirió marcharse de la UR. Con la organización de Barcelona y los núcleos antisolidarios del resto de España que le siguieron fundó, en 1908, el Partido Republicano Radical, la formación que lideraría hasta su muerte. Pero en las elecciones de 1907, la Solidaridad había ganado las elecciones en Barcelona y Lerroux se quedó sin acta. Perdida la inmunidad parlamentaria, se le reactivaron varios procesos abiertos por delitos de imprenta. Condenado a dos años y cuatro meses de prisión, la eludió marchándose a Francia y, desde allí, a Argentina. En el extranjero residiría hasta octubre de 1909, ajeno a la participación de sus radicales, junto los republicanos catalanistas, los socialistas y los anarcosindicalistas, en la insurrección de ese año, conocida como la “Semana Trágica”. Dedicado a la recaudación de fondos para su partido y a los negocios eléctricos y de atracciones de feria, Lerroux amasó alguna fortuna, que le permitió instalarse definitivamente en Madrid. En las elecciones de 1910 asoció a su partido a la Conjunción Republicano-Socialista. Pero la nueva reunión de los republicanos duró poco: en un debate parlamentario sobre las inmoralidades de los radicales en el ayuntamiento de Barcelona, Lerroux se vio abandonado por sus socios de coalición, y rompió con ellos. La asidua colaboración de Lerroux con los gobiernos de Canalejas, Romanones y Dato marcó el comienzo de un proceso de avenencia con la Monarquía constitucional. Las ambivalencias revolucionarias se mantuvieron en coyunturas específicas como los meses posteriores a la insurrección que acabó con la Monarquía en Portugal (1910) o el plante militar de las llamadas Juntas de Defensa (1917), que el jefe radical apreció como la oportunidad tan esperada de desligar a los militares del régimen constitucional. Pero el fracaso de la huelga revolucionaria de agosto de 1917, la instauración del bolchevismo en Rusia, y el hundimiento de los radicales en las elecciones de 1918, en las que Lerroux perdió el escaño, consolidaron su abandono del republicanismo de izquierdas. Adoptó posiciones inequívocamente liberales y ensayó un posibilismo que le permitiera, andando el tiempo, gobernar con la Monarquía. Sus relaciones con Alfonso XIII, con quien se encontró varias veces, eran cada vez más cordiales. Intensificó la colaboración con los partidos constitucionales y, especialmente, con las fracciones liberales, para anudar una alianza que le permitiera integrarse en el ala izquierda de la Monarquía. Ese giro moderado rindió buenos frutos electorales entre 1919 y 1923. Permitió a Lerroux liderar otro intento de reunificación del republicanismo en torno a la Democracia Republicana de 1920, que sirvió para reforzar las posiciones del Partido Radical. La interrupción del constitucionalismo tras el pronunciamiento de Primo de Rivera en septiembre de 1923 frustraría, empero, esta evolución. Para Lerroux, era indudable que la Dictadura conllevaría, a plazo fijo, la proclamación de la República. Obsesionado con sortear cualquier bandazo revolucionario y con la necesidad de convencer a los militares de que el cambio de régimen tuviera carácter pacífico, suspendió sus actividades políticas y no se opuso de primeras a Primo de Rivera. En aquella época, las dictaduras no se entendían como regímenes políticos, sino como situaciones de excepción, paréntesis constitucionales con fecha de caducidad que servían para salvar coyunturas políticas críticas. Además, el general se había presentado como el “cirujano de hierro” costista, un discurso del gusto de un Lerroux imbuido del ideal regeneracionista. Pero todo cambió en el verano de 1924, cuando el jefe radical se cercioró de que Primo de Rivera aprovechaba la Dictadura para sustituir el régimen constitucional y adquirir ventaja política en el nuevo orden, especialmente al erigir desde el Poder un partido propio: la Unión Patriótica. Lerroux se enroló, así, en las conspiraciones constitucionalistas. En febrero de 1926 intentó unir al republicanismo en una nueva agrupación, la Alianza Republicana, en la que participaron varios ateneístas como Manuel Azaña. Pero cuando Lerroux trató de asociarla a un acuerdo con los partidos monárquico-constitucionales sufrió las clásicas escisiones: de la de 1929 nacería un Partido Radical-Socialista. La caída de la Dictadura en 1930 y la formación de un gobierno de concentración conservador presidido por Dámaso Berenguer propiciaron que los monárquicos se apartaran de la conspiración. Un aislado Lerroux decidió sumar su Alianza a una renovada Conjunción Republicana, formalizada el mes de agosto en el pacto de San Sebastián. Formaban junto a él los radical-socialistas, el catalanismo republicano y la Derecha de Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura, un nuevo partido formado por antiguos monárquicos. En octubre se incorporaron el PSOE y la UGT. La Conjunción nombró un Comité Revolucionario para preparar una insurrección que permitiera proclamar la República. El escepticismo de Lerroux respecto del método insurreccional impulsó a sus aliados a aislarle de esos trabajos. La postergación se evidenció más aún cuando el Comité Revolucionario se autoascendió a Gobierno Provisional de la República. Pese a que Lerroux era por entonces el patriarca del republicanismo histórico y el jefe del partido republicano más numeroso, fue apartado de la Presidencia o de las carteras más relevantes, como Gobernación o Guerra. Se le encomendó el Ministerio de Estado, las relaciones exteriores, para las que Lerroux carecía de preparación y que le sustraían de la política interna. Inhibido de los trabajos conspirativos, Lerroux no participó en la sublevación de Jaca y Cuatro Vientos de diciembre de 1930, aunque sí lo hicieron militantes de su partido. En calidad de miembro del Comité Revolucionario hubo de ocultarse de la policía y no participó en las propagandas que dieron a la Conjunción Republicano-Socialista un exitoso resultado en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, bien que ceñido al grueso de las capitales de provincia. Este triunfo dio ambiente a una inesperada ruptura revolucionaria: el 13 y el 14 se produjo la ocupación sucesiva de varios ayuntamientos y diputaciones por los dirigentes provinciales de los partidos republicanos y el PSOE, secundados por manifestaciones multitudinarias. La fuerza pública se abstuvo de intervenir y el gobierno de concentración monárquica, presidido por el almirante Aznar, acordó no resistir, aconsejar a Alfonso XIII que se ausentara de España y entregar el Poder al Comité Revolucionario. Lerroux pudo salir del piso donde permanecía oculto la sobremesa del 14 de abril, requerido por sus compañeros del Gobierno Provisional para que proclamara con ellos la República en la Puerta del Sol. A sus 67 años pudo proclamar en España, al fin, la forma de gobierno a la que se había adscrito desde su juventud. II República Muy penetrado del ideal armonicista, tan caro al principio republicano de la fraternidad, Lerroux consideraba la República como la oportunidad de eliminar las divisiones y la conflictividad social que creía que propiciaron el fin del constitucionalismo monárquico y la llegada de la Dictadura. Su instrumento sería un Estado interventor que salvaguardara la libertad, consolidara la igualdad civil y procurara cierta equiparación material, asegurando unos mínimos de subsistencia y acelerara la difusión de la cultura entre los españoles. El Estado debía ser también difusor de un nuevo patriotismo que fundiera España y la República, para el viejo Lerroux la encarnación del gobierno del pueblo, pero encauzado en una democracia representativa. Ello crearía un orden moral que haría innecesaria toda apelación revolucionaria. Con todo, el jefe radical era, desde hacía años, liberal antes que republicano. Su Estado interventor no debía cuestionar la propiedad privada o la libre empresa. Tampoco cabía construir la República rompiendo con la experiencia constitucional española. Por el contrario, valoraba los logros de la Monarquía constitucional de 1876 en términos de libertad y estabilidad, y concebía su pactismo originario como un referente válido para la República. Ésta no debía enmendar al liberalismo español, como pensaban Azaña y otros dirigentes de la izquierda republicana, sino ante todo recuperar las libertades civiles y el principio parlamentario abolidos por Primo de Rivera. Y esa recuperación era en beneficio no sólo de los republicanos, sino de todos los españoles. Precisamente porque la República encarnaba un ideal de patriotismo y fraternidad social, no debía ser exclusiva de nadie. El discurso lerrouxista tuvo cierto refrendo en las elecciones a Cortes constituyentes de junio de 1931: la Alianza Republicana sobrepasó los 120 escaños y el propio Lerroux obtuvo cinco actas de diputado y fue el dirigente político más votado. Pero conllevó también que la izquierda republicana se alejara del Partido Radical. El núcleo que, dentro de la Alianza, seguía a Azaña se separó de Lerroux y conformó una mayoría parlamentaria con los radical-socialistas, los republicanos catalanistas y gallegos, y el PSOE. Ese bloque condicionó el desplazamiento de la nueva Constitución a la izquierda, especialmente en cuestiones como la expropiación sin indemnización, la supeditación de la Iglesia al Estado, las restricciones a las actividades y la misma pervivencia de las órdenes monásticas, la equiparación jurídica de varias reivindicaciones económicas a los derechos civiles, las autonomías políticas, el unicameralismo, la debilidad del poder ejecutivo o el desequilibrio general de los poderes a favor del Parlamento. El Partido Radical votó la Constitución para reafirmar que estaba dentro, y no fuera, del sistema. Pero Lerroux ya abogó desde diciembre de 1931 por la necesidad de revisarla y, hasta entonces, de flexibilizar su aplicación en las cuestiones más controvertidas, para evitar lanzar al grueso de los partidos conservadores a extramuros de la República. El problema religioso había roto la misma Conjunción, al dimitir el presidente del Gobierno Provisional, Alcalá-Zamora, y su ministro de la Gobernación, Maura. Para entonces, el objetivo de Lerroux estribaba en construir una alternativa de centro-derecha que federara a los partidos republicanos moderados en torno al Partido Radical. Esta agrupación debía atraer también a los republicanos