Apuntes Personales y de Derecho de las Universidades Bernardo O Higgins y Santo Tomas.


1).-APUNTES SOBRE NUMISMÁTICA.

2).- ORDEN DEL TOISÓN DE ORO.

3).-LA ORATORIA.

4).-APUNTES DE DERECHO POLÍTICO.

5).-HERÁLDICA.

6).-LA VEXILOLOGÍA.

7).-EDUCACIÓN SUPERIOR.

8).-DEMÁS MATERIAS DE DERECHO.

9).-MISCELÁNEO


jueves, 30 de octubre de 2014

156.-Discurso de Emilio Castelar (I).-a

  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala ; Marcelo Yañez Garin; 

 ANA GONZÁLEZ HUENCHUÑIR 

Discurso de Alcira
1880-10-02 - Emilio Castelar

Señores: Las grandes emociones apenas caben, por lo mucho que concentran el corazón y el entendimiento, en la humana palabra. El entusiasmo, la gratitud, los efectos mayores de la vida resuélvense todos al fin y al cabo en amor, los amores, aun los más legítimos, así como necesitan del misterio y guardan algo profundamente secreto, prefieren a todas las amplificaciones de la más exaltada elocuencia, la expresión sublime de un religioso y estático silencio. Si quisiera mostraros mi gratitud, necesitaría, de seguro, abrirme el pecho y sacar de sus senos el corazón vivo, a fin de que pudierais sentir en vuestras manos todos sus estremecimientos. No siendo esto posible, porque Dios ha puesto hasta dentro de nosotros mismos distancia infinita entre el sentimiento y su expresión, poneos en mi caso durante estos dos meses de viaje por vuestras hermosas regiones, después de haber tenido que luchar a sangre y fuego con mis propios correligionarios y haber apurado tantas calumnias como yo he apurado; poneos en mi caso y oíd los vítores que yo he oído y presenciad los recibimientos que yo he presenciado, y recorred las calles y plazas de populosas villas y ciudades o los silenciosos espacios de aldeas, humildes y campos cuasi desiertos, viendo que todas las frentes se inclinan, y todas las manos se juntan, y todos los labios vibran al encontrar a quien sólo personifica la desgracia; sentid todo esto y decidme luego si no agotaríais los Diccionarios del mundo antes de obtener palabras tan expresivas como una de esas lágrimas que ahora detengo en mis ojos, y que vuelven al océano del alma para endulzar sus amarguras y serenar sus tormentas. (Ruidosos aplausos y profunda sensación). 

Brindemos, señores, por estas regiones bien hadadas; en mi sentir, las más hermosas del mundo; brindemos para que sus próxidos campos, los cuales evocan en su abundancia el paraíso llorado por la humanidad; para que sus inteligentísimos habitantes, los cuales contrastan cuantas faltas puedan atribuirles sus enemigos con una virtud verdaderamente excepcional, con la virtud del trabajo, encuentren a una los progresos materiales y morales indispensables, desde la seguridad hasta el cultivo y desde el cultivo hasta la ilustración, allá en los senos de esa segunda naturaleza de carácter moral, tan viva y tan fecunda como la naturaleza material; en el seno de la libertad. Señores, dígase lo que se quiera; desde mediados del siglo décimo-sexto en que la dirección política y científica del mundo pasó de los pueblos mediterráneos, de Italia, de Provenza, de Cataluña, de Valencia, de Andalucía, de todas nuestras regiones a otros pueblos; sí hemos ganado en leyes progresivas y en profundidad de pensar, en cambio hemos perdido aquellas instituciones proféticas, y aquel desinterés heroico, y aquellas aptitudes artísticas y aquel culto a la hermosura y al ideal que han dado sus mejores días a los anales de la historia y sus más espléndidos florones a la corona de la humanidad. Por eso, cuando yo veo que al pie del Olimpo surge nuevamente la antigua Grecia, la cual, muerta, hizo milagros como no los han hecho jamás vivas todas las otras naciones del mundo, la cual hizo el milagro del Renacimiento; cuando veo que la unidad se afianza en esa Italia, ayer esclava y dividida, hoy libre, patria escena de la religión y de la poesía; cuando veo la solidez de las instituciones republicanas en Francia, regocíjome porque veo en las lontananzas de lo porvenir, con las adivinaciones que da el largo estudio de la historia, brotar una confederación heleno-latina bajo estos cielos inundados de éther y sobre estas tierras compuestas de mármoles, confederación que a manera de la liga antifictiónica, de las ciudades itálicas, de vuestros municipios deslumbradores, engendre una democracia capaz de devolver a la tierra su antigua hermosura y de crear nuevas sociedades que, uniendo en su carácter sintético el amor natural a las tradiciones antiguas y el respeto de un pasado glorioso con el amor a la libertad, devuelvan a la inspiración todo cuanto le corresponde en nuestra misteriosa existencia, y despierten el consolador culto que en otro tiempo tuvimos a los ideales del arte. (Estrepitosos y prolongados aplausos) . 

Estáis colocados entre dos tierras de excepcional importancia; entre Cataluña, cuyas características son el trabajo y la política; y, Andalucía, cuyas características son el arte y la inspiración; sed su anillo de oro, uniendo sus cualidades distintas, y procurando compenetrarlas de las mismas ideas a fin de que realizen una hermandad intelectual y moral, principio de otras mayores hermandades futuras. (Ruidosos aplausos) . 

Brindemos por Alcira, por el respetable jefe de la democracia en Alcira, por las tres regiones mediterráneas, brindemos por Andalucía, por Cataluña y por Valencia. (Ruidosos aplausos, vivas, aclamaciones de adhesión) . 

Lo he asegurado antes, lo repito ahora, y nunca me cansaré de asegurarlos y repetirlo: indeleble gratitud quedará en mi alma por vuestros multiplicados obsequios, tan expresivos de hondo y espontáneo entusiasmo. Pero cometería una verdadera usurpación si los atribuyera en alguna suerte a mi persona y me ufanara personalmente con ellos; no los atribuye a la política que represento, y al empeño que he mostrado en fundar y extender una democracia verdadera, pero una democracia gubernamental, empeño del que no me apartarán la justicia, ni la calumnia, ni el odio, aunque dejaran de acompañarme en él vuestra decisión y vuestro entusiasmo. (Voces: Nunca, nunca) . Dicen los buenos moralistas católicos que en la fragilidad de su existencia, el hombre debe proceder siempre como si estuviera en la víspera de su muerte; y digo yo que, en la fragilidad de nuestra política, deben proceder los partidos como si estuvieran todos los días en vísperas de ser gobierno. (Grande aprobación) . Muy solo me he quedado, como estáis viendo (Risas) , a consecuencia de estas declaraciones, aquí, donde escritores, artistas, políticos, diputados y hasta ministros sólo saben hacer la oposición, pero así como el valor del general está en pensar, cuando entra en un combate guerrero, que más allá de morir no puede pasarle riada, el valor del estadista debe consistir en pensar, cuando entra en una empresa política, que no puede pasarle riada más allá de quedarse solo (Risas y aplausos) . Además, ¿es tan cierta esta soledad? Cuando comencé en las Cortes de la República deliberadamente a iniciar mi política, decíame cierto estadista leyéndome un horóscopo, que estaba destinado a ser, como un repúblico ilustre, senador vitalicio en una monarquía restaurada. La monarquía se ha restaurado y yo he ido a las Cortes de la restauración, no por mercedes ministeriales que jamás hubiera aceptado, sino por el voto de la ciudad más democrática de toda España, de la ciudad de Barcelona. Más imaginemos que la democracia entera desertara mi causa y dejase en abandono mi persona; pues yo sostendría la misma política; y si no en las Cortes, porque en tal caso no tendría electores, en la prensa nacional o extranjera, diría que la democracia no puede influir, que la democracia no puede prevalecer, que la democracia no puede gobernar, como no junte a los derechos naturales, al sufragio universal, a la libertad y sus organismos, al progreso y sus soberanos impulsos, al jurado, y sus prácticas, al espíritu moderno y sus instituciones, el contrapeso del orden o el respeto escrupuloso a todo cuanto hay de permanente en las sociedades humanas y de superior a la forma que revisten los Estados y a los aspectos que toma la política. (Vivísima adhesión) . 

Debo decirlo en verdad, porque tuve tan temprano entrada en la vida pública, que he podido contribuir a fundar la democracia en la oposición, a dirigirla en el Parlamento, a moderarla en el gobierno y rehacerla en la desgracia, nosotros, durante el primer período de nuestra propaganda, nos consagramos a fundar un partido de oposición, quizás impulsados del íntimo pensamiento, del cual apenas teníamos conciencia, impulsados del íntimo pensamiento de que estaba llamado a representar una antítesis y no una afirmación, la protesta más que el gobierno, el ideal más que la realidad. Así creamos y organizamos un partido grande, generoso, entusiasta, pronto a dar su oro y su sangre por las ideas; dogmático hasta la superstición; radical hasta la utopía; creyente hasta el martirio; tan numeroso que, en algunos días, rebosaba en los límites de nuestra patria, y tan entusiasta, que creía con una palabra remover las montañas; pero partido intransigente en su proceder, cuando solo a la conciliación y a la transigencia le están reservadas las victorias políticas; partido delirante por un número tal de ideas que no cabían en los días de este siglo, cuando sólo a la medida y a la serie le están reservadas las reformas; partido que sabía contender, que sabía morir, pero que no sabía gobernar; enamorado de una idealidad y, sediento de una gloria, que han de perderse por fuerza, en nación tan maltrecha como la nuestra, siempre que se llega a aplicar la vigorosa disciplina de la razón de Estado y a exigir a los conciudadanos los deberes, penosos que han de cumplir con las leyes, con la autoridad y con el gobierno. (Ruidosos y prolongados aplausos) . 

Así es que triunfamos y fuimos al poder, y como habíamos hecho de la oposición una necesidad, cuando no tuvimos contra quien esgrimir la oposición, la esgrimimos contra nosotros mismos; y espiramos cual esos seres efímeros que se evaporan con la gota de agua que los contiene; espiramos rápidamente, víctimas de una verdadera demencia. (Profunda sensación) . 

