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Cicerón denuncia a Catilina, por Cesare Maccari. |
Historia.
Fechar el nacimiento del arte de disuadir a otro mediando sólo la palabra, sin promesas ni amenazas –este es el sine quan non de la retórica– es obviamente imposible. Pero el origen oficial se sitúa en Grecia, en el 465 a. C. cuando Córax, discípulo de Empédocles, empezó a actuar como mediador entre sicilianos. "Córax fue el primero en enseñar que la victoria no está al lado de quien pleitea desde la verdad, sino del que mejor se expresa", resume Pere Ballart,(Barcelona, 1964-) profesor de Teoría de la Literatura en la Universitat Autònoma de Barcelona. La cultura griega no tardó en darse cuenta del potencial inmenso de la nueva disciplina y nombres como Gorgias, Isócrates y, especialmente, Aristóteles, hicieron de la persuasión un estudio sistemático.
Mundo Griego.
Para comprender la oratoria actual hay que comprender la oratoria en la Grecia clásica. Para comprender la oratoria actual hay que comprender la oratoria en la Grecia clásica. La leyenda dice que Hermes era una gran orador. Así lo define Procolo, el filósofo neoplatónico. Era tan admirada la figura de Hermes que el mito le lleva a la más tierna infancia, siendo capaz de hacer un triunfante discurso desde la cuna. Hermes es un ejemplo claro de la importancia que daban los griegos a la oratoria y persuasión.
La oratoria griega
Para comprender este concepto debemos primero hablar de la retórica. La definición clara de retórica sería el conjunto de reglas que el orador debía dominar para conseguir fuerza, vigor y belleza en su exposición. El fin era conseguir agradar al público o al auditorio, y persuadirlo.
Era vital que un griego con cierto poder tuviera capacidades de oratoria porque en la democracia griega los ciudadanos debían hablar bien ante la Asamblea y Tribunales. Es más, en los juicios no había ni abogados ni fiscales, cada uno debía defenderse usando su palabra.
Una de las principales escuela era la de los sofistas, cuya principal misión era que hablasen de manera apropiada y convincente según las reglas del arte de la oratoria. Curiosamente, uno de los principales detractores de los sofistas fue Aristóteles, que pregonaba el uso ético de la retórica: no era admisible utilizar el arte de la oratoria para defender una mentira.
Los logógrafos
Cuando hay escuelas, dioses, filósofos… está claro que el siguiente punto es sacar provecho económico de todo esto. Llegado a este punto toca hablar de los logógrafos. La definición más básica sería: escritores profesionales de discursos.
Para los logógrafos, Aristóteles era una figura que seguir. De él extrajeron tres procedimientos que buscaban persuadir a un auditorio.
- El carácter moral. Debe determinar la credibilidad del orador ante el público. A día de hoy hablaríamos de la franqueza de expresión: no decir una cosa y hacer la contraria.
- La emoción: Debía generar en su auditorio un efecto favorable. Debía motivar a la acción a su público, y hacerlo de una forma positiva.
- La elocuencia: La capacidad que tiene el orador para la argumentación.
Para ello el discurso debía tener siempre la misma estructura:
- Introducción. El inicio era vital y debía conseguir la simpatía de los oyentes (o del tribunal). El establecer un terreno común o el uso de preguntas eran vitales para lograr una introducción efectiva.
- Narración. A continuación había que exponer los hechos.
- Argumentación. Datos, testimonios o argumentos que debían utilizarse para defender la tesis que se exponía.
- Conclusión. Era algo más que un simple resumen… si bien, la base era la misma: recapitular toda la información que se había presentado. El objetivo de esta recapitulación era atraerse de nuevo al auditorio o tribunal.
No obstante, para los logógrafos, lo importante era saber cual era el público al que se dirigían (ya que podrían conseguir una mayor remuneración). Básicamente había tres tipos de discursos dependiendo del tema o la ocasión:
- El que se hacía ante el tribunal.
- El que se pronunciaba ante una asamblea u órgano político.
- Solo se utilizaba en ocasiones solemnes y tenía dos fines: elogiar o vituperar.
Hay tres grandes logógrafos en la oratoria en la Grecia clásica: Lisias, Demóstenes e Isócrates.
Mundo Romano.
El representante más ilustre fue sin duda Cicerón, con una gran cantidad de discursos de todo tipo. Entre ellos destacan las Catilinarias, conjunto de tres discursos pronunciados en el Senado en el año de su Consulado (63 a. C.).