de izquierda más afines. De ese modo, se rompería la coalición que, desde octubre de 1931, mantenía a Azaña en el poder, y se podría constituir a otro gobierno presidido por Lerroux para disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones. La política de atracción del centro-izquierda, aunque logró dividir al radical-socialismo, no salió bien. De hecho, la coalición republicano-socialista no se disolvió hasta septiembre de 1933 y perduraron hasta entonces tanto las Cortes constituyentes como el gobierno Azaña. Mejor fue la política de ampliación por la derecha. El Partido Radical se convirtió en el eje de la oposición republicana a partir de 1932. Sus 89 escaños no se correspondían adecuadamente con la fortaleza del partido fuera de las Cortes, que absorbió al grueso de las organizaciones liberales que formaban la izquierda de la Monarquía constitucional. Cuando en 1933 se convocaron dos elecciones de carácter nacional –unas locales parciales y otra de vocales para el Tribunal de Garantías Constitucionales–, quedó claro que los radicales eran el primer partido de España. Pero la primacía de Lerroux en el centro-derecha se vio igualmente amenazada con la reunión de los conservadores en la CEDA en marzo de 1933, al calor de la protesta contra las políticas del gobierno Azaña, que los católicos recusaban por su laicismo y su carácter socialista. La Constitución había consagrado una República mixta, donde el jefe del Estado ponderaba los cambios en la opinión pública y en las mayorías parlamentarias y, conforme a ellos, nombraba y separaba libremente al presidente del Consejo de Ministros. Y como los dos episodios electorales mencionados mostraban un desvío inequívoco del electorado respecto de las Cortes y el ejecutivo de izquierdas, el presidente de la República, que lo era Alcalá-Zamora desde diciembre de 1931, retiró la confianza a Azaña para encargar a Lerroux, en septiembre de 1933 y por vez primera, la formación de un gobierno. Éste compuso una coalición entre radicales y republicanos de izquierda que duró menos de un mes, pues dimitió al observar que sus propios aliados se sumaban en las Cortes a una “moción de desconfianza” promovida por los socialistas. Acreditada la imposibilidad de un gobierno con mayoría en ese Parlamento, Alcalá-Zamora decidió disolverlo y que un ejecutivo de concentración republicana presidido por Diego Martínez Barrio, lugarteniente de Lerroux, convocara elecciones legislativas en noviembre de ese año. Éstas otorgaron la victoria a una coalición de monárquicos y conservadores posibilistas liderada por la CEDA. El Partido Radical subió al centenar de escaños, pero quedó en segundo lugar. La mayoría parlamentaria de quiénes dos años antes habían concurrido como monárquicos en las elecciones municipales de 1931 pudo haberse interpretado como un plebiscito contra la República. El jefe radical lo impidió al desvincular de la coalición vencedora a los partidos liberales y católicos, con la finalidad de que el resultado sólo pudiera estimarse como un cambio de orientación dentro del régimen. Para ello, Lerroux se propuso demostrar que dentro de la República cabían políticas distintas, incluso una revisión constitucional que la afirmara como democracia liberal, abierta a todos los partidos que respetaran sus procedimientos. Logró su objetivo al desligar a la CEDA, al catalanismo conservador de la Lliga y a los liberales agrarios, que se unieron a los radicales y a los liberal-demócratas de Melquíades Álvarez en un nuevo bloque de centro-derecha. Éste gobernaría la República desde diciembre de 1933 hasta el mismo mes de 1935. Lerroux fue su figura más representativa, pues presidió el gobierno de diciembre de 1933 a abril de 1934, y de octubre de 1934 a septiembre de 1935. También ocupó las carteras de Guerra –noviembre de 1934 a abril de 1935– y de Estado –septiembre a octubre de 1935–. Pero la atracción de la derecha posibilista fue recusada duramente por los socialistas y la izquierda republicana, que la consideraban una traición a las esencias del régimen contenidas en la Constitución de 1931, y que Lerroux pretendía abolir con su reforma. También encontró oposición dentro del Partido Radical. En marzo de 1934, su ala izquierda, liderada por Martínez Barrio, se marchó del partido con otros diecisiete diputados. Tampoco convencía del todo a Alcalá-Zamora. Aunque el presidente era un entusiasta de la reforma constitucional y nada oponía a la integración de la Lliga y los agrarios, desconfiaba de la CEDA y dudaba del compromiso con la República de su líder, José María Gil-Robles. Sin embargo, accedió a que en octubre de 1934 entraran tres ministros de ese partido en un nuevo gobierno de Lerroux. Ese fue el pretexto elegido por la izquierda republicana para romper toda relación con el nuevo gobierno, mientras la Alianza Obrera –formada por socialistas, comunistas y un sector del anarcosindicalismo– se levantaba en armas contra él. A la insurrección también se sumó la Esquerra Republicana, que entonces gobernaba la autonomía catalana. La acción armada tuvo derivaciones muy graves en regiones como Asturias y Cataluña, y en provincias como Madrid, Guipúzcoa, León, Palencia o Vizcaya. El abultado balance de víctimas lo convirtió en el episodio más violento en sesenta años. El hecho de que Lerroux venciera la insurrección con eficacia, notable proporcionalidad en el uso de la fuerza, y manteniendo con firmeza la vigencia del régimen constitucional, catapultó al jefe del Partido Radical a su máximo de popularidad. Con ese aval, continuó adelante con su plan de liberalizar la República y ensanchar sus bases de apoyo. Con el asentimiento de Alcalá-Zamora, en julio de 1935 presentó a las Cortes un proyecto de reforma constitucional que mantenía la separación de la Iglesia y el Estado, pero abolía las restricciones legales para el libre desenvolvimiento de aquélla y establecía firmemente la libertad de cultos. Además, abolía las expropiaciones sin indemnización, establecía mecanismos para obstaculizar la instrumentalización partidista de las autonomías, recuperaba un remozado Senado, y equilibraba los poderes del Parlamento y el presidente de la República, al tiempo que delimitaba las funciones ente este último respecto del Consejo de Ministros. Este proyecto había venido precedido, desde diciembre de 1933, de nuevas disposiciones sobre jurados mixtos, contratación laboral, enseñanza religiosa, haberes del clero, reordenación sanitaria o ayuntamientos que corregían en sentido liberal las aprobadas en el bienio de izquierdas. La reforma debía, además, complementarse con una nueva ley provincial y otra electoral, que aminorara los efectos del sistema hipermayoritario vigente desde mayo de 1931. Aunque comparativamente la política internacional nunca fue una cuestión prioritaria para los gobiernos republicanos, Lerroux era un entusiasta de la Sociedad de Naciones, a cuyas reuniones asistió como ministro en 1931, y un francófilo convencido. Apasionado de la acción española en Marruecos, algo que le singularizó dentro del republicanismo, las buenas relaciones con Francia permitieron a su gobierno, en abril de 1934, incorporar a España el enclave de Ifni. Pero la gestión de los radicales se vino abajo cuando, en septiembre y noviembre de 1935, se hicieron públicos sendos escándalos que afectaban a políticos de tercera fila del Partido Radical. El del “Estraperlo” le dañó especialmente porque su hijo Aurelio fue acusado de tráfico de influencias en grado de tentativa, por sus gestiones para que el gobierno autorizara el juego de ruleta que dio nombre al escándalo. El segundo, conocido como “Tayá-Nombela”, no fue un caso de corrupción. Fue una controversia parlamentaria suscitada por un intento frustrado de indemnizar al naviero Antonio Tayá en cumplimiento de una sentencia del Tribunal Supremo, pero sin el acuerdo formalizado del Consejo de Ministros. Alcalá-Zamora, que había filtrado ambas denuncias para forzar la salida de Lerroux del gobierno, se negó a traspasar el poder a Gil-Robles. Encargó un gobierno de gestión al liberal independiente Manuel Portela, disolvió las Cortes y convocó nuevas elecciones para febrero de 1936. El jefe del Estado quería que Portela patrocinara desde el poder un partido de centro que permitiera al presidente controlar la formación de gobierno en las futuras Cortes. Este proyecto fracasó antes de que se abrieran las urnas, pues la mayoría de los partidos moderados se agruparon en dos grandes coaliciones: una de izquierda, el Frente Popular, que se extendía desde el centro-izquierda republicano hasta los partidos comunista y sindicalista; y otra de derecha, el Bloque Antirrevolucionario, que agrupaba con menor cohesión todo el espectro político desde los republicanos radicales y liberal-demócratas hasta los tradicionalistas. Los resultados electorales estuvieron sujetos a controversia. La noche de la jornada electoral, 16 de febrero, desordenadas concentraciones de partidarios del Frente Popular se apostaron junto a los centros oficiales, pretextando la celebración de la victoria en la mayoría de los distritos urbanos. A las pocas horas, esas manifestaciones proclamaron la victoria completa y exigieron la amnistía para los revolucionarios de 1934, la entrega de los ayuntamientos y, la tarde del 17, el traspaso del poder a un gobierno de izquierdas. El reguero de violencias entre la madrugada del 16 y la mañana del 19 propició la precipitada dimisión de Portela. Como ninguno de sus hombres de confianza aceptaba sustituirle, Alcalá-Zamora decidió recurrir a Azaña. Para entonces el resultado electoral era equilibrado, sin mayorías absolutas, con una leve ventaja en votos de las derechas y otra en escaños para las izquierdas. Durante el traspaso de poderes, las autoridades interinas del Frente Popular proclamaron la victoria de sus respectivas candidaturas en aquellas provincias donde los recuentos no habían finalizado. Con esos escaños, y tras doce días de recuento, las izquierdas se aseguraron la mayoría en la primera vuelta. Lerroux, al tanto de lo sucedido, aconsejó a Alcalá-Zamora no entregar el poder a Azaña hasta que se completara el recuento. Pero las elecciones le dejaron sin escaño y, excluido del Parlamento, lo fue también del primer plano político los meses previos a la Guerra Civil. Enterado, el 13 de julio, del secuestro y el asesinato