Yo evoco todos los días y a todas horas el año a los ojos de la democracia, para que aprenda en su recuerdo salubles y necesarios escarmiento. No puede decir que le costó entonces una revolución el poder. (Grandes aplausos) . Por voto de las Cortes, y de Cortes monárquicas, le obtuvo pleno y completo, como jamás lo obtuviera ninguna fracción del partido liberal en España. (Muchas voces: Verdad, verdad) . No puede decir que hubo resistencia ni contraste a sus aspiraciones; fuéronse primero del ministerio los radicales; nos fuimos luego los que representábamos la tendencia más conservadora de la democracia, y se quedó en el poder, rodeado de unas Cortes cuya elección presidiera, el representante de la doctrina federal, jefe del partido más avanzado que hay en España, en Europa, en la tierra, en ningún otro planeta. (Risas) . Pues contra ese representante fué, contra él tan sólo señores, la revolución cantonal. (Muchas voces: Verdad, verdad) . De suerte que cuantas más concesiones se hacían y más esperanzas se daban a la izquierda de nuestro partido, mayor empeño mostraba en aprovecharlas, no para el gobierno, para la revolución. (Ruidosos aplausos) . ¡Qué espectáculo, señores, qué espectáculo! Rota la unidad de la patria, relajados los lazos sociales, triunfantes la anarquía como jamás triunfara en ningún período de la historia por tan largo tiempo; en Málaga, resistencias desde el primer instante de nuestro gobierno, a obedecer la autoridad central y admitir la fuerza pública; en Barcelona, desarme de la guarnición e indisciplina militar, en Granada, lucha sangrienta entre los carabineros y el pueblo; en Cádiz, dictadura municipal: en Valencia, cantón presidido por los reaccionarios (grandes aplausos) , al cual no querían obedecer los castellonenses, que también se habían acantonado; en Alcoy, quema de fábricas, muerte de probos ciudadanos, mutilación hasta de los cadáveres inmolados por las iras de aquella muchedumbre; en Cartagena, los inmensos pertrechos de guerra, por los siglos acumulados en defensa de la patria, vueltos a aumentar la combustión desoladora de las guerras civiles; en el mar, la escuadra gloriosísima, ilustrada por las hazañas de nuestros mayores, a merced de quien quisiera apoderarse de ella, nacional o extranjero; en el Norte, en el Maestrazgo, en la montaña de Cataluña, en el bajo Aragón, las aves carniceras y nocturnas, que salen de los panteones del absolutismo y revolotean en torno de las pavesas de la Inquisición. (Ruidosos aplausos que interrumpen largo tiempo al orador) . En las Cortes, la minoría avanzada, que pudo salvarlo todo con actos de concordia, expidiendo diputados a las provincias en son de guerra, y obligando a la mayoría, en cumplimiento de un deber, a autorizar procesos sobre procesos contra los legisladores que violaban las leyes; en el extranjero, algún gobierno esperanzado con aprovechar para su engrandecimiento territorial, nuestras desgracias; y así, los corazones más patriotas, como mi corazón (estrepitosos aplausos, vivas a España) , sí, como mi corazón, heridos de desesperación, agonizaban con horror al sentir que les tocaba por un nefastísimo hado, presenciar la agonía de la patria, condenada por las cóleras y los errores de sus hijos, a convertirse en nueva Polonia, la cual no hubiera tenido, por ser suya solamente la culpa, ni los votos de los pueblos, ni la compasión de la historia, negados siempre a quien sucumbe por su mal en esos insensatos e imperdonables suicidios, (Ruidosos y prolongados aplausos que interrumpen algunos minutos el discurso) . 

Con resolución inquebrantable, yo me puse a la cabeza, primero como ministro, después como diputado, más tarde como presidente del Congreso, por último, como presidente del Poder de la República, yo me puse a la cabeza de todo el movimiento de reacción contra aquel caótico desorden. Como ministro, voté contra la disolución de la comisión permanente como diputado, apoyé al gobierno que castigó con mano fuerte al cantón de Valencia, y que llevó las armas de la unidad nacional a Córdoba, Cádiz, Granada y Sevilla. Como presidente del Poder Ejecutivo, restablecí disciplina militar, reorganicé el cuerpo de artillería, puse en vigor las antiguas ordenanzas del ejército, bombardeé a Cartagena, recabé los buques caídos en extrañas manos, saqué los 80.000 hombres de reserva, núcleo de las gloriosas legiones, a quienes debemos la conclusión de la guerra civil en Ultramar y en la Península. Uso, señores de esta forma sobrado personal, porque, puesto en moda renegar de ciertos antecedentes, y siendo ya en las impaciencias y en las agitaciones de muchos cuestión de responsabilidad más que de glorias todos aquellos actos, declaro solemnemente que respondo de todos y pido y pediré siempre su examen y su juicio. (Ruidosos y prolongados aplausos) . Yo combatí aquel movimiento poniendo a mi combate estas dos condiciones: 1.ª que no se había de usar en él ningún arma que no fuera estrictamente legal, y 2.ª que no se había de ir con él jamás contra las Cortes Constituyentes. En virtud de estos compromisos, voté por la sumisión a la comisión permanente el día 23 de Abril y en virtud de estos compromisos protesté contra golpe el de Estado del 3 de Enero, cayendo del poder con toda aquella legalidad a la cual defendí hasta su última hora, con desgracia, sí, pero con los recursos que tuvo a mano, y la defendí, primero por deber y después, por un presentimiento de que, entrando de nuevo, aunque fuese contra la izquierda de la Cámara en un periodo de pronunciamientos, iríamos a dar en grandes e irreparables catástrofes. (Ruidosos aplausos) . Por consecuencia, yo cooperé en aquellos días con todas mis fuerzas y en todos mis actos, a fundar una democracia, que tuviera aptitudes para el gobierno, unidas a vivos sentimientos de legalidad, como anuncié a la mayoría de aquella Cámara, cuando le dije en su última sesión que todas las exageraciones y todas las utopías y todos los federalismos habían quedado consumidos para siempre en las llamas de Cartagena. (Ruidosos y prolongados aplausos) . 

¿Fué toda ella una política de circunstancias? No. Fué una política obediente a principios universales y de conciencia; fué una política que trazaba leyes de vida para lo porvenir a una democracia, la cual había menester gran rectificación de sus antiguas ideas y mayor rectificación aún de sus antiguos procedimientos. Si después de haber conjurado tantos peligros, corrido tantas tormentas, salvado a la patria de un naufragio tan deshecho, continuábamos como antes, conspiradores de oficio, revolucionarios de complexión, utopistas de ideas, avanzados en nuestras doctrinas hasta el delirio, menospreciadores de la realidad hasta la ceguera; captando motines, reuniendo huestes en armas; unidos con los mismos a quienes habíamos ametrallado, dispuestos a extremar la vana y convencional garrutería de los clubsistas en la oposición después de haber empleado nuestras facultades y nuestra autoridad en el gobierno; bien podía decirse que veíamos las cosas según las circunstancias: que tomábamos los disfraces según las conveniencias: que deseábamos pasar por dictadores unas veces y demagogos otras, a medida de los cambios de nuestra fortuna; y que no podíamos aspirar al aprecio de nuestros actos por lo demás, cuando caíamos en el error de no apreciarlos nosotros mismos en toda su grandeza y no darles para las eventualidades de lo por venir su debida importancia. (Ruidosos y prolongados aplausos) . Yo no he engañado a nadie. A una mayoría federal le dije desde el poder que su federalismo era imposible. A mis lectores de Barcelona y de Valencia al presentarme candidato para las primeras Cortes de la restauración, les dirigí una carta la más templada de todas mis cartas. (Muchas voces: Verdad, verdad) . En las Cortes últimas defendí todos los principios democráticos a medida que los negaba la mayoría; los derechos naturales contra las restricciones absurdas, la soberanía nacional contra los distingos doctrinarios, el sufragio popular contra el censo aristocrático, la libertad religiosa contra el falseamiento de sus fundamentales derechos, el jurado contra los tribunales amovibles, la libertad universitaria contra las imposiciones de arriba, la revolución de Setiembre contra la reacción triunfante, y el Código de 1869 contra todos y cada uno de sus enemigos, obedeciendo los impulsos de mi corazón y las voces de mi conciencia. (Vivísimas aclamaciones) . Pero también dije, y lo repito, que quería mucha infantería, mucha caballería, mucha artillería, mucha guardia civil; también dije, y lo repito y que todo gobierno mientras yo fuera diputado, podía contar con mi voto para sostener el orden público y la disciplina militar (Aplausos) ; para conservar la unidad y la integridad nacional (Aplausos) ; para ocurrir en los presupuestos a todas las necesidades permanentes de la nación y pagar todas sus deudas. (Aplausos) . Y he tenido la satisfacción de que oradores tan elocuentes como los jefes de nuestro partido llegado a las Cortes españolas, tan dignos de la estimación universal, hayan continuado estos años con tal acierto, tal brillo y tanta autoridad mi campaña, que han hecho inútil mi intervención personal en los debates, y el empleo y uso de mi palabra. Por consecuencia tenemos creada la democracia gubernamental por nuestros actos en el gobierno, confirmados después con nuestras afirmaciones en la Oposición. (Ruidosos aplausos y prolongadas aclamaciones) . 

Ya atisbo en los labios de nuestros enemigos una sonrisa escéptica y burlona, la cual quiere decirnos que estamos solos, muy solos, completamente solos. (Risas) . Esto de la soledad es el argumento más usado en todos los debates y más repetido en todos los tonos. Mas ¿qué importa? En política conviene tener una posición firme y dejar luego a las circunstancias que la consoliden y que la pueblen, poned mil hombres a tirar de un tren, y no lo moverán como lo mueve un poco de vapor. ¡Ah! No triunfará nunca la democracia en España, si no se persuade profundamente de la necesidad en que está de convertirse a toda costa y a toda prisa en una democracia gubernamental. Y esta democracia gubernamental no debe contentarse con ser un partido, debe aspirar a más, debe aspirar a ser el núcleo de todos los partidos liberales. Nada me extraña tanto como la gravedad con que algunos dividen la democracia en centro, derecha, izquierda, cual si estuviéramos en el mejor de los mundos posibles y en el goce absoluto de una completa victoria. Pueden dividirse los partidos liberales en pueblos como Inglaterra, donde todos a una respetan la monarquía; pueden dividirse los partidos democráticos en pueblos como Suiza, donde todos a una respetan la República; pero no puede dividirse la democracia francesa, no puede separarse en fracciones irreconciliables, sin que corran graves riesgos las leyes fundamentales por los muchos enemigos que aún tiene allí, en formidables partidos monárquicos; la base de la política, a saber, el Estado republicano. Pues bien; la democracia española, que ha de combatir, necesita, como los ejércitos una enseña, ella un ideal; como en los ejércitos una ordenanza militar, ella una disciplina política, como los ejércitos un general, ella una dirección respetada, y una vez unida la democracia, compacta, organizada, firme, puede aguardar los refuerzos necesarios que han de traerle las circunstancias políticas y la robustez que han de darle los grandes e inminentes desprendimientos próximos a caerse del seno del mismo de la actual situación. La batidera de la unión de la democracia es mi batidera. (Ruidosos aplausos) . Urge, pues, esa unión. Pero si la democracia la intenta con la utopía socialista o federal, está perdida y si la realiza con un sentido práctico y de gobierno, se habrá salvado a sí misma, y consigo habrá salvado quizás para siempre, la causa santa de la libertad en España. (Ruidosos y prolongados aplausos) . Los partidos suelen aquí sumar en la oposición para ganar el poder y restar en el poder para repartirse mejor el presupuesto. (Risas y aplausos) . Restemos nosotros en la oposición a los débiles e indecisos, para que sólo queden los leales y probados; y luego sumemos para el gobierno todos los elementos aprovechables, a fin de que tenga más fuerza y más autoridad nuestra política. (Aplauso) . Y en estas bases realizaremos la unión de la democracia. (Vivísimos aplausos) . 

