Formación de ayuntamientos y Diputaciones por elección popular.
1855-06-05 - Práxedes Mateo Sagasta
Antes de entrar en materia voy a hacerme cargo de una inculpación que el Sr. Ríos Rosas ha dirigido al partido progresista. El partido progresista, decía el Sr. Ríos Rosas, sabía lo que pensaba en el año 40, en el año 41, en el año 42, pero no sé lo que piensa ahora; y no es extraño que yo no lo sepa, porque creo que él lo ignora. Me parece que esto es lo que ha dicho S.S. Yo debo decir a S.S. que si el Sr. Ríos Rosas supone que el partido progresista ignora lo que piensa, porque no hace ahora lo mismo que hacía en el año 40, yo debo decir a S. S. que eso precisamente es una prueba de que sabe lo que piensa, porque si pensara lo mismo ahora que antes, no sería partido progresista. Por eso se llama partido progresista; porque tiene que progresar, como progresa la civilización, como progresan las ciencias, como progresan las artes, como progresa la industria, como progresa la humanidad. Pues qué, ¿cree S.S. que se gobierna lo mismo al país con líneas telegráficas y caminos de hierro, que en la época en que para alejarse uno a pocas leguas de su casa tenía que confesarse y hacer testamento? No; indudablemente que no. Por eso el partido progresista el año 55 tiene que pensar de distinto modo que pensaba el año 40. Y es muy particular, señores, la posición en que se ha colocado el Sr. Ríos Rosas. Su señoría se encuentra entre un partido muerto y otro partido que no sabe cómo piensa, y lo que de esto resulta es que ni el partido muerto, según S.S., ni el que no sabe lo que piensa (y si no sabe lo que piensa, no es partido), lo que resulta es que ni uno ni otro partido saben cómo piensa S.S., y no es extraño que S.S., no sabiendo cómo piensa respecto a ningún partido, suponga que el partido progresista ignora también lo que piensa. Y basta ya de esto, que importa poco a la cuestión, por más que importe mucho al partido progresista. La cuestión que envuelve el voto particular del señor Ríos Rosas en una cuestión compleja, delicada, importantísima, bien se la mire bajo el punto de vista político, bien se la considere bajo el aspecto administrativo. Él hasta cierto punto determina lo que han de ser los Ayuntamientos; él fija en cierta manera la organización del Municipio, uno de los objetos más dignos de la atención del legislador. El poder municipal ocupa un inmenso lugar en las instituciones publicas, y si bien colocado debajo de los otros poderes del Estado, no es sin embargo menos importante, y es más antiguo que ellos; porque desde el momento que se constituye un pueblo, por insignificante que sea, desde el instante en que una asociación de personas forman una aldea, se hace sentir la necesidad de su administración interior. El poder municipal es, pues, el primero cuya necesidad conocemos; es, por consiguiente, anterior al Estado. Los legisladores han podido variarle, modificarle, alterarle en un sentido más o menos restrictivo; pero no han podido crearle, no han podido formarle, porque creado y formado lo han encontrado, sin duda para que les sirva de cimiento sobre el cual levantar el edificio social. El Municipio es, digámoslo así, el vínculo que liga los hombres al suelo natal; en él existen las afecciones de su familia; en él se conservan los recuerdos de su niñez; en él encuentran los pensamientos del porvenir; en él estudian las necesidades mutuas, conocen los intereses comunes; él, por último, les proporciona un teatro donde desarrollar sus facultades, donde ejercitar sus disposiciones; él es a la vez poder público y privado, y reúne la autoridad del juez a la del padre de familia, y en su limitado horizonte ve el ciudadano la imagen de la Patria que tiende a despojarle del egoísmo personal para dar cabida a los sentimientos de patriotismo, creando y fortaleciendo así el cariño y la afición a las instituciones públicas. Por eso, sin duda, decía un célebre escritor que en el Municipio reside la fuerza de los pueblos libres; que las instituciones municipales son a la libertad lo que las escuelas primarias a la ciencia; ellas la ponen al alcance del pueblo, ellas le hacen gustar su uso moderado; ellas, por fin, le acostumbran a practicarla con parsimonia. Bajo diferentes aspectos, en diversas formas y con distintos caracteres se nos presentan las corporaciones municipales en las diversas épocas de nuestra historia; pero ¡cosa singular! no siempre la mayor amplitud de las atribuciones municipales ha coexistido con la mayor libertad de los Estados. Más de una vez se observa que a la par que un país está regido por un gobierno absoluto y hasta despótico, sus instituciones municipales ostentan un carácter esencialmente político, y los magistrados elegidos por el pueblo poseen todos los atributos del poder público; al mismo tiempo que se observa también que en un país regido por un gobierno libre la vida de los Municipios es raquítica y mezquina. Pero decía el Sr. Ríos Rosas, combatiendo algunas citas históricas de mi amigo el Sr. Gil Sanz, que prescindiendo de la España romana y de la España goda, no encontramos en nuestra historia más que Municipios feudales. No hay para qué ocuparnos aquí, señores, de lo que fueron los Municipios hasta el siglo XI; porque el estado continuo de guerra en que España se encontraba, la agitación de que estaban dominados todos sus habitantes, exigía que las ciudades y las villas de su territorio fuesen otras tantas plazas de armas, y que más que del ornato público y de la policía se cuidasen de su defensa y fortaleza; por consiguiente, entre el choque de las armas y esa agitación angustiosa en que el país se encontraba, el carácter de los Municipios debía ser esencialmente militar, un carácter completamente distinto del que tuvieron en la Edad Media. Basta, por consiguiente, saber que el origen de los Municipios es desconocido, es antiquísimo, ya los primeros Municipios se modelasen por las curias de los romanos, ya se fundasen en los restos de la legislación de aquel pueblo. Pero ya en el siglo II empezamos a ver claramente la organización de los Municipios, y el primero que nos la presenta es el de la ciudad de Toledo. Alfonso VI, después de haber ganado la ciudad de Toledo, le otorgó franquicias municipales y dio a sus habitantes el derecho de intervenir en el gobierno. Tampoco importa ahora mucho el saber cuál fue esa organización; basta saber que fue esencialmente popular, tan popular como muchas de las corporaciones que en estos últimos tiempos las han tenido, y mucho más popular que algunas de ellas. El Rey es verdad [5.425] que nombraba un alcalde, pero era de apelación; había dos alcaldes, uno para los moradores antiguos y otro para los modernos, los dos nombrados exclusivamente por el pueblo. A imitación del Ayuntamiento de la ciudad de Toledo se establecieron en otra porción de poblaciones importantes de España; pero cuando el sistema feudal dominaba ya en Europa, era común el régimen municipal. Este régimen municipal es verdad que se extravió, es verdad que perdió su primitivo carácter; porque cuando las tropas empezaron a militar bajo los estandartes de las ciudades y las villas, la nobleza, que vio tropas que mandar, solicitó con empeño los cargos concejiles; de modo que el Municipio, que en sus principios era una institución esencialmente popular, después se convirtió en una institución aristocrática, llegando hasta el punto de que los cargos concejiles se hicieron hereditarios. Pero sea lo que quiera, estas corporaciones fueron continuamente ganando terreno, y llegaron a ser tan fuertes, que más de una vez dieron apoyo al poder vacilante de los Monarcas. Así siguieron las Municipalidades hasta que en los campos de Villalar se decidió la suerte de las franquicias municipales. Las armas de Carlos V, entonces vencedoras, no sólo hicieron derramar la sangre de los Padillas, de los Maldonados, de los Bravos y tantos otros ilustres patriotas, sino que desgarraron e hicieron pedazos las garantías populares; y ¡cosa singular! la nobleza española murió políticamente el mismo día que desaparecieron las franquicias municipales; la nobleza española se suicidaba con una mano, y con otra asesinaba todas las instituciones populares, aquellas instituciones populares que tanto la habían enaltecido, que tantos días de gloria le habían dado, que tantas victorias le habían hecho conseguir cuando como magistrados municipales se pusieron sus individuos a la cabeza de las tropas que militaban bajo el estandarte de sus respectivas ciudades y villas. La batalla de Villalar forma, pues, un punto de separación terminante, entre lo que fueron los Ayuntamientos hasta ese día y lo que han venido a ser después. Desde entonces, en que el Poder Real, abusando de la victoria, hizo que el Consejo de Castilla se apropiase a manera de botín la mayor parte de las atribuciones gubernativas que hasta aquí tuvieran los Ayuntamientos, hasta nuestros días, en que desapareció casi por completo el derecho electoral, confiriéndose el año 1.824 a las Audiencias las facultades de nombrar para los cargos concejiles a propuesta de los Ayuntamientos salientes, las corporaciones municipales han venido a menos, arrastrando una vida raquítica y miserable, si bien interrumpida momentáneamente por algunas buenas disposiciones del Rey D. Carlos III, por la profunda reforma de la Constitución del año 12 y por la ley del año 23. Posteriormente, las disposiciones de los años 35, 40 y 45 han sido otras varias modificaciones entre las muchas que han sufrido estas corporaciones, que, como es natural, han seguido todos los cambios profundos de nuestras instituciones políticas, con las cuales tienen una inmediata y directa relación, con las cuales viven o mueren, se desarrollan o se aniquilan. Con esto creo haber contestado a la parte histórica del discurso del Sr. Ríos Rosas, y no lo he hecho para pretender que el Municipio se ajuste a lo que fue en otros tiempos; no, señores, porque siendo otras las circunstancias, siendo diferentes las instituciones que hoy nos rigen de las que regían en aquellos tiempos, distintas tienen que ser también las instituciones municipales. Por lo que acabo de decir se ve que los pueblos tienen y han tenido siempre vida propia con una unidad administrativa por excelencia, con existencia natural anterior a toda institución de gobierno central; son, en una palabra, efecto de la naturaleza, no resultado de la ley, no una simple división administrativa. Pero vamos a ver cómo debemos ahora organizar las instituciones municipales. Los pueblos, considerados aisladamente, tienen necesidades e intereses locales relativos a su pequeña sociedad, a