del líder monárquico José Calvo Sotelo por policías y escoltas socialistas, el jefe radical decidió marcharse un tiempo a Portugal. Desde allí presenció la sublevación de una parte del Ejército contra el gobierno del Frente Popular. Convertida ya en guerra abierta, Lerroux expresó públicamente su apoyo al bando nacional, cuyo gobierno lideraba entonces Miguel Cabanellas, un general de su partido. Sin embargo, su desapego hacia la creciente influencia de Falange y el carlismo le suscitó, junto a su pasado de izquierdas, problemas con las nuevas autoridades. Finalizado el conflicto, éstas no le permitieron volver a España. Se le abrieron dos procesos, uno político y otro por pertenencia a la masonería, de los que salió absuelto. Pero sólo se le autorizó a regresar en 1947. Apartado de toda actividad política, Lerroux moriría en Madrid dos años más tarde, a la edad de ochenta y cinco años. Obras de ~: Historia de Garibaldi, Barcelona, Toledano, López y cía, 1904; Mi Evangelio, Barcelona, Fraternidad Republicana, 1906; De la lucha, Barcelona, Granada y cía, 1909; Ferrer y su proceso en las Cortes, Barcelona, El Anuario, 1911; La verdad a mi país. España y la guerra, Madrid, Viuda de Pueyo, 1915; Las pequeñas tragedias de mi vida. Memorias frívolas, Madrid, Huelves y cía, 1930; Al Servicio de la República, Madrid, Javier Morata, 1930; Trayectoria política, Madrid, s.e., 1932; La pequeña historia, Buenos Aires, Cimera, 1937; Mis memorias, Madrid, Afrodisio Aguado, 1963. Bibl.: C. Jalón, Memorias políticas, Madrid, Guadarrama, 1973; O. Ruiz Manjón, El Partido Republicano Radical (1908-1936), Madrid, Tebas, 1976; A. de Blas Guerrero, “El Partido Radical en la política española de la Segunda República”, Revista de Estudios Políticos, 31-32 (1983), págs. 137-164; A. Duarte, El republicanisme catalá a la fi del segle XIX, Vic, Eumo, 1987; J. Romero Maura, La Rosa de Fuego. El obrerismo barcelonés de 1899 a 1909, Madrid, Alianza, 1989; J. Álvarez Junco, El Emperador del Paralelo, Madrid, Alianza, 1990; L. Arranz Notario, “Modelos de Partido”, en S. Juliá (ed.), Política en la Segunda República, Madrid, Marcial Pons, 1995, págs. 81-110; J. M. Macarro, Socialismo, República y Revolución en Andalucía, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2000; M. Álvarez Tardío, Anticlericalismo y libertad de conciencia, Madrid, CEPC, 2002; N. Townson, La República que no pudo ser. La política de centro en España (1931-1936), Madrid, Taurus, 2002; S. G. Payne, El Colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936), Madrid, La Esfera de los Libros, 2005; M. Álvarez Tardío y R. Villa García, El Precio de la Exclusión. La política en la Segunda República, Madrid, Encuentro, 2010; F. del Rey Reguillo, Palabras como puños. La intransigencia política en la Segunda República española, Madrid, Tecnos, 2011; R. Villa García, La República en las Urnas. El despertar de la democracia en España, Madrid, Marcial Pons, 2011; M. Álvarez Tardío y F. del Rey Reguillo, El Laberinto Republicano. La democracia española y sus enemigos (1931-1936), Madrid, RBA, 2012; R. Villa García, “El ocaso del republicanismo histórico: lerrouxistas y blasquistas ante las elecciones de 1936”, en Anales de la Real Academia de Cultura Valenciana, 87 (2012), págs. 75-120; F. del Rey Reguillo, Paisanos en lucha: Exclusión política y violencia en la Segunda República española, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013; M. Álvarez Tardío y R. Villa García, 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, Madrid, Espasa-Calpe, 2017; R. Villa García, Lerroux. La República Liberal, Madrid, Gota a Gota, 2019. |
Discursos.
Discurso de Alejandro Lerroux (I)
Discurso de Alejandro Lerroux (II)
Discurso de Alejandro Lerroux (III)
El Lerrouxismo
Lerroux, un liberal in partibus infidelium.
Reseñas
por José Manuel Macarro
15 julio 2019
Lerroux. La República liberal
Roberto Villa García
Madrid, Gota a Gota, 2019
287 pp. 15 € COMPRAR ESTE LIBRO
Más allá de las obras de José Álvarez Junco sobre Alejandro Lerroux y de Octavio Ruiz Manjón acerca del Partido Radical, siempre me intrigó por qué Lerroux había contado con tan mala opinión historiográfica. Entendía que así fuera en las interpretaciones autodenominadas progresistas: el personaje que gobernó con la CEDA y se opuso al Frente Popular cometió pecados nefandos, sin perdón. Pero es que igual opinión pulula en la historiografía que se predica alejada de banderías. Para casi todos, Lerroux ha pasado a ser un político carente de principios e ideología firmes, capaz de pactar con cualquiera, el prototipo del oportunista y demagogo. Pues bien, Roberto Villa rompe esta imagen con su libro. Primero, por el cúmulo de fuentes utilizadas, única forma de ser historiador sólido; segundo, porque ha desmenuzado qué quiso hacer Lerroux, con quién y para qué en cada momento; tercero, porque habla de su práctica política, anudándola con lo que quería de acuerdo con su ideología, que Villa muestra que sí la tenía; y cuarto, lo ha expuesto con una prosa elegante, gracias a la cual el libro de historia recobra el gozo de la obra bien escrita. La tercera consideración es esencial, ya que Villa muestra que Lerroux sí tenía un proyecto político sustentado en unos presupuestos ideológicos. Proyecto y presupuestos a los que no hay que exigirles corpus teórico y preparación personal para realizarlos. Averiguar juntas ambas cosas en un hombre o partido puede ser recurso fácil para menospreciar a quien convenga, pues, donde hay proyecto, puede que falte la ideología elaborada; quien tiene pensamiento tal vez carezca de capacidad, y así hasta conjugar todas las combinaciones posibles. Buscarlas unidas en alguien nos obligaría a abandonar la historia política, salvo que pretendiéramos historiar a algún profesor universitario ejerciente de estratega. Pero como nuestro autor escribe de historia, aborda lo difícil: engarzar hechos y explicarlos a partir de una anotación imprescindible: para historiar a los republicanos, hay que conocer los principios básicos que mantenían. Sólo así sabremos de qué hablamos, huyendo de idealizaciones que sólo sirven para oscurecer el conocimiento del pasado o, lo que es peor, para utilizarlo como bandera ideológica a costa del oficio del historiador. Pues bien, en el siglo XX nuestro republicanismo era un movimiento «heterogéneo» e «interclasista», impregnado de «pretensiones redentoras» derivadas de la creencia en la «bondad innata del ser humano», y que la República encarnaba en el régimen de «la soberanía popular». Frente a ella, la Monarquía era la piedra angular que sustentaba un orden social irracional y oligárquico; por tanto, acabar con ella era la manera de liberar a la nación e introducirla en la modernidad. Para ello había que laicizar a la sociedad, acabando con el poder de la Iglesia, bien separándola del Estado, bien sometiéndola de manera absoluta y privándola de sus bienes. Todo bajo el sufragio universal, pero con una salvedad determinante: su ejercicio y el de todas las libertades nunca podrían limitar la marcha hacia el progreso. Este condicionante no sólo muestra que los republicanos no «participaban del individualismo liberal», sino que sus propósitos reformadores eran superiores a la democracia, pues su ejercicio no legitimaba limitarlos. Esta concepción de la República como valor superior al de democracia, razonada brillantemente por Villa, aporta a nuestro siglo XX una perspectiva que lo explica mejor que las vigentes al uso. Lerroux rompió con la concepción preponderante entre otros republicanos tras la Primera Guerra Mundial, al percatarse de que lo sucedido no había sido «solamente una guerra», sino «una revolución», «una crisis de civilización» que abría el campo a los extremismos. Consciente de ello, apostó por la democracia, abandonando las quimeras ideológicas que ponían la salvación de la patria en la elección entre Monarquía o República, así como en el error de «buscar la raíz del mal en una sola persona», aludiendo a Alfonso XIII. Democracia como valor superior, pues podía ejercerse bajo uno u otro régimen con el fin de acometer las reformas que España necesitaba: acabar con el analfabetismo, modernizar la economía, afrontar los nacionalismos y, sobre todo, arraigarla para acabar con el extremismo izquierdista y su «arcaico procedimiento del fusil y la barricada», para que los españoles nos viésemos como adversarios y no como enemigos. Desde estos principios democráticos se enfrentó al catalanismo, midiéndolo no por su discurso, sino por su acción política. En él vio un nacionalismo con «circunloquios confederales» para «reeditar en España el rompecabezas austrohúngaro». Al descalificar la unidad política y jurídica de la España liberal, los nacionalistas querían su Estado propio, cosa que Lerroux calificó de «pegote artificial» propio de una intelectualidad «mediocre», y que, en palabras de Villa, llevó a los diputados por Barcelona a no serlo de España, sino «meros comisionados, estilo Ancien Régime, de un fantasmagórico Volksgeist». Ahora entendemos bien por qué la Lliga lo motejó de «Emperador del Paralelo» y patentó el «lerrouxismo» como categoría peyorativa, con general aceptación historiográfica, por el pecado de su oposición al nacionalismo catalán. En esto parece que Antonio Maura no fue perspicaz, pues para apuntalar la Monarquía confió más en Solidaridad que un Lerroux que paseaba por Barcelona con una cinta de la bandera de España en el sombrero como afirmación nacional y democrática. Los conceptos esenciales de su política ya estaban fraguados: reformas sociales que evitaran los extremismos, soberanía nacional frente al nacionalismo catalán, y afirmación de la democracia como valor superior a la dicotomía de Monarquía o República. Lo que le valió el denuesto de Azaña, quien, con desdén de pureza republicana, lo motejó de «republicano de Su Majestad Católica» y de «Primer revolucionario de Cámara, con ejercicio y servidumbre». Mas, como Lerroux pensaba como demócrata y no sólo como republicano, aun siéndolo, cuando se opuso a la Dictadura lo hizo porque era una violación constitucional. Desde ese momento, la democracia sólo podía ser republicana. Afirmación democrática en la que insistió en los albores de la República, y que explicitó en los objetivos del Partido Radical, que demuestra que Lerroux «en absoluto era un político