Y urge todo esto, urge mucho; porque las sociedades humanas no dejan una política por otra, hasta que se disuelve la política que han de abandonar y se forma, define y concreta la nueva política con que han de abandonar y sustituir a la abandonada y vencida. El partido conservador-liberal no puede gobernar más días, no puede humanamente, porque no sabe satisfacer a un mismo tiempo la doble aspiración al orden y a la libertad. Enemigo de toda injusticia, declaro y proclamo que ha satisfecho una de las dos aspiraciones del país, la más apremiante, la más inmediata, la más urgente, la aspiración al orden material. Pero el problema de la política estaba en satisfacer a ambas, y no ha sabido satisfacer o no ha querido satisfacer, la que es imperiosísima, la aspiración a la libertad. Petrificado por el dogmatismo y la constancia de su ilustre jefe en la alquimia doctrinaria de hace veinticinco años, desconoce el principio capital de este tiempo, el que a través de todas las formas del Estado se impone a todos los pueblos del mundo, el principio de que las instituciones parlamentarias se busca, no el brillo y dirección de tal o cual personaje importantísimo, no la oligarquía de tal o cual partido político, sino el gobierno de la nación por sí misma, señora y soberana en último término de todos sus destinos. Este principio salvador, puesto en práctica donde quiera que la cultura humana se extiende en imperios tan vastos como Austria y Alemania, y en naciones tan chicas como Bélgica y Suiza, cierra para siempre la era revolucionaria y abre el periodo de actividad progresiva y ordenada, que han menester las generaciones modernas para su engrandecimiento material, intelectual y moral. El pueblo francés tiene su República democrática y el pueblo inglés su monarquía histórica; porque uno y otro saben que dentro de estas formas de gobierno tan opuestas, disponen de sí mismos y se dirigen por su pensamiento y su impulso íntimos, por su voluntad y por su conciencia. Conoce muy bien el jefe de este gobierno que en el sincronismo de la historia, mayor hoy que nunca por la solidaridad de los pueblos europeos, un principio de este carácter universal se impone a todos sin excepción alguna. 

Si todos caímos a un mismo tiempo con diferencia de pocos años en la sociedad teocrática y feudal, si todos formamos, a despecho de las protestas señoriales, los Estados modernos en la misma edad, si todos sufrimos el absolutismo, unos de los Valois, otros de los Tudores, otros de los Austrias; si todos contamos nuestros reyes filósofos, Bautistas de la revolución como José II, Carlos III, Luis XV, Leopoldo de Toscana; si todos pasamos por la tempestad revolucionaria llevada a unos en alas de los vientos y a otros en las puntas de las bayonetas napoleónicas, ¿no habremos todos ahora de proclamar el dogma, que indica la mayor edad de los pueblos, el dogma de la soberanía nacional? He aquí, señores, una fórmula de todo punto legítima y anti-revolucionaria, la fórmula de inteligencia estrecha, por lo menos, entre los partidos liberales. Dejad, debemos decir al poder, dejad que la nación se gobierne a sí misma: y tened por cierto que si la nación se gobierna a sí misma, habremos salido de los períodos revolucionarios y entrado en la paz completa que gozará una Inglaterra e Italia, Francia y Bélgica, Portugal y Alemania. (Ruidosos y prolongados aplausos) . 

Pero casualmente, el gobierno sigue la política contraria, casualmente el gobierno se empeña en sobreponerse a la nación. Así como el cerebro es el órgano del pensamiento y el corazón es el órgano de la voluntad en los individuos, la prensa es el órgano del pensamiento, y el corazón es el órgano de la voluntad en los pueblos. Pueblo libre es aquél que puede expresar todas las ideas, aun las más erróneas, en la prensa, seguro de que al error se le combate con la verdad y se le castiga en la conciencia; y además, que nombra con toda independencia sus diputados, seguro de que representando a la nación misma en verdad, no podrán malbaratar sus intereses, ni herir sus derechos, ni arriesgar su paz, ni comprometerla en aventuras guerreras, ni oprimirla y vejarla en sus sacrosantas libertades, porque la universalidad de los ciudadanos se encuentra en la imposibilidad física, metafísica y moral de oprimirse a sí misma, en ningún periodo de su vida, en ningún grado de su desenvolvimiento, en ningún minuto de su historia. Imaginaos que a un hombre le arrancaran el cerebro y luego le dijeran: «piensa» imaginaos que le arrancaran el corazón y luego le dijeran: «quiere». Pues esto hace el gobierno con la prensa y con los comicios; arrancarle a la nación la voluntad y el pensamiento. No quiero hablar de la ley de imprenta; no quiero hablar de la derogación que trae consigo, así de ciertos artículos constitucionales, que son de esencia en toda Constitución, como también de ciertos principios jurídicos, que son de esencia en todo Código; ved las denuncias diarias, las condenas, las suspensiones continuas, las supresiones, y eso que la prensa se amolda en lo posible a los estrechos límites legales; y decidme luego, si puede darse en las condiciones presentes de la cultura europea, una asfixia mayor del pensamiento. 

No quiero hablar tampoco de las elecciones ved las últimas, vedlas, a pesar de que sólo tenían un carácter provincial y de que el gobierno había hecho las protestas más amplias de respeto a la libertad. Como el mal ha echado raíces tan hondas, se repite lo mismo de siempre; volantes de los gobernadores en recomendación de candidatos oficiales, consignas convenidas a los alcaldes, remoción de expedientes sucios, amenaza de causas criminales, proscripciones de las listas, escaleras de mano muy firmes para los ministeriales y muy frágiles para la oposición (Risas y aplausos) , palo limpio en algunas partes, caza electoral en otras, apresamiento de electores, y por resultado de todo esto, la mayor de las calamidades, la abstención universal. ¿Cómo gobernarnos a nosotros mismos, si no tenernos ni pensamiento, ni voluntad nacional? ¿Y cómo tener pensamiento, si no tenemos prensa, y cómo tener voluntad, si no tenemos comicios? ¿Y cómo cerrar el período revolucionario si no lo sustituimos con el período de la soberanía nacional? 

Así, el gobierno se encuentra en la peor de las situaciones en que puede encontrarse un gobierno; en la situación de no tener, según él mismo dice, quien le suceda en el mando. Y no tiene, según él mismo dice, quien le suceda en el mando, porque, en vez de dejar a los partidos formarse en el seno de la libertad, como se forman los seres en el seno de la Naturaleza, por medio de la química y de la dinámica sociales, con verdaderas combinaciones de átomos afines, con verdaderas fuerzas propias, ha querido intervenir en todo, arreglarlo todo, expulsar a éstos de la legalidad y llamar a aquéllos, exigir programas concretos y cuasi por él dictados, llevando su iniciativa, de todo punto avasalladora, hasta el extremo de reservarse el señalamiento del día de su derrota y de la victoria de sus enemigos; singular situación, desconocida hasta de pueblos como nuestro pueblo el cual se ha distinguido por su inventiva inagotable en crear y producir raras situaciones políticas. Y señores, urge un cambio en sentido liberal, urge un llamamiento a la opinión libre, urge una grande amplitud a las instituciones liberales, urge otra política más progresiva que la política vigente, la cual es conservadora en el nombre, y en el fondo exclusivamente reaccionaria. Si intereses generales no la demandaran, demandaría la el estado de vascas, donde la audacia de los carlistas nos lanza de nuevo un reto formidable y de nuevo nos amenaza con una guerra civil, inextinguible. Y nos lanza reto formidable y nos amenaza con una guerra civil inextinguible, la audacia de los carlistas, porque el gobierno, si la ha vencido materialmente y ha disuelto sus ejércitos, no la ha vencido moralmente, no les ha arrancado hasta la última esperanza de ver prevalecer las caídas enseñas, y con su ley de imprenta que prohíbe la pública controversia, con su falseamiento de la libertad religiosa que quita al templo y al cementerio sus símbolos extremos, con su persecución implacable a los catedráticos liberales, con toda su política y con todos sus actos menudos, ha dado al carlismo una media victoria moral, que aviva sus esperanzas y mantiene latente el fuego devastador de una nueva insurrección, sólo conjurable por otra política, la cual devuelva sus derechos a la conciencia, de su extensión natural a la libertad religiosa, restaure las universidades a fin de que vayan a beber en su luz las almas jóvenes, el espíritu divino de nuestro siglo y los ideales sublimes de una verdadera y progresiva ciencia. (Ruidosos, repetidos y prolongados aplausos) . Y lo he dicho en las Cortes, y lo repito ahora; un cambio de política en sentido liberal no puede encender pasiones violentas en el pecho de la democracia española; que entrada ya en la madurez de su vida, no abrazará un egoísta pesimismo, ni se consumirá en agitaciones estériles, aprovechando la luz nueva para explicar sus doctrinas salvadoras y el nuevo aire para robustecer su organización legal, sin daño ni peligro de la paz pública, que tenemos interés en conservar y robustecer, sobre todo, si se junta con una completa libertad. (Ruidosos y prolongados aplausos) . 

Ignoro cuánto durarán ciertas esperanzas; y no me propongo ni alentarlas ni desvanecerlas. Pero sí me propongo decir que las desesperaciones antiguas, aquéllas de Catón después de Fersalia, y de Bruto después de Filippos, no caben ya en nuestro tiempo ni en nuestra civilización; porque sabemos, cómo la libertad puede sufrir eclipses pasajeros, más de ninguna suerte eternos y supremos ocasos. Nosotros, en el día de su Pascua, en el día de su resurrección, que aguardamos sin descorazonamientos, ni impaciencia, prometemos una política basada completamente en la voluntad nacional. Los pueblos saben que bajo nuestro gobierno, ni se han desmentido ayer, ni se desmentirán mañana los principios generales de la democracia universal. Así tendríamos la soberanía inmanente en la nación, el derecho asegurado a cada individuo, el sufragio reconocido a todos los ciudadanos, la libertad religiosa y la libertad de imprenta tan amplias como puedan alcanzarías los pueblos más cultos del mundo, independientes de toda presión los comicios, descentralizada la administración provincial y municipal, establecido el jurado, sustituida la arbitrariedad con el cumplimiento de las leyes en cuyo ejercicio basaríamos la paz pública, realizados todos los principios capitales del espíritu moderno fuera del cual ni prevalecen las grandes obras políticas, ni respiran los pueblos europeos. (Prolongados aplausos) . He aquí los límites allende los cuales no podemos, ni debemos, ni queremos dar un paso; los límites que definen nuestra doctrina toda y que señalan la posición de nuestro partido. Somos, pues, en verdad, mientras esté dividida la democracia, extrema derecha, y no abandonaremos jamás esta posición, a costa de tantos sacrificios conquistada. (Entusiasta aprobación) . 

Y como somos la extrema derecha de la democracia, decimos que no pueden aguardarse de nosotros ni veleidades federales ni inclinaciones comunistas. Afortunadamente las tendencias socialistas de la democracia europea han pasado desde que pasó, para no volver jamás el cesarismo en Europa. La utopía, la Internacional, la locura de la propiedad común y de la anarquía colectivista, los sistemas contrarios al templado individualismo que constituye la base firme de todas las escuelas liberales, la idea socialista, en una palabra, pasó hasta en la nación que más la acariciara, hasta en Francia, desde que pasó la dictadura de los Césares, acogiéndose a la oprimida Rusia, como se acoge a las cavernas y a las tinieblas el ave nocturna en cuanto brillaba luz de un nuevo día. Y como no existen las tendencias socialistas en la democracia europea, el trabajo debe tener derecho a una completa asociación, así como tiene derecho también la propiedad a un completo seguro. (Aplausos) . 

