Infante de España.- |
Infante de España es un título con tratamiento de Alteza Real que se otorga en España a los hijos del rey y del príncipe de Asturias dentro de lo que se llama Familia Real. A diferencia de otras monarquías europeas en España solo el heredero de la corona es llamado príncipe, recibiendo el Principado de Asturias; los demás hijos del rey de España y los hijos de este príncipe o princesa de Asturias son llamados infantes o infantas de España por tradición histórica pero tratados como príncipes al recibir tratamiento de alteza real. Entre otras distinciones, los infantes tienen derecho a ser enterrados en el Monasterio de El Escorial, en el Panteón de Infantes. Los hijos de los infantes reciben el tratamiento de Excelentísimo/a Señor/a y honores de grandes de España. Tampoco son infantes los maridos de las infantas, que reciben el tratamiento de Excelentísimos Señores. Por otro lado, la legislación española le permite al rey, o en su caso a la reina, conceder dicho título, a su discreción y de forma excepcional, a personas dignos de tal merecimiento (infantes de gracia). Historia. En las monarquías hispánicas medievales, tanto la castellana y la leonesa como la navarra o aragonesa, todos los hijos de los reyes, incluidos los primogénitos, recibían el título de infantes o infantas. Sin embargo, a fines del siglo XIV, Juan I de Castilla, hijo y sucesor de Enrique II de Trastámara, al casar a su hijo primogénito, el infante Enrique —futuro Enrique III— con Catalina de Lancáster, nieta del destronado y asesinado Pedro el Cruel, creó el título de Príncipes de Asturias para la pareja, que en lo sucesivo fue otorgado a los herederos de la Corona, fuese cual fuese el sexo de estos. Por nacimiento, los hijos primogénitos de los reyes nacían infantes como sus hermanos, pero era en el momento de su designación como herederos por las Cortes cuando se convertían en Príncipes de Asturias. Lo mismo pasó en Navarra, cuando Carlos III el Noble creó para su nieto, el infante Carlos, hijo de su hija Blanca y del futuro Juan II de Aragón, el título de príncipe de Viana, con la idea de que dicho título fuese transmitido a los herederos de la Corona Navarra. Pero al ser conquistada Navarra por Fernando el Católico en 1512, el título del heredero de Navarra fue asumido por el heredero de Castilla y Aragón, aunque los Albret desterrados continuaron usando el título para sus herederos. Infantes de nacimiento. El único texto legal que regulaba la condición de infante de España, hasta 1765, era el de las Partidas, concretamente la ley I del título VII de la II partida, donde se dice «Infantes llaman en España a los hijos de los Reyes». La condición de infante se extendió, en fecha desconocida, a los hijos del príncipe de Asturias. Esto fue confirmado por un informe del consejo real en 1823. Hasta el día de hoy, sólo los hijos del monarca y del príncipe heredero son considerados infantes de nacimiento. Así quedó regulado en el real decreto 1368/1987, de 6 de noviembre, sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes, en su artículo 3. 1. Los hijos del Rey que no tengan la condición de Príncipe o Princesa de Asturias y los hijos de este Príncipe o Princesa serán Infantes de España y recibirán el tratamiento de Alteza Real. Sus consortes, mientras lo sean o permanezcan viudos, tendrán el tratamiento y honores que el Rey, por vía de gracia, les conceda en uso de la facultad que le atribuye el apartado f) del artículo 62 de la Constitución. Infantes de gracia. A partir del reinado de Carlos III, se estableció la tradición de conceder a los nietos del rey la condición de infante. Ésta figura se denominó infante de gracia. Excepto por la concesión del título de infante a Sebastián de Borbón y Carlos III de Parma, bisnietos de Carlos IV; y a Roberto I de Parma, tataranieto de Carlos IV, el resto de concesiones se hicieron sólo a nietos de reyes españoles. Los hijos de María de las Mercedes, a pesar de ser hijos de la princesa de Asturias, fueron creados infantes de gracia por real decreto y no adquirieron la condición automáticamente, como sí lo hacían los hijos del heredero cuando era un varón. La figura del infante de gracia también fue regulada en el real decreto de 1987 sobre los títulos de la familia real, citado anteriormente, también en el tercer artículo, con la diferencia que su tratamiento pasaría a ser el de «alteza», y no «alteza real». 