carente de programa y de modelo de sociedad»: la República era la supremacía del poder civil sobre cualquier otro, la separación de la Iglesia y el Estado, con la primacía de éste en la legislación y en la educación, la afirmación de las libertades individuales y de la autonomía municipal, bases de la «unidad federativa de España», y «un proyecto redentor que debía proteger a los más débiles, primer paso para armonizar las relaciones sociales» desde el poder del Estado. Ahora bien, todo habría de hacerse sin trabar la iniciativa individual y sin traspasar los límites de la realidad, tal como venía defendiendo desde hacía años. De aquí su incorporación al Pacto de San Sebastián, pero con una nítida advertencia al concurso del catalanismo de izquierdas, con su demanda «de que la futura República le concediera no sólo la autonomía, sino el derecho a definir sus términos». Lerroux aceptaba la autonomía, pero consideraba que su concreción correspondía a las futuras Cortes Constituyentes y no a esos catalanistas. No pudo extrañar, pues, que por exigencias de éstos y de los socialistas, Lerroux fuera excluido de los puestos de relevancia en la Conjunción Republicano-Socialista, sobre todo de su apetencia por el Ministerio de la Gobernación, desde el que pretendía que las elecciones constituyentes fuesen «serias, leales, asiento definitivo de la democracia republicana». Es en la recurrente afirmación democrática de Lerroux donde radica la esencia de este libro. Y Villa, siguiendo el camino de la obra imprescindible de Manuel Álvarez Tardío, lo aborda con profundidad y madurez al distinguir, en contra de lo que es costumbre, democracia de República, cuya identificación desmienten rotundamente los hechos. Para empezar, nos cuenta por qué Lerroux se opuso a que el Gobierno Provisional acometiese sus reformas mediante decretos: porque un Gobierno nacido de meras elecciones municipales era sólo interino, careciendo, además, de un programa coherente acordado por sus componentes. Reformar mediante decretos sería hurtar a las futuras Cortes Constituyentes su exclusivo carácter soberano. Mientras no las hubiera, al Gobierno sólo le cabía consolidar la República, el orden público y la propiedad. Vana pretensión, pues los miembros del Gobierno Provisional comenzaron de inmediato a aplicar los programas de cada cual mediante decretos. Esto porque «aquéllos consideraban la República como una ruptura radical», que luego, ya consumada, habría de reflejarse en la Constitución: lógica concepción de la República como valor superior al de la democracia que ya se vio en el republicanismo del principio de siglo. Por eso se quedó solo Lerroux: porque él no quería una República como «enmienda a la totalidad del constitucionalismo español, sino como la recuperación de las libertades civiles y el principio parlamentario abolidos por la Dictadura». Recuperación en beneficio no sólo de los republicanos, sino de todos los españoles. Por ser nacional la petición, había que aplazar las reformas, porque antes había que atraer a la enorme masa que había quedado al margen de la Conjunción, única manera de alcanzar el consenso que asentara a la República. Esta nacionalización democrática de la República chocó con el dogma transformador republicano previo a ella. El cambio de perspectiva sirve para medir quiénes eran o no demócratas, pone en solfa el dogma que identifica la democracia con la izquierda y puede apear de su pedestal a varias de las luminarias intelectuales que hasta ahora han dominado la escena. Si en los años veinte se vio a Azaña ridiculizar la pretensión constitucional de Lerroux, en febrero de 1930 fue tajante: «La República cobijará sin duda a todos los españoles; [pero] tendrá que ser una República republicana, pensada por los republicanos, gobernada y dirigida según la voluntad de los republicanos». Explícita manera de apropiarse del régimen y excluir de él al menos a la mitad de los españoles, amén de redundar en beneficio de los individuos de la Conjunción. Al respecto, Lerroux, consciente de la «preparación, generosidad y legalismo» de los monárquicos constitucionales frente a la escasa capacitación de los cuadros republicanos, pidió a los últimos que colaboraran con la República. Los ministros socialistas y republicanos, incluido Azaña, reputaron inaceptable el ofrecimiento, pues, según Don Manuel, la revolución sólo podían encarnarla «hombres nuevos», «virtuosos», incontaminados por la experiencia política. Más tarde se arrepentirían, cuando Maura lamentó la ocupación de puestos gubernamentales por inconsistentes que aducían como único mérito genealogía republicana. Luego Azaña se quejó, también muy tarde, de la falta del «centenar de personas» aptas «para los puestos de mando» en la República. Quejas que se citan poco o nada, y son de enjundia para comprender la República. Quienes hemos dedicado años a hacerlo constatamos la ignorancia profesional de sus elementos rectores, pues cuando trataban temas de economía, agricultura, hacienda, etc., los únicos que los conocían eran esos miembros provenientes de la Monarquía, que Lerroux quiso incorporar al régimen y cuyo acceso impidieron las izquierdas. Aquí encaja la advertencia de Lerroux acerca de que el blasón de honestidad era a veces el argumento para ocultar la incapacidad de muchos. Argumento que puede traerse a colación hoy, cuando incompatibilidades, sueldos bajos y ser medianamente pobre parecen requisitos para dedicarse a la política, con lo que se cierran las puertas a muchos en beneficio de personas con dudosa preparación.
Desde el momento en que la República pasó a ser patrimonio exclusivo de las izquierdas, como en una revolución, el avatar del régimen se explica mejor. Por eso escribe Villa que, en el debate constitucional, «la República de todos los españoles» de Lerroux se topó con la mayoría, que «ligaba el régimen a un modelo político que subordinaba las libertades civiles y el gobierno representativo a la instrumentalización del Estado para servir políticas laicas y colectivistas». Y como, para Azaña, la República era la oportunidad histórica para redimir España, pero con el programa republicano y la integración en él de los socialistas, la apertura que pedía Lerroux fue descalificada como una vuelta al compromiso «liberal» y «retardatario» de la Restauración. Redención que volvió al tema catalán al oponerse Lerroux al estatuto que trajo redactado Esquerra Republicana en temas como la relegación de la lengua española en los tribunales y la universidad, una oposición que hemos de extender al objetivo socialista de controlar las relaciones laborales, etc.
La patrimonialización de la República es crucial para explicarla. En el bienio 1934-1935, más allá de cómo entró en crisis el Gobierno, Lerroux pretendió que el ejecutivo interviniese para reducir la competencia electoral y poder fraguar unas Cortes con mayoría de fuerzas leales a una Republica liberal. Pero no se piense en un pucherazo. Era expresión de la cultura política de la que procedía, la de la Monarquía liberal, propicia al pacto, en la que el parlamento era muestra de la confianza previa otorgada por el jefe del Estado al gobernante. Mas, como hombre de esa cultura, tenía asumido que si las urnas le eran contrarias merced a la movilización del electorado, había que dejar paso al vencedor y colocarse en la oposición. Por el contrario, para Azaña, Marcelino Domingo o los socialistas, el sufragio sólo era legítimo si sancionaba su proyecto político, «consustancial a la República», nunca si lo cuestionaba. Por eso, si el electorado votaba en contra, ellos romperían con las instituciones «corrompidas» e irían a la insurrección para salvar su República. El disparate antidemocrático en beneficio de la esencia republicana era diáfano. De nada sirvió que Lerroux declarase que ahora se estaban pagando las consecuencias de las intransigencias revolucionarias, de los ensayos socializadores y del anticatolicismo.
La cuestión radicaba en que los detentadores exclusivos de las esencias programáticas de la República no podían admitir que los excluidos de la revolución de abril –la CEDA, Cambó, los agrarios– hubieran ganado las elecciones. Estos excluidos, en connivencia con Lerroux, aunque afirmaran que sólo buscaban un cambio de orientación del régimen, no tenían derecho a gobernar, dijeran lo que dijeran las urnas. Por eso Martínez Barrio, «con pasmosa falta de realismo», exigió una «profesión de fe» republicana a quienes nacieron esgrimiendo la reforma constitucional. Y fue así porque él sólo concebía la República gobernada por los republicanos de toda la vida. Lerroux lo desautorizó e hizo una llamada más a respetar las libertades y las reglas de la democracia, pues tan legítimo era ahora un gobierno de derechas como lo había sido el de izquierdas. Y claro que había cuestiones espinosas para los derrotados, como la Ley de Amnistía, que los radicales aplicarían porque la habían prometido en su programa electoral. Más allá de esto, Lerroux y los radicales gobernaron cediendo, de manera estrictamente constitucional y liberal. Por eso, cuando la CEDA entró en el Gobierno y los socialistas se sublevaron en octubre de 1934, en «el sarpullido de violencia más grave en casi sesenta años», Lerroux lo sintió como la mortal violación del constitucionalismo democrático que venía abanderando para civilizar nuestra convivencia. Violación en la que participaron sus antiguos socios republicanos, en su opinión porque buscaban asegurarse una coartada por si triunfaban los revolucionarios. Villa cita el breve manifiesto que Lerroux leyó a la nación ante la insurrección, una «muestra de la espontánea maestría del jefe radical en el género», que fue recibido con alivio «por la España liberal y conservadora». Un manifiesto que contrasta con la nota de sus antiguos socios republicanos. «Lerroux hacía una vibrante defensa de la libertad en la ley, y una apelación a los españoles para que confiaran en el Estado de Derecho». Añade nuestro autor que los posteriores homenajes que recibió tras sofocar la insurrección «no le compensaron la amargura con la que vivió aquellas jornadas». No podían hacerlo, porque quienes se sublevaron rompieron con la legalidad democrática y, de resultas de ellos, con el deseo de Lerroux de que la democracia suprimiera de una vez en España la distinción cainita entre adversarios y enemigos.