Tras la muerte de Cicerón, ningún orador alcanzaría su valor. Pero destacamos a un hispanorromano, Séneca el Viejo, padre del filósofo. Escribió unos discursos como ejercicio para enseñar la técnica de la oratoria llamados Controversiae o Controversias y Suasoriae o Discursos de disuasión.
Desde el año 81 a. C. con la Rhetorica ad Herennium de autor desconocido se elaboran en latín diversos manuales que sientan las bases de este género literario que tuvo una importancia capital en la literatura y en el propio desarrollo de Roma. Cicerón escribió varias obras (De oratote "Sobre el orador", Orator "El orador") que suponen manuales de uso de la oratoria, basados en la retórica griega.
Con la llegada del Imperio la importancia del Senado disminuyó y con esta la de la oratoria política, que había supuesto la cumbre del género con Cicerón en Roma y Demóstenes en Atenas (s. IV a. C.), pero la oratoria permaneció en la cúspide de la formación de todo ciudadano. En las ciudades importantes había escuelas de retórica. En la de Roma en la época de los Flavios enseña retórica el calagurritano Quintiliano, quien compone una obra crucial: Institutio oratoria o Instrucción del orador, que supone la culminación de los tratados sobre retórica escritos en latín, además de uno de los primeros libros con clara vocación pedagógica.
El último gran tratadista es Tácito, el historiador de finales del siglo I d. C., quien compone el Diálogo de los oradores.
Edad Media.
Durante la Alta Edad Media el sermón había tenido muy poca relevancia en el oficio eucarístico, pero este panorama comenzó a cambiar a mediados del Siglo XI. Sin embargo, a pesar de la continua insistencia de sínodos y concilios por extender la práctica del sermón, aprovechando el auge del sistema parroquial, fue muy poco lo que de momento se pudo hacer.
Aparte del deficiente grado de formación del clero, estaba la propia pobreza de los medios y métodos empleados en la labor predicadora. En los inventarios parroquiales de los Siglos XI y XIII no suelen detectarse, en efecto, y junto a los libros litúrgicos, colecciones de sermones en latín, destinados a ser traducidos o a servir de inspiración a los curas párrocos. Cuando tales sermones existen, presentan un carácter erudito tan claro que debían resultar pocos o nada atrayentes para la masa de fieles. Mejor fortuna parece haber tenido en cambio la predicación fuera del ámbito parroquial durante estos dos primeros siglos.
A partir de Gregorio VII, el Papado apoyó, sin ambages, la acción evangelizadora ambulante de monjes y ermitaños comprometidos con la reforma eclesiástica, como Pedro el Ermitaño, san Bernardo, Roberto de Abrisel y Norberto de Xanten. Conocemos, sin embargo, muy mal el concreto tipo de audiencia al que se dirigían estos personajes, incluso, para el caso de un autor como san Bernardo, del que se conserva una enorme cantidad de sermones. Probablemente este tipo de predicación popular, desarrollado en calles, plazas y espacios abiertos, se dirigiría a un público heterogéneo, predispuesto y con muy escasa capacidad crítica, lo que le hacía extraordinariamente vulnerable a los recursos de la oratoria sagrada. Desconocemos, sin embargo, dado el carácter itinerante de esta predicación y las enormes distancias recorridas, si los reformadores podían expresarse en varias lenguas a la vez. Tampoco está claro cómo conseguirían hacerse entender por una audiencia compuesta por miles de personas.
Quizá lo que atrajera a las masas no fuera tanto la predicación en sí como la fama de santidad (y por lo tanto la capacidad de obrar milagros) que rodeaba a estos personajes. Si sus giras eran realmente espontáneas o bien obedecían a un riguroso plan, o si sus discursos brotaban de la exaltación del momento o, por el contrario, habían sido minuciosamente preparados, son cuestiones que probablemente jamás obtengan respuesta. El nacimiento de las órdenes mendicantes, para las que la predicación era ya no sólo un aspecto destacado, sino el elemento fundamental de su labor evangélica, supuso una verdadera revolución en el campo de la oratoria sagrada.
Es únicamente a partir de entonces que puede hablarse con rigor de una verdadera predicación popular. Al igual que había sucedido con la predicación ambulante, tanto Roma como los obispos apoyaron desde el principio el nuevo apostolado de franciscanos y dominicos. A fines del Siglo XIII no son raros, incluso, los informes episcopales que se hacen eco de la satisfacción de la feligresía por contar con curas párrocos cultos y reputados como excelentes oradores. Esta mejora indudable supuso también un cambio de tipo cualitativo en el arte de la oratoria sagrada. El deseo de influir en la audiencia otorgo a los sermones un carácter utilitario que hizo modificar, tanto el estilo como la técnica de difusión.