cuyo cumplimiento acuden por sí mismos; pero considerados comparte de un Estado, tienen intereses colectivos, participan de derechos uniformes, y que están sujetos a cargas iguales. Del primer caso precede la administración municipal; del segundo la general del Estado. Aquí se ve la mano del Gobierno, allí la de los Municipios: el primero obrando con completa independencia dentro de sus facultades, sin más freno en los gobiernos absolutos que el moral de la opinión pública; en los gobiernos constitucionales, el legal de la Representación nacional; el segundo no puede obrar ya con tan absoluta independencia, pues la acción del Municipio está unas veces sometida a la autoridad, otras a la vigilancia del Gobierno; de otro modo no sería posible el imperio de la ley común; de otro modo no habría igualdad ni seguridad personal, que es la gran conquista de los tiempos modernos; de otro modo no podría haber libertad, porque no hay libertad donde no hay orden, no hay orden donde no hay gobierno, y no hay gobierno si enfrente de él tiene magistrados independientes e irresponsables; de otro modo, por último, no habría unidad nacional, ante cuya consideración deben ceder todas las instituciones. Los Ayuntamientos son en este supuesto la última circunscripción a que desciende la autoridad pública; su carácter es esencialmente administrativo; la política afianzada está en las leyes fundamentales del país. Así, pues, podemos considerarlos colocados entre el Gobierno, provistos de derechos y de medios de acción que no dependen de él y los ciudadanos, cuya capacidad política y civil reposa en el derecho público; y esto supuesto, no hay inconveniente en que reconozcamos el poder municipal y le establezcamos sobre ancha base, sin temor, ni para la verdad de la Nación, ni para los derechos, tanto del Gobierno como de los ciudadanos. Podemos, pues, establecer los Ayuntamientos con amplia, con completa libertad, porque los poderes a que dan origen no pueden entrar en lucha con el Gobierno, y constante y continuamente le han de ser favorables. Demasiado débiles para quebrantarle, serán quizá más poderosos para apoyarle, para sostenerle, para detener el ímpetu de las masas, fuerza que está siempre delante del Gobierno; este con sus ejércitos, con sus agentes innumerables, con los recursos del Erario publico; aquellas con la fuerza material que da el número. Demos, pues, a los Ayuntamientos una organización vigorosa y robusta, y podrán servir de freno el día que la tempestad estalle, cuando las pasiones políticas se inflaman, cuando el torrente popular se desborda, cuando el Gobierno, en fin, se desplomaría si antes no se hubiese proporcionado un apoyo que le contenga en su caída, sacado de esas mismas masas que tienden a precipitarle. Entre los que quieren reducir a la nulidad esas [5.426] instituciones municipales que tantos gloriosos recuerdos han dejado en nuestra historia, y los que pretenden que cada Municipalidad sea un Gobierno, convirtiendo la España en una especie de República federativa, hay un medio razonable, que consiste en que los intereses de la sociedad en general y los intereses locales, sin estar dirigidos por la misma mano, tengan una, recíproca influencia y marchen juntos sin interrumpirse, sin estorbarse sus movimientos. ¿Y es esto, por ventura, lo que se conseguirá con el voto particular que estoy combatiendo? No; y voy a procurar demostrároslo. Los Ayuntamientos se componen de funcionarios de distintas clases, conocidos con el nombre de alcaldes, de tenientes de alcalde y de regidores; todos tienen que desempeñar en la Municipalidad cargos y obligaciones importantes; pero la administración municipal se divide en deliberación y en acción; la primera a cargo de la Municipalidad, la segunda a cargo del alcalde, que viene a ser por consiguiente la representación fiel del Poder ejecutivo en el seno de estas corporaciones. Los Ayuntamientos acuerdan, ordenan, deliberan, informan, representan, y luego los alcaldes ejecutan, y dicho se está con esto cuánta es la importancia de estos funcionarios. Pocas dificultades ofrece la elección de los Ayuntamientos, pues una vez reconocida su existencia propia, es indispensable reconocer el derecho que tienen los vecinos a nombrar los administradores de sus intereses propios; desconocer esto sería usurpar la más antigua de las libertades públicas, sería incurrir en un grave error; nadie hay, pues, en nuestro país que desconozca ese derecho. Pero no sucede lo mismo respecto de los alcaldes, porque en este punto están divididas las opiniones. A tres pueden reducirse los sistemas para el nombramiento de los alcaldes: o que los nombre el Poder ejecutivo sin restricción ninguna, sin más condición que la que le impone su voluntad; o que los nombre este mismo Poder ejecutivo con la condición de que el nombramiento ha de recaer en uno de los individuos del Ayuntamiento, o que los nombre el pueblo sin la intervención de dicho Poder. Poco diré acerca del primer sistema, que por lo visto no tiene partidarios en esta Cámara, y no es extraño que no tenga partidarios un sistema que atenta profundamente a los derechos del Ayuntamiento, que establece la centralización en lo que tiene de más odioso para los pueblos, centralización que si es inconveniente para los pueblos, se es perjudicial para los Municipios, no es menos inconveniente, no es menos perjudicial para el Gobierno central. En efecto, hacer responsable al Gobierno de los nombramientos de todos los alcaldes del Estado por las propuestas de los gobernadores, guiados de diferentes y aun de opuestas miras, es proporcionarle las críticas más severas, las más acres censuras, las más terribles recriminaciones. No es esto lo que aconseja seguramente una política prudente. La generalidad de los individuos juzgan siempre al Gobierno por los nombramientos que hace; allí donde hay un empleado malo, malo se cree al Gobierno; allí donde un empleado es inepto, inepto se figuran al Gobierno; y hasta allí donde se cree que hay un empleado inmoral, inmoral se ve también al Gobierno; y en unos puntos por una cosa y en otros por otra, todo lo malo viene a refluir al Gobierno. De aquí, señores, que el descontento llega a ser por último la opinión pública. Pero si esto sucede en lo general, esta opinión, esta resistencia, estas recriminaciones se verifican en mayor escala en el interior de esas corporaciones, en el seno de las Municipalidades, que siempre han resistido que vaya una persona a presidirlos sin más título que el nombramiento del Gobierno; lo mismo ahora que en los tiempos antiguos, en que se resistían a admitir los jueces llamados forasteros que en el siglo XI se nombraron. Las Cortes españolas reclamaron varias veces de los Reyes que separaran de los pueblos y ciudades a los jueces forasteros que mandaba el Rey. Pues bien, señores; estas resistencias que hallan siempre los Ayuntamientos a una persona extraña al Municipio, que puede no tener ningún vínculo con él, y que sin más que por un decreto del Rey toma parte en sus deliberaciones, habla en nombre del común, lo cual es hasta irritante; pues esas oposiciones a esos nombramientos son oposiciones al mismo Gobierno. No es esto lo que aconseja, repito, una política prudente. Eso podrá dar fuerza material al Gobierno, pero le quita fuerza moral, y yo no quiero sostener al Gobierno de esa manera, a costa de su prestigio, porque de ese modo haremos Gobiernos tímidos, pero no respetados. Respecto del segundo sistema, que consiste en que el Poder ejecutivo nombra los alcaldes, pero con la condición de que haya de recaer el nombramiento en uno de los individuos de Ayuntamiento, que es lo que viene a decir el voto particular que combato, tiene en parte los inconvenientes que acabo de manifestar en cuanto al primer sistema, sin ninguna ventaja para el Gobierno central. Supongamos nombrado el Ayuntamiento y que la mayoría de él merece la confianza del Gobierno. Puesto que de esa mayoría se ha de nombrar el alcalde, pueden suceder dos cosas: o que el Gobierno nombre el mismo que hubiera salido elegido por el pueblo, en cuyo caso sin ventaja para él interviene en los negocios municipales, irritando, porque irrita siempre eso; o que de esa mayoría elige un alcalde que no hubiera sido elegido por el pueblo, y en este caso crear resistencias, y en vez de tener mayoría en el Ayuntamiento puede llegar a tener minoría; en vez de tener amigos tendrá enemigos. Prescindiendo de los inconvenientes de un alcalde que no tiene mayoría en los concejos, que le oponen resistencia, y que en su marcha administrativa no encuentra más que obstáculos, dificultades, entorpecimientos, con perjuicio de los intereses municipales. Si en el Ayuntamiento el Gobierno no tiene mayoría, necesariamente el alcalde ha de salir de la minoría. Y dicho se está que este caso es igual al anterior. Pero también podrá haber casos en que el Gobierno no sepa de qué individuo echar mano, porque ninguno de los nombrados merece su confianza. Y aquí se ve que cuando menos la intervención del Gobierno es infructuosa, no tiene ventajas para él, al paso que siempre tiene graves inconvenientes. Es verdad que decía el Sr. Ríos Rosas que esta intervención la tendrá exclusivamente donde haga falta. Pero ¿quién nos lo dice? ¿Está eso en la Constitución?