Apuntes Personales y de Derecho de las Universidades Bernardo O Higgins y Santo Tomas.


1).-APUNTES SOBRE NUMISMÁTICA.

2).- ORDEN DEL TOISÓN DE ORO.

3).-LA ORATORIA.

4).-APUNTES DE DERECHO POLÍTICO.

5).-HERÁLDICA.

6).-LA VEXILOLOGÍA.

7).-EDUCACIÓN SUPERIOR.

8).-DEMÁS MATERIAS DE DERECHO.

9).-MISCELÁNEO


jueves, 2 de enero de 2014

99.-La oratoria política (II); Práxedes Mateo Sagasta a.-

  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala ; Marcelo Yañez Garin; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán

Mundo Romano.

El representante más ilustre fue sin duda Cicerón, con una gran cantidad de discursos de todo tipo. Entre ellos destacan las Catilinarias, conjunto de tres discursos pronunciados en el Senado en el año de su Consulado (63 a. C.).
Tras la muerte de Cicerón, ningún orador alcanzaría su valor. Pero destacamos a un hispanorromano, Séneca el Viejo, padre del filósofo. Escribió unos discursos como ejercicio para enseñar la técnica de la oratoria llamados Controversiae o Controversias  y Suasoriae  o Discursos de disuasión.
Desde el año 81 a. C. con la Rhetorica ad Herennium de autor desconocido se elaboran en latín diversos manuales que sientan las bases de este género literario que tuvo una importancia capital en la literatura y en el propio desarrollo de Roma. Cicerón escribió  varias obras (De oratote "Sobre el orador", Orator "El orador") que suponen manuales de uso de la oratoria, basados en la retórica griega.
Con la llegada del Imperio la importancia del Senado disminuyó y con esta la de la oratoria política, que había supuesto la cumbre del género con Cicerón en Roma y Demóstenes en Atenas (s. IV a. C.), pero la oratoria permaneció en la cúspide de la formación de todo ciudadano. En las ciudades importantes había escuelas de retórica. En la de Roma en la época de los Flavios enseña retórica el calagurritano Quintiliano, quien compone una obra crucial: Institutio oratoria o Instrucción del orador, que supone la culminación de los tratados sobre retórica escritos en latín, además de uno de los primeros libros con clara vocación pedagógica.
El último gran tratadista es Tácito, el historiador de finales del siglo I d. C., quien compone el Diálogo de los oradores.

Edad Media.

Durante la Alta Edad Media el sermón había tenido muy poca relevancia en el oficio eucarístico, pero este panorama comenzó a cambiar a mediados del Siglo XI. Sin embargo, a pesar de la continua insistencia de sínodos y concilios por extender la práctica del sermón, aprovechando el auge del sistema parroquial, fue muy poco lo que de momento se pudo hacer.
Aparte del deficiente grado de formación del clero, estaba la propia pobreza de los medios y métodos empleados en la labor predicadora. En los inventarios parroquiales de los Siglos XI y XIII no suelen detectarse, en efecto, y junto a los libros litúrgicos, colecciones de sermones en latín, destinados a ser traducidos o a servir de inspiración a los curas párrocos. Cuando tales sermones existen, presentan un carácter erudito tan claro que debían resultar pocos o nada atrayentes para la masa de fieles. Mejor fortuna parece haber tenido en cambio la predicación fuera del ámbito parroquial durante estos dos primeros siglos. 

A partir de Gregorio VII, el Papado apoyó, sin ambages, la acción evangelizadora ambulante de monjes y ermitaños comprometidos con la reforma eclesiástica, como Pedro el Ermitaño, san Bernardo, Roberto de Abrisel y Norberto de Xanten. Conocemos, sin embargo, muy mal el concreto tipo de audiencia al que se dirigían estos personajes, incluso, para el caso de un autor como san Bernardo, del que se conserva una enorme cantidad de sermones. Probablemente este tipo de predicación popular, desarrollado en calles, plazas y espacios abiertos, se dirigiría a un público heterogéneo, predispuesto y con muy escasa capacidad crítica, lo que le hacía extraordinariamente vulnerable a los recursos de la oratoria sagrada. Desconocemos, sin embargo, dado el carácter itinerante de esta predicación y las enormes distancias recorridas, si los reformadores podían expresarse en varias lenguas a la vez. Tampoco está claro cómo conseguirían hacerse entender por una audiencia compuesta por miles de personas. 