En mi opinión, y dada la lógica limitación de estas páginas, en lo escrito radica el núcleo de esta magnífica biografía política. Cierto es que me quedan por comentar los «affaires de calderilla» que acabaron con la carrera de Lerroux, tan inteligentemente usados por sus enemigos; su conciencia de que íbamos al desastre; su exilio y vuelta a España. Y es el núcleo, porque a un personaje como él, siempre tildado de la forma que he señalado al comienzo de estas páginas, Roberto Villa ha tenido la capacidad y el acierto de mirarlo desde los puntos de vista que él defendió y no desde los deformados de sus enemigos por el que se rige el tópico historiográfico. Por eso creo, en definitiva, que Lerroux fue –si el laicismo oficial me permite el término eclesiástico– un demócrata, pero, para su desgracia, in partibus infidelium, es decir, en tierra de infieles.
José Manuel Macarro es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Sevilla. Es autor de y La Sevilla republicana (Madrid, Sílex, 2003) y Socialismo, República y revolución en Andalucía (1931-1936) (Sevilla, Universidad de Sevilla, 2000). |
El Espinar. El Espinar es un municipio y localidad española de la provincia de Segovia, en la comunidad autónoma de Castilla y León, perteneciente a la comarca de Segovia. Cuenta con una población de 9662 habitantes (INE 2022). Situado al pie de la sierra de Guadarrama y atravesado por la carretera nacional N-6 y la autopista AP-6 que unen Madrid con La Coruña, el municipio ocupa la transición entre la sierra y la meseta castellana. En su territorio se localizan las localidades de El Espinar, San Rafael, La Estación de El Espinar, Gudillos, Prados y la mayor parte de Los Ángeles de San Rafael. El gentilicio genérico es el de espinariegos y el apelativo «ahumao» o «bolluyo», aunque el hecho de que el municipio comprenda varios núcleos de población hace que alguno de estos tenga el suyo propio, como es el caso de San Rafael, cuyo gentilicio es sanrafaeleños y el apelativo de «fondilleros». Su situación, recostado por el sur contra el sistema Central y abierto por el norte a la meseta, junto con su altitud, que oscila entre los 1050 y los 2169 metros, con una media de 1200 metros sobre el nivel del mar, le confieren una climatología especial que, fresca en verano y fría en invierno, ha atraído a numerosas personas, generalmente de Madrid, que han hecho del lugar su segunda residencia, especialmente San Rafael, su urbanización de grandes dimensiones, Los Ángeles de San Rafael, y las urbanizaciones surgidas en la zona de La Estación de El Espinar, favorecido por sus buenas comunicaciones con la capital. San Rafael, cinco Presidentes. Cerrillos Redondos. San Rafael es una localidad segoviana perteneciente a la comunidad autónoma de Castilla y León, España. Junto con los núcleos de El Espinar, La Estación de El Espinar, Los Ángeles de San Rafael, Gudillos y Prados conforma el municipio de El Espinar. La localidad se asienta en plena sierra de Guadarrama, dentro del parque natural Sierra Norte de Guadarrama y junto a la Zona Periférica de Protección del parque nacional de la Sierra de Guadarrama. Situada a 1230 metros sobre el nivel del mar, su población asciende a 2454 habitantes según el censo del INE de 2021. Linda y comunica con la Comunidad de Madrid a través del puerto de Guadarrama o Alto del León, los túneles de la AP-6 y el túnel ferroviario de Tablada. San Rafael es, después de Madrid, la población española en la cual han tenido su residencia más Presidentes del Gobierno. Alejandro Lerroux vivió en Villa Rosario, una de las primeras casas del barrio de Gudillos (N 40º 42.791’, W 004º 09.758’). Todavía se conservan en una ladera de Cabeza Líjar, no muy lejos de la cima, la captación y un registro de la conducción de agua que llegaba a su residencia. José Giralt tuvo su domicilio en Villa San Fernando, (N 40º 42.861´ W 004º 11.636’), en la carretera de La Coruña. Juan Negrín vivió también en San Rafael, pero desconocemos cual fue su lugar de residencia Miguel Primo de Rivera residió en Villa La Choza, previamente domicilio de Clara Lengo, Duquesa Viuda de Bivona, que tuvo un importante papel en la sociedad de San Rafael entre los años 1910 y 1925. La Choza está situada en la salida de San Rafael hacia el Alto del León, en N 40º 42.708’, W 004 10.859’, Como en el caso de Villa Rosario, aún se conservan restos de la conducción que facilitaba agua corriente a La Choza y otras residencias del este de El Espinar. Además de Alberto Aguilera, Rafael Alberti, Ramón J. Sender, Ramón Menéndez Pidal, Miguel Fleta, Massiel, la familia Gil de Biedma, la familia de La Serna, los compositores Ruperto Chapí y Gerónimo Giménez, Nicolás González Ruiz, Antonio Abad Ojuel, Antonio Fraguas Saavedra, José Manuel Martín, Juan de Ávalos y Taborda, el conde de Gamazo, el marqués de Cautela, Ava Gardner, Concha Piquer, Luis Miguel Dominguín, Massiel, Valeriano Weyler, el exministro y natural de San Rafael Rafael Calvo Ortega, la ex-senadora y ex-eurodiputada Francisca Sauquillo, el periodista Fernando Rodríguez Lafuente, la actriz María Tubau y su marido el dramaturgo Ceferino Palencia, el músico Carlos Núñez, el cantante Patxi Andión, el futbolista del Real Madrid y natural de San Rafael Luis Sorribas Moya, así como la exalcaldesa de Madrid Manuela Carmena. |
Aurelio Lerroux y Romo de Oca (1904- Madrid, 18 de agosto de 1983) fue abogado y político español. Diputado a Cortes en 1931, fue delegado del gobierno en la Compañía Telefónica Nacional de España. Nacido en 1904, era sobrino y ahijado del líder radical Alejandro Lerroux. Estudió el bachillerato en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid. Licenciado en Derecho, pronto se afilió al Partido Republicano Radical. Obtuvo acta de diputado en la elecciones generales de 1931 por la circunscripción de Ciudad Real. Fue nombrado delegado del Gobierno en la Compañía Telefónica Nacional de España el 18 de octubre de 1933, siendo ministro de Comunicaciones Emilio Palomo Aguado. Caso Estraperlo Salido a la luz pública en octubre de 1935, a raíz de la denuncia que presentó Daniel Strauss al presidente de la República Niceto Alcalá Zamora en la que exigía una «indemnización» por los gastos de instalación del juego conocido popularmente como «estraperlo» en los casinos de San Sebastián y Formentor y por los sobornos que decía haber pagado a políticos del Partido Republicano Radical y a «familiares y amigos» de su líder Alejandro Lerroux, a mediados de septiembre Lerroux renunció a seguir encabezando el gobierno. El presidente de la República trasladó la denuncia al nuevo gobierno radical-cedista presidido por Joaquín Chapaprieta, en el que Lerroux era ministro. El caso fue debatido en las Cortes, donde se formó una comisión parlamentaria. El dictamen de la misma señaló que habían existido actuaciones «que no se ajustaron a la austeridad y a la ética que en la gestión de los negocios públicos se suponen». El 28 de octubre de 1935 las Cortes votaron la culpabilidad de los acusados por la comisión (excepto Salazar Alonso, exministro de la Gobernación que fue quien firmó el permiso), todos ellos destacados miembros del Partido Radical: Emiliano Iglesias, Juan Pich y Pon, Sigfrido Blasco-Ibáñez, Aurelio Lerroux y Eduardo Benzo (subsecretario del Ministerio de la Gobernación que había gestionado el permiso). Al día siguiente, Alejandro Lerroux abandonó el gobierno. |
Las tres avemarías de Lerroux.
Pablo Sánchez Garrido | 12 de diciembre de 2019
Tras una juventud anticlerical, Alejandro Lerroux protagonizó una historia de conversión favorecida por el contacto con personajes como el cardenal Herrera. Abrimos con él nuestro ciclo «Españoles conversos».
Religión.
Alejandro Lerroux es un personaje de novela decimonónica. De hecho, su vida resultaría inverosímil y exagerada incluso para una novela, siendo más propia de un folletín finisecular. Algo de esto percibió don Ramón Pérez de Ayala en nuestro personaje cuando lo convirtió en el anticristo de su novela titulada, precisamente, El Anticristo.
De una familia de clase media venida a menos y compuesta por diez hijos, el joven Lerroux recibió poco cariño familiar y tuvo que aprender a hacer zapatos si quería vestir sus pies. Murieron cuatro de sus hermanos y su padre no era precisamente benigno con ellos. Su hermano mayor, Arturo, al que él admiró y envidió en la niñez y odió en la madurez, era un rebelde y un vividor que erraba románticamente entre la masonería y el carlismo y que frustró el anhelo del joven Alejandro de cursar la carrera militar al malgastar toda la herencia familiar en el juego.
Las estrecheces económicas de la familia obligaron a que Alejandro, con solo once años, tuviera que pasar dos años viviendo con su tío sacerdote en el pueblo zamorano de Villaveza del Agua. Fue un mal estudiante cuando no hacía novillos, de hecho casi llegó a presidir el Gobierno sin el título de bachiller, pero se lo sacó con cuarenta años, y la carrera de Derecho ya con 58 años, ¡en un solo día y con matrículas! Pero en la iglesia de su tío párroco ejerció como monaguillo, campanero y sacristán, rezando diariamente el rosario y otras oraciones con intensa devoción. Aunque, según sus memorias, fue paradójicamente allí donde acabó perdiendo la fe: “Le perdí el respeto a los santos… como se la pierden todos los monaguillos”. Lo llamativo es que a ello contribuyó involuntariamente su tío cura, como expondré posteriormente. Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses… Alejandro Lerroux en su discurso ‘Rebeldes’ (1906) A los 13 años regresó a Madrid con su madre y dio comienzo su etapa de rebeldía: perdió el curso de bachillerato, se fue haciendo contestatario, empeñó la ropa familiar y acabó siendo enviado con su padre a Cádiz. Tiempo después, imitando a su hermano crápula, escenificó un amago de suicidio clavándose sin mucha convicción un cortaplumas en el pecho.