Pero no es solamente la propiedad la gran fuerza social que debemos tranquilizar en provecho de nuestras libertades, también debemos tranquilizar al clero y al ejército. En cuanto a éste nuestro pasado responde por completo de nuestro porvenir. Quienes lo disciplinaron un en medio de la guerra civil y de la insurrección cantonal; quienes lo aumentaron en cuatro meses con ochenta y cinco mil hombres; quienes lo dotaron de todas sus armas, no pueden querer otra cosa sino que sea un respetable y respetadísimo elemento de fuerza, puesto por completo a servicio de la legalidad y del Estado. Hablemos, pues, de lo que creo más necesario hablar en este crítico momento, hablemos del clero. Señores, desconoceríamos la realidad de las cosas y la verdad de los hechos, si desconociéramos que existe un disentimiento antiguo entre el clero y la libertad; y aun desconoceríamos algo más si llegáramos a desconocer que en este disentimiento capital estriba una gran parte de las dificultades encontradas a cada paso en el gobierno por las democracias latinas, tanto en América como en Europa. El mal viene de antiguo. Heredero de la Roma pagana, el Pontificado católico creyó en cierto tiempo, con razón o sin ella, que debía unir al poder religioso el poder temporal y dar como su clave y su fundamento, como su base y su cúspide, a todos los poderes de Europa. La soberanía temporal se consideró necesaria de todo punto a la dirección espiritual de la cristiandad; y el espectáculo de la clerecía bizantina que, falta de independencia, tornábase cortesana de los césares de Oriente, daba, a primera vista razón a los pontífices de Roma. Pero el espíritu moderno de ninguna suerte cabía dentro de las instituciones antiguas, y al pugnar con ellas tuvo por necesidad que pugnar también con el Pontificado. Como la Iglesia se enemistó con su madre la Sinagoga, la revolución se enemistó con su madre la Iglesia. Ya en sus albores la cultura moderna trató de conciliarse con la tradición católica; pero no pudo conseguirlo. Si en aquella hora solemne Juan XXIII hubiera oído al Concilio de Constanza, Eugenio IV al Concilio de Basilea, Alejandro VI la voz de Savonarola, León X el pensamiento de aquéllos que le proponían en Letrán la vuelta a los tiempos primitivos del cristianismo y a las fuentes puras del Evangelio, crean la democracia cristiana y la Revolución religiosa fuera una reforma y no una protesta, y la Iglesia fuera la unidad espiritual del mundo moderno, y no la unidad espiritual tan sólo de la raza latina, y el Pontificado la presidencia de una confederación de Iglesias autónomas y no la cabeza de una monarquía absoluta; y el Renacimiento, la hermosura artística imposibilitada de caer en la forma vacía del paganismo muerto, y esas tres grandes naciones, tan religiosas de suyo, Alemania, Inglaterra, los Estados-Unidos tres matices de la misma luz, que hubieran cumplido todas sus libertades sin reñir con todas sus tradiciones y el espíritu moderno libre, científico, democrático, sin dejar de ser, espiritualista, se hubiera encarnado de esta suerte en una sociedad, que resultará purísimo reflejo del alma, como el alma misma, purísimo reflejo de Dios. (Aplausos y aclamaciones) . No quisieron y la Iglesia, de retroceso en retroceso, se cayó en el jesuitismo, y el jesuitismo de exageración en exageración, le impuso a la Iglesia el Syllabus y la infalibilidad. Más todo indica que en este retroceso se siente hoy un poco de detención; y que en esta detención se alcanza hoy un poco de respiro. Todo indica que el Pontificado aspira hoy a una conciliación en la venerable persona de León XIII. 

Pues bien, hay que buscarla de nuestra parte, hay que buscarla con perseverancia, porque no conseguiríamos poco si consiguiéramos calmar ciertas inquietudes religiosas y traer la parte más ilustrada del clero, si no a la democracia y a la libertad, a un desistimiento de toda tendencia política y a un espiritualismo capaz de levantar consoladores ideales sobre las inclinaciones demasiado positivistas de nuestro siglo, que peca, cual la civilización romana en sus últimos tiempos, de economista y utilitario. (Ruidosos aplausos) . De todas suertes, no conozco momento menos oportuno para reñir con la Iglesia que el minuto corriente, no lo conozco. Aún comprendo que cierto emperador gibelino satisfaga las tradiciones germánicas representando enfrente de la cigástula de sus padres siervos, enfrente de la Ciudad Eterna, el papel de Arminio y de Lutero. Pero no lo comprendo en la República francesa. El sentido que hoy domina en los asuntos religiosos de Francia, que asusta por su carácter jacobino; y el carácter jacobino me asusta, porque todo Robespierre será siempre el predecesor inevitable de todo Napoleón. El partido radical francés, con su proceder, se ha separado de los principios de libertad naturales a la democracia moderna; se ha salido de las tradiciones de Mr. Thiers, se ha ahuyentado de hombres como Julio Simón; ha herido ministerios como el ministerio Freycinet; y ha llegado a una estéril atentación y a una tal violencia, que sólo puede ceder en daño de esa democracia, la cual hasta aquí había merecido la admiración y la amistad del mundo por su tacto exquisito y su exquisita prudencia. Nosotros, que caímos del poder, como todos saben, por el nombramiento de obispos,no renegaremos de nuestras gubernamentales tradiciones, ni desmentiremos las solemnes palabras dichas en nombre de nuestro partido allá en las Cortes por el más joven y el más elocuente de los demócratas históricos. Iremos a la separación de la Iglesia y del Estado; pero con medida y con serie. Conservaremos el patronato y el presupuesto eclesiástico, si volvemos al poder; y en nombre de la libertad religiosa, en nombre del derecho individual, en nombre del respeto al principio de asociación, dejaremos que los seres tristes, desengañados del nundo y poseídos del deseo de la muerte, se abracen, si quieren, a la cruz del Salvador como la yedra al árbol, ya guarden la hora del último juicio, envueltos en el sayal del monacato y tendidos sobre las frías losas del claustro hasta evaporar su vida como una nube de incienso en la inmensidad de los cielos: que si nuestro respeto a la libertad nos impide poner tasa al interés, tasa al crédito, tasa al lucro, nuestro respeto a la libertad también nos impide poner tasa a la oración, tasa a la piedad, tasa a la penitencia. (Ruidosos aplausos que interrumpen al orador) . Sólo viviendo como he vivido yo, en el seno de democracias tan avanzadascual la democracia de Suiza, puede comprenderse cuánto sirve la fe religiosa a la consolidación de una verdadera libertad. Por lo mismo que esta fe debe ser íntima y espontánea, auxiliar a la vida rural, sustituir con sus fuerzas espirituales y de conciencia a tantas fuerzas coercitivas como detienen el desarrollo de los individuos y de la sociedad, no se debe ni imponerla, ni mucho menos cohibirla con las fuentes artificiales del Estado. La nación debe a todos los ciudadanos la instrucción primaria, debe a todos los ciudadanos el reconocimiento de su voto y está en el caso de exigir de todos los ciudadanos el servicio militar, pero en la esfera religiosa necesita dejar a todo el mundo una absoluta libertad. Y las almas buscarán su centro de gravedad en el inmenso cielo que en cada una de ellas tiene extendido y guardado la propia e íntima conciencia. Dios de la libertad, que sacaste a los opresores de Egipto y sumergiste a los soberbios en las aguas hirvientes del mar Rojo; Dios, que promulgaste el dogma de la igualdad religiosa en la noche sublime de la cena y lo ungiste con tu divina sangre en la tarde tempestuosa del Calvario; Dios, que sostuviste y alentaste a las ciudades italianas en sus navegaciones y a los municipios españoles en sus combates, poniendo sobre las sienes de aquéllos la llama de las artes y sobre la frente de éstos al sol de la victoria; Dios, que evocaste del seno de los mares al Nuevo-Mundo para que en su naturaleza virgen recibiera el anfictionado de jóvenes y progresivas democracias; Dios, que sostuviste a los pobres pastores de los Alpes contras las legiones de los Borgoñas y de los Austrias, poniendo en las níveas cúspides a un tiempo los reflejos de la luz creada y los reflejos de la idea creadora; Dios, que guiaste al través del Océano oscuro la nave milagrosa la Flor de Mayo, en que iban los peregrinos con su Biblia en las manos proscriptos de la monárquica Inglaterra, a fundar la República en América; Dios, que brillaste con tanta gloria,como en las cumbres del Sinai, en las rotondas del Capitolio de Washington, allí en aquellos días de la abolición de la servidumbre; Dios, que bendices a cuantos romper el eslabón de una cadena y despiertan el albor de un derecho: Dios de los redentores, Dios de los mártires, Dios de los humildes, nosotros también hemos consagrado en tus aras los hierros de millares de esclavos convertidos en hombres; no separes, pues, ni tu aliento, ni tu providencia de nuestra obra que, después de todo, quiere aplicar tu eterno Evangelio a las sociedades, tu divino Verbo a las inteligencias, y cumplir tu reinado espiritual, por medio de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, sobre la faz de la tierra. (Los aplausos, los vivas, los gritos de entusiasmo, las manifestaciones de adhesión al orador interrumpen por largo tiempo su discurso) . 

Señores, nosotros no podemos ser ni cortesanos ni conspiradores. No podemos ser cortesanos de la fortuna, porque nos lo impide, además de nuestra conciencia y de nuestro deber, el culto a ciertas tradiciones, sin las cuales ni gobernamos ayer, ni gobernaríamos hoy, ni gobernaremos mañana, pues a ellas se encuentra estrechamente unido nuestro crédito en el mundo y nuestro nombre en la historia; y no podemos ser conspiradores, porque nosotros no nos gloriamos de tener el rayo del cielo en las manos ni de apercibir a cada demócrata una revolución a domicilio. Las revoluciones, males a veces necesarios, pero males siempre, no entran ni pueden entrar en el dogma de ningún partido; y nadie las admite ni rechaza en absoluto, porque ningún agente social depende, en el grado que las revoluciones dependen del poder de las circunstancias. Lo que yo digo es que organizar un partido para la revolución y no para la legalidad, me parece una demencia; y que hacer la fuerza de arengas exaltadas y de organizaciones violentas, a un partido como el demócrata de carácter puramente revolucionario, es dar muestra de una imprevisión que se paga, y muy caro, el día de la victoria. (Viva aprobación) . A quien me pregunte si voy a nacer una revolución, le miraré de arriba a abajo con extrañeza, y le alzaré los hombros, como si me preguntara si iba a hacer una tormenta: que no tengo en mis manos, señores, ni la atmósfera de la tierra ni el espíritu de la sociedad. 

Las revoluciones las traen los poderes resistentes hasta la ceguedad. No trajo la revolución británica el empuje de los Oranges, la trajo la tenacidad católica de Jacobo II en el pueblo tan protestante como Inglaterra; no trajo la revolución francesa ni la palabra de Mirabeau ni la audacia de Danton, la trajo el empeño de la corte en oponer un veto inseparable a toda reforma progresiva; no trajo la revolución del treinta la canción de Beranger, ni el dinero de la Laffite, ni la elocuencia de Manuel, la trajo la imbecilidad de Carlos X y su siniestro espíritu reaccionario; no trajeron la revolución de Setiembre Serrano, Topete y Prim, la trajeron los errores incurables de aquellos pobres suicidas; hoy a quien debe preguntársele si traerá o no traerá la revolución, es a una sola persona en España, a una sola, al Sr. Cánovas del Castillo. (Risas prolongadas y prolongados aplausos) .
 Los demás no podemos hacer en tal esfera absolutamente nada. Lo que sí debemos es la verdad a nuestros conciudadanos, sobre todo se la debemos a aquéllos, cuya palabra es, sin merecerlo ciertamente, leída y escuchada: puesto un pueblo en la alternativa de optar entre la anarquía y la dictadura, opta siempre por la dictadura; y puesto un pueblo en la alternativa de optar entre la legalidad y la revolución, opta siempre por la legalidad. A las revoluciones se llega, no por la desesperación de los más, por la desesperación de los mejores. Ningún partido, pues, tiene en sus manos esas grandes pasiones sociales, parecidas en último término, por su independencia de la voluntad individual, a las grandes catástrofes geológicas. 