¿No dice la base que puede nombrar en todas partes, que puede intervenir el Poder ejecutivo en todas, desde la capital de la Monarquía hasta el pueblo más insignificante? Pero aun cuando así no fuese, y se trate solo de poblaciones importantes por el temor de que la tranquilidad pública pueda alterarse, y que los Gobiernos no sean responsables, porque los alcaldes que él nombra tienen influencia en el mantenimiento de la tran-, [5.427] quilidad yo diré lo que en otra ocasión he dicho; la tranquilidad pública en un país es ante toda consideración, porque sin la tranquilidad se pierde la industria, cesa el comercio, mueren las artes, las ciencias se estancan, el trabajo desaparece, y una Nación que se encuentra en ese caso no tiene vida, se halla en angustiosa agitación, no en movimiento; en las convulsiones de la muerte, no en las palpitaciones de la vida. Por eso he dicho y repito: ante todo deber del Gobierno está el de conservar la tranquilidad pública. ¿Pero podrá peligrar porque el Gobierno no intervenga en el nombramiento de los alcaldes? No, y mil veces no. Yo acudo a la historia de la Municipalidad, y en el seno de las corporaciones municipales las pasiones políticas no han tenido nunca influencia, no han tenido nunca cabida; al contrario, siempre han prestado un apoyo firme, leal a los Gobiernos establecidos. Pero eso que puede suceder en las poblaciones de importancia, y para las cuales el Sr. Ríos Rosas quiere que el Rey intervenga en el nombramiento de alcaldes, está evitado. Los poderes del alcalde se presentan bajo dos aspectos: uno, como funciones peculiares del alcalde, administrador de la Municipalidad; otro, que son los poderes que se refieren a la política como delegación del Gobierno. Pues en esas funciones importantes tiene el Gobierno poder sobre el alcalde, que puede en esas funciones sustituirle con los gobernadores de provincia. De aquí que aun en esas poblaciones importantes no puede existir el peligro que supone el Sr. Ríos Rosas. No quiero decir nada de las poblaciones de poca importancia, porque de poca importancia son también las atribuciones de sus alcaldes. El tercer caso, que consiste en que el Gobierno no intervenga en el nombramiento de los alcaldes más que lo que interviene indirectamente en el nombramiento de los Ayuntamientos, tiene también, en mi entender, un inconveniente, que consiste en que las funciones del alcalde son demasiado complejas, de una apreciación difícil para entregar a un azar una combinación de la elección. Este sistema satisface completamente el derecho de los pueblos para nombrar sus administradores; pero tiene e inconveniente de que ese alcalde, por esas combinaciones, por esas casualidades de una elección, puede no tener mayoría en el Municipio, y en este caso hay todos los inconvenientes que he referido, no ya respecto al Gobierno, sino a las Municipalidades. Pues yo entiendo que la manera de conciliar el derecho que todos los pueblos tienen para nombrar a sus administradores con la conveniencia municipal, consiste en que el pueblo nombre directamente todos los individuos que componen el Ayuntamiento, incluso el que haya de ser alcalde, y que la corporación nombre su presidente, nombre el alcalde. De esta manera creo que queda perfectamente consignado el derecho de los pueblos a nombrar sus administradores, y el alcalde, contando siempre con la mayoría en el Municipio, ejercerá la mayor actividad en la marcha ya expedita, franca, abierta, sin obstáculos, sin entorpecimientos, de la administración, y los intereses comunales ganarán extraordinariamente. Este es, en mi entender, el sistema que lleva ventaja al de la Comisión y al del voto particular. Si os parece conveniente como a mí, desechad el voto particular que estamos discutiendo y el dictamen de la mayoría de la Comisión; pero si no veis la cuestión como la veo yo, desechad en buen hora el sistema que yo os he propuesto, pero negad vuestro asentimiento al voto particular del Sr. Ríos Rosas, que, en mi entender, es atentatorio al derecho de los pueblos, inconveniente para los Ayuntamientos y perjudicial para el Gobierno, al que equivocadamente se ha tratado de proteger. He dicho. |
Sobre la Constitución y el rey Amadeo de Savoya
1876-05-12 - Práxedes Mateo Sagasta
Decía yo, Sres. Diputados, discutiendo el dictamen de contestación al discurso de la Corona: por todas partes se nota una indiferencia que hiela; todo reviste un carácter de frialdad que espanta; fríamente se reciben las disposiciones del Gobierno; con frialdad es acogido el decreto sobre convocatoria de Cortes; en medio de la mayor frialdad se abren los comicios electorales; sin entusiasmo se verifica la apertura del Parlamento; frío es el discurso de la Corona; fría la contestación; fríamente se reciben las noticias de la guerra, y hasta sin el debido entusiasmo se recibe la noticia de la paz. Y ahora debe añadir: fríamente comenzaron los debates de este proyecto de ley; fríamente continúan, y fríamente han de concluir; porque estos fuegos momentáneos a que el fanatismo de unos y la preocupación de los otros pretenden dar vagamente cuerpo, son fuegos fatuos que oscilan sobre los artículos, muertos apenas nacidos de este proyecto de Constitución, que desaparecen apenas vistos sin dar calor ninguno a esta obra que estáis levantando en medio de la frialdad de las tumbas de un cementerio. Y es, señores, que a la par de las cosas que yo tuve la honra de exponer en aquella ocasión, nadie hay aquí persuadido de que debamos hacer lo que estamos haciendo; es que a pesar de que presenciamos un día y otro día vemos pasar unos tras otros aprobados sus artículos, no nos podemos convencer de que al fin de los debates hayamos hecho una verdadera Constitución. Cada época, cada situación, cada momento histórico, como ahora se dice, tiene sus exigencias ineludibles a las cuales es imposible sustraerse sin que desnaturalizado su objeto desaparezca también en el ánimo de aquellos llamados a satisfacerlas; y entre las exigencias de este momento, no está ciertamente la de hacer una Constitución. Otra es la misión de estas Cortes; misión bastante grande y bastante importante por sí misma para absorber toda la atención, para consumir toda la actividad, para necesitar de todo el patriotismo de los Representantes del país; misión fuera de la cual marchamos como navegante sin brújula, al azar, sin corriente, con aquella indiferencia estoica que nos brinda desde el fondo de nuestra alma; salgamos como podamos del paso; lo demás importa poco. La misión de estas Cortes, Sres. Diputados, consistía: primero, en legalizar el acto de 30 de diciembre; segundo, en afianzar la victoria de nuestras armas por medio de medidas cruentas y enérgicas, que al mismo tiempo que sirvieran de castigo a la contumacia de los rebeldes, hiciera imposible la reproducción de la guerra; y tercero el arreglo de nuestra desventurada Hacienda, procurando gran estudio en los servicios públicos y gran equidad en los sacrificios, habiendo hecho todo lo posible para el buen régimen de la vida nacional, cumpliendo después con nuestros acreedores hasta donde honradamente hubiéramos podido hacerlo. Esto es lo que el país esperaba de estas Cortes; y al ver que nosotros nos ocupamos en proporcionarle una cosa que ya tenía, y que prescindimos de satisfacer sus apremiantes necesidades, nos vuelve la espalda y nos corresponde con esa frialdad que nos rodea. De aquí, Sres. Diputados, ese marasmo que merma la controversia, esa indiferencia que hiela la discusión esa apatía que hace perezosa nuestra asistencia; marasmo, indiferencia, apatía que contrastan grandemente con la actividad, con la energía, con el entusiasmo, y hasta si se quiere, con la pasión que han acompañado siempre aquí y en todas partes los debates de una Constitución. De aquí, señores, la repugnancia que yo tenía a entrar en este debate; repugnancia que si ahora venzo para un punto discutible solamente hoy en nuestro desdichado país, más que para terciar en la contienda, lo hago para contestar a las diversas alusiones que de todos lados de la Cámara se me han dirigido, viéndome obligado a poner el justo y el debido correctivo a aquellas que con fundada inexactitud se me han dirigido, no con benévola intención. Habiéndome parecido que era menos desagradable para mí y menos molesto para vosotros hacerlo en una sesión que haber ido recogiendo en cada sesión las diversas alusiones de que he sido objeto, voy, no a pronunciar un discurso, sino a ir tomando como me vayan ocurriendo aquellas cuestiones en las que he sido más o menos directamente aludido, esperando que me dispenséis la molestia que hoy pueda proporcionaros por las muchas que os he escusado en los días anteriores. Me encuentro en primer término, Sres. Diputados, con ciertas palabras del Sr. Pidal que no puedo menos de recoger. El Sr. Pidal, cuyas creencias religiosas corren parejas con la evangélica humildad de que todos los días nos da tan relevantes muestras de amor y mansedumbre la religión de Cristo, de la cual se supone S. S. esforzado campeón y el único guardador, en su caritativa manía de atacarlo todo, de no respetar nada, tuvo anteayer el mal gusto de no respetar la Majestad caída, de atacar a una persona augusta, imputándola hechos completamente falsos, que yo contradigo con toda la fuerza que me da la verdad; la verdad a que el Sr. Pidal debía mostrar más amor, si no ya porque así lo exigen las conveniencias sociales y políticas, aunque puedan parecer a S. S. oropel, y oropel mundano despreciable, porque así se preceptúa en los mandamientos de la ley de Dios. No era, sin embargo, a D. Amadeo de Saboya a quien el Sr. Pidal con palmaria injusticia, con notoria inexactitud y sin necesidad alguna, trataba de rebajar y [1365] de atacar, no; era a la Monarquía en D. Amadeo de Saboya representada, sin comprender, o comprendiéndolo, y quizá haciéndolo por esto, que si unos monárquicos atacan la Monarquía por esa persona representada, dan ocasión y motivo a que otros monárquicos la ataquen por estar representada en otra persona. Entonces, Sres. Diputados, por tan fatal camino no tienen los republicanos nada que hacer para que las Monarquías se hundan y desaparezcan a impulsos de monárquicos como el Sr. Pidal. Rey de España era D. Amadeo de Saboya con igual derecho que los demás Reyes que han ceñido la Corona, y con más y mejor derecho que los que la usurparon. Rey de España fue D. Amadeo de Saboya sin pretenderlo, sin necesidad para levantarse al Sólio de San Fernando de luchas fraticidas. Rey de España dejó de ser por su propia voluntad, y al abandonar el suelo español no hizo verter una lágrima, ni derramar una gota de sangre, ni ejecutó acto alguno que pueda producir mañana discordias civiles. (Bien, bien.) Rey de España fue por la voluntad de la Nación, y Rey de España dejó de ser por su propia voluntad, devolviendo a la Nación la Corona que de la Nación había recibido. Lo que hay es, que para S. S. y para los que como S. S. piensan, ni D. Amadeo de Saboya ni ningún Rey será bueno ni legítimo, como ni imponga a sus pueblos por Constitución política el Syllabus, y obedezca sumiso a un confesor impuesto por SS. SS. Siento ver al Sr. Pidal, tan joven y que ofrece tan brillantes esperanzas, arrastrado en un camino fatal por unas ideas que en las ruinas de lo pasado se revuelven contra todo lo que es grande, noble y generoso, sin comprender que cuanto más predican la ruina del mundo, más brillante se ostenta en el horizonte de los pueblos el sol de la libertad, y que a impulsos de la civilización se derrumban las murallas detrás de las cuales se crían invencibles; se agitan, y en su delirante agonía maldicen y envenenan cuanto tocan; y allí donde aplauden y celebran, vienen las catástrofes; y allí donde descargan sus amenazas de muerte y de exterminio, se levanta la fortuna; Dios salve el Poder del Papa, que no será poco milagro, defendido por SS. SS. Por esto, y arrastrado en tan mal camino, el Sr. Pidal atacaba anteayer con notoria