Ya a fines del Siglo XII los sermones eruditos dejan de cultivarse y aparecen nuevas formas que potencian ante todo la finalidad publicitaria. Surgen entonces los llamados sermones por categorías socio profesionales (sermones ad status), elaborados para una audiencia determinada. Este cambio formal supuso también la aparición de una nueva técnica predicatoria, que incluso modifica en ocasiones la estructura de la misa. Así, en Francia, la lectura del Evangelio se hace a veces en lengua vulgar, a semejanza del sermón, utilizando versiones traducidas que, como el "Evangile des Domées" (Evangelio del domingo) transforman anacrónicamente la Palestina de Jesús en la Francia del siglo XIII, ganando así el interés de la audiencia.
Durante la Edad Media no se interrumpe en España el contacto con la cultura clásica helénica, bien sea directamente o a través de los árabes. El visigodo San Isidoro dedica algunos capítulos de los dos primeros libros de sus Etimologías a la Retórica, reduciendo mucho sus contenidos y partiendo sobre todo de Boecio y Casiodoro; insiste, sobre todo, en el discurso forense y dedica mucho espacio a la definición de las figuras y tropos con numerosos ejemplos; Ernst Robert Curtius considera, incluso, que se trata de un pequeño manual de Estilística; en su estudio de la dispositio se extiende también bastante, siguiendo fundamentalmente a Cicerón.
La retórica medieval española insiste, y más en el siglo XII, en el De inventione de Cicerón y en la Rethorica ad Herennium; después, en los inicios del siglo XIV, parece haber más interés por la Retórica de Aristóteles, mientras que en el siglo XV renace el interés por las grandes obras de Cicerón. Sin embargo, las alusiones a la retórica son escasas; Alfonso X el Sabio cita ideas de Quintiliano y de San Isidoro en su Setenario. El bachiller Alfonso de Torre, en su Visión deleitable, hace una alegoría de la Retórica. La figura más relevante de la Edad Media es la de Ramon Llull, cuya Rhetorica nova aún permanece inédita. En su Libre d'Evast e d'Aloma e de Blanquerna considera que el conocimiento de la Retórica debe ser posterior al de la Dialéctica; la misión del orador es, para él, persuadir al auditorio mediante el empleo de imágenes, y la retórica es para él "ars inventa cum qua rhetoricus colorat et ornat sua verba".
Renacimiento.
Durante el Renacimiento la retórica en España fue deudora en general de los modelos y tratados que venían de Italia: Minturno, Pigna, Francesco Robortello son muy citados. No hay aportaciones sustancialmente originales, aunque sí algunas opiniones divergentes que no se desarrollaron a fondo; se percibe además una tendencia creciente a separar la retórica de la dialéctica. En la enseñanza se usaban sobre todo como libros de texto la Rhetorica ad Herennium, la de Jorge de Trebisonda y las de Rodolfo Agrícola. Como las clases eran unas teóricas y otras prácticas, se compusieron textos de ambos tipos: Instituciones y Progymnasmas. Predomina la elocuencia sagrada sobre la civil y se pueden destacar dos corrientes principales:
- Los seguidores de modelos clásicos: ciceronianos, anticiceronianos, eclécticos y ramistas.
- Los seguidores de la tendencia bizantina (Jorge de Trebisonda, Hermógenes de Tarso etcétera)
Fuera de las obras sobre retórica de Antonio de Nebrija, destacan, también en latín, las de Luis Vives (De causis coruptarum artium libi IV, De corrupta rhetorica y De rationi dicendi libri III, y sobre todo el Brocense en sus Organum Dialecticum et Rhetoricum (1579) y De Ratione Dicendi (1553), donde, a pesar de inspirarse en Erasmo y Pierre de la Ramée muestra como siempre su independencia de criterio; para él la retórica ha de estudiar solamente la elocutio y la actio, mientras que deja a la dialéctica la inventio y la dispositio; tanto Vives como el Brocense coinciden en situar el estudio de la Dialéctica antes que el de la Retórica. En general, las obras de Sánchez de las Brozas son un paso más en la literaturización de la retórica.