Señores, nuestra posición es bien clara y nuestra política bien leal. Creed que el arte mejor de conspirar contra los gobiernos reaccionarios consiste en convencer a las gentes de lo fácil y de lo ordenada y de lo templadísima que sería su sustitución por una democracia exenta de las antiguas utopías y segura de sus concretas afirmaciones: que ninguna sociedad abandona un sistema político en vigor, si no tiene otro sistema político definido con que sustituirlo. Yo declaro que aspiro como todos los repúblicos, al poder y que lo ejercería de nuevo, pero con una condición indispensable, con la condición de ser llamado, no por la fuerza, por la voluntad nacional, y de ser sostenido no por la dictadura, por el voto público expresa y claramente manifestado en elecciones libérrimas. A gobernar contra el torrente de la opinión, por virtud de medidas extraordinarias, en guerra civil perpetua, sin el concurso de la conciencia general y sin el apoyo de las Cortes, prefiero como decían nuestros padres remar en galeras. 
Por esta razón repito que no pertenecería, no, a gobiernos de sorpresa, hijos de la violencia, condenados a dictadura perpetua, llenos de compromisos imposibles de cumplir, sino a gobiernos que desempeñen el molesto, pero saludable cometido de arrancar el poder público de esta nación a las manos de las oligarquías reaccionarias que hoy la poseen, para devolvérselo, no a un hombre, no a un partido, no a una clase siquiera, a la nación misma, representada con todos sus ciudadanos en unas Cortes nacidas del sufragio universal. Los exaltados sostienen, al oírnos hablar así, que renunciamos a nuestro antiguo ministerio de profetas y que caemos en la vulgaridad política condenada a la eterna indiferencia de la historia, cuyo juicio tanto hemos temido en otro tiempo. 

Pues ni siquiera esa observación nos persuade, porque la historia no ha guardado ninguna palma de triunfo y ninguna corona de laurel para la exageración y para la utopía. Nadie se acuerda de los demagogos que exageraron las ideas de los gracos y los condujeron a la muerte, mientras las generaciones todas elevan templos a la moderación martirizada de los grandes tribunos de la plebe. No le preguntéis a ningún hombre de seso, porque le ofenderíais con la pregunta, si prefiere la fama de Catilina a la fama de Cicerón. Cuando Melanthon presentó la Confesión de Augsburgo, tan conciliadora, hasta los luteranos mismos la tachaban de herética, y esa confesión ha pasado a canon del protestantismo, en tanto que todo el mundo olvida las exageraciones de Carlstadt y las locuras de Leyden. 

La revolución inglesa nada debe a los niveladores, en realidad, sus enemigos más acerbos; y lo debe todo a los liberales templados, en realidad, sus fundadores más gloriosos. De la revolución francesa quedan como inmaculados, no los montañeses de Danton, no los jacobinos de Robespierre, no los exterminadores de Marat, no los comunistas de Rabceff, los templados, los moderadísimos, los prudentes, la legión helénica de los inmortales girondinos. En la poesía y en la historia americana no han tenido un aplauso los violentos partidarios de una convención dictatorial y de un régimen terrorista, lo han tenido hombres del buen sentido de Franklin y de la honradísima templanza de Washington. Entre nosotros mismos no han abolido la Inquisición, no han soterrado el absolutismo, no han sobrepuesto la tribuna y la prensa modernas a los conventos y a las amortizaciones de la España antigua, no han traído la libertad religiosa, no han fundado la democracia, los rojos, los regateros, los cantonales, sino los más templados entre los demócratas; que los triunfos de la política se alcanzan por el conocimiento de la realidad, y la realidad se modifica con lentitud y se somete, no a las violencias y a los arrebatos, sino al arte y al cálculo, (Aplausos) .
¿Sabéis el síntoma que más indica el próximo triunfo de la democracia y su definitivo establecimiento?
 Pues nuestra moderación y nuestra prudencia, desconocidas si se quiere, de los contemporáneos cegados por la pasión del momento, pero destinados a un eterno lauro en los juicios severos de la historia, La democracia no triunfará hasta que la templanza sea en ella tan popular como fueron populares en otro tiempo las exageraciones. 

En prueba de esta moderación y de esta prudencia, os digo que no preguntemos a nadie por su origen; que no le demandemos su genealogía democrática y su hoja de servicios históricos; que no creemos una especie de nobleza para la antigüedad y los antecedentes. Uno de los males mayores de la segunda República francesa, y en él no ha caído ciertamente la tercera, fué dividir a los republicanos en republicanos de la víspera y republicanos del día siguiente. 

De vosotros será bien admitida toda adhesión sincera y honrada. Lo que sí creemos, y como lo creemos lo decimos, es que la llegada de escuelas más conservadoras a nuestras escuelas, y de partidos más templados a nuestro partido, tiene dos deberes; primero, el de no echarnos de nuestra casa como suelen, con frecuencia; y segundo, el de no reforzar los centros y las izquierdas de la democracia, para lo cual no tienen autoridad alguna en sus antecedentes, sino la derecha, la extrema derecha, es decir el término más cercano a la serie de sus ideas, el punto más próximo a la naturaleza de sus compromisos, el partido más análogo a su partido. Ésta es, pues, mi última y más importante advertencia. Os he mostrado, como debía, el fondo de mi corazón y el fondo de mi pensamiento, hablando, cual pudiera hablar en una conversación privada, sin ningún recelo, porque si no se imponen a los enemigos mis ideas, se impone a los enemigos mi sinceridad. Trabajamos por moderar la democracia, seguros de no exagerar nunca este trabajo. No descansemos, aunque nos detenga la malicia y nos dé su veneno la calumnia. Nuestra obra es al par obra de conservación y obra de progreso, equidistante de las dictaduras que vienen de abajo y de las dictaduras que vienen de arriba. Nuestro pensamiento se reduce a reivindicar para los ciudadanos el gobierno de sí mismos en todo lo concerniente a la esfera individual y a reivindicar para la nación, a su vez, el gobierno de sí misma en todo lo concerniente a la esfera nacional. 
La idea es demasiado vasta y pide todo un siglo. Si la separación de la conciencia y del Estado, anunciada por Sócrates no se realizó hasta los tiempos de Cristo; si la línea divisoria entre el poder temporal y el poder espiritual vista en sueños por algunos estoicos de los primeros tiempos del imperio romano, llegó a la realidad el día en que se constituyeron separadamente el Pontificado y el imperio; si la paz religiosa internacional proclamada por Tomás Moro, en el siglo décimo-séptimo en el tratado de Westphalia; si los derechos naturales que entreviera Grocio no se proclamaron hasta la revolución francesa: si el principio de la soberanía nacional escrito por los legisladores de Cádiz, al comenzar este siglo, como una verdad teórica, será una verdad práctica al concluirse y dictar su gran testamento político, perteneciendo de esta suerte la nación a todos sus hijos, que habrán realizado la libertad, la democracia y el derecho, con el aplauso del mundo y de las bendiciones de la historia. He dicho. (Ruidosos y prolongados aplausos. Los asistentes se levantan de todos lados a saludar y felicitar al orador. Entusiastas y repetidas aclamaciones).


continuación

miércoles, 15 de octubre de 2014

155.-Discurso de Emilio Castelar (II) a

  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala ; Marcelo Yañez Garin; 


La República y la guerra carlista
1874-01-02 - Emilio Castelar
A las Cortes constituyentes 