injusticia y sin necesidad alguna al que fue Rey de España, D. Amadeo de Saboya; por eso el Sr. Pidal llamaba robo a la desamortización de los bienes eclesiásticos, haciendo cómplice de ese robo al Padre común de los fieles, que lo ha concordado con Gobiernos españoles, y consentidores a los Obispos, que en cambio de los bienes robados aceptan las inscripciones que les corresponden. ¿Pero qué importan al Sr. Pidal y a los suyos, ni Papas, ni Obispos, ni Monarquías, ni nada, si SS. SS. pertenecen a una escuela, monárquica en tanto cuanto el Monarca se someta al Papa, y papista en tanto cuanto el Papa se convierta en instrumento de esa misma escuela? Negaba el Sr. Pidal los derechos de la Nación española para elevar al Trono de San Fernando a D. Amadeo; y ¡cosa singular! el Sr. Pidal y sus amigos niegan los derechos de la Nación para todo lo que no les conviene, pero a ellos apelan cuando de ellos pueden sacar algún fruto, incurriendo siempre en contradicción pro seguir la máxima que S. S. repetía, de que todos los caminos son buenos para conseguir el fin. Enemigos de la libertad de enseñanza, condenan terriblemente a los Gobiernos de España porque permiten la libertad de enseñanza, y condenan con la misma energía, con la misma soberbia al Gobierno de Francia porque no la concede; monárquicos, condenan todas las Monarquías del globo; para el Sr. Pidal no hay Monarquías, ni la inglesa, ni al alemana, ni la portuguesa; no hay ninguna buena: todas cayeron ayer bajo la demoledora palabra del Sr. Pidal; todos los Estados, todos los Gobiernos de todas las Naciones eran malos para S. S. Sólo un Estado perdonó la piqueta del Sr. Pidal. ¿Sabéis cuál? El Ecuador, porque allí se conserva la unidad católica, aunque el Ecuador es una República. Condenan la soberanía de la Nación, los derechos de la Nación para la reorganización política del país, y en cambio apelan a esta soberanía ¿para qué? Para lo que creen más alto, más elevado y hasta divino: para la cuestión religiosa, apelando a la soberanía del país para que nos imponga la unidad religiosa, aquello que ellos creen superior a todas las cosas humanas; no creen buena la soberanía del país para decidir sobre su propia organización política, y precisamente apelan a ella en aquello a que la soberanía nacional no alcanza. Yo que quiero ser más generoso con S. S. que lo han sido sus amigos de ayer; yo voy a aceptar como buenas todas las firmas de todas las exposiciones presentadas aquí; yo no voy a hablar de la influencia que para la adquisición de esas firmas haya interpuesto el clero y el profesorado; yo no quiero decir nada del valor que puedan tener las firmas exigidas en las escuelas a los niños; no quiero decir nada de la significación que puedan tener aquellas firmas adquiridas por los curas, que corren desalentados por los campos preguntando a los labradores con las lágrimas en los ojos: ¿Sois judíos, o cristianos? Y entonces los labradores atónitos contestan: Señor, cristianos. Pues si no sois judíos, firmad aquí contra los que quieren arrebatarnos la religión. De nada de eso he de ocuparme, y acepto como buenas y como verdaderas, y hasta como espontáneas, todas las firmas que vienen en todas esas exposiciones; dadme el número; la comisión ha dicho que un millón; es poco, quiero ser más generoso; dos millones; y si esta cifra no os contenta, yo os concedo tres. Pues todavía resulta que, atendiendo a los medios que se han empleado para sacar esas firmas, al tiempo que han tenido, a que no ha habido puerta a que no hayan llamado ni casa a que no hayan acudido, ni persona que no haya sido solicitada, grande o chica, de uno u otro sexo, tengo derecho a suponer que si no han venido más firmas es porque ya no hay más personas en España que deseen la intolerancia religiosa, y todavía de los 17 millones de habitantes resultan en nuestro favor 14 millones que desean la libertad. Pero voy a suponer precisamente lo contrario: que vosotros tengáis 14 millones de habitantes al lado de vuestra idea, y que nosotros no tengamos más que tres, o uno sólo, o que sea yo el único español que se quede sin firmar las exposiciones; pues los 17 millones de españoles y todos los habitantes de la tierra no tienen derecho para penetrar en mi conciencia y de mi conciencia disponer; porque ni un individuo, ni muchos, ni el mundo entero tienen derecho para forzar mi alma y para violentar mi espíritu, haciéndome creer lo que no creo y adorar lo que no adoro. La cuestión de conciencia es una cosa perfectamente individual, que no afecta más que a la persona, que no tiene nada que ver con la colectividad y es independiente de las disposiciones que esa colectividad adopte. La soberanía nacional, y aquí entro de lleno en las [1366] alusiones de que he sido objeto, no es absoluta, no lo puede ser, ni se extiende a todo, ni aun para aquellos que la profesamos culto y creemos que es, y no puede menos de ser, la base y el fundamento de toda organización política. Las Naciones, Sres. Diputados, tienen el indiscutible derecho de disponer de sus destinos; y en punto a gobierno, los menos deben someterse siempre a la voluntad de los más. Esto es indiscutible, y como es indiscutible y nadie aquí lo discute, es evidente que la soberanía nacional es le principio de todo gobierno, es el fundamento de toda sociedad política y el origen de todo Poder. La Nación, pues, tiene el derecho de organizarse como lo tenga por conveniente, de elegir el gobierno bajo el cual desee vivir, y de constituirse por medio de sus mandatarios bajo aquellas instituciones que le parezcan mejores. ¿Pero quiere esto decir que la soberanía nacional sea origen de todo derecho? Eso no lo hemos dicho aquí nunca; eso no lo dijo mi amigo el Sr. León y Castillo, que con brillante palabra explicó perfectamente la extensión y los límites de la tolerancia; eso no lo ha sostenido el partido progresista, ni tampoco lo sostiene hoy la escuela radical. La soberanía nacional lo puede todo y se extiende a todo; lo puede todo para los que, como Rousseau y sus partidarios, hacen nacer de una convención voluntaria la justicia y la ley; y se extiende a todo para los que, como los revolucionarios franceses, creen que todo lo que quiere el pueblo es bueno y justo. Pero la soberanía nacional, ni es absoluta, ni se extiende a todo para los que, como la escuela liberal, y nosotros con ella, creen que no hay nada superior a la justicia y a la razón. El hombre nace con ciertos derecho que el legislador debe respetar; porque la sociedad, estado natural del hombre, debe adaptar a las condiciones de su naturaleza estos derechos; así es que estos derechos hacen del hombre un ser libre, inteligente, moral y responsable; y al nacer asociado con los demás hombres, lo hace para vivir en paz, para disfrutar con tranquilidad del ejercicio de estos derechos, para desarrollarse tranquilamente a la sombra y al amparo de la ley y de la autoridad. Los organismos sociales, como os organismos políticos, creados para proteger a los ciudadanos en el ejercicio de estos derechos, deben respetarlos, porque ellos son en su esencia invariables, como que en su esencia constituyen la naturaliza humana; así es que los hombres han tenido siempre el derecho de pedir al Estado que le respeten su libertad física, su libertad intelectual y su libertad moral; que no se perturben los lazos sagrados de la familia, que no se prohíba sin causa legítima el trabajo. Los pueblos, pues, y la soberanía que de ellos emana, pueden y deben intervenir en todo lo que hace relación al organismo social, y disponer de cuanto de él se derive; pero de ninguna manera pueden disponer a su albedrío, ni de la libertad, ni del trabajo, ni de la propiedad, ni de la conciencia de los hombres; que la libertad, el trabajo, la propiedad y la conciencia de los hombre es anterior a todo idea de soberanía. Y aquí tenéis, pues, naturalmente la limitación de la soberanía nacional. La soberanía nacional comprende todo aquello que afecta a la colectividad, todo aquello que es de interés general, como la defensa interior, el orden público, la defensa del territorio, la gestión de los negocios comunes; y para alcanzar mejor estos fines la organización de las instituciones, el establecimiento, la división, la extensión y los límites de los Poderes políticos; todo aquello, en fin, que constituye el organismo político, todo aquello que hace indispensable la sociedad y que constituye la organización del Estado; es decir, que la soberanía nacional es una soberanía solamente limitada por su naturaleza y por su objeto. Y aquí entro de lleno en otra alusión que se me ha atribuido respecto de los derechos individuales. Sentada esta tesis, fácilmente se comprende cómo pueden entenderse los derechos individuales. Ni al Gobierno ni a las Cortes corresponde conceder o negar, descender o limitar estos derechos; lo que a las Cortes y al Gobierno incumbe es garantizarlos todos, y esto basta para que unos derechos estén regulados por las garantías de otros derechos y para que cada ciudadano encuentre en el ejercicio de su derecho regulado, la garantía del ejercicio de los derechos de los demás ciudadanos. Y de la ponderación que se establece entre unos y entre otros derechos, y del equilibrio que viene a establecerse entre los derechos de un ciudadano con los de otro, en esa ponderación y en ese equilibrio se base la armonía social, que produce el orden fundado sobre la libertad, única verdadera de un Estado, y a la que los Gobiernos deben asociarse; no a la impuesta por la fuerza, que es dada en los tiempos presentes a grandes desastres; y aunque yo sé que todavía hay partidos que creen que gobernar es resistir, yo creo que gobernar es proteger, y que es una gran desgracia para los Gobiernos verse necesitados de la resistencia para gobernar, porque Gobiernos que como sistema y no por tiempos extraordinarios y por necesidades apremiantes adoptan la resistencia, no sólo son víctimas de ella, sino que arrastran en su caída al país cuya dirección les está confiada. En la garantía, pues, de unos derechos está la regularización de los otros. ¿Por qué, pues, estoy hablando yo y vosotros estáis callados? Porque estoy ejerciendo un derecho, y por la garantía establecida para mí en el Reglamento, todos calláis cuando yo hablo; así es, señores Diputados, que esos derechos no deben consignarse en las Constituciones por ser indiscutibles, como no se consigna el derecho de andar, o deben consignarse en absoluto como principio inconcusos a cuya realización tienden los demás en las Constituciones políticas. Porque la esencia, el alma de las Constituciones no es ni más ni menos que la garantía y la