Como hombre de estado Sartorius fue criticado. ¿Eran ciertas las acusaciones dirigidas en su contra? Siendo Ministro de la Gobernación promovió muchas reformas propicias para el país. Prestó una atención especial a la mejora de la condición de la literatura y dramaturgia españolas (por ejemplo, por primera vez en la historia de España introdujo una ley sobre la protección de los derechos de autor para los escritores); llevó a cabo la ratificación de la ley de reorganización de los teatros públicos, subordinándola al Ministerio de Gobernación; y él mismo se encargó de cuidar a los jóvenes talentos y convirtió el Teatro del Príncipe en el Teatro Español. Gracias a eso y a otros procedimientos acabó siendo considerado el mecenas y creador del teatro español moderno.
Otro logro suyo fue terminar la construcción del Teatro Real y la ópera. El proyecto exigía grandes inversiones financieras. Sartorius las logró inspirando preguntas sobre la procedencia de los fondos. Como suele suceder en estos casos, aparecieron sospechas sobre si se habían cometido malversaciones. El caso del ajuste de cuentas del “gran gobierno de Narváez” y de la construcción y el mantenimiento de la institución, se convirtió en el escándalo financiero más significativo de la Década Moderada. Nuestras investigaciones, sin embargo, indican que el conde no defraudó ningún fondo material para su propio provecho. Todo lo contrario, salió perjudicado teniendo que financiar el proyecto de su bolsillo. Después de renunciar, el ex primer ministro Narváez partió a Francia, dejando los problemas relacionadas con el ajuste de cuentas de su gabinete a su colaborador más próximo, el conde de San Luis.
El caso más urgente de todos era el del Teatro Real. El conde no le perdonaría a Narváez hasta el final de su vida que hubiera menospreciado su gran esfuerzo, y no solo financiero, que fue el empeño de crear una ópera en la capital de España. En una carta escrita en 1864, trece años más tarde, le recuerda que la noche después de haber aceptado Isabel II su dimisión, bajando de la carroza que iba a transportarle a París, pidió al director del Teatro Real, Santiago Rotalde, que no se olvidara del Teatro. Sartorius fue testigo de ese acontecimiento, ya que también había venido a despedirse de Narváez. Se supone que los dos estaban atemorizados porque se acababa de terminar el sexagésimo crédito obtenido del estado y ya no disponían de dinero.
El príncipe de Valencia se fue, y el conde, consternado, suspiró: “Dios nos ayudará”, y se dirigió con Santiago a la Secretaría del Estado para deliberar sobre las condiciones del funcionamiento de la empresa estatal convocada a petición de Narváez y responsable de la financiación del Teatro. Cuando llegaron a la conclusión de que no se le podía sacar agua a una piedra, Santiago describió el asunto al ex Presidente del Gobierno, ahora residente en Francia. Este tardó en responder y después de un tiempo y sin ningún tipo de escrúpulos, escribió que si no había dinero el Teatro se debería cerrar. Sartorius se atormentó porque, aunque la apertura del edificio al público era un éxito atribuible a todo el gabinete, la responsabilidad de su desarrollo y funcionamiento era suya al ser él el ex Ministro de la Gobernación. Así que no se rindió y como se constata en una carta analizada, en un acto de desesperación, escribe:
“alcé los ojos al Cielo […] y fui entregando a Santiago cuanto tenía”.
Se refería al dinero obtenido de El Heraldo, a sus condecoraciones, joyas y otros objetos de valor, más otra cantidad de dinero que había tomado prestado con anterioridad para sus propios proyectos. A todo eso se sumaron los fondos obtenidos en forma de crédito de Juan de Grimaldi y del conde de Vilches. En total, disponía de poco más de dos millones de reales. El dinero iba a un tiempo que el Teatro no pasase a manos ajenas. En la carta analizada se sugería que el esfuerzo le valió para defender su honor y si le servía para sí mismo no tenía la desfachatez de pedirle dinero al ex primer ministro ni a sus ministros. Apenas tres semanas más tarde, a principios de enero de 1865, declara con claridad que lo había hecho para salvar la buena imagen del gobierno y sobre todo de Narváez, quien colaboró en los diferentes intentos de crear el Teatro Real. Asumía como Jefe de Gobierno la responsabilidad final por el trabajo de aquellos ministros que eran sus subordinados.
Por desgracia, en 1851 no pudo prever que ese gesto de valentía y de riesgo tendría un resultado inesperado. Transcurridos los años se arrepentiría de su actuación. Pensó que si hubiera echado la culpa a Narváez, la tormenta desatada por el nuevo Presidente del Gobierno Juan Bravo Murillo y su gente en torno a todo el asunto habría tenido una repercusión menor, y a él, a su vez, le hubiesen quedado más fondos en el bolsillo.