No consiguió su sueño de desarrollar la carrera militar, pues no lo admitieron en la Academia de Toledo, pero lo intentó como voluntario, aunque sus malas costumbres y su querencia al alcohol le hacían frecuentar más tiempo el calabozo que el cuartel. No sería la última vez que estuviese entre barrotes. Acabó perseguido como desertor y pasó varios años en diversas ciudades bajo nombre falso. Malvivió con diversos trabajos: agente de seguros, corredor de bolsa, colaborador periodístico…
Con 22 años se inició en la masonería en la Logia Antorcha, con el nombre simbólico de Giordano Bruno, buscando, entre otras cosas, el sustentáculo vital mutuo que se dispensan los miembros de esta persistente secta ideológica, así como el apoyo conspirativo en sus veleidades revolucionarias.
Al parecer, no logró gran cosa de su filiación masónica este todavía desconocido Lerroux, por lo que se desencantó pronto de la secta. Pero su suerte comenzó a cambiar cuando se volcó en el periodismo, ingresando en 1892 en la plantilla del diario republicano El País y fundando posteriormente El Progreso, El Intransigente y El Radical (el título de las cabeceras lo dice todo…). Como, por entonces, los periodistas de su talante se defendían ora a pluma, ora a espada, un agresivo y pendenciero Lerroux participó en varios duelos contra otros periodistas y emprendió feroces campañas de descalificación contra sus enemigos políticos. Como resultado, fue condenado a cuarenta años de cárcel, pero una amnistía lo redujo a 9 meses. Esto, junto con sus sangrantes crónicas parlamentarias, lo hicieron merecedor de una plaza de diputado republicano por Barcelona, donde se estableció.
Lerroux y la Semana Trágica de Barcelona
Aquí comenzaba el Lerroux que transfiguró su característica rebeldía en decidido espíritu anarquista, declarando la guerra a Dios y a los reyes, como decía de él un periódico de 1920. Es el Lerroux que trasmutó su falta de formación en soflamas populistas y demagógicas: “El pueblo tiene razón hasta cuando se equivoca”. Es el Lerroux provocador, que mezclaba en un mitin que la propiedad es el robo y que la Virgen no era virgen. El Lerroux que rinde culto a la violencia: “Donde otros tienen colgada una pila de agua bendita, yo tengo colgado un fusil”. El Lerroux anticlerical: “El pueblo es esclavo de la Iglesia. Hay que destruir la Iglesia” o “Estamos dispuestos a perseguir frailes, a quemar conventos, a todas las atrocidades que la defensa exija”.
Es, en suma, el Lerroux revolucionario que llamaba a la lucha de clases y a una revolución radical, aunque esto llevase a la “crueldad de niño”. Este es el Lerroux instigador de la Semana Trágica de Barcelona y que unos años antes arengaba en su famoso discurso “Rebeldes”, en los siguientes términos: “Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo a las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie, penetrad en los registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el pueblo purifique la infame organización social, entrad en los hogares humildes y levantad legiones de proletarios, para que el pueblo tiemble ante jueces despiertos. […] Seguid, seguid…. No os detengáis ni ante los sepulcros ni ante los altares. No hay nada sagrado en la tierra, más que la tierra […]. Luchad, matad, morid…”
Un discurso que parece estar describiendo la brutal vesania roja que se desataría, primero, durante la Semana Trágica (1909); después, durante la Revolución de Asturias (1934); pero muy especialmente durante la “democrática” Segunda República de 1936, en la que ardieron conventos y bibliotecas, se profanaron tumbas, se violaron y asesinaron monjas, se fusilaron niños, se torturaron hasta la muerte sacerdotes y obispos…
A partir de 1908, Lerroux fundó el Partido Radical y prosiguió, imparable, su ascenso hasta la presidencia del Gobierno, cargo que ocupó en tres ocasiones, hasta que el caso del estraperlo afectó seriamente a su partido.
Pero no se trata de trazar toda la azarosa biografía de Lerroux. Hay ya varias dedicadas a este personaje. Se trata más bien de fijarnos en otra estampa biográfica de Lerroux, aquella en la que lo encontramos rezando tres avemarías cada noche, siguiendo la dirección espiritual de un jesuita y muriendo en el seno de la fe católica. Nos referimos a la acaso conversión de este particular “anticristo” español. Pero esto requiere de mayor explicación…
Lerroux y la Segunda República
Ese Lerroux violento y radical de la víspera de la Semana Trágica que describíamos con anterioridad fue cambiando, ciertamente. No hay ya rastro en el Lerroux moderado de los años treinta que, durante la Segunda República, acabaría pactando un Gobierno con la CEDA de José María Gil-Robles. Su evolución hacia un centrismo político es un hecho sobradamente conocido. Lo que es menos conocido es el progresivo acercamiento a la fe católica del último Lerroux, el Lerroux espiritual, sobre el que apenas se ha escrito.
Mas en todas sus etapas mantuvo firme su amor a España, virtud patriótica que, según santo Tomás, es de la misma estirpe que la piedad hacia los padres y hacia Dios.
Al tener noticia del levantamiento, Lerroux se exilió camino de Portugal un 17 de julio de 1936, de donde no volvería hasta 1947. Pero huía fundamentalmente de la persecución socialista, temiendo por su vida: “Cuando después del vil asesinato, oficialmente organizado y ejecutado de Calvo Sotelo, vi nublado el horizonte, y me propuse salir de España […]” (Memorias, p. 609). Según Lerroux, el asesinato de José Calvo Sotelo, el desgobierno ante los crecientes desmanes, o las amenazas de muerte en el propio Parlamento, demostraban que ya había desaparecido de la república toda legalidad y toda democracia, abriéndose paso una dictadura del proletariado.
Pero, al margen de las cuestiones políticas, lo cierto es que durante su exilio portugués Lerroux experimentó una evolución espiritual. Voy a referir dos episodios, uno en Estoril, que narra José Mª Gil-Robles, y otro ya a su regreso a España, que narra el cardenal Ángel Herrera Oria.
En el Estoril de 1942, Gil-Robles, también exiliado allí y contertulio habitual suyo, señaló que: “Ciertas frases deslizadas en nuestras conversaciones me permiten alentar la esperanza de un posible retorno suyo a la fe de los primeros tiempos….”. Asimismo, otro amigo común de exilio, el exministro Cándido Casanueva, reveló una conversación con la esposa de Lerroux en la que le advirtió que “este no estaba muy lejos de volver al seno de la Iglesia, a poco que en ello se trabajara” y que leía el Kempis –obra con la que se convirtió san Ignacio– y De los nombres de Cristo, de san Juan de la Cruz. Casanueva no perdió la oportunidad y buscó a un sacerdote culto y comprensivo, dando con el cardenal Cerejeira, el equivalente luso del cardenal Herrera.
Lerroux y el cardenal Herrera.
Un año después, en 1943, Lerroux expuso ante una pariente monja la muerte de su mujer, en unas cartas que permanecieron inéditas hasta hace unos años. En ellas confirma que su devota esposa recibió los últimos auxilios espirituales, y añade: “Yo mismo no rechazaría aquel auxilio si con ello complacía a alguien, porque yo soy cristiano de Cristo, de los que procuran imitarle lo más posible, y como Él era todo amor, seguro estoy de que si me equivoco me perdona, porque Él ve en lo íntimo de la conciencia de cada uno y no puede engañársele con hipocresías”.En la siguiente carta, afirma: “¡Qué envidia me das en tu Santa Fe! Quisiera volver a la de mi infancia, cuando ayudaba a misa […] porque pensar como pienso, que todo se ha terminado, que la vida es un sueño, que ya no la volveré a ver nunca más me desconsuela amargamente” (F. Gómez, Religiosidad latente de Lerroux, 2006). Estamos en la etapa de añoranza de la fe de su infancia, de debate interior y progresivo regreso. Estos fragmentos nos muestran la típica lucha interior de un alma que busca anhelante la fe perdida.
Años más tarde, en 1947, Casanueva y Gil-Robles se encontraron casualmente con él paseando por Estoril y, tras hablar amigablemente, se despidieron de él para irse juntos a misa. Unos días más tarde, Lerroux le confesó a Gil-Robles que “si mi ‘compadre’ –refiriéndose a su buen amigo Casanueva– me dice media palabra la otra mañana, me voy con ustedes a la iglesia” (J. M. Gil-Robles, La fe a través de mi vida, p. 121-2). Ciertas frases deslizadas en nuestras conversaciones me permiten alentar la esperanza de un posible retorno suyo a la fe de los primeros tiempos…. Gil-Robles sobre Alejandro Lerroux
En el episodio con Ángel Herrera en septiembre de 1947, Lerroux estaba ya recién regresado a España. Herrera lo apreciaba y ya le había presentado personalmente su pésame en Estoril al fallecer su esposa. Al ser nombrado obispo de Málaga, Lerroux le escribió una afectuosa carta felicitándolo, a la cual contestó el obispo visitándolo personalmente en su casa madrileña. Fue una entrevista muy larga, en la cual Lerroux le expuso la causa de su pérdida de fe de niño cuando su tío, Manuel García González, párroco rural de Villaveza del Agua, le dijo que no debía tocar el cáliz pues quemaba. La curiosidad de niño le venció y, al notar que no quemaba, pensó: “¡Anda, si no quema… mi tío me ha engañado!… De ahí nació mi incredulidad, creí que todo lo religioso era una mentira…”. El obispo le pidió que se preparase espiritualmente para cuando llegase “el supremo tránsito”, a lo cual Lerroux contestó que “en el fondo de mi alma era sinceramente cristiano”, añadiendo que solamente le faltaba por vencer la resistencia a someterse a los rigurosos preceptos de una religión positiva. Pero no se despidió Ángel Herrera sin arrancarle una promesa: rezar a la Virgen tres avemarías cada noche hasta su muerte. Lerroux se lo prometió. En otra visita, al año siguiente, el propio Lerroux, antes de saludarlo, exclamó: “Señor obispo, he cumplido lo que le prometí. Ni un solo día he dejado de rezar las tres avemarías”. En una tercera visita, el obispo salió confortado al comprobar que seguía rezando las avemarías y al constatar que durante la conversación “vio al hombre creyente”. Al conocer su muerte, el 27 de junio de 1949, al obispo Herrera lo tranquilizó al saber que durante su enfermedad le había estado visitando un sacerdote jesuita, aunque no le constase confesión final (J. Mª Eguaras, Ángel Herrera Oria, 2019).