protección de los derechos que en ellas se consignan. Todo lo demás, división de Poderes, organización de Poderes, consideración de Poderes, no sirve más que para dar garantías al ejercicio de los derechos de los ciudadanos. Suprimid esos derechos de las Constituciones, y no de la manera que he dicho, no porque sean innegables, porque entonces en el espíritu de las Constituciones están, aunque no se vean, como tampoco se ve el alma, que es la vida del cuerpo; pero suprimid esos derechos, no por esa razón, sino porque los creáis graciables, porque creáis que en vuestra mano está el concederlos, el limitarlos o el extenderlos: ya ha desaparecido la Constitución, ya la Constitución no tiene objeto, como no tendría objeto el andamiaje que se levantara para una obra que no hubiera de construirse. Es tal, Sres. Diputados, el equilibrio que se establece entre el ejercicio del derecho de un ciudadano y las garantías para los derechos de los demás, que no hay inconveniente ninguno en la consignación absoluta de estos derechos en la Constitución del Estado; yo os lo voy a demostrar prácticamente. [1367] Dadme el derecho que queráis, aquel que creáis más perturbador, aquel que haya producido más intranquilidad y más perturbación en los ánimos: el derecho de manifestación. Yo os demostraré que no hay inconveniente alguno en consignar ese derecho en su ejercicio como estén garantidos los derechos de los demás ciudadanos. Supongamos, por ejemplo, que los comerciantes de Madrid quieren hacer una manifestación a favor de las medidas financieras propuestas por el Sr. Ministro de Hacienda: ¡lástima grande que no sea verdad tanta belleza! podría decir a esto el Sr. Salaverría; pero para el caso es lo mismo. Supongamos, que los comerciantes de Madrid quieren hacer una manifestación favorable a los proyectos de ley presentados por el Sr. Ministro de Hacienda; la autoridad debe tener conocimiento de este acto: primero, porque la autoridad, cuanto más libre sea un país, debe saber mejor cuanto en él pasa; segundo, porque el que lo sepa en nada coarta el ejercicio de los derechos del ciudadano; y tercero, porque ese derecho necesita estar garantizado por la autoridad, y para que la autoridad lo garantice es menester que lo sepa. Es más: en los Estados Unidos no hay manifestación alguna que no vaya presidida por la autoridad, hasta el punto de que allí más bien parece que la autoridad cohíbe, que protege esos actos. Aquí no necesitamos tanto; aquí el Gobierno no necesita intervenir en estas cosas; basta la autoridad local. La comisión de los manifestantes se presenta a la autoridad local y dice: "nosotros queremos hacer una manifestación a favor de los proyectos de ley del Sr. Ministro de Hacienda, y la queremos hacer en la Plaza de la Cebada." Y contesta la autoridad local: "yo no les privo a Vds. De que hagan esa manifestación, pero no puede ser en la Plaza de la Cebada, porque si bien reconozco el derecho de ustedes, con su ejercicio van a perjudicar otros derechos igualmente justos y respetables, y más constantes y permanentes que el suyo, como es, por ejemplo, el derecho al trabajo; aquella plaza está destinada a mercado, y van Vds. a obstruir la vía pública en aquella parte, que está reservada al trabajo." Y replican los manifestantes: "tiene Vd. razón, señor alcalde; pues vamos a hacer la manifestación a las tres de la tarde en la Puerta del Sol. " Y añade el alcalde: "tampoco puede ser; ese punto tiene gravísimos inconvenientes, es el crucero más importante de Madrid, van Vds. a interrumpir el tránsito público a estorbar el paso a muchas gentes y carruajes. " Y reponen los manifestantes: "pues la haremos fuera de la Puerta de Alcalá, o en la Pradera del Canal, o en otro punto por el estilo. " Y les dice el alcalde: "pues háganla Vds. enhorabuena, porque allí no perjudican ningún derecho, y pueden ejercitar el suyo sin lastimar, atropellar, ni molestar a sus convecinos. " ¿Qué inconveniente hay en esto? Los manifestantes hacen su manifestación, hacen saber al país su deseo; por medio de una comisión o de cualquier otro modo, lo hacen también saber al Gobierno, nada se ha perturbado ni ningún derecho se ha lesionado. ¿Hay en eso inconveniente alguno? En lo que pudiera haber inconveniente es en que ese derecho, como todos los demás, se quiera ejercitar sin respeto y consideración a los demás derechos, que era lo que sucedía cuando contra el abuso de ese derecho me levantaba yo a contestar y decía: "no sigáis por ese camino, porque si en nombre de los derechos individuales no respetáis nada y lo atropelláis todo, convertiréis los derechos individuales en derechos inaguantables. " Como ve el Sr. Silvela, estaba lastimosamente equivocado S. S. cuando decía que yo había llamado a los derechos individuales derechos inaguantables. En cambio, los derechos que vosotros consignáis sí que van a ser bien inaguantables, porque no los vamos a sentir; en la Constitución decís: "se definirán en las leyes; " y yo tengo la seguridad de que en las leyes diréis: "ya están definidos en la Constitución. " Esto me recuerda el cuadro de un pobre loco que víctima de la manía de creerse un gran pintor, tenía en la celda que le estaba destinada en el manicomio un gran lienzo tapado con una gran cortina. Cuando alguno de los que visitaban el establecimiento se llegaba a aquella celda, y era persona digna, en opinión del loco, de admirar aquella maravilla, le llamaba aparte y le decía con mucho misterio: "voy a enseñar a Vd. un gran cuadro; " y tomando todas las precauciones necesarias para que ninguna otra persona le sorprendiera, iba poco a poco descubriendo el lienzo, en el cual no había ni una línea, ni un trazo, ni una pincelada; y cuando lo había descubierto todo, decía muy satisfecho a la persona que le acompañaba: "Aquí tiene Vd. el paso del mar Rojo. " El visitante, atónito al no ver nada, le preguntaba: pues, ¿y el mar? El mar se ha retirado, contestaba el loco, para dar paso a Moisés. ¿Y los israelitas? Todos han pasado ya. ¿Y has huestes de Faraón? Esas todavía no han llegado. Paréceme que aquel loco, al dar esta explicación, era tan cuerdo como los individuos de la comisión al consignar, como consignan, los derechos individuales en el proyecto que se discute. En otra equivocación incurrió el Sr. Silvela, y lo extraño en S. S., que es hombre serio, y que por esto debe tener cuidado de no cometer con tanta frecuencia esos errores, pues al fin y al cabo S. S. ha sido quien ha dividido a los hombres políticos en serios y charlatanes. Decía el Sr. Silvela: "La Constitución de 1869 no ha estado jamás en vigor; nunca se ha cumplido. " Lo habían dicho ya otros Sres. Diputados, y yo había dejado pasar todas estas gratuitas apreciaciones, porque están desmentidas por los hechos; y ha sido necesario para que me ocupe de ellas que otro Sr. Diputado que parece que debe tener autoridad en la materia, haya venido a confirmar tan gratuitas apreciaciones con otra todavía más gratuita. La Constitución de 1869 fue perfectamente cumplida, religiosamente observada por el Gobierno mientras estuvo en vigor, y lo estuvo cerca de cuatro años, con un interregno muy pequeño, en que por los medios que la misma Constitución determinaba, se suspendieron las garantías individuales para combatir la sublevación federal. Esta suspensión duró poco, mes y medio, y en el acto que la insurrección fue vencida, vino el Gobierno a depositar aquí las facultades que había recibido de las Cortes y a poner en vigor la Constitución de 1869. Fuera, pues, de ese pequeño interregno, el Código fundamental a que me refiero ha estado en vigor y se ha observado religiosamente; y yo puedo decir con la frente muy levantada, sin temor de que nadie me rebata la idea, que ha sido mejor observada, mejor cumplida que ninguna de las Constituciones que hasta ahora ha habido en este país. Yo desafío a que se me pruebe con hechos lo contrario; y yo os demostraré ahora, y os lo demostraré con las palabras de los mismos que han emitido aquí la opinión de que me estoy ocupando, la verdad de mi [1368] tesis. Yo desafío a cualquiera a que me presente un ciudadano que pueda probar que fue molestado mientras la Constitución estuvo en vigor; yo desafío a que se me diga si hay algún partido que pueda probar que vio mermados sus derechos contra lo que las leyes prescribían. Así es cómo se prueba la falta de cumplimiento de una Constitución. La Constitución de 1869 ha sido observada fielmente, y ha sido necesario que un Sr. Diputado que ha sido Ministro rigiendo esa Constitución, venga a afirmar lo contrario para que yo me levante a defender la conducta de los Gobiernos que a su amparo ha regido los destinos del país. Es tan sagrada la justicia y tan necesaria al éxito de los negocios, que aun los mismos que la atropellan pretenden no obrar más que según sus preceptos; y no se ha visto nunca hasta ahora, que aquel que se ha separado de la justicia pretenda probar sin necesidad, sin razón, ni motivo, que se ha separado de ella; tan poco envidiable tarea ha tomado a su cargo ese Sr. Diputado, pretendiendo probar que siendo Ministro faltó a la Constitución que debía observar. ¿Y en qué se fundaba ese Sr. Diputado para condenarse a sí propio de la manera que lo hacía? Pues se fundaba en que en Madrid, corte de España, capital de una Nación civilizada, no se permite que los mendigos exploten la caridad, exponiendo al público sensibles desgracias, y muchas veces hasta repugnantes llagas; y se los lleva a establecimientos de beneficencia, donde se los alimenta, donde se cubre su desnudez, donde se satisfacen todas sus apremiantes necesidades, después de lo cual se los echa de esos establecimientos, que ellos no quieren abandonar. Ese Sr. Diputado no hubiera dicho eso si supera que en Inglaterra, en los Estados Unidos, en Bélgica, en Suiza, en todas partes está prohibida la mendicidad pública, no se permite que en calles, plazas y paseos se expongan las miserias de la humanidad, que tenemos todos el deber de remediar, sin que se le haya ocurrido a nadie la extravagancia insigne de que por eso se viola la Constitución, ni en los Estados Unidos, ni en Inglaterra, ni en Bélgica, ni en Suiza, ni en ninguna parte. Ahora mismo, y si el Gobierno no lo hiciera haría mal, se está haciendo en Madrid esto, y se hace en otras partes, sin que a nadie se le ocurra el decir que por eso se viola la seguridad individual. Pero otra razón no menos peregrina nos dio ese señor Diputado: que el Código penal establece ciertas penas para ciertas faltas que no llegan a ser delitos; y que no llegando a ser delitos, no debía imponerse penas de prisión, confundiendo lastimosamente