La polémica sobre este asunto se convirtió en la principal arma arrojadiza del nuevo gobierno en contra del equipo anterior, sobre todo en contra del mismo Sartorius, el más comprometido con el asunto. En la prensa aparecieron alusiones irónicas hacia su persona y labor como mecenas de la literatura y arte dramático. Se le apodaba, entre otras cosas, “papá de las letras” y “conde del Teatro” (El Sueco, 8 IV 1851 y 7 VI 1851). En las cartas a Narváez y al foro del Congreso de Diputados, Sartorius se quejaba de que las actuaciones de los partidarios de Bravo Murillo iban dirigidas en su contra. Mencionaba que sufría mucha soledad y, una vez más, reprochaba a Narváez que hubiera partido insensatamente a Francia dejándole una cantidad de asuntos relacionados con el trabajo de su gabinete sin resolver. Al mismo tiempo, anunciaba que a pesar del cansancio de la actividad política, tenía fuerzas suficientes para defender su reputación.
Como objetivo principal consideró cuestionar las acusaciones de índole financiera relativas a la inadecuación de la concesión de créditos y el gasto del dinero en la construcción y equipamiento del Teatro, así como su actividad artística. Con esos motivos se dirigió al gobierno con la petición de enviar al Congreso todas las cuentas relacionadas con los gastos para el Teatro que estaban a disposición de la oficina de contabilidad del Ministerio de Gobernación. Quería mostrar que no temía a la verdad y apelaba al gobierno para que, por su parte, fuese honesto y objetivo a la hora de analizar la documentación. El llamamiento lo repitió en las páginas de El Heraldo. Bravo Murillo aceptó la idea (El Heraldo, 25 III 1851).
Sin embargo, cuando las cuentas llegaron a manos de la comisión convocada para el caso, presionó para que procedieran más rápido y revelaran los resultados inmediatamente y, por consiguiente, que los hicieran públicos antes de ser comentados en el Congreso (El Heraldo, 13 III 1851; El Barcelonés, 23 III 1851; El Sol, 23 III 1851). Dos meses después de la resolución del “gran gobierno de Narváez”, el 11 marzo, las cuentas fueron presentadas en el Congreso. Eso no provocó el cierre del problema porque, en vez de concentrarse en la redacción de la declaración final, los diputados cuestionaron la credibilidad de las cuentas y la labor de la comisión. En esta situación no sirvieron de nada las argumentaciones sostenidas por El Heraldo que, conforme a lo estipulado por la comisión, aseguraban la veracidad de todas las cuentas. La situación funcionaba a favor del gobierno porque la opinión pública, cansada de que se prolongase tanto la investigación, empezó a sospechar que esto sucedía a causa de las intenciones del conde de San Luis, que quería ensombrecer los abusos cometidos (El Heraldo, 13, 18 y 21 III 1851).
El autor del desconcierto fue Bravo Murillo, quien quiso, cuanto antes, apartar de la escena política a su ex alumno y amigo. A favor esta interpretación, hablan no solo las palabras del mismo Sartorius, sino también las opiniones de testigos verídicos de la época, como Antonio Pirala y Modesto Lafuente. Ellos aseguran que el análisis de las cuentas y facturas emitidas por los trabajos efectuados al construir el Teatro Real no dejan dudas acerca de si la actuación del gobierno fue legal (Lafuente 1882 VIII: 540; Pirala 1875 I: 576). Una opinión similar presentó un diplomático que viajaba por España en la primera mitad de los años 50 del siglo XIX. Escribe que las acusaciones dirigidas en contra de Sartorius, relacionadas con la financiación del Teatro Real, eran el resultado de pugnas de partidos, ambiciones personales y luchas políticas contra él ([Anónimo] 1904:68, 430).
Eso no significa, por supuesto, que el gran gobierno de Narváez no hubiera cometido ninguna falta. Sartorius, al enterarse de eso, se dirigió a la junta del Teatro con la correspondiente orden de verificación. No obstante, como consecuencia de su dimisión no llegó a vigilar el cumplimiento de su realización. Los descuidos aparecidos se justifican acertadamente como resultado de las prisas con las que actuaban los ministros. Fueron ellos quienes tomaron la decisión sobre la finalización de la construcción del Teatro en medio año, sabiendo que durante 32 años ningún poder había sido capaz de llevarla a cabo. Tuvo que actuar realmente con rapidez, ya que no tenía tiempo para verificar la solidez de los cálculos (Defensa del Conde 1853: 58-59).