2. Asimismo el Rey podrá agraciar con la Dignidad de Infante y el tratamiento de Alteza a aquellas personas a las que juzgue dignas de esta merced por la concurrencia de circunstancias excepcionales. Infantes por matrimonio. Mujeres La adquisición de la condición de infanta por la cónyuge ha pasado siempre de forma automática en los matrimonios dinásticos —cuando la mujer también pertenecía a una dinastía real— siempre y cuando contaran con autorización del monarca para la unión. La única excepción es cuando el matrimonio se daba siendo el infante ya rey de España. Entonces la consorte era reina, pero no infanta. Esta situación cambió con el Real Decreto de 1987 sobre los títulos de la Familia Real: se eliminó la condición de infanta por matrimonio. Dos casos únicos de infantas por matrimonio son los de la princesa Luisa de Orleans y María Luisa de Silva, I duquesa de Talavera de la Reina. Ambas se casaron con infantes a quién se había concedido el título por casarse con una infanta, y que habían quedado viudos. La princesa Luisa con Carlos de Borbón-Dos Sicilias, viudo de María de las Mercedes, princesa de Asturias; y la duquesa de Talavera de la Reina con Fernando de Baviera, viudo de la infanta María Teresa. Mientras que la princesa Luisa adquirió la condición de infanta después de su matrimonio, María Luisa de Silva no fue infanta hasta 1927, cuando Alfonso XIII le concedió la dignidad. Esta diferencia se debe a que la duquesa no pertenecía a ninguna familia real y el matrimonio, si bien autorizado, no fue dinástico. Hombres A partir de 1795, se dieron algunos casos en que el esposo de una infanta era creado infante. A diferencia de las mujeres, ningún hombre adquirió automáticamente la condición de infante tras el matrimonio, sino que eran creados infantes por vía de gracia mediante real decreto. |
Isabel Clara Eugenia. Isabel Clara Eugenia. Valsaín (Segovia), 12.VIII.1566 – Bruselas (Bélgica), 1.XII.1633. Infanta española, soberana de los Países Bajos (1598- 1621) y gobernadora de los Países Bajos (1621- 1633). Biografía Hija de Felipe II y de su tercera esposa, Isabel de Valois, fue la predilecta de su padre y gozó, según el embajador veneciano en Madrid, Matteo Zane, del “amor y la benevolencia entera de toda España” por su ánimo piadoso y religioso, por su virtud y su prudencia, cualidades que, en opinión del diplomático, la hacían merecedora de reinar. En 1569, con apenas tres años, era descrita por el secretario Gabriel de Zayas como “la más graciosa criatura que ha nacido en España, y tiene ya más autoridad que su padre en todo lo que hace”. Aprendió a hablar y a dar sus primeros pasos bajo la tutela de María Enríquez de Toledo, duquesa de Alba y marquesa de Coria, nombrada aya de la infanta en 1567, aunque por poco tiempo, pues renunció al cargo con la llegada de la nueva reina, Ana de Austria, siendo sustituida por María Chacón, marquesa de Sandoval. Su educación, sin embargo, iniciada a una edad temprana, estuvo, como la de sus hermanos, supervisada directamente por el Rey, quien se preocupaba tanto de su bienestar físico como de su aprendizaje, pues le aconsejaba que madrugara e hiciera ejercicio, y la corregía incluso los errores gramaticales que observaba en su correspondencia. Estudió la gramática de El Brocense a través de un sistema didáctico elaborado por Pedro de Guevara, donde el juego tenía un gran protagonismo, y desde niña sintió una enorme inclinación, que no abandonaría, por la escritura, la lectura —dominaba el francés y el latín—, la música —aprendió a tocar el laúd— y la caza; así como por el coleccionismo de obras de arte y de objetos curiosos, incentivado por Felipe II, y por las representaciones teatrales, desarrollándose en su entorno, por expreso deseo del Monarca, una academia o liceo al estilo de las que tuvieron la reina Isabel y la princesa Juana de Portugal, a cuyas reuniones asistían las principales damas de la nobleza y poetas como Luis Gálvez de Montalvo. La precaria salud y muerte prematura de sus hermanos varones la convertían automáticamente en la posible heredera del trono, lo que explica su presencia en medallas conmemorativas de la época al lado del Rey y del príncipe Felipe. Por este motivo su padre la mantuvo a su lado hasta el último momento, sin pensar seriamente en casarla, sobre todo después de la muerte de Sebastián de Portugal en la batalla de Alcazarquivir, que truncó las expectativas de un matrimonio deseado fervientemente por la reina portuguesa Catalina de Austria. Su presencia en la Corte adquirirá cada vez mayor importancia, sobre todo tras el fallecimiento, en 1580, de la reina Ana de Austria, cuarta y última esposa de Felipe II, ya que se hacía indispensable para la educación de sus hermanos menores, Diego, fallecido en 1582, María, fallecida en 1583 y, sobre todo, Felipe, el heredero desde 1582 —fue jurado como tal por las Cortes de Castilla en 1584—, pero también para desempeñar tareas de representación real, al menos durante la estancia del Monarca en Portugal. Partícipe de las confidencias y de las alegrías de Felipe II —en 1585 el Monarca irrumpió en plena noche en su cámara para comunicarle la noticia de la capitulación de Amberes a las tropas de Alejandro Farnesio—, en los años finales del reinado le asesorará en la toma de decisiones y será su abnegada acompañante, ocupando, cuando estaban en San Lorenzo de El Escorial, los aposentos llamados de la Reina, situados sobre el altar mayor, en el lado del Evangelio. Candidata al trono de Francia, a la muerte de su tío Enrique III, a pesar de lo establecido por éste en su testamento y de lo dispuesto en la Ley Sálica, que la excluía de la sucesión, en pugna con Enrique de Borbón, que finalmente fue entronizado, Isabel Clara Eugenia, a la edad de treinta y dos años, y cuando había perdido ya parte de su atractivo físico, al que no contribuía a realzar su atuendo, de “espeso paño negro”, recibió el 6 de mayo de 1598, como soberana los Países Bajos —en 1574 se había pensado en esta solución para atajar la revuelta de las provincias—, junto al archiduque Alberto de Austria, su primo, con quien contrajo matrimonio en Valencia el 18 de abril de 1599, una vez transcurrido el período de luto por la muerte de Felipe II, entrando solemnemente en Bruselas el 5 de septiembre de dicho año, después de atravesar Europa de sur a norte en jornadas festivas, como las que tuvieron lugar durante el viaje por el ducado de Lorena, y en otras de enorme riesgo físico por lo abrupto del camino. Su estancia en los Países Bajos entre 1599 y 1633, año de su muerte, no fue fácil, pero el conocimiento de los asuntos políticos adquirido de Felipe II contribuyó a superar los graves problemas a los que debió enfrentarse en esos años, interviniendo activamente en las decisiones adoptadas por su esposo, el archiduque, que tampoco carecía de experiencia, puesto que había sido virrey de Portugal. El primero de estos problemas, y el fundamental, fue la injerencia del rey de España en su gobierno, ya que éste se reservaba, en una serie de cláusulas secretas añadidas al “Acta de Cesión” de 1598, la defensa del territorio, la dirección de los asuntos exteriores y la posesión de Amberes, Gante y Cambray, no obstante la “independencia” nominal de los Países Bajos de la Corona española, visible en la supresión, en 1598, del Consejo de Flandes y de Borgoña, que había sido creado una década antes por Felipe II —se restablecerá en 1627—. Felipe III, aunque acató la decisión de su padre y aceptó, por tanto, la entrega de los Países Bajos a su hermana, procuró recuperar estas provincias desde el principio de su reinado, dada su privilegiada situación estratégica. La oferta que se hizo en 1603 al archiduque Alberto de abandonar el gobierno de los Países Bajos a cambio del Franco Condado, rechazado frontalmente por ser “contra su reputación”, o la posibilidad de que Isabel Clara Eugenia pudiera ocupar el trono de Inglaterra a la muerte de la reina Isabel I, como se planteó en Madrid, pretendían, aparte de otras consideraciones políticas, la reversión de los Países Bajos a la Corona española, sobre los cuales se disponía en Madrid de una detallada información a través del secretario de Estado y Guerra, Juan de Mancisidor, y del dominico Íñigo de Brizuela, confesor del archiduque, que actuaron de agentes secretos de Felipe III, y de la correspondencia cruzada entre Isabel Clara Eugenia y el duque de Lerma, valido del Monarca, a quien éste había encargado expresamente las relaciones con Bruselas. Aunque los archiduques trataron de establecer lazos de amistad con las potencias vecinas, fundamentalmente con Francia y los príncipes alemanes, luego con Inglaterra, sin olvidar Dinamarca y otros estados ribereños del mar Báltico, lo cierto es que su política exterior estuvo dirigida desde Madrid. La decisión de Felipe III de proseguir la contienda militar contra las Provincias Unidas, aprovechando el respiro de la firma de la Paz de Vervins con Francia, colocó a Alberto y a Isabel Clara Eugenia en una delicada posición: la presencia del Ejército español en su territorio, esencial para atacar desde sus bases a los neerlandeses, chocaba frontalmente con su deseo de proteger a sus súbditos de cualquier conflicto bélico y de fomentar la economía de los Países Bajos, muy deteriorada después de treinta años de guerra, con el derrumbe de su industria y de su comercio, así como con la huida de las principales casas de negocios hacia Ámsterdam, tras el saco de Amberes por las tropas de Luis de Requesens. Tampoco les favoreció la expansión militar y económica de los holandeses. La ocupación por éstos de Rheinberg y Grave contribuyó a que en Madrid se dudara de la capacidad militar del archiduque Alberto para conservar íntegro el territorio recibido, aún cuando fuera el primero en el combate y le alentara Isabel Clara Eugenia, presente también en el campo de batalla, por lo que se enviaron desde España a los Países Bajos más hombres y dinero y mandos mejor preparados. En 1602 Ambrosio Spínola llegó a Bruselas, con tropas procedentes de Italia, para sumarse a las del archiduque y poner sitio a Ostende. Finalmente, sería conquistado el 22 de septiembre de 1604 cuando en España, bajo los auspicios del duque de Lerma, se trataba de sustituir a Ambrosio Spínola por un general más experimentado, a pesar de que éste contaba con el apoyo incondicional de Isabel Clara Eugenia, descontenta con lo que estaba sucediendo en Madrid, pues además de no ser escuchados los archiduques tampoco eran consultados. Esta situación se puso de manifiesto con la aprobación del proyecto Gauna, un plan que estaba dirigido a obstaculizar la expansión comercial e industrial de las Provincias Unidas mediante la liberalización del comercio de los Países Bajos, estipulaba la obligación de que los cargadores pagaran un 30 por ciento de derechos sobre el valor de las mercancías en las aduanas y una fianza, cantidades que serían devueltas si los géneros eran descargados en un puerto de la Monarquía hispánica. Los resultados fueron muy perjudiciales para los intereses flamencos, pues lo único que propició el plan fue la descarga de las mercancías