Quizá lo que atrajera a las masas no fuera tanto la predicación en sí como la fama de santidad (y por lo tanto la capacidad de obrar milagros) que rodeaba a estos personajes. Si sus giras eran realmente espontáneas o bien obedecían a un riguroso plan, o si sus discursos brotaban de la exaltación del momento o, por el contrario, habían sido minuciosamente preparados, son cuestiones que probablemente jamás obtengan respuesta. El nacimiento de las órdenes mendicantes, para las que la predicación era ya no sólo un aspecto destacado, sino el elemento fundamental de su labor evangélica, supuso una verdadera revolución en el campo de la oratoria sagrada. 

Es únicamente a partir de entonces que puede hablarse con rigor de una verdadera predicación popular. Al igual que había sucedido con la predicación ambulante, tanto Roma como los obispos apoyaron desde el principio el nuevo apostolado de franciscanos y dominicos. A fines del Siglo XIII no son raros, incluso, los informes episcopales que se hacen eco de la satisfacción de la feligresía por contar con curas párrocos cultos y reputados como excelentes oradores. Esta mejora indudable supuso también un cambio de tipo cualitativo en el arte de la oratoria sagrada. El deseo de influir en la audiencia otorgo a los sermones un carácter utilitario que hizo modificar, tanto el estilo como la técnica de difusión. 

Ya a fines del Siglo XII los sermones eruditos dejan de cultivarse y aparecen nuevas formas que potencian ante todo la finalidad publicitaria. Surgen entonces los llamados sermones por categorías socio profesionales (sermones ad status), elaborados para una audiencia determinada. Este cambio formal supuso también la aparición de una nueva técnica predicatoria, que incluso modifica en ocasiones la estructura de la misa. Así, en Francia, la lectura del Evangelio se hace a veces en lengua vulgar, a semejanza del sermón, utilizando versiones traducidas que, como el "Evangile des Domées" (Evangelio del domingo) transforman anacrónicamente la Palestina de Jesús en la Francia del siglo XIII, ganando así el interés de la audiencia.

Durante la Edad Media no se interrumpe en España el contacto con la cultura clásica helénica, bien sea directamente o a través de los árabes. El visigodo San Isidoro dedica algunos capítulos de los dos primeros libros de sus Etimologías a la Retórica, reduciendo mucho sus contenidos y partiendo sobre todo de Boecio y Casiodoro; insiste, sobre todo, en el discurso forense y dedica mucho espacio a la definición de las figuras y tropos con numerosos ejemplos; Ernst Robert Curtius considera, incluso, que se trata de un pequeño manual de Estilística; en su estudio de la dispositio se extiende también bastante, siguiendo fundamentalmente a Cicerón.
 La retórica medieval española insiste, y más en el siglo XII, en el De inventione de Cicerón y en la Rethorica ad Herennium; después, en los inicios del siglo XIV, parece haber más interés por la Retórica de Aristóteles, mientras que en el siglo XV renace el interés por las grandes obras de Cicerón. Sin embargo, las alusiones a la retórica son escasas; Alfonso X el Sabio cita ideas de Quintiliano y de San Isidoro en su Setenario. El bachiller Alfonso de Torre, en su Visión deleitable, hace una alegoría de la Retórica. La figura más relevante de la Edad Media es la de Ramon Llull, cuya Rhetorica nova aún permanece inédita. En su Libre d'Evast e d'Aloma e de Blanquerna considera que el conocimiento de la Retórica debe ser posterior al de la Dialéctica; la misión del orador es, para él, persuadir al auditorio mediante el empleo de imágenes, y la retórica es para él "ars inventa cum qua rhetoricus colorat et ornat sua verba".

Renacimiento.