Esta afirmación corresponde a la opinión de Sartorius, que en una carta confidencial a Narváez confesó que por la dinámica de las obras en el Teatro se descuidaron algunas formalidades, dando un pretexto así a las “insinuaciones pérfidas, murmuraciones y hablillas”.
Cuando el 19 de septiembre de 1853 se anunció el nombramiento de Sartorius para ser primer ministro, su reputación estaba tan debilitada que, citando al embajador de Inglaterra Lord Howden, estaba considerado como un hombre “con gran talento” pero “con gran inmoralidad política” (Kiernan 1970: 34-35).
La acusación más importante contra el conde de San Luis y sus allegados (polacos) estaba relacionada con la corrupción y el enriquecimiento ilegal. No se puede descartar del todo esa acusación. Lo que pasa es que nadie, hasta hoy en día, ha hallado pruebas convincentes. Si durante la vida del conde no fueron encontradas pruebas evidentes, eso significa que la escala de fraudes cometidos por su persona no fue tan importante como se decía. Es poco probable que supiera borrar las huellas con tanta eficacia. Ahora bien, es imposible llegar a la verdad por la ausencia de fuentes verificables. La parte más importante de la documentación fue destruida a tiempo y la que se salvó contiene muchas incoherencias. No sabemos juzgar con certeza si participaba en las controvertidas concesiones para la construcción de ferrocarriles que se realizaban durante los gobiernos del conde de San Luis.
El convencimiento sobre la enorme envergadura de la corrupción de los gabinetes en los que actuaba Sartorius era tan fuerte que ensombreció otra de las polémicas, el origen de sus riquezas. Por eso nunca surgió el mito sobre la fabulosa fortuna del conde, más bien el convencimiento de que llegó a su fortuna de una manera deshonesta. Nadie se esforzó en calcular sus pertenencias materiales. Recordemos que al mismo tiempo conseguía dinero por vías legales, como por ejemplo por su actividad bursátil o guardando parte de sus ganancias. El conde se aprovechaba constantemente de las lagunas existentes en las leyes y las manejaba para su provecho, el de María Cristina y el de los miembros de sus camarillas.
Además, como hombre de origen humilde, si no hubiese realizado ese esfuerzo para buscar vías para encontrar fondos, no hubiera tenido las posibilidades de llegar a ser diputado ni de triunfar en el mundo de la política. Con total seguridad, no tenía un don de negocios similar al que poseían los protagonistas del drama en clave El arte de hacer fortuna (Rodríguez Rubí, Madrid 1845), basado en personajes como el banquero José de Salamanca y los duques de Riánsares. Por ese motivo, no actuaba por su propia cuenta en ese campo ni presentaba iniciativas, solo en su juventud se decidió a participar en transacciones más arriesgadas. Después de la repentina quiebra de su carrera política en julio de 1854, “generó fortuna” hasta el final de su vida solo con la ayuda de las personas de confianza del entorno de María Cristina y su marido. En sus últimos años, al tener la familia cada vez más numerosa y por sus dolencias de salud, sufrió una permanente falta de dinero.
La documentación relativa a su herencia demuestra no solo que no dejó ningún dinero, sino que arrastraba unas deudas que totalizaban 11.654 reales de velón, que su mujer tuvo que pagar durante años tomando prestado el dinero de sus conocidos y vediendo los bienes que no estaban bajo las leyes hereditarias. Las deudas eran el resultado de los créditos que había pedido para las obras de restauración y construcción de sus propiedades y para la educación de sus hijos. El análisis del presente documento contradice la opinión de que fuese dueño de una fortuna descomunal.
Asimismo, la conclusión es la siguiente: desde que abandonó Sevilla y empezó a trabajar como periodista en Madrid, Sartorius creó su fortuna partiendo de cero. Primero, fue su necesidad de ser un ciudadano completo y poder entrar en el grupo de electores. Luego, sucesivamente multiplicó esa fortuna pensando en su carrera política y en lograr los puestos políticos más destacados del país. En los tiempos de la Década Moderada, cuando ejercía el cargo de ministro y de Presidente del Consejo de Ministros, su fortuna tuvo que ser significante. Sin embargo, aunque crecía constantemente, gastaba mucho en ropa, cosméticos, carrozas, sirvientes, etc. Una pérdida importante fue su casa, que fue destruida durante la revolución. Tras haber sido relegado del poder, hecho que ocurrió mientras formaba una familia, perdió sus fuentes de ingreso y, con ayuda del duque de Riánsares, tuvo que buscar nuevas salidas. Su ambición pasaba por rara su familia una comodidad que le permitiese mantener su estatus de familia condal.