las penas con las cuales nada tiene que ver el Código fundamental, confundiendo lamentablemente las penas que impone el Código en este caso, que son de arresto menor, que se pueden cumplir hasta en su casa, con la prisión de que habla la Constitución del Estado, que no tienen ni la consecuencia, ni la importancia, ni la trascendencia de la prisión. Estas dos grandes razones daba este Diputado para suponer que se faltaba a la Constitución siendo él Ministro. Como a nadie se le ha ocurrido decir esto, y al único que se le ha ocurrido es a ese Sr. Diputado, a mí se me ocurre decir que si cuando era Ministro creía que de esa manera se faltaba a la Constitución, debió velar por su cumplimiento. ¿No lo hizo? Pues eso significa que ese Sr. Diputado era un mal Ministro. ¡Ah, señores! Cuando yo oí a ese Sr. Diputado declarar muerta la Constitución del Estado, decía yo: qué lástima; si la Constitución pudiera hablar, al verse amenazada de muerte de quien menos podía esperarlo, bien podría repetir aquellas palabras de César, ¡tu quoque Brutus!. Pero el Sr. Silvela, fundándose sin duda en tan grande autoridad, y queriendo seguirla, aunque el Sr. Silvela no necesita auxiliarse con ninguna autoridad, por muy grande sea, también se apoyaba en el Código penal para demostrar que la Constitución de 1869 no había estado nunca en vigor, puesto que el Código penal impone penas por los delitos que se cometen con ocasión del ejercicio de todos los cultos, incluso el culto de la religión católica apostólica romana; y esto se ha sometido a las disposiciones generales de orden público y a disposiciones de policía. ¡Pues no faltaba más! ¿Pues no sabe el Sr. Silvela que en muchos casos un alcalde ha prohibido el culto en una iglesia, porque según el informe del arquitecto aquella iglesia amenazaba ruina, y el alcalde no podía permitir el que los fieles se expusieran a ser aplastados? ¿Pues no sabe el Sr. Silvela que en muchos casos se han prohibido las procesiones, porque habiendo de salir dos en un mismo pueblo y porque unos fieles de una iglesia decían que su virgen hacía más milagros, y los otros fieles que la suya era la que hacía más, se temía una colisión en las calles y que se convirtiera en un campo de Agramante? Así es que eso se refiere a leyes generales de orden público y disposiciones de policía, que no pueden menos de tenerse en cuenta en todos los países civilizados y libres. Ahora dirá el Sr. Silvela que con estas disposiciones el ejercicio de los cultos está a merced de la mala fe de los agentes de la autoridad. ¡Ah! ¿Con que hay que tener en cuenta la mala fe? Pues si hemos de resolver las cosas con ese criterio, mala fe puede tener un empleado de un camino de hierro de seis u ocho reales de sueldo, a quien sin embargo está encomendada la vida de miles de viajeros. No hay, pues, más razones que las que habéis oído para suponer que la Constitución de 1869 no ha sido cumplida y ha estado en vigor. Si otras hubiera, de seguro las hubieran expuesto esos señores; el uno siempre ha sido adversario de la Constitución de 1869; pero el otro, que al fin gobernó con ella, fue compañero nuestro de Gobierno, y pertenecía a aquel partido, pudo guardar más consideraciones a sus antiguos correligionarios y amigos; ¿pero qué consideraciones había de guardar aquel que no se las guarda a sí propio? No; haced lo que queráis con la Constitución de 1869; pero que no os sirva de pretexto para decir que no era buena y que no era observada; era buena, y no lo he de decir yo, porque parecería jactancia; era más monárquica que cuantas ha habido en este país, y lo ha dicho uno de los señores que se sientan en el banco azul, el Sr. Calderón Collantes. ¿Cree S. S. que no lo ha dicho? Yo no pienso aseverar nada sin pruebas; y como esto no hace desmerecer a S. S., voy a leer sus mismas palabras, que al fin y al cabo se verá en ellas la opinión honrada de S. S., en confirmación de que aquella Constitución era buena. ¿Y no había de ser buena, señores? Tales manos trabajaron en ella; uno de ellos fue el Sr. Presidente del actual Congreso, que me parece que en cuanto a competencia y conocimientos parlamentarios, bien podrían tomar algo de S. S. sin que les estorbe todos los hombres políticos. Pero el Sr. Calderón Collantes, que era lo que iba a indicar, decía en un discurso pronunciado en el Senado el día 5 de mayo de [1369] 1871: "Esta Constitución no carece de defectos, como obra humana, como no carecería de ellos la reforma que de ella se intentase. " Es cierto; tiene defectos como todo lo que sale de las manos del hombre. "Mas ¿qué reforma podía hacerse que careciera de defectos e inconvenientes? " El Sr. Ministro establecía que no había reforma posible, y añadía: "Lejos de mí presentar la Constitución del 69 como una obra perfecta. ¿Cómo ha de serlo si ha salido de mano de los hombres? Pero la verdad es que ha establecido la Monarquía constitucional con más prerrogativas que tuvo nunca Doña Isabel II, puesto que la actual Monarquía tiene todas las que disfrutó la anterior y otra que no disfrutó jamás. " (El señor Ministro de Estado pide la palabra.) Si S. S. quiere, a continuación puede explicar sus palabras; ¿prefiere su señoría que siga leyendo? Voy a terminar leyendo; no quiero que se me diga que pongo etcéteras. " ¿Cuándo pudo la Reina disolver ambos Cuerpos Colegisladores? ¿Podía disolverlos con arreglo a la Constitución del 37, que es la más liberal de las que han regido desde el año de 1812? Podía disolver el Congreso de los Diputados, y entonces se renovaba el Senado por cuartas partes; pero no podía disolver el Senado. Pues bien; ahora la Corona puede hacerlo; puede disolver también esta Cámara. ¿Cuál es más monárquica bajo este punto de vista? ¿Cuál da más medios de gobierno al Monarca, ésta que le permite disolver los Cuerpos Colegisladores a la vez, o uno de ellos exclusivamente, o aquella otra que no le permitía disolver más que uno? Por consiguiente, se puede hacer los cargos que se quiera a la Constitución de 69; pero en justicia, no se la puede hacer el cargo de antimonárquica. " Para el Sr. Calderón Collantes no era posible reformar la Constitución sin echarla a perder; es decir, que no era posible hacer otra Constitución mejor. Pero se dice: no se podía gobernar con aquella Constitución; y la prueba de que no se podía gobernar está en que pedisteis la suspensión de las garantías constitucionales. ¡Lamentable error! Con ella gobernamos tranquilamente, y mejor hubiéramos gobernado en tiempos más tranquilos que aquellos. ¡Si cuando se pidió la suspensión de las garantías constitucionales fue cuando habían sobrevenido las circunstancias extraordinarias que la misma Constitución previene! Señores, se pidió la suspensión de las garantías constitucionales y se obtuvo; ¿cuándo? Cuando 50.000 republicanos federales estaban en armas en las ciudades y en los campos. Se conjuró aquella tormenta, y en el momento quedó otra vez la Constitución en todo su vigor. ¿Cuándo se volvió a pedir la suspensión de las garantías constitucionales? ¡Ah, señores! Que los hechos han venido a demostrar después la razón con que se pidió entonces. Pues qué, cuando yo vine a las Cortes a anunciar el levantamiento carlista y la época en que éste había de verificarse, que no me equivoqué en mes y medio, diciendo los puntos en que había de tener efecto, los medios con que contaba; cuando yo decía a los Sres. Diputados que puesta la atención en el telégrafo y siguiendo en el alambre los movimientos de aquella desvergonzada conspiración, que hubiera podido disolver con una sola medida, pero que no tomé porque los derechos individuales me lo impedían, pesando por esta razón sobre mí como una losa de plomo, ¿qué hacía en aquella ocasión más que anunciar a las Cortes que se preparasen porque iba a llegar un momento en que las necesidades de la situación exigirían la suspensión de las garantías individuales? ¿Y qué era esto más que guardar todo el respeto debido a la Constitución de 1869? ¿Y qué sucedió, señores? Que llegado el momento de pedir la suspensión de las garantías constitucionales, y no habiéndola obtenido, antes que faltar a la Constitución abandonamos el puesto; otros tal vez hubieran tenido por más cómodo continuar en el puesto, faltando a la Constitución. Afortunada o desgraciadamente, los hechos vinieron a demostrar la previsión del Gobierno; y si la suspensión de garantías pedida se hubiera conseguido a tiempo, tengo derecho a creer que ni la guerra civil hubiera tomado el incremento que tomó, ni el país hubiera pasado por los desastres que todavía lamenta, sin que la Constitución tenga la culpa de esa guerra ni de esos desastres, aunque para atajarlos cuando se presentan sea necesario en todas partes pedir la suspensión de garantías, como sucedió en la guerra de los Estados Unidos, donde también tuvieron necesidad de suspenderlas y todavía, están suspensas para una parte de aquel territorio. Volviendo a los derechos individuales, entiendo yo que el artículo que se discute envuelve o debe envolver un derecho individual, el más importante, el primero entre todos los derechos, aquel sin cuya existencia lo demás aparecen como mutilados: el derecho de la libertad de conciencia. Yo he dicho otra vez que la religión era la relación que existe entre Dios y el hombre, no la relación de hombre a hombre, y que por consiguiente era cosa perfectamente individual y no social; que si el hombre como ciudadano tiene el deber de someterse a las leyes de su país, como fiel, como creyente no tiene que entenderse más que con su conciencia y con Dios. Que elija por consiguiente una Iglesia con preferencia a otra, que en esta elección se salve o se condene, que acepte un símbolo o lo rechace, eso no importa a nadie más que a él; a nadie más que a él afecta, puesto que con ello no trae daño ni perjuicio a los demás, y por consiguiente no hay ni puede haber ni magistrado, ni legislador, ni sacerdote, ni individuo que tenga cualidades ni aptitud para imponer a otro su culto y su fe. Creer lo contrario, suponer que la religión es cosa política, entender que los Gobiernos son los únicos depositarios de la verdad religiosa y que tienen por tanto derecho a imponer a sus súbditos la obligación de salvarse en la Iglesia que ellos acepten, y según las reglas que a ellos les convenga adoptar ¡ah, señores! es convenir en que España tuvo razón y estuvo en su derecho expulsando a los protestantes; pero es convenir también en que Inglaterra tuvo por su parte razón y estuvo en su derecho expulsando y maltratando a los católicos; es convenir en que los Reyes Católicos estuvieron en su derecho quemando herejes; pero también es