Durante el Renacimiento la retórica en España fue deudora en general de los modelos y tratados que venían de Italia: Minturno, Pigna, Francesco Robortello son muy citados. No hay aportaciones sustancialmente originales, aunque sí algunas opiniones divergentes que no se desarrollaron a fondo; se percibe además una tendencia creciente a separar la retórica de la dialéctica. En la enseñanza se usaban sobre todo como libros de texto la Rhetorica ad Herennium, la de Jorge de Trebisonda y las de Rodolfo Agrícola. Como las clases eran unas teóricas y otras prácticas, se compusieron textos de ambos tipos: Instituciones y Progymnasmas. Predomina la elocuencia sagrada sobre la civil y se pueden destacar dos corrientes principales:

  • Los seguidores de modelos clásicos: ciceronianos, anticiceronianos, eclécticos y ramistas.
  • Los seguidores de la tendencia bizantina (Jorge de Trebisonda, Hermógenes de Tarso etcétera)

Fuera de las obras sobre retórica de Antonio de Nebrija, destacan, también en latín, las de Luis Vives (De causis coruptarum artium libi IV, De corrupta rhetorica y De rationi dicendi libri III, y sobre todo el Brocense en sus Organum Dialecticum et Rhetoricum (1579) y De Ratione Dicendi (1553), donde, a pesar de inspirarse en Erasmo y Pierre de la Ramée muestra como siempre su independencia de criterio; para él la retórica ha de estudiar solamente la elocutio y la actio, mientras que deja a la dialéctica la inventio y la dispositio; tanto Vives como el Brocense coinciden en situar el estudio de la Dialéctica antes que el de la Retórica. En general, las obras de Sánchez de las Brozas son un paso más en la literaturización de la retórica. 
En 1541 se imprime en Alcalá de Henares la primera retórica en lengua castellana del monje jerónimo Miguel de Salinas; su originalidad deriva de que escribe en castellano con un aire muy didáctico, no en los contenidos, que son más bien decepcionantes. Muchas veces, parece que se cita a Salinas más por haber aparecido en una recopilación de tres manualitos de época que por otra cosa. 
A esta obra le siguieron algunas más en castellano como el Arte de Rhetorica (Madrid, 1578) de Rodrigo Santayana y el Arte de Retórica (Alcalá, 1589) de Juan de Guzmán. En general, el siglo XVI es el más caracterizado por la redacción de tratados de retórica en latín. Dentro de esto, encontramos dos vertientes principales: de un lado, las retóricas generales, como el De Ratione Dicendi de Juan Luis Vives; de otro lado, los tratados de retórica eclesiástica, los más numerosos e innovadores, entre los que se debe destacar Ecclesiasticae Rhetoricae sive De Ratione Concionandi libri VI (Lisboa, 1575, que puede consultarse en la edición bilingüe de Manuel López-Muñoz, Logroño, 2010), de fray Luis de Granada, auténtica obra cumbre de la teoría retórica del Renacimiento. 

Otras obras importantes fueron concebidas con una función más práctica, como las Rhetoricae exercitationes (Alcalá de Henares, 1569) de Alfonso de Torres, de la que se dispone de una excelente versión bilingüe por parte de Violeta Pérez Custodio (2003). Las Institutiones Oratoriae (Valencia, 1552), de Pedro Juan Nuñez y la Philosophia antigua poética de López Pinciano, así como la obra de Antonio Llull, confunden los límites entre poética y retórica. Los Rhetoricorum libri III (Amberes, 1569), de Benito Arias Montano asimilan los puntos de vista de Cicerón y Quintiliano y reciben una fuerte influencia de la Poética de Jerónimo Vida; presta especial atención a la elocutio y hace aportaciones de técnicas mnemotécnicas originales; para él las cualidades del orador, sea civil o religioso, son las mismas que han de adornar al buen cristiano. 
Entre los treinta y tantos tratados de retórica de la época, cabe mencionar también acaso el De ratione dicendi (Alcalá, 1548), de Alfonso García Matamoros. Después del Concilio de Trento, una serie de predicadores trataron de adecuar la disciplina a las directrices emanadas del mismo, destacando en especial el ya citado Fray Luis de Granada, Pérez de Valdivia, Andrés Sempere, Diego de Estella y Francisco Terrones; todos estos retóricos eclesiásticos todavía predican la claridad con el fin de ejercer una más eficaz acción pastoral.