de Holanda en puertos franceses para conducirlas por tierra hacia España, y la promulgación en París de derechos extraordinarios similares a los decretados en Madrid contra las mercancías procedentes de los Países Bajos. En el gobierno interior, sin embargo, ejercieron un pleno dominio. El primer paso fue la creación de una Corte propia integrada por un séquito compuesto a partes iguales por españoles y flamencos, en el que se incorporaron individuos que habían estado al servicio de Alejandro Farnesio. Aunque la vida en palacio estuvo regulada por el ceremonial borgoñón, en estos primeros años la Corte adquirió un aire más festivo y brillante que en años precedentes, sobre todo en el período 1609-1621, como lo demuestran las recepciones a los embajadores, las fiestas cortesanas, los bailes, las representaciones de obras teatrales y musicales, las numerosas batidas de caza en los palacios de Tervuren, sede de la Corte, y en Mariemont, lugar de descanso de los archiduques, así como el patronazgo ejercido en el ámbito de las ciencias, las letras y las artes. Promocionaron la lengua y la cultura españolas, alcanzando la escuela de Salamanca una fuerte influencia, lo mismo que la literatura española, desde la mística hasta El Quijote, pasando por el teatro, que gozó de gran predicamento. Asimismo, fomentaron las manifestaciones literarias y filosóficas de sus súbditos, en particular las de los seguidores de Justo Lipsio, quien impartió a los archiduques, en la Universidad de Lovaina, una lección magistral sobre Séneca y los deberes y virtudes del príncipe, y, sobre todo, las artísticas, adquiriendo y encargando cuadros para su colección privada, integrada, además, por objetos procedentes de América y de Asia, o para regalar a sus parientes de España y de Alemania, a los principales pintores flamencos del momento: Pedro Brueghel el Joven, Jan Brueghel de Velours, Dionisio van Alsloot, Pedro Pablo Rubens, que se trasladó a Madrid con misiones diplomáticas, y sus discípulos, Anton van Dick, pintor oficial de Isabel Clara Eugenia entre 1630 y 1632, Jacob Jordaens y el jesuita Daniel Seghers. Desde el punto de vista administrativo, los archiduques instituyeron un Consejo de Estado en Bruselas, que venía a reemplazar al disuelto Consejo de Flandes con sede en Madrid, y en el que participó la aristocracia local, aunque ésta, siguiendo las pautas establecidas por Felipe II, fue progresivamente desplazada de los puestos principales del gobierno, siendo sustituida por hombres adictos procedentes de la pequeña y mediana nobleza y de la burguesía enriquecida, sobre todo en los parlamentos de las provincias. Por otra parte, y para atraerse a sus súbditos, en 1600 convocaron, por primera y última vez, los Estados Generales, donde se forjó un vínculo clientelar inspirado por Justo Lipsio y basado en un férreo absolutismo combinado con medidas descentralizadoras —reconocimiento de los privilegios de las provincias—, y donde se concedió a los archiduques una ayuda de 3.600.000 florines anuales a cambio de propiciar una política interior que favoreciera los intereses del país. Estas medidas se completaron en 1611 con la promulgación del Edicto Perpetuo, de obligado cumplimiento en el territorio, en el que colaboró el Consejo Privado y una serie de magistrados y juristas altamente cualificados, y que venía a refundir todo el derecho civil y criminal de las provincias. Paralelamente, emprendieron una política religiosa dirigida a garantizar el predominio del catolicismo, en la que tuvo un destacado protagonismo, como en otras partes de Europa, la Compañía de Jesús, cuya casa central se estableció en Amberes, y otras órdenes religiosas, entre ellas la del Carmen Descalzo, instalada en suelo flamenco en 1614. Para alcanzar su objetivo, los archiduques procedieron al aislamiento de las comunidades protestantes existentes, impidieron la propagación de su doctrina, reconstruyeron las iglesias destruidas por la guerra, fomentaron las vocaciones religiosas y multiplicaron los signos externos de la religiosidad. En este sentido, prodigaron las peregrinaciones a los santuarios de Hal, Montaigu y Laecken, a cuya Virgen encomendó Isabel Clara Eugenia los Países Bajos en 1623; menudearon las fiestas civiles y religiosas, con sus espléndidos desfiles y procesiones, renaciendo el Ommengang que cada domingo antes de Pentecostés salía de la iglesia bruselense de Notre Dame de Sablón, y que ha llegado hasta nuestros días; recobraron el esplendor del Gran Juramento de los Ballesteros, celebrado quince días antes de la Ascensión con fiestas y competiciones de tiro; introdujeron el culto a santa Teresa de Jesús, de la que eran muy devotos; obtuvieron del Pontífice el patrocinio de los Países Bajos sobre la iglesia romana de Santa Croce in Gerusalemme, convertida en 1612 por Pablo V en iglesia titular de San Alberto de Lovaina, lo que les igualaba a otros soberanos europeos; y persiguieron a las brujas y magos, renovando en 1606, 1608 y 1612 las Ordenanzas promulgadas por Felipe II en 1592 e inspiradas por Martín del Río, aunque no emprendieron ninguna “gran demostración” contra los herejes, a pesar de los requerimientos de Felipe III. El segundo