En esa época sus gastos aumentaron de manera significativa y al mismo tiempo disminuyeron sus ingresos, por lo que tuvo que pedir créditos y vender gran parte de sus bienes. Más motivos para las acusaciones las proporcionó el hecho del brutal cierre de la Corte por un tiempo indefinido debido al rechazo por parte del Senado del proyecto de la ley sobre concesiones para la construcción del ferrocarril (9 de diciembre de 1853). Aunque la reducción de los mandatos del parlamento en la época de los gobiernos de los moderados no era nada del otro mundo, en este caso particular todo sucedió como consecuencia de la complicidad entre Sartorius y María Cristina. Pensó que, a cambio de forzar dicha ley, la reina madre protegería a su gabinete de la resolución. Por si fuera poco, para calmar a la oposición el Presidente del Gobierno se comportó como un dictador y ordenó arrestar a los senadores opositores.
Las esperanzas del audaz Presidente de Gobierno resultaron ilusorias. El estallido de la revolución, en julio de 1854, influyó negativamente en sus planes profesionales y personales. Alrededor de los segundos rondaban ya varias conjeturas desde hace algún tiempo. Se casó durante la sublevación. ¿Por qué decidió dar ese paso en una situación tan dramtica?
Era un hombre bien parecido y se relacionaba con mujeres hermosas. No tenía fama de seductor y le eran ajenos los escándalos de corazón, pero la opinión pública, atenta a su vida personal de soltero, se interesó por las informaciones sobre su cambio de estado civil. En 1848, en la prensa, apareció la noticia sobre el planeado matrimonio del ministro del interior de aquel entonces con la viuda del coronel Fulgosio (Correo de Madrid, 20 XI 1848; El Barcelonés, 23 XI 1848), es decir, con la hermana de Muñoz (Rivas 1960: 26-28). El asunto terminó sin un final posible. Se especuló también que, por la amistad que les unía y por el respeto que se tenían, los duques de Riánsares le ofrecieron la mano de una de sus hijas (Diego Sevilla 1960: 65). Pero también esta vez el conde iba a negarse a contraer el matrimonio, tal vez por precaución, para no provocar nuevas conjeturas respecto a su relación con los Muñoz.
Cuando el poder estaba en manos de Roncali y Lersundi y desde sus gabinetes, los enemigos políticos de Sartorius desprendían rumores sobre las supuestas transacciones matrimoniales del conde. Subrayaban que se trataba de millones los que le ofrecían al líder de Polonia las adineradas familias madrileñas pertenecientes a los gremios de conocidos capitalistas (Defensa del Conde 1853: 71). Las causas de su tardío matrimonio en 1854 se explican, por un lado, por la espera para encontrar una mujer adecuada y, por otro, como consecuencia de su dedicación al trabajo y falta de tiempo para la familia. Para comprobar que a la hora de elegir a su futura esposa se servía más bien de la razón que del corazón, que sirva el hecho de que su comprometida era la prima del líder de moderados, María de los Remedios Chacón y Romero de Cisneros, conocida en la familia como Remedios. Al contraer matrimonio con esa mujer quiso confirmar la lealtad hacia Narváez como su protector, dejando de lado el hecho de que éste le hubiera traicionado en los tiempos de la revolución. Pensó que de este modo conseguiría su aprobación y confianza. Las circunstancias alrededor de este matrimonio son inusuales y poco esclarecedoras, lo que hace más difícil una correcta reconstrucción.
Según consta en los documentos de herencia y la partida de matrimonio de la parroquia San Sebastián en Madrid28, la boda se celebró el 25 de agosto de 1854, es decir, apenas tres días antes de la huida del conde a Francia. Uno de los dos testigos de la ceremonia fue un amigo del novio de la época de El Heraldo, Juan Gaya, diputado en el Congreso, cortesano de Isabel II a principios de los 50 y agente secreto de la reina madre. Este hecho confirma que María Cristina mantenía una gran cantidad de espías alrededor de su hija y que Sartorius pertenecía al círculo cercano de personas en el que los duques de Riánsares depositaban una gran confianza. El lugar de la boda fue un edificio de la calle Prado, número 33.
En la documentación de la parroquia de San Sebastián leemos que era propiedad de la pareja que contraía el matrimonio. De esta forma, lo que podemos pensar es que se trataba del piso de la novia, ya que la casa del novio había sido saqueada durante la revolución. Sartorius fue perseguido, se escondía y no podía presentarse en el altar de la iglesia, aunque lo deseara. Merece la pena recordar que los novios no tuvieron la oportunidad de finalizar las formalidades porque la inscripción del sacramento se realizó en el libro de bodas de dicha parroquia en 1860.