En 1541 se imprime en Alcalá de Henares la primera retórica en lengua castellana del monje jerónimo Miguel de Salinas; su originalidad deriva de que escribe en castellano con un aire muy didáctico, no en los contenidos, que son más bien decepcionantes. Muchas veces, parece que se cita a Salinas más por haber aparecido en una recopilación de tres manualitos de época que por otra cosa.
A esta obra le siguieron algunas más en castellano como el Arte de Rhetorica (Madrid, 1578) de Rodrigo Santayana y el Arte de Retórica (Alcalá, 1589) de Juan de Guzmán. En general, el siglo XVI es el más caracterizado por la redacción de tratados de retórica en latín. Dentro de esto, encontramos dos vertientes principales: de un lado, las retóricas generales, como el De Ratione Dicendi de Juan Luis Vives; de otro lado, los tratados de retórica eclesiástica, los más numerosos e innovadores, entre los que se debe destacar Ecclesiasticae Rhetoricae sive De Ratione Concionandi libri VI (Lisboa, 1575, que puede consultarse en la edición bilingüe de Manuel López-Muñoz, Logroño, 2010), de fray Luis de Granada, auténtica obra cumbre de la teoría retórica del Renacimiento.
Otras obras importantes fueron concebidas con una función más práctica, como las Rhetoricae exercitationes (Alcalá de Henares, 1569) de Alfonso de Torres, de la que se dispone de una excelente versión bilingüe por parte de Violeta Pérez Custodio (2003). Las Institutiones Oratoriae (Valencia, 1552), de Pedro Juan Nuñez y la Philosophia antigua poética de López Pinciano, así como la obra de Antonio Llull, confunden los límites entre poética y retórica. Los Rhetoricorum libri III (Amberes, 1569), de Benito Arias Montano asimilan los puntos de vista de Cicerón y Quintiliano y reciben una fuerte influencia de la Poética de Jerónimo Vida; presta especial atención a la elocutio y hace aportaciones de técnicas mnemotécnicas originales; para él las cualidades del orador, sea civil o religioso, son las mismas que han de adornar al buen cristiano.
Entre los treinta y tantos tratados de retórica de la época, cabe mencionar también acaso el De ratione dicendi (Alcalá, 1548), de Alfonso García Matamoros. Después del Concilio de Trento, una serie de predicadores trataron de adecuar la disciplina a las directrices emanadas del mismo, destacando en especial el ya citado Fray Luis de Granada, Pérez de Valdivia, Andrés Sempere, Diego de Estella y Francisco Terrones; todos estos retóricos eclesiásticos todavía predican la claridad con el fin de ejercer una más eficaz acción pastoral.
La oratoria barroca del XVII y la reacción neoclásica del siglo XVIII
Con los excesos del Conceptismo y del Culteranismo durante todo el XVII la retórica eclesiástica entró en crisis; empieza ya a prestigiarse lo rebuscado en la oratoria eclesiástica jesuita. Los más famosos tratados de retórica del siglo son el De Arte Rhetorica del jesuita Cipriano Suárez, el De Arte Oratoria del padre Bravo y el De Ratione Dicendi de Bartolomé Alcázar. También alcanzaron algún renombre las obras de Melchor de la Cerda, Juan Bautista Poza, Francisco Novella, Pablo José Arriega, Juan Bautista Escardó y José de Olzina. Algunos teóricos sobre poética se aventuran también en la retórica, como Francisco Cascales en sus muy poco originales Tablas poéticas y el jesuita Luis Alfonso de Carvallo en su, por el contrario, muy original Cisne de Apolo, que es también una poética e incluso una estética. Bartolomé Ximénez Patón reduce la retórica a elocución, a mero arte de ornato, en su Mercurio Trimegisto.
Agustín de Jesús María defiende un conceptismo moderado en su Arte de orar evangélicamente (1648) y defiende que el fin de la retórica es llevar la verdad al auditorio ilustrándolo mejor que persuadiéndolo con un estilo deleitoso. Por otra parte, Francisco Alfonso de Covarrubias nada a contracorriente al recomendar en su Instructio predicatoris los modelos cristianos frente a los clásicos y rechazar de plano el conceptismo. En cuanto a Jacinto Carlos Quintero, su Templo de la elocuencia (1629) ofrece un panorama muy rico de la oratoria sagrada de su época y una interesante información sobre la teoría retórica de este siglo, que aplica a su carta de recomendación en latín del libro sobre los Dioses antiguos de Hispania de Rodrigo Caro.