paso importante dado por los nuevos soberanos fue el establecimiento de unas bases económicas sólidas con las que restaurar los Países Bajos y asegurar su futuro. A este efecto, fomentaron la ocupación de tierras abandonadas mediante concesiones gratuitas, la repoblación y mantenimiento de los bosques, muy diezmados a causa de la guerra y esenciales por el aprovechamiento de la madera para la industria y la calefacción, y la conservación de las zonas de pasto para el ganado. Por otro lado, emprendieron una reforma del sistema monetario a fin de dotarle de una mayor estabilidad: por las Ordenanzas de octubre y noviembre de 1599 se crearon nuevas piezas de oro y plata, se consagró el florín como moneda de cuenta y se estableció una normativa para las monedas de cobre, pero en 1612 se acometió una devaluación de las monedas de oro y plata para facilitar los intercambios comerciales. Simultáneamente favorecieron a los gremios, aumentando sus prerrogativas, pero sin menoscabo del control de las actividades económicas por parte del Estado, visible en la concesión de licencias para la explotación de la minería y, sobre todo, en una política mercantilista orientada a impedir tanto la exportación y la importación de ciertos géneros, no sin protestas —contra esta decisión se pronunció el anónimo autor del Discours sur le redressement de la draperie—, como la pesca en sus aguas a potencias extranjeras, lo que repercutirá favorablemente en una reconversión de la industria textil orientada hacia la exportación de artículos de alta calidad. En esta línea intervencionista se incluye también el establecimiento de tasas para controlar los tipos máximos de interés de los créditos, el fomento de las instituciones financieras como los Montes de Piedad —el primero fue fundado en Bruselas en 1618—, y la supresión de la lotería por considerarse una forma ilícita de obtención de capitales. Finalmente, impulsaron el Almirantazgo, formando en 1600 una flota de doce navíos, subvencionada a partes iguales por el Estado y empresarios particulares, para defender el comercio marítimo de sus súbditos y combatir a los holandeses. A la muerte del archiduque Alberto, acaecida el 13 de julio de 1621, los Países Bajos revirtieron a la Corona española, según se había estipulado en la cesión de Felipe II a Isabel Clara Eugenia y siempre que ésta no hubiera tenido descendencia, como así había sido, aunque seguiría al frente del Gobierno, ahora como representante del rey de España según las órdenes recibidas de Felipe IV por conducto de su embajador Alonso de la Cueva, marqués de Bedmar, y, por consiguiente, con unas atribuciones más limitadas. Este cambio, comunicado de inmediato a los súbditos, coincidió con las primeras operaciones bélicas de la Guerra de los Treinta Años y con el final de la Tregua de los Doce Años, que había sido firmada en 1609 entre Madrid y La Haya bajo los auspicios de la archiduquesa, partidaria de la paz con los holandeses por razones humanitarias —“no se puede andar cada credo cortando cabezas ni ahorcando”—, económicas, militares y políticas, pues, a su juicio, la guerra, de proseguir, no debería ser sólo defensiva, sino también ofensiva, lo que ni beneficiaría a los súbditos de los Países Bajos ni a Felipe III, que se vería en la necesidad de aportar grandes sumas de dinero para financiarla. Pero en 1621 Felipe IV inició de nuevo las hostilidades contra las Provincias Unidas, aconsejado por el “partido belicista” dirigido por Baltasar de Zúñiga y, a su muerte, por el conde-duque de Olivares, quejoso de la humillación que la “Tregua” de 1609 había supuesto para la reputación de la Monarquía, tanto como de las acciones holandesas en Asia contra las plazas portuguesas y de la penetración de sus mercancías en el mercado español. Isabel Clara Eugenia, cuyo conocimiento del arte de la guerra y de los asedios causó la admiración del embajador de Luis XIII de Francia en Bruselas, procuró por todos los medios a su alcance hacer más llevadero el conflicto a los súbditos de los Países Bajos y, desde luego, negociar una nueva tregua con las Provincias Unidas. A esta tarea se consagró cuando en octubre de 1624 recibió instrucciones de Madrid para indagar sobre la posibilidad de llegar a un acuerdo de paz con los holandeses, a fin de que la Corona tuviera las manos libres para afrontar una eventual ruptura de las hostilidades con Francia, pero sus esfuerzos fueron inútiles, porque el conde-duque de Olivares, ante los triunfos españoles de 1625 en Breda, Bahía (Brasil), Cádiz y Génova, exigió tales condiciones a La Haya que la República no pudo aceptarlas: tolerancia con los católicos holandeses, reapertura del Escalda, retirada de los territorios ocupados en las Indias y reconocimiento de algún tipo de soberanía española en las Provincias Unidas. El deterioro de la situación interna en los Países Bajos a causa de la guerra y la llegada a Bruselas en 1627 del marqués de Leganés con instrucciones para introducir la “Unión de Armas”, alarmó a la infanta, que resolvió enviar a Madrid al general Ambrosio Spínola para que mediara, a fin de acelerar las negociaciones de paz con Holanda, que se habían iniciado en Roosendal, aunque ahora