SEÑORES DIPUTADOS: El gobierno de la nación, fiel a los compromisos contraídos con vosotros, y a los deberes impuestos por su conciencia y su mandato, viene a daros cuenta del ejercicio de su poder, y a rendiros con este motivo el homenaje de su acatamiento y de su respeto. 
Fatídicas predicciones se habían divulgado sobre la llegada de este día; fatídicas predicciones desmentidas por la experiencia, que ha demostrado una vez más cómo en las repúblicas no entorpece la fuerza del poder al culto por la legalidad. Las generaciones contemporáneas, educadas en la libertad y venidas a organizar la democracia, detestan igualmente las revoluciones y los golpes de Estado, fiando sus progresos y la realización de sus ideas a la misteriosa virtud de las fuerzas sociales y a la práctica constante de los derechos humanos. Tal es el carácter de las modernas sociedades. 
Pero si el desorden, si la anarquía se apoderan de ellas, y quieren someterlas a su odioso despotismo, el instinto conservador se revela de súbito, y las lleva a salvarse por la creación casi instantánea de una verdadera autoridad.
Así, el funestísimo período en que una parte considerable de la nación se vio entregada a los horrores de la demagogia, dividiéndose nuestras provincias en fragmentos, donde reinaba todo género de desórdenes y de tiranías, las Cortes ocurrieron al remedio de este grave daño, creando poderes vigorosos y fuertes. 
El gobierno ha ejercido estos poderes, que eran omnímodos, con lenidad y con prudencia atento a 
vencer las dificultades extrañas más que a extremar su propia autoridad. 
Dondequiera que ha habido un amago de desorden, allí ha estado su mano con prontitud y con energía. Dondequiera que ha habido una conjuración, allí ha entrado con ánimo resuelto y verdadero celo. El orden público se ha mantenido ileso, fuera del radio de la guerra, y las clases todas se han entregado a su actividad y a su trabajo. 
Desgraciadamente la criminal insurrección que ha tendido a romper la unidad de la patria, esta maravillosa obra de tantos siglos, apoderándose de la más fuerte entre todas nuestras plazas, del más provisto entre todos nuestros arsenales, de los más formidables entre todos nuestros barcos de guerra, mantiene al abrigo de inexpugnables fortalezas su maldecida bandera, que todavía extiende sombras de muerte sobre el suelo de la República y esperanzas de resurrección en las pasiones de la demagogia. La falta de tropas y de recursos ha retardado la toma de la plaza, que no puede menos caer pronto a los pies de esta Asamblea, si se tiene en cuenta la actividad y la pujanza de los sitiadores, el decaimiento y la penuria de los sitiados. 
Este sitio ha apenado a la nación por sí, y por la directa complicidad que ha tenido con el aumento de las fuerzas carlistas y con los progresos de sus numerosas partidas. Mientras los cañones separatistas disparaban sus balas al pecho de nuestro ejército, casi le herían por la espalda las huestes rebeladas en armas contra la civilización moderna, y en tanto número esparcidas por los antiguos reinos de Valencia y Murcia. Digámoslo con varonil entereza. La guerra carlista se ha agravado de una manera terrible. Todas las ventajas que le dieron la desorganización de nuestras fuerzas, la indisciplina de nuestro ejército, el fraccionamiento de la patria, los cantones erigidos en pequeñas tiranías feudales, la alarma de todas las clases y las divisiones profundísimas entre los liberales, ha venido a recogerlas y a manifestarlas en este adversísimo período. 
Las provincias Vascongadas y Navarra se hallan poseídas casi por los carlistas, y las ciudades levantan a duras penas sobre aquella general inundación sus acribillados muros. Por la provincia de Burgos amenazan constantemente el corazón de Castilla; y por la Rioja pasan y repasan el Ebro como acariciando nuestras más feraces comarcas. 
El Maestrazgo se encuentra de facciones henchido; y los campos de Aragón y Cataluña talados e incendiados, presa de esta guerra calamitosa, implacable. Por todas partes, como si el suelo estuviera atravesado de corrientes absolutistas, se ven brotar partidas, mezcla informe de bandoleros y de facciosos. Las consecuencias de los errores de todos se han tocado a su debido tiempo. La República, que estáis llamados a fundar, pasa en su origen por las mismas durísimas pruebas por que pasó en la serie de los humanos progresos la monarquía constitucional. 
No olvidéis, pues, que estamos en guerra; que debemos sostener esta guerra; que todo a la guerra 
ha de subrogarse, que no hay política posible fuera de la política de guerra. No olvidéis que peligran en este trance nuestra recién nacida República y nuestra antigua libertad, las conquistas de la civilización, 
los derechos que tenemos a ser un pueblo moderno, un pueblo europeo. 
Y no olvidéis que la política de guerra es una política anormal, en que algunas funciones sociales se suspenden, y en que precisa transitoriamente sacrificar alguna manifestación de la libertad, no de otra suerte que en la fiebre se debe suspender por necesidad la alimentación ordinaria, que es tan precisa a la vida. 
Porque, Sres. Diputados, o la guerra no es nada, o es por su propia naturaleza una gran violencia contra otra gran violencia, un despotismo contra otro despotismo: en que de algún lado se halla la razón, pero sin contar para prevalecer con otro medio que la fuerza. 
Permitidme aconsejaros, sin embargo, que uséis de estos medios de excepción y de fuerza con la templanza y la energía con que en su guerra de independencia y en su guerra de separación los usaron aquellos que se llamarán en la historia moderna los fundadores de la democracia y de la República. 
Nosotros hemos tenido estos medios en nuestras manos, y los hemos usado con toda modernización, prefiriendo que nos creyeran débiles a que nos creyeran crueles, convencidos de que basta querer imponer la autoridad para que la autoridad se imponga. 
Además de estos medios políticos se necesitan fines políticos también. Y estos fines políticos deben ser, recordando en el nacimiento de nuestras instituciones que todos los seres recién nacidos son seres imperfectos, proponeros, no una República de escuela o de partido, sino una República nacional ajustada por su flexibilidad a las circunstancias, transigente con las creencias y las costumbres que encuentra a su alrededor, sensata para no alarmar a ninguna clase, fuerte para intentar todas las reformas necesarias, garantía de los intereses legítimos y esperanza de las generaciones que nacen impacientes por realizar nuevos progresos en las sociedades humanas. 
No olvidéis cuán formidable es el enemigo que tenemos enfrente; alimentado por antiguas y tradicionales ideas Poseedor de regiones enteras las más agrias y más inaccesibles de nuestro suelo, jefe de un ejército disciplinado y valerosísimo; esperanza de aquellos que han perdido la fe de vivir con el reposo de los pueblos civilizados y libres entre el oleaje de nuestras continuas revoluciones. Y lo decimos muy claro, lo decimos muy alto; en virtud de estas patrióticas consideraciones nuestra política ha tendido, aunque tímidamente, a guardar la dirección del gobierno en lo posible a los propagadores de la República pero agrupando en torno de la República a todos los elementos liberales y democráticos para oponer esta débil unidad a la formidable unidad del absolutismo. 
Pero no basta: para proseguir y terminar la guerra con los medios políticos se necesitan al mismo tiempo los medios militares. Mucho se ha declamado contra el ejército pero a medida que se avanza en la experiencia de la vida se ve más clara la necesidad imprescindible que tienen los pueblos del ejército. Mucho se ha extrañado la inmensa importancia dada a la profesión militar; pero cuando se medita que en medio del egoísmo general representa el ejército la abnegación de sí mismo, y la sujeción a las leyes rigurosas, en las cuales se anula toda personalidad, llevando este grande y continuo sacrificio hasta inmolar su vida propia por la vida y el reposo de los demás, se comprende y se comparte el orgullo con que han mirado todos los pueblos cultos las glorias de sus ejércitos. 
Algunos pasos ha dado este Gobierno en el camino de afianzar el ejército: primero, la rehabilitación de la ordenanza; segundo, el restablecimiento de la disciplina; tercero, la reinstalación de la artillería; cuarto, la distribución de los mandos entre los generales de todos los partidos, lo cual da al ejército un carácter verdaderamente nacional. Reclutarlo, reunirlo, establecerlo, equiparlo, armarlo; restaurar la disciplina, vigorizar la ordenanza; hacerlo tan rápido para ahogar en su germen el motín, como sufrido para sostener en su rudeza la guerra, ha sido obra de cortos días y de largos resultados. 
La verdad es que por la República el ejército ha combatido en Barbarin, en Monte-Jurra y Belavierre, en Estella, en Berga y en Monreal; por la República el ejército, antes indisciplinado, de Cataluña, ha hecho en todas partes prodigios de heroísmo; por la República ha empapado en sangre las montañas y las llanuras de Arés y Bocairente; por la República ha engendrado en su fecundo seno nuevos héroes, y ha tenido en sus gloriosos anales nuevos mártires. Si la guerra civil ha de proseguir con vigor y ha de acabar con éxito, precisa que inmediatamente autoricen las Cortes el llamamiento de nuevas reservas que caigan sobre el Centro, sobre el Norte, sobre Cataluña, y contrasten la pujanza de los absolutistas. 
El pueblo armado ha contribuido también a sostener la causa de la libertad. Desvanecidos los delirios separatistas, engendro fatídico de un momento, el pueblo armado en todas partes corrió a defender nuestros derechos, a salvar nuestras queridas instituciones. Así el Gobierno se ha apresurado, en virtud de la autorización que le concedisteis, a formar una milicia en la cual tomen parte todos los ciudadanos. De esta suerte, los españoles, sin excepción alguna, contribuirán a la defensa nacional y equilibrarán sus fuerzas: que no hemos salido de la tiranía de los reyes para entrar en la tiranía de los partidos. 
Los que se quejan de la decadencia del espíritu público; los que creen al pueblo indiferente entre el absolutismo y la República, pueden recordar los voluntarios de Mora de Ebro, gastando hasta el último cartucho sin perder la última esperanza; los voluntarios de Bilbao aguijoneados de la misma decisión que sus padres; los voluntarios de Olot, de Puigcerdá, de Barberá, de Tolosa, de innumerables pueblos; los voluntarios de Tortellá, que después de haber perdido sus casas y sus bienes se consolaban con haber conservado en la desnudez y en el hambre su libertad y su República. 