Probablemente, esta sea la causa de que no haya sido registrada por ningún historiador. A nadie se le ocurrió que podía figurar en otro sitio. La noticia sobre la boda se difundió en Madrid unos días después, cuando Sartorius estaba ya en territorio francés. La prensa informó de que antes de haber abandonado Madrid el conde ofreció su soltería a la viuda del coronel y senador Antonio Álvarez de Tomás (El Barcelonés, 6 IX 1854). El testamento de Remedios confirma que Sartorius fue su segundo marido. De su primer matrimonio, contraído el 10 de octubre de 1842, tenía un hijo, Julio Álvarez Chacón, nacido el 27 de julio de 1843.
En el futuro sería general de brigada y participaría en la guerra contra Estados Unidos en Cuba, en 1898 donde moriría un año después. Sabemos también que Remedios, al igual que Luis José, tenía sus orígenes en Andalucía. Nació en Antequera, en la provincia de Málaga, en el seno de una familia aristocrática. Sus padres fueron Rafael Chacón y Urbina, marqués de Zela, barón de Santisteban y, por nombramiento real, senador vitalicio, y María Amparo Romero de Cisneros y Nagüens.
Los motivos de la boda a escondidas del primer ministro, a la luz de las inquietudes revolucionarias que agitaban al país, no son del todo conocidos. Con total seguridad, el novio sentía una gran incomodidad por las circunstancias de este acto solemne. No sabía que el destino ya le tenía preparado un nuevo guión bajo el título de “La huida a Francia” y “El viaje de bodas”. Serían los menos documentados y al mismo tiempo los más pintorescos y excitantes momentos en su vida.
Aparte del episodio de la boda, no hay indicios sobre qué hacía y dónde permanecía Sartorius durante la revolución. A la luz de los informes de un diplomático alemán anónimo, residente en aquel momento en Madrid, existen varias versiones en torno a este asunto. Era sabido que en el momento del estallido de los disturbios los miembros del gobierno, al presentar su dimisión, se encontraban todavía en el Palacio Real. Al día siguiente, tras una noche de escenas dantescas acompañadas del destrozo de las propiedades que los extremistas acumulaban en sus residencias, el autor del informe se dirigió a ver estos lugares y se percató de que nadie sabía decirle con certeza qué había pasado con los dueños de las casas ni a dónde se habían escapado las familias que las habitaban. Pronto llegó la información de que se habían escondido en los edificios de las embajadas de Austria y Francia. Se comentaba que la mayoría, unas sesenta personas, se aprovechó de la generosidad del embajador francés, el marqués Turgot, con el que mantenían relaciones amistosas. La elección de la sede de la embajada de Francia se decidió, basándose en su localización, porque colindaba con el palacio (Tygodnik Petersburski, 3/13 1854). Se escucharon otras voces, de menor credibilidad, que decían que Sartorius permanecía en las proximidades de su casa en la calle Huertas (Gazeta Lwowska, 23 VIII 1854) o, incluso, que junto a sus ministros y el banquero Salamanca, aprovechándose de la oscuridad de la noche, cogió un tren y se fue en dirección desconocida (Tygodnik Petersburski, 30 VII 1854 y 11 VIII 1854).
Todavía el 28 de julio, 28 días antes de abdicar el “gobierno de Polonia”, como se denominaba al gabinete de Sartorius, y al mismo tiempo el día en el que el general Baldomero Espartero oficialmente cogió riendas de un nuevo gobierno comenzando el periodo de dos años del gobierno de los liberales radicales (Bienio Progresista), nadie estaba seguro de lo que pasaba con el presidente de gobierno y con sus ministros que habían dimitido. Se creía que el conde de San Luis, con Calderón de la Barca (ex Secretario de Estado), aún permanecía en la cerrada y bien protegida embajada francesa; Jacinto Félix Domenach (ex Ministro de Hacienda) estaba en el palacio de la reina; el conde de Quinto (Gobernador de Madrid) en la delegación portuguesa; y Roca y Tagores, marqués Molins (ex Ministro de Marina) en casa de sus amigos. Se anotó también que el marqués de Salamanca, según personas bien informadas, se había escapado vestido de aguador. Se supone que lo mismo hicieron las hijas de los duques de Riánsares, que se dirigieron hacia la frontera portuguesa vestidas de campesinas, bajo la custodia de un individuo no identificado.