las Provincias Unidas estaban poco dispuestas a llegar a un acuerdo, dada la fragilidad financiera de España tras la suspensión de pagos de 1627 y que la situaba en una débil posición negociadora frente a sus enemigos, que no dudaron en emprender campañas militares para recuperar el terreno perdido. Los años siguientes fueron de una gran inestabilidad. La idea del conde-duque de potenciar la guerra comercial y marítima contra los holandeses y de estabilizar el frente terrestre, relegando al ejército a una función defensiva, por lo que sus efectivos fueron recortados, a lo que se opuso Isabel Clara Eugenia, contraria a la guerra marítima y partidaria, en cambio, de la guerra terrestre, provocó una caída espectacular de las actividades industriales en los Países Bajos, cuyos productos debían ser registrados en Dunkerque para evitar el fraude fiscal y el contrabando. La firma de la paz en 1630 con Inglaterra, si facilitó la transferencia de plata española a los Países Bajos para el mantenimiento del ejército y reactivó la economía a corto plazo, resultó, a la larga, demasiado onerosa para Madrid y para los súbditos de Flandes por los excesivos aranceles aduaneros que debían pagar sus mercancías en los puertos ingleses. En el terreno militar, la reducción de efectivos y el trasvase, en 1632, de tropas acuarteladas en los Países Bajos al ejército español que combatía en Alemania contra Suecia fue aprovechado por los holandeses para iniciar una campaña militar que arrebataría diversas plazas importantes conquistadas anteriormente, entre ellas Maastricht, y parte del ducado de Limburgo, y daría aliento a la rebelión de un sector de la nobleza, encabezada por el conde de Bergh, que no tendría eco en la población, pero sí un gran impacto político, ya que Isabel Clara Eugenia convocó los Estados Generales. Éstos iniciaron rápidamente negociaciones de paz con Holanda, que Felipe IV no desautorizó, pero las exigencias holandesas fueron tan exorbitantes que, finalmente, fracasaron, causando un duro golpe a Isabel Clara Eugenia y a los Estados Generales, partidarios de la paz a cualquier precio, si bien obtuvieron algunas contraprestaciones de Felipe IV, entre ellas la sustitución de los funcionarios españoles por personal flamenco en el registro de las mercancías exportadas por los Países Bajos. La viudedad de Isabel Clara Eugenia y su deseo de tomar los hábitos de terciaria franciscana, que ya no abandonaría, ni siquiera en los actos oficiales y a pesar de las presiones de Madrid para que en tales ocasiones adoptara un aire más majestuoso, ensombreció algo la Corte de Bruselas, a lo que también contribuyó el estado permanente de guerra, pero sin llegar a perder del todo su esplendor, recobrado a partir de 1631 con la llegada de la reina madre de Francia, María de Médicis, de su hijo Gastón de Orleans y de su esposa Margarita de Lorena. Y aunque Isabel Clara Eugenia no participó en los festejos que ella misma organizó para sus huéspedes, la vida en palacio y en las calles de la capital adquirió un tono festivo y cosmopolita que los desastres bélicos no llegaron a eclipsar, como no eclipsaron su humor las pesadas tareas del gobierno, los apuros financieros y la incomprensión de Madrid hacia sus advertencias sobre la dura realidad de los Países Bajos y que ella misma juzgaba que debían ser, cuanto menos, atendidas, “por estar informada de ellas más que nadie”. A finales de 1630 el Consejo de Estado propuso a Felipe IV que su hermano, el cardenal-infante Fernando, fuese destinado a los Países Bajos, pero en 1632 el conde-duque de Olivares, que había sido en gran medida el artífice de esta propuesta, la desaconsejó, entre otras razones, por la presencia en Bruselas de parte de la Familia Real de Francia, por la escasa preparación del infante y “por no querer la Señora Infanta soltar las riendas de aquel gobierno, como legítima y dote suya”. Entre el 3 de mayo de 1632 y el 11 de abril de 1633 el cardenal-infante permaneció en Cataluña como virrey y capitán general, aunque su destino final fuesen los Países Bajos, según lo establecido en una pormenorizada “Instrucción” de dieciocho puntos, estando previsto que llegase a Génova en enero de 1633, que saliese hacia Milán en el mes de febrero y que alcanzase Flandes en los primeros días de abril. Pero Isabel Clara Eugenia no llegó a conocer en persona a su sobrino nieto ni a tener noticias del triunfo que éste obtendría frente a los suecos en Nördlingen en el mes de septiembre de 1634 y que hubiera compensado con creces la desazón que le causara la conquista, en 1633, de Rheinberg por las Provincias Unidas, una victoria que privaba a España del control de las comunicaciones entre Flandes y Alemania a través del Rin y del Mosa. Su fallecimiento, acaecido el 1 de diciembre de 1633 para alivio de Felipe IV y del conde-duque de Olivares, que veían así el campo libre para aplicar su ideario político sin molestas reconvenciones, concluía con una larga vida consagrada, desde su nacimiento, al servicio de la Monarquía española y, desde 1598, como soberana de los Países Bajos, a la paz en Europa. Bibliografía I. 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Casa de Borbón.