La oratoria barroca del XVII y la reacción neoclásica del siglo XVIII

Con los excesos del Conceptismo y del Culteranismo durante todo el XVII la retórica eclesiástica entró en crisis; empieza ya a prestigiarse lo rebuscado en la oratoria eclesiástica jesuita. Los más famosos tratados de retórica del siglo son el De Arte Rhetorica del jesuita Cipriano Suárez, el De Arte Oratoria del padre Bravo y el De Ratione Dicendi de Bartolomé Alcázar. También alcanzaron algún renombre las obras de Melchor de la Cerda, Juan Bautista Poza, Francisco Novella, Pablo José Arriega, Juan Bautista Escardó y José de Olzina. Algunos teóricos sobre poética se aventuran también en la retórica, como Francisco Cascales en sus muy poco originales Tablas poéticas y el jesuita Luis Alfonso de Carvallo en su, por el contrario, muy original Cisne de Apolo, que es también una poética e incluso una estética. Bartolomé Ximénez Patón reduce la retórica a elocución, a mero arte de ornato, en su Mercurio Trimegisto.

 Agustín de Jesús María defiende un conceptismo moderado en su Arte de orar evangélicamente (1648) y defiende que el fin de la retórica es llevar la verdad al auditorio ilustrándolo mejor que persuadiéndolo con un estilo deleitoso. Por otra parte, Francisco Alfonso de Covarrubias nada a contracorriente al recomendar en su Instructio predicatoris los modelos cristianos frente a los clásicos y rechazar de plano el conceptismo. En cuanto a Jacinto Carlos Quintero, su Templo de la elocuencia (1629) ofrece un panorama muy rico de la oratoria sagrada de su época y una interesante información sobre la teoría retórica de este siglo, que aplica a su carta de recomendación en latín del libro sobre los Dioses antiguos de Hispania de Rodrigo Caro.

Pero, en la estela del engolado modelo de predicación que representaba fray Hortensio Félix Paravicino, muchos otros transformaron la palabra del púlpito en algo tan elaborado, retorizado e hiperculto que era prácticamente incomprensible para las finalidades morales de la misma; no servía a las intenciones prácticas de edificar almas y reformar costumbres, porque los contenidos se diluían en rebuscadas palabras, alusiones, elusiones, hipérbatos y juegos de palabras incomprensibles, así como en vanos y cortesanos énfasis; mucha culpa en esto la tuvo la obra del jesuita Baltasar Gracián Agudeza y arte de ingenio, que alcanzó un éxito considerable entre los predicadores. 

Ya en el siglo XVIII el escritor jesuita José Francisco de Isla se propuso desterrar esos excesos retóricos, al igual que Cervantes había hecho con los libros de caballerías, mediante una novela satírica: Vida del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias zotes (1758). La obra satirizaba el deseo de la clerigalla de misa y olla, iletrada e ignorantísima, de prosperar mediante el arte de la palabra, y tuvo el efecto de conseguir lo que pretendía, aunque la obra atravesó por los consabidos problemas con el Santo Oficio; por otra parte, Gregorio Mayáns y Siscar, en su ilustrado deseo de restaurar la buena tradición española del siglo XVI, intentó ayudar en esta tarea escribiendo importantes trabajos para reformar la oratoria religiosa, como su Orador Cristiano (1733), y sus esfuerzos culminaron al editar una monumental Rhetórica (1757), no en vano aparecida un año antes que la famosa novela de José Francisco de Isla; es más, el obispo de Barcelona Climent ordenó traducir la Retórica eclesiástica de Luis de Granada al castellano en 1770 para poner remedio a la decadencia de la oratoria sagrada. 

Por otra parte, Ignacio de Luzán, más conocido por las dos ediciones de su famosa Poética, dejó inédito un muy interesante y originalísimo manuscrito titulado La Retórica de las conversaciones fechado en 1729 y que sólo ha visto la luz modernamente en una edición de 1991, presentada por M. Béjar Hurtado; el autor sostiene el carácter eminentemente persuasivo del uso coloquial del lenguaje, y describe la fuerza expresiva y comunicativa de los diferentes procedimientos que normalmente se emplean en la conversación ordinaria, analizando las diversas funciones que las convenciones sociales le asignan al lenguaje. 