Pero el ABC sí recoge que, al acercarse sus últimos momentos, “acudió inmediatamente el padre Moreno, antiguo amigo suyo, que le visitaba con frecuencia, especialmente en estos últimos días”. Durante el funeral, este sacerdote presidió la comitiva de la carroza fúnebre junto a la familia en calidad de “director espiritual del finado”. El diario señalaba, asimismo, que había muerto “en el seno de la Iglesia católica y confortado con sus auxilios espirituales” (ABC, 28.VI.1949). Aunque el biógrafo J. Álvarez Junco se despachó la veracidad de esto último atribuyéndolo a una consigna de la prensa franquista como “tributo a la ñoñez de los tiempos”.
Pero lo cierto es que esta muerte cristiana cobra pleno sentido si se pone en el contexto de los episodios narrados y de las referencias a Dios, a Cristo y al valor positivo del cristianismo que salpican sus últimos escritos autobiográficos. Por lo tanto, parece de todo punto razonable apuntar hacia la conversión y muerte cristiana del otrora “anticristo” español. Pero esto es algo que solamente conoce en su justa realidad el Dios al que rezó el Lerroux niño y el anciano…
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Desarrollo.
Uno de los políticos más singulares y complejos del siglo XX español, Alejandro Lerroux, nació en 1864 en el pueblo cordobés de La Rambla, en el seno de una familia de la clase media baja. Gran orador y de ideas progresistas, su carrera política se inicia en 1901, cuando es designado diputado a Cortes. Su encendido manejo de la palabra ante nutridos oratorios y sus ataques a la burguesía y a la Iglesia le causan numerosos problemas, siendo varias veces procesado por difamación. Una de las frases más conocidas e incendiarias que se le atribuyen fue "¡Levantemos los velos de las novicias y hagámoslas madres!", pronunciada en un contexto de odio anticlerical que más adelante producirá la quema de iglesias y conventos. Republicano convencido, en 1908 crea en Barcelona la primera Casa del Pueblo, dedicada a prestar asistencia jurídica, económica y educativa a los obreros. También en Barcelona funda el Partido Radical, al que rápidamente se adscriben multitud de seguidores gracias al carisma de su líder, un personaje fogoso y algo demagógico, fustigador de los ricos y paladín de la clase obrera. La fama como político le acarrea tantos seguidores como enemigos. Si sus mítines son recibidos con entusiasmo, sus palabras le hacen ser condenado por los tribunales y pasar por la cárcel en varias ocasiones. En estos primeros años de su carrera, a pesar de no haber acabado sus estudios de bachillerato, consigue, mediante un único examen, aprobar de una vez todas las asignaturas de la carrera de Derecho de la Universidad de La Laguna. Desde el Ayuntamiento de Barcelona, Lerroux promueve una política radical y obrerista, aunque su gestión comienza a estar salpicada por los primeros escándalos de corrupción, unas sombras que, no sin fundamento, no dejarán de acompañar en adelante a Lerroux y al Partido Radical. En 1909, con motivo de la Semana Trágica de Barcelona, se ve obligado a dejar la ciudad, mientras en las barriadas obreras sus partidarios se enfrentan a tiros a los pistoleros de la patronal. Al mismo tiempo, sus discursos se van haciendo más moderados y conservadores. Instalado en Madrid y dedicado de lleno a la política nacional, fue diputado en todas las legislaturas. A partir de 1923 se convierte en un feroz opositor a la dictadura de Primo de Rivera, aunque desde posiciones más moderadas que las que representaba en años anteriores. En 1931, forma parte del primer Gobierno provisional de la República, como ministro de Estado, alzándose con el primer plano del protagonismo de la vida pública española. El antiguo líder radical baja el tono de sus discursos, acepta participar en las instituciones y establece lazos de unión con curas y militares, sus viejos enemigos. Son tiempos revueltos, en los que en la escena política y social española parece haber vientos de confrontación, como así ocurrirá poco más tarde. En 1933, su partido gana las elecciones en coalición con la CEDA del derechista Gil Robles. El nuevo gobierno del que es presidente inaugura un periodo de represión de las izquierdas y del movimiento obrero, el llamado Bienio Negro. Fuertemente presionado por los sectores más reaccionarios, el gobierno Lerroux empieza a revisar la legislación laica, amnistía entre otros a los golpistas Sanjurjo y Calvo Sotelo y paraliza la reforma agraria y el estatuto vasco. Uno de los mayores problemas que tendrá que afrontar será la revolución de Asturias, en 1934. El rápido deterioro de las condiciones de trabajo y de vida de las minas y el campo asturianos hizo que el salario de un trabajador agrícola pasara de 12 pesetas diarias en 1931 a 4 apenas tres años más tarde. La difícil situación provocó un estallido de violencia revolucionaria que será aplastado a sangre y fuego por las tropas del gobierno. Un nuevo escándalo de corrupción salpicará, definitivamente, el gobierno de Alejandro Lerroux y la imagen de su líder. La introducción en España de un aparato de juego de azar inventado por Strauss y Perle dio pie a un negocio fraudulento y al enriquecimiento de algunos personajes del entorno de Lerroux. Conocido el asunto y aireado por la prensa con el nombre de "caso del estraperlo", se desató una oleada de críticas hacia su persona y la coalición de gobierno, que quedó definitivamente rota. En 1936, el estallido de la Guerra Civil le obligó a huir a Portugal, donde vivirá hasta su regreso a España en 1947. Alejado de la vida pública y totalmente desacreditado, muere en junio de 1949 uno de los personajes más controvertidos de la historia política de España en el siglo XX y quizás menos conocido en su faceta periodística, habiendo sido director de los periódicos El Radical, El País y El Progreso. |
El alma en los labios.
Alejandro Lerroux
La Publicidad, 9 de desembre de 1905
Los hombres sinceros, incapaces por su organización cerebral para las artes de disimulo y las adaptaciones del convencionalismo, sienten a veces el ansia de decir la verdad, con el imperio inapelable de una necesidad fisiológica. Suba los labios o brote a la pluma el despecho de la voluntad. En ocasiones callar es más prudente, o más conveniente vestir las ideas y los juicios propios con eufemismos que disfrazan u ocultan la verdad en tabernáculos inaccesibles al vulgo, sólo asequibles para los analizadores sutiles y los espíritus superiores ya lo sé, pero tales distingos se avienen mal con mi temperamento y, preñado de ideas y de juicios que considero en mi consciencia verdades como puños, me ha llegado la hora de parir, parir o reventar.
Y tengo el honor de presentar a ustedes el fruto de bendición.
* * *
Hace menos de seis años imperaba en Barcelona el catalanismo político hijo degenerado del contubernio monstruoso entre una aspiración literaturesca, romántica, y un malestar social subido al periodo agudo con motivo de la catástrofe nacional.
Había prendido al calor de la protesta en el espíritu de los descontentos de arriba y en el de los descontentos de abajo, y derivó, según el estado de consciencia de cada clase, en los de arriba fecundando por el odio, hacia el separatismo más o menos disfrazado; en los de abajo hacia la democracia con aspiraciones y tendencias socialistas o internacionalistas.
Los de arriba encontraron enseguida en fórmulas, las Bases de Manresa, incongruentes, reaccionarias, escritas en lujoso pergamino, mantenedoras de privilegios antiguos, creadoras de otros nuevos, con alma y con tendencia disgregadora, separatista, como inspiradas por el espíritu clerical y aprobadas por varios obispos de maldita memoria que debieron haber muerto como Don Opas o Acuña.
El catalanismo político hijo degenerado del contubernio monstruoso entre una aspiración literaturesca, romántica, y un malestar social subido al periodo agudo
Los de abajo acogiéronse por fin a la suya, formaron un núcleo, aclamaron como primordial aspiración, base y fundamento de otras muchas, la necesidad de la República Española, y surgió la Unión de los republicanos.
Pero antes de que surgieran concretamente esas fórmulas, las calles de Barcelona fueron teatro de escenas abominables y vergonzosas. Los castellanos, que forman la tercera parte de esta población, no se atrevían a hablar fuerte en Las Ramblas, porque la bestia separatista se mofaba cínicamente de su idioma. Algún oficial del Ejército fue corrido y apaleado en la vía pública. Los representantes de los poderes públicos, no por serlo de una monarquía, sino por serlo de España, fueron objeto de las más groseras y violentas manifestaciones de hostilidad y desagrado. La bandera de la patria fue numerosas veces ultrajada. La osadía separatista llegó hasta a silbar la bandera militar, escoltada por su propio regimiento en plena vía pública. El desenfado y la audacia creció en las filas de los malvados al mismo compás que la cobardía de las autoridades y la mansedumbre de los que no iban a recibir el santo y seña en la Lliga Regionalista. Su prensa reventó como una cloaca llena, y la injuria soez, la difamación villana infestaron el ambiente moral de esta población. Los vividores sin vergüenza, los explotadores sin honor, ansiosos de honores políticos, sentaron plaza en esa mesnada, y a la par que se retraían los hombres honradamente equivocados, se encumbraban los logreros y hacían carrera los cagatintas curialescos, más aplaudidos cuanto más blasfemaban contra España en sus saturnales de la palabra.