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Beatriz de Borbón (Beatriz Isabel Federica Alfonsa Eugenia Cristina María Teresa Bienvenida Ladislaa), (Palacio Real de la Granja de San Ildefonso (Segovia); 22 de junio de 1909 - Palacio Torlonia (Roma) el 22 de noviembre de 2002), fue infanta de España desde su nacimiento y princesa de Civitella-Cesi por su matrimonio en 1935.
Príncipe de Civitella Cesi es un título nobiliario pontificio creado por el papa Pío VII en 1814 a favor de don Giovanni Torlonia. El título hace referencia a Civitella Cesi, en el municipio de Blera, provincia de Viterbo; en la región del Lacio. Lista de titulares.
La Casa de Torlonia, los Príncipes de Civitella-Cesi, es el nombre de una familia principesca italiana de Roma que amasó una enorme fortuna en los siglos XVIII y XIX administrando las finanzas del Vaticano. El primer miembro influyente de la familia Torlonia fue Marino Torlonia (Tourlonias; 1725 - 21 de marzo de 1785), quien, de origen humilde en la región francesa de Auvernia , se convirtió en un rico empresario y banquero en Roma. Marino nació con el nombre francés de Marin Torlonias, hijo de Antoine Torlonias, comerciante y obrero. Su tío abuelo era párroco de Augerolles, quien le consiguió un puesto como ayudante de un influyente abad. Marin finalmente se estableció en Roma, donde se convirtió en comerciante de telas y prestamista cerca de la plaza de la Trinità dei Monti . Esto se convirtió en la base del banco familiar fundado por su hijo, Giovanni Torlonia . Giovanni, a cambio de su hábil administración de las finanzas del Vaticano, fue nombrado duque de Bracciano y conde de Pisciarelli por el papa Pío VI en 1794. En 1803, Pío VII lo nombró marqués de Romavecchia e Turrita y primer príncipe de Civitella Cesi. Fue nombrado, entre otros títulos, patricio romano en 1809, con la confirmación del papa el 19 de enero de 1813, y duque de Poli e Guadagnolo en 1820. Fue el constructor de la Villa Torlonia en Roma, entre otras villas del Palazzo Torlonia . Se casó con Anna Maria Chiaveri , de soltera Schultheiss , una viuda que provenía de una familia de comerciantes del sur de Alemania de la ciudad de Donaueschingen . Leopoldo Torlonia , nieto de Giovanni, fue alcalde de Roma desde mayo de 1882 hasta mayo de 1887. Su bisnieto, Marino Torlonia, heredó el título de cuarto príncipe de Civitella-Cesi, título que heredó de Augusto, su hermano mayor, en 1926. El título había pasado a Augusto de su tío abuelo paterno, Alessandro, hermano menor del abuelo de Augusto y Marino, Giulio. Marino se casó con la rica heredera estadounidense Mary Elsie Moore ; fueron los padres de Don Alessandro Torlonia, quinto príncipe de Civitella-Cesi , quien se casó con la infanta Beatriz de España , hija del rey Alfonso XIII (una de sus nietas es la princesa Sibilla de Luxemburgo); y de Donna Marina Torlonia di Civitella-Cesi , esposa del tenista estadounidense Francis Xavier Shields y abuela de la actriz estadounidense Brooke Shields . En Roma, las propiedades Torlonia comprenden: Palazzo Torlonia-Giraud en Via della Conciliazione ( rione de Borgo ), Palazzo Núñez-Torlonia en Via Condotti , cerca de la Plaza de España , Palazzo Torlonia en Via della Lungara ( rione de Trastevere ) y Villa Torlonia ( Villa Albani ) en las afueras de Porta Salaria . También eran propietarios del ahora demolido Palazzo Torlonia-Bolognetti cerca de Piazza Venezia . Prensa. La muestra ‘Los mármoles Torlonia’, el mayor acopio privado de arte antiguo.