convenir en que los Emperadores romanos estuvieron en el suyo entregando los cristianos al martirio. Señores, principio que da lugar a consecuencia tan abominable, es un principio condenando por la razón. El error fatal de nuestros padres, error que tantas lágrimas y tanta sangre ha costado a la humanidad, ha consistido en hacer depositarios a los Príncipes de la conciencia humana; porque la Iglesia y el Estado, unas veces en unión estrecha, y otras veces separados, han venido constantemente perturbando el mundo, sin que se sepa cuándo la humanidad ha sufrido más daño, si cuando la Iglesia ha estado aliada con el Estado, cuando ha estado separada de él. Cuando la Iglesia dominaba a los Reyes, entonces se levantaban hogueras y se mataba a los herejes; y cuando los Reyes dominaban a la [1370] Iglesia, entonces se degollaba a los inocentes, sin otro delito que el de no aceptar la religión del Estado. Afortunadamente, el Estado no da hoy a la Iglesia ni sus soldados, ni sus jefes, ni sus verdugos, y hace tiempo que la tolerancia es la ley del mundo entero. No seamos, pues, nosotros una excepción en ese conjunto universal; prediquemos y escribamos cuanto queramos contra el error, pero dejemos al prójimo que adore a Dios tranquilamente en la Iglesia que con toda libertad elija; y si queremos hacer de los ciudadanos religiosos y no fanáticos, entremos en el camino de la verdad, extendamos la luz por todas partes, pero hagámoslo de una manera honrada. Protestemos y condenemos esas indignas supercherías de que un Cristo de madera suda, de que se liquida la sangre de un santo de piedra, de que brota espinas el corazón de Santa Teresa, y de que la langosta lleva debajo de sus alas un letrero con el Dies irae, ira Dei, como para manifestar el enojo de Dios contra aquellas pobres provincias de Ciudad Real, Toledo, Badajoz, Albacete, que no han tenido ni han pensado tener jamás otra religión que la de Cristo; pobres provincias que se ven azotadas por una plaga de la cual se hallan libres los protestantes ingleses, los cismáticos rusos, a quienes Dios no manda ese terrible insecto capitaneado por el ángel exterminador. Tan maltratada ha sido la historia por algunos señores Diputados en este debate, que apenas la conocerían los mismos que la escribieron, que apenas la conocemos los que la hemos estudiado buscando escarmiento para el presente y enseñanza para lo futuro. En nuestro suelo han coexistido las religiones opuestas: católicos e infieles se mezclaban en bandos políticos; pactada está la libertad de cultos en los convenios con que nuestros Reyes terminaban las victorias y realizaban la reconquista; pactada y escrita está en las leyes de Partida; y los mismos Reyes Católicos, que establecieron la intolerancia, ofrecieron respetar la religión de los vencidos en su nombre y en el de sus descendientes; Rey nuestro hubo casado con una mora; los católicos no hallaban inconveniente en ir a Córdoba a buscar entre los infieles el restablecimiento de su salud; personajes importantes de nuestra historia sirvieron bajo los pendones de los enemigos de la religión, y el mismo Guzmán el bueno cuando vino a defender a Tarifa, de África y de servir a los infieles venía; y cuando arrojó el puñal para que sacrificaran a su propio hijo los infieles, entre ellos estaba, traidor a su Patria, el católico tío de nuestro católico Rey. La intolerancia, que en realidad no existió hasta Felipe III, ocupa un reducido lugar en nuestra historia; dejemos en paz la historia; si la consultáramos, de seguro favorecería nuestras pretensiones; pero hacemos gracia de su concurso porque para nada la necesitamos. Yo no puedo ser sospechoso para nadie en esta cuestión, porque habiendo empezado mi carrera política en las Cortes Constituyentes del 54, y siendo uno de los Diputados más jóvenes de aquella Asamblea, me atreví, sin ocultar mis opiniones sobre esta materia, que francamente las expuse, si bien diciendo que las sacrificaba al estado de mi país, me atreví a aconsejar a aquellos legisladores, todos más experimentados que yo, que procedieran en asunto tan delicado con lentitud y previsión. Yo entonces hablé contra la libertad de cultos, y defendí y voté la base constitucional, que en aquella época significaba la tolerancia; y hasta tal punto se creía el paso aventurado, y de tal modo se creía aquella reforma importante, que muchos Sres. Diputados que eran muy liberales, que se tenían por muy liberales, y que lo eran en efecto, como el Sr. Ríos Rosas y el Sr. Cánovas del Castillo, hoy Presidente del Consejo de Ministros, votaron en contra de aquella base, por creerla excesivamente liberal. Yo hablé en pro; yo defendí aquella base, que significaba entonces la tolerancia religiosa. Han pasado veinte años desde aquella fecha; veinte años de caminos de hierro y de telégrafos eléctricos, que representan dos siglos en pasadas edades; veinte años de controversias y de discusión; ¿qué mucho que quien entonces votaba la tolerancia, quiera hoy la libertad religiosa? Mis opiniones eran entonces, como lo son hoy, radicales. Yo entiendo que la unión de la Iglesia y el Estado, resto que nos ha dejado el paganismo, es un mal para la Iglesia y para la Nación; entiendo que a la Iglesia le conviene estar separada del Estado; pero entiendo también que, dada la situación de nuestro país, dado el fanatismo que hoy existe, la separación de la Iglesia y el Estado sería hoy un mal, y sobre todo, un gran peligro para la libertad y para la civilización; motivo por el cual me contengo en los límites que me parecen convenientes, como entonces me contuve en los límites que me parecieron oportunos; sirva, pues, mi circunspección de entonces para explicar la de hoy, así como de contestación a las benévolas alusiones que se me han hecho leyendo algunos párrafos de discursos míos. No hay peligro ninguno en el establecimiento de la libertad religiosa; y voy ahora a contestar a algunas palabras pronunciadas por el Sr. Pidal y por el Sr. Álvarez, en cuyos labios las extrañé más que en los labios del Sr. Pidal. Dijo S. S. que los excesos, que las violencias cometidas con la Iglesia, habían sido causadas por los partidarios de la libertad religiosa. Error grave de S. S. No había libertad religiosa, ni siquiera había partidario de esta idea el año 34; y los errores cometidos y las violaciones llevadas a cabo, excedieron con mucho a los horrores y a las violaciones de los templos que en estos últimos años hayan podido ejecutarse; soldados católicos, soldados de la fe eran los soldados de Carlos V, y cuando entraron a saco en la ciudad Santa, hicieron olvidar los horrores de Alarico, y no hubo atropello que no ejecutaran, ni violación que no cometieran, y cubrieron el pavimento sagrado con el estiércol de sus caballos, y en pesebres convirtieron los altares del Vaticano. ¿Eran partidarios de la libertad religiosa los soldados de Carlos V? No; injusto sería yo atribuyendo esos horrores y esas violaciones a la unidad católica, como injusto ha sido S. S. atribuyendo esos horrores y violaciones a la libertad de cultos. Esos horrores son efecto del fanatismo, que cuando no está contenido por la inteligencia, ni moderado por las costumbres, ni limitado por la educación, toma diferentes formas, y tan dispuesto está a degollar frailes como ha quemar herejes. Otro cargo se nos hizo a los partidarios de la libertad religiosa: "queréis los partidarios de la libertad religiosa, no la libertad, sino la extinción de todo culto." ¡Error grande, del que podéis salir sin más que atravesar las fronteras que nos separan del resto de Europa! Ya lo dijo ayer el Sr. Presidente del Consejo de Ministros: en ninguna parte se practica el culto menos que en los países exclusivamente unicultistas. Y ahora recuerdo un hecho que me trajo a la memoria el paso del Príncipe de Galles por nuestro país. Hallábase este Príncipe en París, y la corte imperial había dispuesto para el domingo una gira de campo en su obsequio; no sabiendo el Príncipe de qué ma- [1371] nera excusarse de asistir a una fiesta en su honor preparada, puso un despacho telegráfico a la Reina Victoria, la cual, celosa por el cumplimiento de los deberes religiosos, le contestó: un buque te espera en Calais, y él te conducirá a Inglaterra, para que ese día acompañes en sus oraciones a tu madre y a tu Reina. Así cumplen y practican en Inglaterra la religión dominante, desde el Monarca hasta el último ciudadano, si es que en un país libre puede haber último ciudadano; y en aquel país, que por su amor al trabajo y por su movimiento de vida ha ascendido a una altura que no ha alcanzado ningún pueblo del continente, llega el domingo, y las calles parecen desiertas, las tiendas se cierran, los trenes se detienen, los correos no salen, no se amasa ni se cuece el pan, y nadie se ocupa más que en adorar a Dios. Aquel es un país librecultista, y el nuestro es un país católico, y quiero que siga siendo exclusivamente católico. ¿Pero se guardan aquí del mismo modo los días de fiesta? Pues yo siento decir una cosa, pero he de decirla, porque a ello me obligan las palabras pronunciadas ayer por el Sr. Pidal, que ha venido a hacernos responsables de todo a nosotros, hasta del hecho de las corridas de toros, como si las corridas de toros no hubieran sido fomentadas más que por nadie por los partidarios de S. S., o al menos por aquellos a quienes su señoría se muestra ahora muy aficionado, que cerraban las Universidades y abrían escuelas de tauromaquia; y como si no fueran esos a quienes S. S. se muestra tan aficionado, los mismos a quienes se dirigía el famoso folleto de Pan y toros, atribuido a Jovellanos. Pues bien, en España celebramos los días de fiesta con corridas de toros, a las cuales vamos a presenciar cuántos caballos mueren en el rondel, cuántas estocadas son necesarias para que muera después de crueles tormentos el animal más bravo y uno de los más útiles de la tierra, lo que no quita que lancemos un grito desgarrador cuando, como ha sucedido más de una vez, vemos volar por el aire un torero, atravesado el corazón por el asta del fiero animal. Comparad ahora, señores, dónde se celebran mejor las festividades religiosas, y dónde se practica la religión, si en los países librecultistas o en los exclusivistas. Los que queremos la libertad de cultos creemos que esa libertad es la perfección de todos los cultos. No; no trae inconveniente ninguno la libertad religiosa en España. Los católicos pasamos por los templos levantados a otros cultos, y ni siquiera nos apercibimos de ello, a no ser que nos lo indique algún signo exterior que revele su existencia; nuestros hijos pasan por delante de escuelas que