A pesar de tanto esfuerzo material hubiera sido imposible sostener la guerra sin grandes y extraordinarios recursos. Conocida la penuria del Tesoro, os maravillará que hayamos podido ocurrir a los onerosísimos gastos de la guerra, que han subido a 400 millones de reales en este último interregno parlamentario. Es preciso, es urgente arreglar nuestra deuda y aumentar nuestros disminuídos ingresos sí hemos de salvar la Hacienda y restablecer la paz. 
Pero no basta con obras de consolidación; se necesitan obras de progreso; no basta con atender a la conservación de nuestras instituciones; se necesita mejorarlas y reformarlas, que no somos un gobierno exclusivo como los antiguos; somos y debemos ser un gobierno de estabilidad y de progreso a un tiempo. Y las reformas que más urgen son: establecimiento inmediato de la instrucción primaria obligatoria y gratuita, pagándola por el presupuesto general de la Nación, a fin de evitar la miseria de los maestros de escuela, mal y tarde retribuidos, por regla general, en los ayuntamientos; separación de la Iglesia y del Estado para que a un tiempo la conciencia consagre todos sus derechos, y el gobierno tome el carácter imparcial que entre todos los cultos le imponen nuestras libertades; abolición de toda corvea, de toda servidumbre, de toda esclavitud, para que solo haya hombres libres en el seno de nuestra República, lo mismo aquende que allende los mares. 
Si obedeciendo al doble movimiento de conservación y de progreso que impulsa a las sociedades modernas entráis en una política mesurada y conseguís un gobierno estable, será reconocida por Europa nuestra República. Ninguna nación, ningún gobierno tiene ya hoy antipatías invencibles a la forma republicana, como sucedía a fines del pasado siglo. Todos quieren a una que se establezca aquí un gobierno que dé verdaderas garantías al orden público y a los cuantiosos intereses que para el comercio universal entraña nuestro rico suelo. 
Una grave, gravísima cuestión internacional surgió en este crítico período con motivo del apresamiento del «Virginius». El gobierno os presentará el protocolo de este asunto, y en él podéis ver si ha sido feliz evitando una guerra más a nuestra Patria y sosteniendo los principios de derecho internacional sobre que descansan las relaciones de las sociedades humanas entre sí. Con motivo de este suceso hemos recibido nuevas pruebas de la amistad de muchos gobiernos, y nos hemos persuadido una vez más, al imponer a nuestra grande Antilla un tratado, que repugnaba a su susceptibilidad nacional, que el nombre de España es allí tan sólido y tan duradero como el mismo suelo de la isla. 
No hemos descuidado ni desatendido ninguno de los derechos de nuestra Patria, y por eso en la cuestión de las sedes vacantes hemos creído velar por prerrogativas antiguas y tradicionales, a las que solo vosotros, representantes del pueblo, podéis legítimamente renunciar. 
Nuestra situación, grave bajo varios aspectos, se ha mejorado bajo otros. El orden se halla más asegurado, el respeto a la autoridad más exigido arriba y más observado abajo. La fuerza pública ha recobrado su disciplina y subordinación. Los motines diarios han cesado por completo. Ya nadie se atreve a despojar de sus armas al ejército, ni el ejército las arroja para entregarse a la orgía del desorden. Los ayuntamientos no se declaran independientes del poder central, ni erigen esas dictaduras locales que recordaban los peores días de la Edad media. Las diputaciones provinciales no se atreven a convertirse en jefes de la fuerza pública. El orden y la autoridad tiene sólidos fundamentos, que siéndolo de la República, lo son también de la democracia y de la libertad. 
Es necesario cerrar para siempre definitivamente, así la era de los motines populares, como la era de los pronunciamientos militares. Es necesario que el pueblo sepa que todo cuanto en justicia le corresponde puede esperarlo del sufragio universal, y que de las barricadas y de los tumultos solo puede esperar su ruina y su deshonra. Es necesario que el ejército sepa que ha sido formado, organizado, armado para obedecer la legalidad, sea cual fuere: para obedecer a las Cortes, dispongan lo que quieran; para ser el brazo de las leyes. Los hombres públicos debían todos decir, así a los motines populares como a las sediciones militares: si triunfaseis aunque invoquéis mi nombre, aunque os cubráis con mi bandera, 
SEÑORES DIPUTADOS: Hora es ya de que resolvamos esta crisis; a la altura en que nos encontramos, opresa la Cámara del sueño, opreso yo mismo de la inquietud que me inspira mi grande responsabilidad, ya que ahora soy árbitro del tiempo, seré breve. 
Seré breve, me defenderé brevemente, para que no se crea que defiendo el poder que acepté casi impuesto, el poder que he mantenido vigorosamente en mis manos, el poder que entrego íntegro a esta Cámara republicana. 
Señores Diputados, la situación en que se encuentra el presidente del Poder ejecutivo ha sido con grande elocuencia resumida en breves frases por mi amigo el Sr. Labra. Me ha dicho mi amigo el Sr. Labra que yo inspiro recelos y sospechas al partido republicano. No trato de tachar de inconsecuente al Sr. Labra, aun cuando S.S. me ha tachado a mí de tal; yo lo he confesado, y creo que la inconsecuencia tiene una grande justificación cuando se inspira en grandes móviles. Yo he consumido parte de mi tiempo en una sociedad literaria, de la cual era miembro el Sr. Labra, y allí contendíamos, él defendiendo la monarquía siendo un niño, y yo defendiendo la República siendo muy joven. ¡Quién me había de decir a mí que el Sr. Labra monárquico hasta la última hora de la monarquía, y ahora desinteresado republicano, vendría a decirme que inspiro recelos a un partido por el cual he sacrificado mi existencia y he sido condenado a garrote vil por la tiranía de los Borbones! (Grandes aplausos). 
Sin embargo, tengo que decir una cosa. Yo nunca le he sido sospechoso al partido republicano en la oposición; le soy sospechoso cuando el partido republicano tiene el poder, cuando es árbitro de la fortuna y de los tesoros de la Nación, y si le soy sospechoso, es porque le digo que él solo no puede salvar la República; es porque le digo que está perturbado; es porque le digo que no gobernará como no condene enérgicamente esa demagogia. ¿Y quién tiene derecho a extrañarse de que yo, presente en el partido republicano el elemento más conservador por excelencia del partido republicano? ¿Dónde estaba yo a los 21 años, cuando se empezó una lucha entre La Discusión y La Soberanía Nacional? Estaba con el más moderado de aquellos periódicos, con La Discusión. Más tarde vino la lucha que ahora también nos separa, y en aquel gran debate, mientras unos republicanos se encontraban de parte de la utopía socialista, que prometía no sé qué edenes que no han podido traer a la tierra, yo me encontraba de parte de los individualistas. 
Adelantaron los tiempos, llegamos al terreno práctico; unos republicanos decían que no querían aliarse con los progresistas, ni aun para derribar a los Borbones y otros republicanos, en mi sentir más prácticos y más conservadores, decíamos que si no nos aliábamos con los progresistas para esta obra común, ellos entrarían en la Cámara, acatarían a los Borbones, serían llamados al poder y perderíamos toda esperanza para la democracia y para la República en España. Por consecuencia, me encuentro hoy casi en la misma situación en que me encontraba antes de la revolución de setiembre. Yo estaba por la coalición; los que ahora me combaten estaban por el aislamiento. Con vuestro aislamiento os hubierais consumido en vuestras cátedras, en vuestros periódicos y en vuestras academias; con mi coalición ha venido la libertad, la democracia y la República. 
Vino después el momento de la revolución de setiembre; y yo, teóricamente republicano, teóricamente federal, dije, sin embargo, a los hombres más eminentes de aquella revolución: habéis convenido en los derechos individuales y en el sufragio universal aceptando la monarquía, pues yo soy más conservador que vosotros: yo no tengo inconveniente en que me limitéis el sufragio y los derechos individuales, con tal que ante todo y sobre todo me deis nuestra querida República. 
Y luego, señores, vino la grande inconsecuencia de la revolución, que fue el haber levantado sobre tan generosos principios una monarquía, y para mayor mengua, una monarquía extranjera. Yo entonces busqué los procedimientos de acabar con aquella monarquía; una parte considerable del partido republicano se inclinaba a los procedimientos de fuerza; y yo, como más conservador, me inclinaba a los procedimientos parlamentarios. Pronuncióse en aquellos momentos la palabra benevolencia, que fue el veneno que mató la monarquía democrática. Y yo desde el momento en que pronuncié aquella palabra, ¿no fuí un aliado fidelísimo e incansable del partido radical? ¿No le apoyé directamente con mis votos, e indirectamente con mi silencio? 
Vino la República, no traída por los republicanos, que no tienen derecho a llamarse los fundadores de la República, sino traída por los radicales; así es que yo entré a formar parte con gran satisfacción de un ministerio en que había elementos radicales; y la noche triste para la República del 24 de Febrero, en que aquella coalición se rompió, yo dije a la minoría republicana el abismo a que se arrastraba a la República. Ya estamos en el fondo de ese abismo. 
Yo dije a la minoría que teníamos pocos hombres que pudieran representar grandes agrupaciones; que esos hombres acabarían muy pronto, y que el día en que sucumbieran de estos hombres tres o cuatro, corría los pueblos latinos aman las personificaciones más que las ideas, moriría con ellos la República. Pues bien; ya están desacreditados todos. (Rumores en la izquierda) 
Meceos en vuestras ilusiones; somos más impopulares que los moderados, que los conservadores, que los radicales, porque nuestra impopularidad es más reciente y nuestros errores se tocan más de cerca. Por consiguiente, ¿que va a pasar a esta República? ¿Dónde está el hombre que va a llevar sobre sus hombros el peso de este monte Atlante que se llama República? Es muy fácil hablar de que no se aceptará el poder de que grandes compromisos impiden apoyar a un gobierno; pero cuando este gobierno cae, cuando la autoridad va a encontrarse huérfana, cuando apenas puede salir de esta Cámara un ministerio viable, decidme: ¿Qué doctor Dulcamara tenéis, filósofos sin realidad en la vida? (Grandes aplausos) 
¿Por ventura he dejado de apoyar yo a alguno de los hombres del partido republicano? Yo apoyé al Sr. Figueras hasta el último momento; yo apoyé constantemente al Sr. Pi, y no me arrepiento de ese apoyo, y luego apoyé al Sr. Salmerón con todo mi corazón, porque es mi amigo, mi condiscípulo, mi discípulo, uno de los filósofos que más ilustran nuestra patria, y porque le quiero con toda la efusión de mi alma. 
¿Y qué sucedió? Que un día, después de agotados todos los medios de fuerza, el Sr. Salmerón no 
pudo vencer ciertos obstáculos y ciertos escrúpulos nacidos de su conciencia. 