Alejandra Ortiz Castañares, 24 de octubre de 2020 Roma. La exposición Los mármoles Torlonia: coleccionar obras maestras, una selección de 92 obras de entre 620 que conforman la colección Torlonia, abrió el 14 de octubre y permanecerá hasta el 29 de junio de 2021 en la Villa Caffarelli, nueva sede expositora de los Museos Capitolinos. Ésta es, según apunta el cocurador Salvatore Settis (junto con Carlo Gasparri), el mayor acopio privado de arte antiguo en el mundo, mismo que quedó inaccesible al público por decenios. Es la última de las colecciones principescas de Roma (siglo XIX) y de entre las más reconocidas a escala internacional desde entonces. La exhibición anticipa la creación de un museo permanente para la colección, en una sede aún por definirse, en acuerdo y colaboración con el Estado italiano. Los Torlonia eran una familia francesa de origen campesino. Marin Tourlonias (1725–1785) llegó a Roma acompañando a un prelado francés, como su servidor. Su enriquecimiento se inició cuando Marin, tras la herencia de un cardenal, puso una tienda de telas en la plaza de España y un pequeño banco anexo. Su hijo Giovanni (1754–1829) se dedicó a la actividad bancaria que, apoyada por el papado, convirtió pronto a los Torlonia en la familia más rica y poderosa de Roma de su tiempo. El rápido ascenso social necesitaba ser legitimado, y lo hicieron contrayendo nupcias con la aristocracia, comprando palacios, títulos nobiliarios (príncipes) y, naturalmente, creando una colección de arte no sólo antigua, sino contemporánea (incluso, por ejemplo, obras de Antonio Canova). La fiestas mundanas a las que asistía la aristocracia local y europea generaban estupor por la cantidad de obras en sus palacios. Stendhal lo recuerda en sus diversos viajes realizados a Roma entre 1802 y 1829, al decir que el palacio de los Torlonia, en plaza Venecia (destruido en 1901), brilla con todas las cosas bellas que el banquero más rico de Roma ha sido capaz de reunir. No por ello lo describió con un cierto desprecio como ex comerciante, que sólo tenía dos pasiones: el dinero y las artes (Promenades dans Rome). Pero lo que deslumbró al escritor francés era tan sólo la antesala de lo que llegó a ser la colección con Alessandro (1800–1886), hijo de Giovanni, fundador del Museo Torlonia (1875), ubicado en Trastevere en Roma. Pasados 10 años desde su apertura, el conservador Carlo Ludovico Visconti recordaba en el catálogo enteramente ilustrado con fototipos con cada pieza de la colección (publicación sin precedente), que no podía considerarse una persona culta en Europa quien no conociera la colección Torlonia. Aunque el acervo fue creado con un objetivo autocelebrativo, existió también, según argumenta Settis en el catálogo, un impulso cívico, educativo e incluso patriótico. La anexión de Roma al Reino de Italia en 1871, si bien completaba el proceso de unificación, fue desastrosa en términos de dispersión patrimonial. El mérito de la colección Torlonia fue que lo resguardó evitándolo. Muchas de las mayores familias aristocráticas se habían desplomado y sus bienes fueron vendidos a los grandes museos estadounidenses y europeos, donde hoy se encuentran. Italia no contó con una ley que lo impidiera hasta 1909. -Viaje al origen del coleccionismo- El acervo Torlonia está formado por retratos comunes (como El viejo) e imperiales, sarcófagos, estatuas de figuras mitológicas, animales y una sola estatua en bronce encontrada, como otras muchas piezas, en excavaciones arqueológicas en latifundios. El acopio estaba formado además y sobre todo, por antiguas colecciones que adquirió y salvaguardó, como: Albani, Giustiniani, Cavaceppi. La muestra, dividida en cinco secciones, lleva al visitante por un viaje cronológico inverso, ya que resalta su composición estratificada desde la parte más reciente hasta la última en el Renacimiento, como una matrioska. La colección Torlonia se conecta así con el origen mismo del coleccionismo. La última sala es la Exedra de Marco Aurelio; en los contiguos Museos Capitolinos han sido colocadas las estatuas en bronce ubicadas en el Laterano, y que el papa Sixto IV donó al pueblo de Roma (1471) en el Campidoglio. El papa lo utilizó para legitimar el poder del papado en la urbe al regresar de Aviñón, queriendo marcar simbólicamente la continuidad del poder con la antigua Roma. Este acto fundamental marcó el inicio del coleccionismo que antes de la caída de Roma no había tenido interés. El aumento paulatino de las piezas en el Campidoglio se cristalizaría en el nacimiento del primer museo público del mundo, fundado por el papa Clemente XII en 1734. Así se completa el viaje, en el que cada pieza permite no sólo un goce estético, sino la comprensión y diferenciación en el tiempo del coleccionismo y la restauración del arte antiguo italiano. |
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