El pueblo, aturdido y deseoso de venganza, no quería conformarse con la huida del objeto de su ira, el “gobierno polaco” y su protectora María Cristina. Reclamaba justicia y dar cuenta de sus malversaciones financieras. Se planeó presentar el caso en las Cortes en cuanto reanudaran su funcionamiento (Tygodnik Petersburski, 10/22 VIII 1854). En las puertas de la ciudad se colocó a guardias que controlaban a cada persona y a todos los vehículos, hasta los funerarios, con apertura de ataúdes incluida. Parecía que no había la menor posibilidad de que la reina madre se escapara del palacio que, a su vez, estaba bajo una protección excelente, ni que hicieran lo mismo los miembros del gobierno dimitido huyendo de la embajada francesa (Tygodnik Petersburski, 13/23 VIII 1854). A pesar de establecer todos estos medios de vigilancia, a las siete de la mañana del 28 de agosto, María Cristina, junto a su marido, abandonó el palacio y en una carroza descubierta y protegida por una escolta, se dirigió hacia la frontera con Portugal (Burdiel 2004: 393). Cuando se difundió la información, la gente salió a la calle profiriendo gritos en contra de la reina madre, a la que calificaban de traidora.
La ira de los habitantes de la capital iba en aumento porque, junto a los Muñoz, se marcharon el conde de San Luis y sus antiguos colaboradores. Estos se dirigieron en dirección a la frontera francesa. Todos iban disfrazados y debidamente caracterizados. El pelo rubio lo colorearon de negro, con un cuchillo se cortaron la barba y el bigote y se pusieron ropa “muy rara”.
El autor del informe los compara con los amantes que van al baile en busca de aventuras amorosas. La suerte le acompañó, porque no fue reconocido. Probablemente fue gracias a la buena caracterización y al hábito de monje que llevaba puesto encima. Cuando se metió ya en la carroza que le iba a llevar a Francia no fue reconocido ni siquiera por sus compañeros de viaje. Uno de ellos, don Fernando de Souza, marqués de Guadalcázar, no dejaba de culpar al gobierno de Sartorius de todos los males.
Le hacía responsable incluso de la sequía que había invadido el campo. Tan grande fue su sorpresa cuando al pasar la frontera francesa se percató de que su silencioso vecino de compartimento ¡era el ex Presidente del Consejo de Ministros! (Bermúdez de Castro y O’Lawlor, Marqués de Lema 1927: 160-161).
La carroza que transportaba al conde de San Luis y a sus compañeros cruzó con fortuna la frontera española con Francia y el 20 de septiembre llegó a las puertas de París (Tygodnik Petersburski, 17/29 IX 1854). A partir de ese momento desaparecieron las huellas sobre sus pasos. Por lo menos en la prensa. Hasta que, a finales de febrero de 1855, llegó a Madrid la sensacional información de que el barco de vapor en el que iba con su mujer de Marsella a Civitavecchia, se había hundido durante una tormenta a mar abierto. Así, se llegó a la conclusión de que no tenía ninguna posibilidad de salvarse y de que había muerto con total seguridad (Correo de Madrid, 24 y 26 II 1855).
La información pronto fue desmentida pero sin ofrecer la explicación de lo acontecido (Correo de Madrid, 27 II 1855; El Correo Universal, 1 III 1855). Para conocer los detalles resulta útil ver la carta de Sartorius al duque de Riánsares datada el 17 de febrero en Nápoles. En ella se puede leer que alrededor del 24 de enero el conde partió de París hacia el sur de Francia. Allí visitó Marsella, Tolón, Niza y el reino de Cerdeña en Génova, donde embarcó con destino a Livorno. Durante el recorrido, sufrió mareos pero a pesar de eso, tras llegar a Livorno, se sintió con suficientes fuerzas para visitar el puerto y hacer una escapada a Pisa. Además, se arriesgó y embarcó en una gran nave de vapor bajo bandera inglesa dirigiéndose a Nápoles.
Pensaba que en un barco grande y moderno llegaría a salvo a su destino. Pero se equivocó. La causa del dramático destino de la tripulación fue una desafortunada decisión del capitán, que levantó el ancla cuando hacía muy mal tiempo y mantuvo a los pasajeros a bordo en el pleno mar tres días y noches, mientras que el recorrido en condiciones normales duraba no más de 22 horas. Después de llegar al puerto de Nápoles los afortunados supervivientes criticaron la frivolidad del capitán. Ese fue aquellos días el tema número uno en las conversaciones en la ciudad, pero como no hubo víctimas mortales el asunto pronto se calmó.
A la luz de la carta analizada se puede ver que la prensa presentó una información equivocada, no solo en cuanto al hundimiento del barco, sino también en cuanto a su recorrido. No era el tramo Marsella-Civitavecchia, sino Livorno-Nápoles. No sabemos con seguridad si, conforme con lo que se publicó en la prensa, a bordo del barco estaba la mujer del conde, puesto que no hace ninguna referencia al respecto. Además, al narrar los acontecimientos usa el singular, y en plural solo se refiere al hablar de la tripulación. En todo caso, el viaje al sur de Italia lo hicieron juntos.