esas religiones tienen abiertas, y nada les ocurre; los periódicos de otros cultos se publican al mismo tiempo que los periódicos de nuestra religión, y discuten cortésmente; y últimamente, si los que acompañan en su entierro el cadáver de uno de nuestros correligionarios se encuentran con otro entierro de un individuo de distinto culto, unos y otros respetuosamente se descubren ante los restos mortales de aquellos que han podido disentir en religión, pero que es posible que hayan coincidido en sacrificios, en abnegación, en virtudes, y seguramente coinciden en la tristeza y dolores que dejan en este valle de lágrimas. Los vivos para los muertos no deben tener más que consideraciones de respeto; a Dios sólo toca juzgar del error y perdonarlos con su infinita misericordia. No; no sólo no produce inconveniente alguno el establecimiento de la libertad religiosa en nuestro país, sino que ha de contribuir a desvanecer la intolerancia, madre de todos los odios, a suavizar las costumbres, a producir estímulos saludables al espíritu religioso para que se practiquen más y mejor las religiones, porque yo declaro que hoy se practica mejor que antes, y que si la libertad religiosa continuara, la religión católica apostólica romana se practicaría en España quizás con mayor fervor que nunca; pero aquí sucede lo contrario, y ayer nos lo decía el señor Presidente del Consejo de Ministros; aquí no habrá nunca más que indiferentismo. Y si la libertad religiosa no ha producido mal ninguno, antes al contrario ha traído muchos bienes, ¿por qué queréis volver atrás y destruirla? ¡Ah! Un principio puede ofrecer peligro en su planteamiento, aunque sea verdadero, por tener que luchar contra el fanatismo y la intolerancia; pero una vez establecido y practicado. ¡Oh! Es absurdo volver sobre él. Cuando yo veo que hombres y partidos que se llaman conservadores y liberales, en lugar de aceptar las reformas las destruyen, pierdo la esperanza para este desgraciado país, porque eso no es ser conservador, eso es ser reaccionario; y es muy peligroso en estos tiempos marchar hacia atrás; aquí estamos acostumbrados a no tener miedo más que a aquellos que quieren andar muy deprisa, sin tener en cuenta que si aquellos ofrecen peligros, no los ofrecen menores los que se empeñan en permanecer inmóviles cuando todo el mundo marcha adelante. El Sr. Presidente del Consejo de Ministros, cuyos brillantes discursos yo acepto, pero que considero incompletos, porque debajo de todos ellos no hay más que poner esto: "luego la mayoría debe votar la libertad de cultos;" el Sr. Presidente del Consejo de Ministros con su elegante palabra decía a los que pedían la unidad católica: "vosotros lo que queréis es la revocación del edicto de Nantes." Pues bien, Sr. Presidente del Consejo de Ministros; yo tengo el disgusto de anunciar a S. S. que como la revocación del edicto de Nantes han entendido este retroceso de parte del Gobierno y de la comisión algunas autoridades; si falta un Luis XIV que emprenda la persecución contra los vivos, hay autoridades que han emprendido ya una persecución más repugnante, la persecución contra los muertos; y hasta contra los vivos, porque se ha permitido un cura, como ha sucedido en un pueblo de la provincia de Ávila, no aceptar como padrino en el bautizo de un niño a un feligrés, persona muy conocida, porque en el acto no pudo presentar la célula de comunión. Pero vamos a la persecución contra los muertos. Falleció en Ávila un Sr. Rubiellos, persona muy conocida allí; el cura se negó a su enterramiento, y estuvo a punto de haber un conflicto, porque después de haberlo enterrado fuera del cementerio por los vecinos, hubo necesidad de contenerlos, porque éstos querían desenterrar el cadáver para llevarlo violentamente al cementerio. Don José Rezolan, persona muy querida en Mahon, fue atacado de una enfermedad, cuatro días antes de morir perdió todo su conocimiento; y cuando el facultativo dijo que no había esperanzas, se llamó al cura para que le asistiera en sus últimos momentos, y el cura se empeñó, ¡empeño horrible! En que el enfermo que había perdido la cabeza, se confesara; pero como el enfermo no se lo pidió, a pesar de que sus antecedentes eran católicos, el cura, desoyendo los ruegos de la familia, se negó a darle los últimos auxilios que nuestra religión suministra a los que van a pasar a la otra vida. Ocurrido el fallecimiento del enfermo, el párroco se negó a darle sepultura en el cementerio católico, porque no había recibido los sacramentos. [1372] Pues esta persona, no sólo cumplía los deberes religiosos, sino que además había construido en el cementerio un panteón de familia, y el cura se negó a que se le enterrara en ese panteón; y el que tenía una propiedad en el cementerio, que como católico él había construido, tuvo que ser conducido en una barca por unos cuantos amigos y llevado a un cercado que fue cementerio protestante allá en tiempos de la dominación inglesa, y cuya propiedad todavía corresponde a Inglaterra; de modo, que ese hombre, que tenía propiedad en el cementerio católico, ese español no ha encontrado en su país ocho palmos de tierra en las 16.000 leguas cuadradas que tiene España; no ha encontrado sus ocho palmos de tierra, repito, que pueda librar sus restos de la voracidad de las alimañas del campo. A éste no se le enterró porque no había recibido los sacramentos; pues ahora vamos a ver otro que no se le enterró porque había recibido los auxilios de la religión. Don José Díaz, en San Fernando, persona muy querida en aquella población, persona evidentemente católica, que cumplía perfectamente con todas las prácticas religiosas, cayó gravemente enfermo; y cuando manifestó el médico que se hallaba en peligro de muerte, el cura le administró los sacramentos de nuestra religión que corresponden a este supremo trance. Muere, y no sabiendo qué decir el cura para negarse a su enterramiento, pretexta que ha pedido autorización al Prelado; como si para estas cosas, cuando uno muere en el gremio de la Iglesia católica, fuera necesario pedir autorización al Prelado. A consecuencia de esta resistencia injustificada, la población se alteró, estando a punto de ocurrir un conflicto, que pudo evitarse, gracias a la energía del juez en el cumplimiento de su deber y el cadáver fue enterrado, pero abandonado por la Iglesia. En comprobación de lo que digo, y para que los Sres. Diputados comprendan a dónde vamos retrocediendo, y a dónde iremos si continuamos por ese camino, voy a leer una copia de algunos resultandos y considerandos del auto del juez, y no quiero leerlo íntegro por no molestar demasiado al Congreso. "Resultando que D. José Díaz de Columbres, alférez de navío honorario de la armada, artista relojero del instituto y observatorio de marina en este departamento, fue asistido el día antes de su muerte por el señor cura castrense D. Constantino Villamil, el cual le administró el Sacramento de la Extremaunción a las ocho de la noche, habiendo fallecido a las doce y media de la mañana del día siguiente 20 del actual:" Ahí ven los Sres. Diputados que recibió los Sacramentos. "Resultando que habiendo acudido el albacea dativo del finado en el presente día al referido señor cura para disponer el entierro y funeral del difunto y sacar la papeleta de la sepultura eclesiástica, se negó a darla, entregándole bajo su firma el papel que obra en estas actuaciones, y en el que expresó que hacía tres días que había consultado con su Prelado sobre la sepultura eclesiástica de D. José Díaz de Columbres:" tres días antes recibió la Extremaunción; pues si no era católico, ¿por qué le suministró la Extremaunción? "Considerando que según la información practicada aparece justificado que D. José Díaz de Columbres era católico, sin haberse separado jamás por ningún acto externo, ni por ningún entredicho del gremio de la Iglesia: "Considerando que aunque así no fuera, resulta justificado que diez y seis horas antes de morir recibió de manos del mismo señor cura que le niega hoy la sepultura eclesiástica el Sacramento de la Extremaunción, el cual según los cánones, y mediante la acción del óleo y la correspondiente oración, confiere gracia a los enfermos, limpia los pecados y sus reliquias, aumenta las fuerzas para sufrir las incomodidades de la enfermedad, y restituye la salud del cuerpo si conviene a la eterna salvación: "Considerando que justificado como está que el insepulto cadáver recibió antes de morir el último sacramento de la Iglesia católica, y que según el Canon 2º, sección 14, De sacramento extremaeuntionis del Concilio de Trento declara excomulgado a todo el que dijere que este sacramento no confiere gracia, ni redime los pecados, ni alivia a los enfermos, si así conviene para su salvación, anatema en que incurriría doblemente el que provee, si llamado como está a dirimir de momento este conflicto, negase por su parte la sepultura eclesiástica a quien ha muerto bajo la gracia de este sacramento: " y sigue el auto que concluye mandando proceder a la sepultura. "El referido señor juez por ante mí el escribano dijo: que debía mandar y mandó que el cadáver de D. José Díaz de Columbres sea conducido al cementerio católico de esta ciudad y encerrado en el nicho adquirido a este efecto, etc. " el cadáver fue llevado al cementerio y acompañado de toda la población, como protesta contra el atentado que se había cometido. Yo protesto también, si bien sin insistir mucho en ello, porque el Sr. Presidente me está haciendo indicaciones para que aligere mi discurso; yo protesto como católico y como español contra estos bárbaros atentados; que nos deshonran ante la Europa; y asimismo protesto contra el Gobierno que los consiente y no los castiga. Y no hay para eso que disculparse con que en ciertos casos no tiene leyes que aplicar, que todavía retiene en sus manos indebidamente la dictadura, y es bien extraño que si de ella hace uso para unas cosas, no lo haga para otras; y es más triste aún que esa dictadura se convierta en cruel rigor para unos y en cobarde tolerancia para otros. Iba a protestar contra la dictadura; iba a decir algo contra su prolongación, por parecerme que nos tiene rebajados a todos, al Congreso y al Senado, toda vez que el Gobierno no ha venido a pedírnosla a nosotros, que somos los únicos que podemos dársela. Hace tres meses que están las Cortes reunidas y la dictadura continúa, sin que el Ministerio la haya recibido de las Cortes; pero el Sr. Presidente me está haciendo indicaciones, y paso a ocuparme de las negociaciones que el Gobierno del partido constitucional entabló con la Santa Sede. |
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