Aquí no se podía vivir sin vocación de mártir o de manso, esta es la verdad. Los labios musitaban muy quedos por la calle la lengua patria. Los ojos tristes de los españoles todos no podían recrearse en los colores radiantes de la bandera nacional, que apenas si, para mayor ignominia, izábase los días festivos en las almenas del castillo de Montjuich.
Los castellanos, que forman la tercera parte de esta población, no se atrevían a hablar fuerte en Las Ramblas, porque la bestia separatista se mofaba cínicamente de su idioma
Con tal estado de cosas acabó el partido republicano.
Es él, nadie más que él, solo el quien arrolló a la caterva impura, quien desentumeció los ánimos abatidos, quien enardeció el espíritu de las gentes. Y al compás de la Marsellesa que apagó la fosca y estúpida solemnidad del canto llano que diputaron himno de los “segadores” melenudos de dudoso sexo, volvió a las calles la alegría, a los corazones, la paz, a las almas, una esperanza de mejores días.
Perdióse Barcelona para la monarquía, porque aquí no hay dinásticos puros, sino pancistas indecentes, pero la ganaron los republicanos para España.
* * *
Y la victoria ciñó a nuestras sienes laureles olorosos, que nos anestesiaron y nos hicieron dormir la siesta de Homero,
Nos hicimos finos, cultos, tolerantes, cogimos el rábano por las hojas.
Dejamos el garrote en el rincón de la casa y salimos a la calle con ramos de olivo, con libros en la mano y pregonando la paz, la legalidad.
Vinculamos en una palabra odiosa todas nuestras aspiraciones presentes. Dijimos: “vamos a capacitarnos para gobernar” y nos castramos como idiotas.
Las facciones separatistas hacían, entre tanto, su odiosa labor, auxiliadas por el Obispo, aún más odioso y más separatista.
Nosotros cantábamos idilios en nuestros centros. Muchos coros, muchas escuelas y ningún fusil, casi ningún revólver, apenas las viejas estacas triunfadoras.
Ellos aquí, hablando de enviar la “última embajada a España”, repitiendo lo de “cortar amarras”, silbando la bandera española, poniendo en caricatura al Ejército.
Nosotros, santos varones, muy preocupados en parecer muy cultos, muy tolerantes, muy capacitados para… para que nos denuncien los periódicos, nos roben y falsifiquen actas, nos acaparen los negocios municipales, nos maten en la cárcel a nuestros amigos, nos disuelvan nuestras sociedades obreras, nos apalee la fuerza pública en la calle.
Ellos aquí, hablando de enviar la “última embajada a España”, repitiendo lo de “cortar amarras”, silbando la bandera española, poniendo en caricatura al Ejército
Un accidente de la lucha le hace aumentar un poco su representación en el Ayuntamiento, y los muy borrachos organizan el “banquete de la victoria”, llegan al frenesí, gritan muera España y, en el paroxismo de la embriaguez o viceversa, van contra la Fraternidad Republicana, su obsesión, que, con cuatro modestos palos de silla, azotándoles sus abundantes nalgas, les hace correr despavoridos.
Sus plumas villanas, así escriben infamias odiosas en La Veu, como redactan telegramas indignos, llenos de falsedades, dirigidos al tirano.
Ni uno de nuestros amigos está inmune para esos miserables profesionales de la mentira y de la calumnia. Se nos ha ofendido en lo más hondo. A nuestra conducta prudente, a nuestros deseos de paz ¿cómo se ha respondido?
¡Y se me habla a mí de concordia, de pacto, de matrimonio!
El partido republicano de Barcelona, mejor aún el pueblo republicano de Barcelona, mientras oiga mi voz y atienda mi consejo, no pactará con los regionalistas que han maldecido la patria y que tienen al frente hombres tan indignos que en Barcelona oyeron los ultrajes sin protesta y en Madrid la ultrajaron nuevamente con palabras de amor serviles, cobardes, falsas.
El amor a la patria, como yo lo entiendo, borra las fronteras, pero no levanta otras más acá, ni las cimienta en el odio y en el ultraje al suelo de cuyo engrandecimiento moral nos encargó la naturaleza.
Así, no me digáis que condene la violencia iracunda con la que los representantes del Ejército vengaron la patria en Barcelona.
...hubiéramos ido el pueblo y yo a llamar a la puerta de los cuarteles y a decirles a los soldados que antes que la disciplina están, en la consciencia de los hombres, la libertad y la patria.
Yo no soy un teorizante, yo no soy filósofo en coloquios con mi corazón; yo soy un hombre de carne y hueso, con sangre y con nervios, con odios y amores, para mí no hay conflictos entre el corazón y el derecho; para mí no hay más que razón y pasión.
Los que olvidaron la razón, no pueden pedirme a mí la que otros no tuvieron.
Yo digo que, si hubiera sido militar, hubiera ido a quemar La Veu, el ¡Cu-Cut!, la Lliga y el palacio del Obispo por lo menos.
Y si yo hubiera estado en Barcelona la noche de “autos”, hubiéramos ido el pueblo y yo a quemar varios conventos, escuelas de separatismo, y a llamar a la puerta de los cuarteles y a decirles a los soldados que antes que la disciplina están, en la consciencia de los hombres, la libertad y la patria.
* * *
¡Condenar a los oficiales!
Sí, yo les condeno por imprudentes, por disciplinados, por “capacitados”, por ciegos.
El mal no está en la materia inerte, cuatro tinteros, cuatro acarreadores de noticias, cosas sin alma que se mueven todas mecánicamente, sin consciencia, porque les dan grasa, forma o asidero.
El mal está más arriba: en los directores que en Madrid son patriotas y aquí separatistas; en los “apóstoles” que al primer asomo de riesgo personal se esconden o emigran a Tolosa, enviando a Madrid un “embajador” para que implore y obtenga su perdón e impunidad; en los ministros y exministros que halagan y acarician esta canalla cuando con actas, cuando con varas, cuando con privilegios y concesiones económicas cuya utilidad no trasciende jamás al pueblo ni en menor trabajo, ni en mejor salario, ni en más barato el pan; en los Gobiernos que pactan con esa chusma, mientras persigue a los republicanos; en la justicia histórica, que encarcela a obreros inocentes, víctimas de la confabulaciones policiacas y deja en libertad a los separatistas que maldicen a la patria y ultrajan el Ejército; en la monarquía que quiere aprender catalán para gritar visca Catalunya dando la mano a los que dicen mori Espanya.
¡Censurar a los militares porque han tenido un arranque de vergüenza!
No, sino porque no se detuvieron en la primera página de una historia que está en blanco y que ha de escribirse con sangre y decorarse con pólvora, si no se quiere que la tragedia humana la escriba con dinamita como en Rusia.
El mal está más arriba: (...) en la monarquía que quiere aprender catalán para gritar visca Catalunya dando la mano a los que dicen mori Espanya
Hace años, Madrid presenció una violencia igual a la que ahora me reconcilia con los militares. Mi periódico estuvo amenazado por ellos, defendido por compañeros suyos que antes habían perdido la carrera peleando por la República.
Hace meses, una turba de “cocodrilos” cobardes pretendió atacarnos en esta casa, aullando mueras a la libertad, a La Publicidad y a Lerroux.
Hace días, una mandila de borrachos vociferando “¡Muera España!”, “¡Muera Lerroux!”, atacaron al pueblo indefenso reunido en Fraternidad Republicana.
Ni hace años, ni hace meses, ni hace días, ni nunca se puso a nuestro lado para defendernos o para protestar, la gente nea, la prensa reaccionaria.
¿Es que cuando se atropella a los republicanos o a los liberales no se viola el derecho y cuando se ataca a los separatistas sí?
Cuando los breves días de la huelga general, la canalla separatista agasajaba a oficiales y obsequiaba a los soldados, que entonces salían a defender, no el orden, por nadie alterado, sino la propiedad de los separatistas y entonces no ardió nada, pero corrió la sangre del pueblo.
Ahora, el ejército, no a la fuerza como entonces, sino espontáneamente, sale a defender un orden moral superior a todos los intereses de la burguesía y porque la burguesía sufre algunos perjuicios materiales, ¿se pretende que censuremos el acto, que nos abracemos a las víctimas?
Además, si viviéramos en un país constituido, donde imperase la justicia y la legalidad fuese ambiente común para las luchas de la razón, el extravío encontraría su represión y su castigo en los medios adecuados a la cultura de un país libre y bien gobernado; la justicia de la propia mano merecería severa represión. Pero aquí, en España…
Vivimos en plena indisciplina social, impera la ley del más fuerte. Aspiramos a realizar un movimiento revolucionario para redimir la patria. Buscamos con ansia el necesario concurso del Ejército.
Y véase que disparate: cuando el Ejército, respondiendo al ambiente en que vivimos y viendo la muchedumbre y la pasividad criminal del Gobierno para defender a la patria, procede a la justicia catalana, y hace un ensayo pequeño de la revolución, se pretende en nombre de la razón del derecho y no sé cuántas monsergas que los republicanos censuremos al Ejército.
Y con tan plausible motivo se nos quiere casar con los separatistas…
Y ni siquiera se tiene el valor de decirlo claro, sino que se acude a la retórica para no decir nada en definitiva y quedar mal con todos.
Pues mi opinión ahí queda y en resumen digo:
Que me alegro mucho de lo sucedido.
Que el partido republicano de Barcelona, en sus dos únicas ramas, federal y autonomista (la Unión) abierto está a recibir a los que, sin haber degenerado en separatistas, sienten tanto el amor a España que quieren redimirla de la monarquía, ganarla para la libertad y el progreso por medio de la revolución.
Que antes que pactar con esa chusma envilecida por el amor al ochavo, que es la quintaesencia del regionalismo separatista, estoy dispuesto a rebelarme contra todo el mundo, acompañado o solo.
Acompañado, si el pueblo me ayuda.
O solo, en mi casa, asomándome al balcón para escupir en la cabeza de tanto imbécil de tanto farsante y de tanto cobarde. |
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