Pero, en la estela del engolado modelo de predicación que representaba fray Hortensio Félix Paravicino, muchos otros transformaron la palabra del púlpito en algo tan elaborado, retorizado e hiperculto que era prácticamente incomprensible para las finalidades morales de la misma; no servía a las intenciones prácticas de edificar almas y reformar costumbres, porque los contenidos se diluían en rebuscadas palabras, alusiones, elusiones, hipérbatos y juegos de palabras incomprensibles, así como en vanos y cortesanos énfasis; mucha culpa en esto la tuvo la obra del jesuita Baltasar Gracián Agudeza y arte de ingenio, que alcanzó un éxito considerable entre los predicadores.
Ya en el siglo XVIII el escritor jesuita José Francisco de Isla se propuso desterrar esos excesos retóricos, al igual que Cervantes había hecho con los libros de caballerías, mediante una novela satírica: Vida del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias zotes (1758). La obra satirizaba el deseo de la clerigalla de misa y olla, iletrada e ignorantísima, de prosperar mediante el arte de la palabra, y tuvo el efecto de conseguir lo que pretendía, aunque la obra atravesó por los consabidos problemas con el Santo Oficio; por otra parte, Gregorio Mayáns y Siscar, en su ilustrado deseo de restaurar la buena tradición española del siglo XVI, intentó ayudar en esta tarea escribiendo importantes trabajos para reformar la oratoria religiosa, como su Orador Cristiano (1733), y sus esfuerzos culminaron al editar una monumental Rhetórica (1757), no en vano aparecida un año antes que la famosa novela de José Francisco de Isla; es más, el obispo de Barcelona Climent ordenó traducir la Retórica eclesiástica de Luis de Granada al castellano en 1770 para poner remedio a la decadencia de la oratoria sagrada.
Por otra parte, Ignacio de Luzán, más conocido por las dos ediciones de su famosa Poética, dejó inédito un muy interesante y originalísimo manuscrito titulado La Retórica de las conversaciones fechado en 1729 y que sólo ha visto la luz modernamente en una edición de 1991, presentada por M. Béjar Hurtado; el autor sostiene el carácter eminentemente persuasivo del uso coloquial del lenguaje, y describe la fuerza expresiva y comunicativa de los diferentes procedimientos que normalmente se emplean en la conversación ordinaria, analizando las diversas funciones que las convenciones sociales le asignan al lenguaje.
El autor ha recurrido casi solamente a su propia observación y utiliza otras fuentes con independencia de criterio. Otros retóricos de notar, fuera del ya citado Gregorio Mayáns, son Francisco José Artigas y su Epítome de la elocuencia española (1750), todavía un dogmatizador de la escuela conceptista, la Rhetórica castellana (1764) de Alonso Pabón Guerrero, la castiza Filosofía de la Elocuencia (1777) de Antonio Capmany y los famosísimos y archidivulgados, reimpresos, extractados, resumidos, ampliados, anotados y rehechos Elementos de Retórica (1777) del escolapio manchego Calixto Hornero. Cierra el siglo el Tratado de la elocución (1795) de Mariano Madramany y Calatayud.
En síntesis, la oratoria anterior al siglo XIX se caracterizó por su limitada difusión y la escasez de público a que iban dirigidos, –en su mayoría hacia una pequeña élite–, elementos que condicionaron sus formas y fines.
La oratoria política de la Edad Contemporánea tuvo como ámbito natural las instituciones parlamentarias y las campañas electorales. Entre los primeros escenarios de ello estuvieron la Filadelfia del Congreso continental de 1774-1781, el París revolucionario de 1789-1799, o el Cádiz de las Cortes de 1810-1814. El impacto de los medios de comunicación de masas fue decisivo, primero con la difusión de los discursos políticos en prensa (que hacía prescindible la oralidad del discurso al tiempo que multiplicaba su impacto y lo extendía en el espacio, mucho más allá del auditorio restringido de un discurso real) y luego con la radiodifusión y la televisión (que la volvió a poner en valor, junto con la imagen en el caso de los medios audiovisuales).
La publicación de los manifiestos en prensa fue característica de la actividad política a partir del siglo XIX. Paulatinamente se fueron formando los géneros periodísticos del editorial (sin firma, que refleja la "línea editorial" del medio), el artículo firmado, la columna, el artículo de fondo, el artículo de opinión, etc. La prensa pasó a ser el vehículo idóneo para la comunicación de los intelectuales con la opinión pública, produciéndose momentos de especial intensidad política, como el Affaire Dreyfus en Francia (1894-1906), con el J'accuse...! de Emile Zola (13 de enero de 1898).