Desconocemos el motivo exacto de la escapada a la península itálica, pero la descripción del evento parece sugerir que era el viaje de bodas. Los alrededores de Nápoles les encantaron a los recién casados, sobre todo porque, como andaluces, encontraron allí muchas similitudes con su tierra natal (la historia de esas tierras que en su momento pertenecieron a España, el clima, las costumbres, la cultura y la arquitectura). Todo eso hace “que no me sienta mal de ánimos después de tantas tormentas”, como relataba a Muñoz. La palabra tormenta hay que entenderla como borrasca, pero también como contrariedad del destino, especialmente teniendo en cuenta la desastrosa derrota a causa de la revolución de 1854. En Nápoles, el conde evidentemente buscaba calma y reposo.
De la prensa y de las cartas recibidas de los pocos fieles amigos que le quedaban se entera de la situación en España, pero estaba tan cansado de la política que ya no le provocaba ningún interés. Su deseo de irse a Nápoles tenía que ver con su apego a María Cristina, que era originaria de esas tierras. Confesaba a Muñoz que vagabundeando por estas “bellas tierras” no dejaba de pensar en la reina madre porque todo a su alrededor le recordaba a su persona. Sentía mucho que por razones personales, el mal tiempo y la enfermedad de Remedios no pudiera visitar Sicilia, donde había nacido la reina madre. Su deseo era también encontrarse con el emperador del Reino de las Dos Sicilias, Ferdinando II, hermano de María Cristina, pero no se atrevió a llevar a cabo esa idea. La falta de valentía la justificó con esta sentencia: “no quiero exponerme a una complicación diplomática”, subrayándola con pluma. Eso puede significar que como víctima de la revolución temía ser descubierto y, por consiguiente, el descrédito. El conde de San Luis escribió el 10 de marzo desde Roma otra carta al duque de Riánsares. Le informaba de que desde hacía diez días permanecía en la Ciudad Eterna, donde planeaba pasar la Semana Santa y las Pascuas.
Por su parte, para poner en ridículo al último Primer Ministro de la Década Moderada, El Barcelonés ironizaba que éste había llegado a Roma con sus polacos en Semana Santa para expiar y pedir al Papa la absolución de los pecados cometidos cuando ejercían el poder. A finales de mayo el conde de San Luis volvió con su mujer a París y luego a Madrid, donde siguió con su actividad política. Aparte de ser un agudo observador de la escena política española, fue también diputado de las Cortes, Presidente de la Cámara de los Diputados (en 1867) y, nombrado por Isabel II, embajador en Roma. No es verdad, entonces, y como mencionan varios historiadores, que después de 1854 acabara su carrera política (Vilches 2007: 375). Tuvo la ocasión incluso de volver a ocupar un puesto ministerial, pero al tener una familia numerosa (con Remedios tuvo ocho hijos) y serios problemas de salud, no se decidió a dar el paso.
La figura de Sartorius quedó hasta el final llena de misterios e incógnitas. Hasta hoy, los historiadores se equivocan incluso con el lugar de su muerte, empeñándose en que fue en Madrid. Sartorius murió en Sevilla el 22 de febrero de 1871 a las 9 horas y 15 minutos de la mañana. Para comprobar que fue Sevilla el lugar de su fallecimiento sirve la inscripción en el libro correspondiente en la parroquia de San Lorenzo, donde tuvo lugar el funeral. También lo atestiguan los documentos hereditarios y la prensa sevillana. En los primeros leemos que la causa del fallecimiento fue la podagra (ataque agudo de gota), del que dio testimonio el médico Joaquín Palacios. Visitó al enfermo en la casa ubicada en la calle las Palmas, 6935.
Con total seguridad no era la casa de Sartorius ni de ninguno de los miembros de su familia. Es probable que perteneciera a algún conocido del conde y que él viviera allí gracias a su cortesía o alquilara las habitaciones para su estancia en Sevilla. Los diarios de Sevilla presentaron el obituario de Sartorius invitando a la gente, en nombre de su mujer y de sus hijos, a la ceremonia funeraria (La Andalucía, 23 II 1871; El Porvenir, 26 II 1871). El funeral tuvo lugar el 26 de febrero a las 11 horas en la parroquia de San Lorenzo. Sus restos fueron depositados en la cripta de la capilla de la Inmaculada Concepción. Junto a su familia más cercana, el conde de San Luis fue despedido por 97 sacerdotes y los miembros de la Hermandad de San Pedro.