Entonces yo me encontraba en la presidencia de esta Cámara en una beatitud perfecta, sin ninguna responsabilidad, alejado del poder, que me repugna más cada día, y tuve que bajar de mi Olimpo y venir a este potro. ¿Y por qué bajé? Porque así me lo exigía el deber, porque yo no podía volver la cara al peligro ni rehuir responsabilidades. 
El Sr. Labra nos decía: ¿por qué no imitáis la conducta del rey don Amadeo, que se fue antes de violar los principios democráticos? El rey D. Amadeo procedió noblemente, pero el Sr. Labra ha de permitirme que le diga que al rey D. Amadeo no le interesaba España tanto como me interesa a mí. Él iba a tierra donde reposan los huesos de sus padres. Yo tenía que quedarme aquí hasta morir, si es preciso, para que no perezcan en manos de la República la salud, la integridad de la patria. Y me quedé.¿Y en qué situación me encontré? ¿Era, por ventura, la situación del momento la que me preocupaba y afligía? No; con gran patriotismo, con gran energía, el ministerio Salmerón había dulcificado aquella situación: pero yo veía los resultados del desmembramiento cantonal, de la indisciplina militar, de la falta de toda autoridad arriba y toda obediencia abajo; yo veía los peligros que se cernían sobre nuestras cabezas, en el momento en que era necesario arrancar a las madres sus hijos y lanzarlos a la lucha, a la muerte, y pedí dificultades extraordinarias. Las he usado, y desafío a todo gobierno que quiera seguir la guerra con 
vigor a que gobierne con los mismos procedimientos en tiempos normales que en tiempos anormales. 
Y, señores, ¿a quién he engañado yo? ¿Qué fórmula di que no haya planteado?¿Qué promesa hice que no haya cumplido?¿Os dirigíais a un enigma, a una esfinge? Os dirigíais a un repúblico que había dicho cuanto pensaba hacer. Dijo que pensaba restablecer la ordenanza, vigorizar la disciplina, sacar con mano fuerte las reservas, aplicar la pena de muerte, conferir los mandos militares a generales de todos los partidos. ¿Y qué he hecho, Sres. Diputados, sino cumplir las promesas que os hice? ¿Quién puede llamarse a engaño? ¿Quién puede decir que yo soy desleal? ¿Sabéis por qué he hecho todo eso? Por salvar la República, que pongo sobre la libertad, sobre la democracia, sobre todo, porque no hay mejor signo de redención, de emancipación para generaciones educadas en la tiranía de los reyes que adquirir la República. Así es que yo soy liberal, muy liberal; y se conoce que soy liberal en que, habiendo tenido toda clase de poderes, casi no he usado de ellos. 
Yo soy demócrata por temperamento, por convicción, por historia: pero así como amo el sol, y el sol tiene eclipses, así cuando los fétidos pantanos de las antiguas creencias arrojan sus mías más por todas partes; cuando este suelo estremecido por tantas tradiciones absolutistas levanta cráteres que pueden incendiar hasta la médula de nuestra libertad y de nuestros derechos, entonces consiento que el humo y los vapores nublen el sol de la democracia seguro de que ese sol ha de ser eterno y esplendoroso. Pero antes que liberal, antes que demócrata, soy republicano, y prefiero la peor de las repúblicas a la mejor de las monarquías; y prefiero una dictadura militar dentro de la República, al más bondadoso de todos los reyes. 
Porque, señores, está en la naturaleza de las monarquías; les sucede siempre a las monarquías, que, tarde o temprano, anulan los derechos de las democracias; como sucede siempre a las Repúblicas que admiten el espíritu de su siglo. Y si no, ¿creéis que política ni aun socialmente es comparable el estado de las monarquías europeas con tantos siglos de grandezas, de glorias y de conquistas, con el estado político de las Repúblicas de América? Pero hay aquí una cosa, y es, que si la República de mis ideas y de mis ensueños pudiera realizarse, habría pocas repúblicas tan hermosas. Yo la pondría todas las preseas y todas las galas del arte, y haría que en ella todos los hombres practicaran todas las virtudes; pero, Señores Diputados, lo que yo tengo que hacer es la República de la realidad; y os digo que es una ley, no histórica, sino fisiológica, que todos los seres nazcan imperfectos. La encina que ha de desafiar el huracán y los siglos, es en su nacimiento un débil tallo que se doblega bajo el ala del insecto. 
El grande, el ilustre pensador que descubrió el cálculo infinitesimal y que adivinó la ley de la gravitación universal, estuvo en su cuna tan falto de inteligencia y de palabra como el último de los imbéciles. Y lo mismo ha sucedido a las repúblicas: la griega fue en su origen una oligarquía; la romana un patriciado; las de la Edad media una lucha entre caballeros feudales y condotieres y gente de municipio; la holandesa, con haber dado la libertad de conciencia y de comercio al mundo, fue el coto de algunos señores, que luego rigieron los primeros tronos de Europa; la misma República suiza que hoy se admira tanto, colección de cantones feudales, donde mandaban abades y señores y a veces hasta monjas: la República francesa, la dictadura más sangrienta y más abominable que han conocido los siglos. 
La misma República de los Estados Unidos no pudo salvarse sino por diez años de dictadura; que todos los seres, cuando más perfectos han de ser en su desarrollo nacen más imperfectos y más débiles. Por consecuencia, lo que yo deseo es que tengamos la República posible; y lo que quiero y se lo digo en su cara al partido republicano, es que tenga la mayor abnegación posible; que se deshaga cuanto pueda del poder, y que imite a aquellos artistas de la Edad media que después de haber levantado las más maravillosas catedrales, no ponían su nombre en una sola piedra. 
¿Sabéis por qué? Porque yo no necesito la adhesión de los republicanos a la República; lo que necesito es que la sostengan los elementos que no son republicanos, o que lo son hace poco, y por eso quiero, usando la frase vulgar, resellarlos para la República. No he hecho esa política porque no he podido: los ministros que hay aquí no son unionistas, no han apoyado a Posada Herrera, no han sido ni siquiera progresistas, y por consiguiente, no autorizan a que se diga que yo traigo al poder los partidos contrarios a la República. Pero lo declaro con franqueza: si algún día fuese árbitro de traerlos, si tuviera confianza en que habían de ser republicanos por convicción o por necesidad, os lo aseguro, no me tachéis de desleal, los traería al poder. Ya lo sabéis: proceded en consecuencia. 
Y aquí veo a algún amigo mío arrojarme otra vez las palabras «ahí tenéis a López: López hizo lo mismo; trajo los otros partidos al poder y lo devoraron a él». Pero, señores, ¿cuál fue el primer crimen de aquellos hombres? El haber combatido rudamente al general Espartero, sacrificando lo real a lo perfecto. 
Y luego llamó a aquellos partidos a que le ayudasen a crear -¡inocente!- la mayoría de la reina. Si yo 
trajera a los otros partidos, los traería precisamente para evitar la mayoría del príncipe Alfonso. 
Porque, después de todo, señores, aquí invocamos los grandes nombres y, creemos haberlo dicho todo. Washington, el fundador de la República y de la democracia en América; el probo, el santo, el gran ciudadano, ¿qué hizo? ¿Cómo fundó la República? Teniendo durante su segunda presidencia cinco años de facultades extraordinarias, y formando su ministerio con republicanos como Jefferson, que había sido embajador en París y estaba tachado de jacobinismo, pero con monárquicos como Jackson, que hubiera pasado por tory en la aristocrática Inglaterra. Aquel hombre llevaba al poder de la República a todos los partidos, sabiendo mejor que Napoleón aquella célebre frase: «la República es como el sol; ciego el que no lo ve». A mí me dan miedo, mucho miedo, los monárquicos con monarca, pero me dan más risa que miedo los monárquicos que no le tienen. 
Yo creo, señores, que urge fundar el partido conservador republicano; porque si no tenemos muchos matices, no podremos conservar mucho tiempo la República. Y nosotros tenemos más cualidades que nadie para ser el partido conservador de la República, porque somos los que hemos conseguido ya todo cuanto hemos predicado. Porque, después de todo, tenemos la democracia; tenemos la libertad, tenemos los derechos individuales, tenemos la República; no nos falta ya nada. (Rumores en la izquierda) No nos falta nada de cuanto hemos predicado; vosotros, los que queréis reunir al mundo para 
dividirlo luego en cantones y poner un Contreras en cada uno, sois los que tenéis aún mucho que desear. 
Pero a nosotros con dos reformas nos basta: primera, la separación de la Iglesia y del Estado; segunda, la abolición de la esclavitud. (Una voz: ¿Y la federal?) La federal; eso es organización municipal y provincial, y hablaremos más tarde; eso no vale la pena. (Risas y murmullos) El más federal tiene que aplazarla por diez años. (Una voz; ¿Y el proyecto?) Lo quemaron en Cartagena. (Grandes aplausos) No me diréis que no soy franco (El Sr. Armentia: Se acaba la paciencia). ¿Se le acaba la paciencia al Sr. Armentia? Pues, Sr. Armentia, yo tengo derecho, como S.A., a decir a mi Patria lo que pienso y lo que siento; la Cámara me juzgará; yo, antes que todo, soy hombre de honor y de vergüenza. (Aplausos) 
¡Ah! yo sería un traidor si lo dijese esto delante de una Cámara monárquica para conservar el poder, pero como se lo digo a una Cámara republicana federal intransigente, tengo en esto mucha dignidad, mucha elevación y mucha honra. (Aplausos) 
Ya sé yo que me llamaréis apóstata, inconsecuente, traidor; pero yo creo que hay una porción de ideas muy justas, que son en este momento histórico irrealizables, y no quiero perder la República por utopías. Me contento ahora con la República, y creo que han contribuido mucho a traerla varios partidos, los hombres políticos que la iniciaron, y a los cuales, sean cualesquiera las disidencias que de ellos me separen, rendiré siempre fervoroso culto. La han traído también aquellos partidos que, sea cualquiera el móvil porque en los móviles no se puede entrar, aquellos partidos, digo, que en Cádiz levantaron la bandera de la insurrección contra la dinastía de los Borbones, y creo que esos hombres hicieron más por la República que todos vuestros marinos cantonales. (Dirigiéndose a la izquierda.-Risas) 
Creo más; creo que contribuyeron a traer la República los demócratas a quienes tendía tan elocuentemente sus brazos esta noche el Sr. Labra; ellos divulgaron los derechos individuales, ellos los implantaron en una Constitución que ha de ser base de todas las Constituciones futuras. 
Y luego digo otra cosa: que el partido republicano mantenido aquí tan elocuentemente, mantenido fuera de aquí con tanto valor y pujanza, tiene que transformarse en dos grandes partidos: uno pacífico, muy pacífico, pero progresivo, muy progresivo, a quien le parezcan extrañas nuestras ideas: y otro pacífico, nada de dictatorial, nada de autoritario, nada de arbitrario; legal, muy legal; demócrata, muy demócrata, pero con un grande instinto de consolidación y de conservación, porque él tiene que consolidar y conservar la obra más grande del siglo XIX, la obra de la República. Y así es que en estas divisiones en que tanto se habla de personalidades, de conciertos, de diferencias, lo que late, lo que existe ya es el germen de esos grandes partidos. 
Vosotros apartad de la demagogia al pueblo y hacedle ver que dentro de la República tendrá el pan del alma y el pan del cuerpo, y nosotros apartemos a los elementos conservadores de la monarquía y hagámosles ver que en la República tendrán también garantizados sus legítimos intereses. (Aplausos) Hagamos esto, unámonos todos en una gran fusión, teniendo todos la franqueza de sus ideas. Si alguno de nosotros pasa en esto por impopular ¡qué remedio tiene! es muy cómoda, es muy placentera la popularidad. Yo le he devorado con anhelo, yo la he tenido, creo haberla perdido y creo en gran parte que merezco perderla, porque si no la perdiera me sentiría fuera de aquella ley de que a toda realidad acompaña un gran desengaño: que los Bautistas y los profetas están destinados a ser bendecidos, y los que gobierna están condenados a ser maldecidos, teniendo que aceptar noble y virilmente esa maldición. 
Y aquí viene como de molde la cuestión de los ejércitos y los obispos. 
Hace pocos días en una de las Cámaras prusianas, le dirigían al príncipe de Bismarck una reconvención por haber cambiado ideas de secta en ciertas ideas de gobierno y le decían lo que de seguro me va a decir el señor Armentia: «apóstata». Bismarck contestaba: «es verdad, pero cuando estaba allí era el jefe de una secta: ahora estoy aquí y soy el jefe de una nación»; y como soy jefe de una nación, aunque sin merecerlo, he sostenido en mis manos prerrogativas, las regalías que por espacio de quince siglos ha tenido la nación española. Yo no podía ni debía promover un conflicto religioso. Les podrá convenir a ciertos hombres de Estado de Prusia y de Suiza suscitar conflictos religiosos, pero a un hombre de Estado español en estas circunstancias, no le conviene tener un enemigo más en la fe religiosa, que es muy respetable, tan respetable o más que cualquier filosofía. 
Después de todo, figurémonos que el gobierno no hubiera querido usar de esta prerrogativa; el Papa hubiera nombrado los obispos y los arzobispos, y entonces el gobierno hubiera tenido que usar de principios contrarios a la libertad de la Iglesia, impidiendo que estos obispos, que a los ojos de la ley escrita no eran tales obispos, hubieran tomado posesión de sus sillas. De suerte que tenía que violar los principios de la libertad religiosa, si es que a vosotros no os parece que esos principios no se violan cuando se violan en contra de los obispos. Es necesario no tener las preocupaciones volterianas, y después de todo, lo que hemos hecho en esto ha sido dar una nueva prueba de nuestro acatamiento, así a las leyes del Estado, como a la libertad de la Iglesia. Porque el argumento de que hay presentado un proyecto de ley es un argumento baladí, que me extraña haya empleado el señor Labra. Pues qué, porque se haya traído un proyecto de ley repartiendo los bienes de propios a censo, ¿no podemos venderlos? Pues lo estamos vendiendo. 
Las leyes no lo son en el régimen parlamentario hasta que se discuten y aprueban. ¡Pues no faltaba más sino que todos los delirios que los señores diputados tuvieran por conveniente presentar sobre la mesa fueran leyes desde luego! 
¿Y que digo del ejército, señores diputados? ¿Teníamos nosotros tiempo ni medios para organizarlo de otra manera? ¿Qué era lo urgente? Organizarlo en la forma que se podía. Y créame mi amigo el Sr. Salmerón; no era posible en aquél momento supremo improvisar esos medios. Gracias que vimos vestida, armada y equipada en lo posible una parte de ese ejército, para lo cual hemos tenido que gastar 400 millones en estos cuatro meses, y ahora hay que aumentar más ese ejército, porque si no hay 50.000 hombres en las provincias Vascongadas, 30.000 en Cataluña y 15.000 en el centro, y 15 ó 16.000 caballos, y en vez de esto nos ocupamos en la desorganización del ejército y en promover la indisciplina, créanlo los señores diputados, el peligro que no corrieron nuestros padres lo correremos nosotros; pues mientras nosotros discutimos los mayores o menores grados de federación, los carlistas se organizan, y si pronto no les ponemos un ejército bastante a contenerlos, ellos procurarán venir sobre la ciudad santa de su rey, que es Madrid. 
Si por algo lamento con profundo dolor los sucesos de esa insurrección que ha condenado a los habitantes de una importante ciudad a abandonarla; que ha abierto los presidios y convertido esa ciudad en un nido de piratas; que ha traído la intervención extranjera, y que ayer mismo quemó 50 millones al destruir la «Tetuán», es porque podríamos haber dispuesto de esa fuerza para hacer frente a la insurrección carlista; por eso creo yo que la República no tiene más que un enemigo temible: la demagogia, y entiendo que es necesario evitarla a todo trance. 
Ahora, señores diputados, solo me resta deciros que, si soy sospechoso al partido republicano, si es que me habéis de sustituir, lo hagáis pronto; porque si algo me apena es el Poder, y si alguna cosa me halaga es el retiro de mi hogar, al que llevaré la satisfacción de haber dado a mi país cuatro meses de paz en lo que me ha sido posible, y en él pediré a Dios os dé el oportuno acierto para salvar las dificultades que nos rodean y llevar adelante la República; lo que ciertamente no creo pueda conseguirse sin los medios que os acabo de indicar, y que son los que exige la naturaleza de los sucesos por que atraviesa la nación, pues delante de la guerra no hay más política que seguir que la de la guerra.