La consciente utilización de la propaganda política y la manipulación política a gran escala mediante estos medios fue un signo distintivo de los regímenes totalitarios, y explícitamente valorada por Joseph Goebbels en la Alemania nazi. Los espectaculares discursos de Hitler ante todo tipo de auditorios fueron ridiculizados por Charles Chaplin en El Gran Dictador. No fue menor su utilización en los regímenes democráticos contemporáneos (discursos radiados del presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt). La solemnidad de los discursos políticos en los regímenes estalinistas se convirtió en algo ritual, incluyendo las interrupciones programadas para que el auditorio, unánimemente, aplaudiera, y la extraordinaria duración de los aplausos. La longitud de los discursos Fidel Castro fue proverbial.
En la moderna sociedad de la comunicación las entrevistas y conferencias de prensa, y más recientemente las redes sociales (que imponen inmediatez y extrema brevedad a los mensajes), han pasado a ser los vehículos más utilizados para hacer llegar al público la información que desean ofrecer los políticos.
Córax de Siracusa (s. V a. C.) Tisias (s. V a. C.) Progresivamente, y a medida en que aumentó el conocimiento del lenguaje como instrumento, se fue echando de menos un conjunto organizado de reglas prácticas, formuladas a partir del examen de los usos más aceptados y más eficaces. El nacimiento de la Retórica está unido también al descubrimiento y al reconocimiento del valor cognoscitivo y educativo de la reflexión sobre la lengua (Mortara Garavelli, 1991: 19). El primer manual de Retórica apareció en Sicilia durante el segundo cuarto del siglo V a. C. Según una tradición recogida por Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, sabemos que Empédocles de Agrigento fue el padre de la Retórica y Córax de Siracusa, el primer autor de un texto escrito. Su obra apareció aproximadamente el año 476 a. C. Los tiranos de Siracusa, Gelón y su sucesor Gerón, en los primeros decenios del siglo V a. C., llevaron a cabo expropiaciones masivas de terrenos en favor de los soldados mercenarios. Tras los alzamientos de Agrigento y de Siracusa, se desposeyó del poder al tirano Trasíbulo, se estableció una forma de democracia y se iniciaron múltiples procesos para devolver las propiedades confiscadas durante el régimen despótico. Aunque la mayoría de los litigantes sabía atacar y defenderse con eficacia y con precisión instintivas, pronto se advirtió la necesidad de un «manual» que ofreciera, de forma clara y sistematizada, unas técnicas sencillas de argumentación y unos métodos prácticos de debate. El «arte» que Córax elaboró se proponía ayudar a los ciudadanos ordinarios a defender sus demandas en los tribunales. En aquella situación, al no ser posible presentar pruebas documentales para demostrar la veracidad de las reclamaciones, los discursos tuvieron que apoyarse en argumentos de probabilidad y de verosimilitud. El principio fundamental era el siguiente: más vale lo que parece verdad que lo que es verdad. La «verdad» que no es creíble, difícilmente es aceptada. El discurso retórico no trata de formular principios teóricos ni de establecer verdades abstractas sino de favorecer una «certeza» que, como es sabido, es un estado de ánimo subjetivo. La principal contribución de Córax, conocido sobre todo por su doctrina de la «probabilidad general», fue, quizás, su división de las partes del discurso judicial: el «proemio», destinado a captar la atención y la benevolencia de los miembros del jurado; la «narración», en la que se presentan los hechos con claridad y concisión; la «argumentación», (que abarca la confirmación y la refutación), en la que se presentan las pruebas, la «digresión», que ilustra el caso y lo sitúa en un plano general, y la «peroración» o «epílogo», en la que se resume la cuestión del litigio y se procura provocar la emoción de los miembros del jurado. Esta organización fue el punto de partida de la posterior teoría retórica. Aunque existen referencias en Platón, en Aristóteles, en Cicerón y en Quintiliano sobre el papel que juegan Córax y su discípulo Tisias en la formulación de la teoría retórica, ninguna de sus obras ha llegado hasta nosotros. Las citas dispersas que sobre sus ideas encontramos en diferentes autores, nos muestran que su teoría concernía exclusivamente a la Retórica de los tribunales y que escribió algunos discursos judiciales para que otros los pronunciaran. |
una importante rama de la literatura, practica e importante en la historia de occidente
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