En los periódicos capitalinos no apareció ni la menor mención sobre el acontecimiento. Probablemente, sería distinto si hubiese muerto en Madrid, pero tampoco era de esperar un alcance excesivo. Mientras tanto, como informó La Andalucía, había llegado a Sevilla en busca de un mejor clima (La Andalucía, 23 II 1871), puesto que durante el invierno en la España central suele hacer frío. La falta de interés por la muerte de un hombre que desempeñó los cargos más altos en el país hay que buscarla también en su condición política conservadora y en el apoyo a los Borbones. Cuando murió, la corona española estaba a disposición de los Saboya, con Amadeo I de Saboya al mando, mientras que el gobierno lo formaban representantes de la corriente progresista y democrática del liberalismo. Para el nuevo poder Sartorius era innecesario, por no decir incómodo. Todo indica que Sartorius no esperaba sufrir una muerte repentina. Es verdad que llevaba tiempo enfermo, pero como se puede leer en las cartas a Muñoz seguía creyendo que se recuperaría. Además, no preparó testamento ni dejó ninguna disposición al respecto. Según la documentación heredada, tampoco dejó dinero. Los gastos del entierro, las oraciones solicitadas y la misa fueron pagados por Remedios con préstamos solicitados para la ocasión.
Es probable que de ese mismo modo financiara el embalsamamiento pagando 8.000 reales de velón, lo que confirmarían los recibos presentados durante la declaración de la herencia. No sabemos quién fue el instigador de la idea. Supuestamente la propia Remedios y el círculo de amigos más próximos del conde, aquellos que le fueron fieles hasta el final. Lo que sí es cierto es que el embalsamamiento del cuerpo de Sartorius tenía como motivo construirle más adelante un sepulcro. En el documento analizado leemos que con la realización de la idea se deseaba consagrar la memoria del conde de San Luis y que su familia ganara buena fama. Según lo deseado por los que propusieron esta idea, el sepulcro recordaría los méritos de Sartorius con su patria. Excluyendo su labor como mecenas, durante su vida no gozó de buena opinión.
En su imagen influyó, antes que nada, el hecho de estar al frente del gobierno que cerró el periodo de diez años de gobierno de los moderados. En opinión de muchos, fue consi- derado culpable de las injurias cometidas por sus antecesores. Gran importancia en ese specto tuvo su buena relación con la odiada María Cristina y su marido. Los intentos emprendidos por Sartorius para rehabilitarse a ojos de los políticos y la opinión pública no trajeron resultados, por lo que se sintió incómodo hasta el final de sus días. La injusticia del destino y la ingratitud por parte de sus compatriotas fueron creciendo con el paso del tiempo, sobre todo después de la muerte de Narváez en 1868.
No entendía el motivo por el que se menospreciaba su compromiso político, incluso del posterior 1854, o cuando estaba librado de la corrupción y trabajaba por el bien del país. Todas sus propuestas, pronósticos o advertencias fueron permanentemente rechazado. La intención de levantar un suntuoso sepulcro, hay que descifrarla como un acto de determinación por parte de los benévolos con Sartorius. La misma intención dirigía a los que querían publicar una biografía dedicada a su figura, algo que finalmente no fue posible realizar.
Al final, el sepulcro fue construido, pero no provocó el efecto esperado, ya que hasta hoy para los historiadores y un español cualquiera Sartorius es visto como el “segundo Godoy”. Al principio, los restos del conde se depositaron en la cripta de la iglesia de San Lorenzo en Sevilla. Durante la renovación del santuario a finales del siglo XIX y a principios del XX, el ataúd con su cuerpo fue transportado a la isla de Cartuja, al Panteón de Sevillanos Ilustres.
En los años 90, a causa de las obras arquitectónicas en la Cartuja con motivo de la Expo, los restos de Sartorius fueron depositados en las catacumbas de la Iglesia de la Anunciación de la Virgen María, donde se creó un nuevo de Panteón de Sevillanos Ilustres. Se desconoce si al colocarlos allí se recordaba que sus orígenes eran de San Fernando o se tuvieron en cuenta sus vínculos con Sevilla, sobre todo durante el reinado de Isabel II. Fue uno de los pocos ciudadanos de esta ciudad que triunfó en la política y ejerció los cargos más destacados del país.
En todo caso, depositar el cuerpo de Sartorius en el Panteón favorece el convencimiento de que era sevillano, especialmente al estar en la misma cripta que otros ilustres sevillanos. El sarcófago del conde, elaborado con mármol claro al estilo neoclásico, está colocado en un pedestal rectangular en las proximidades del nicho de los hermanos Bécquer y de una de las principales literatas del Romanticismo español, Cecilia Böhl de Faber.
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