El autor ha recurrido casi solamente a su propia observación y utiliza otras fuentes con independencia de criterio. Otros retóricos de notar, fuera del ya citado Gregorio Mayáns, son Francisco José Artigas y su Epítome de la elocuencia española (1750), todavía un dogmatizador de la escuela conceptista, la Rhetórica castellana (1764) de Alonso Pabón Guerrero, la castiza Filosofía de la Elocuencia (1777) de Antonio Capmany y los famosísimos y archidivulgados, reimpresos, extractados, resumidos, ampliados, anotados y rehechos Elementos de Retórica (1777) del escolapio manchego Calixto Hornero. Cierra el siglo el Tratado de la elocución (1795) de Mariano Madramany y Calatayud.

En síntesis, la oratoria anterior al siglo XIX se caracterizó por su limitada difusión y la escasez de público a que iban dirigidos, –en su mayoría hacia una pequeña élite–, elementos que condicionaron sus formas y fines.

La oratoria política de la Edad Contemporánea tuvo como ámbito natural las instituciones parlamentarias y las campañas electorales. Entre los primeros escenarios de ello estuvieron la Filadelfia del Congreso continental de 1774-1781, el París revolucionario de 1789-1799, o el Cádiz de las Cortes de 1810-1814. El impacto de los medios de comunicación de masas fue decisivo, primero con la difusión de los discursos políticos en prensa (que hacía prescindible la oralidad del discurso al tiempo que multiplicaba su impacto y lo extendía en el espacio, mucho más allá del auditorio restringido de un discurso real) y luego con la radiodifusión y la televisión (que la volvió a poner en valor, junto con la imagen en el caso de los medios audiovisuales).

La publicación de los manifiestos en prensa fue característica de la actividad política a partir del siglo XIX. Paulatinamente se fueron formando los géneros periodísticos del editorial (sin firma, que refleja la "línea editorial" del medio), el artículo firmado, la columna, el artículo de fondo, el artículo de opinión, etc. La prensa pasó a ser el vehículo idóneo para la comunicación de los intelectuales con la opinión pública, produciéndose momentos de especial intensidad política, como el Affaire Dreyfus en Francia (1894-1906), con el J'accuse...! de Emile Zola (13 de enero de 1898).

La consciente utilización de la propaganda política y la manipulación política a gran escala mediante estos medios fue un signo distintivo de los regímenes totalitarios, y explícitamente valorada por Joseph Goebbels en la Alemania nazi. Los espectaculares discursos de Hitler ante todo tipo de auditorios fueron ridiculizados por Charles Chaplin en El Gran Dictador. No fue menor su utilización en los regímenes democráticos contemporáneos (discursos radiados del presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt). La solemnidad de los discursos políticos en los regímenes estalinistas se convirtió en algo ritual, incluyendo las interrupciones programadas para que el auditorio, unánimemente, aplaudiera, y la extraordinaria duración de los aplausos.​ La longitud de los discursos Fidel Castro fue proverbial.

En la moderna sociedad de la comunicación las entrevistas y conferencias de prensa, y más recientemente las redes sociales (que imponen inmediatez y extrema brevedad a los mensajes), han pasado a ser los vehículos más utilizados para hacer llegar al público la información que desean ofrecer los políticos.


Córax de Siracusa (s. V a. C.)
Tisias (s. V a. C.)


Progresivamente, y a medida en que aumentó el conocimiento del lenguaje como instrumento, se fue echando de menos un conjunto organizado de reglas prácticas, formuladas a partir del examen de los usos más aceptados y más eficaces. El nacimiento de la Retórica está unido también al descubrimiento y al reconocimiento del valor cognoscitivo y educativo de la reflexión sobre la lengua (Mortara Garavelli, 1991: 19). El primer manual de Retórica apareció en Sicilia durante el segundo cuarto del siglo V a. C.

Según una tradición recogida por Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, sabemos que Empédocles de Agrigento fue el padre de la Retórica y Córax de Siracusa, el primer autor de un texto escrito. Su obra apareció aproximadamente el año 476 a. C.

Los tiranos de Siracusa, Gelón y su sucesor Gerón, en los primeros decenios del siglo V a. C., llevaron a cabo expropiaciones masivas de terrenos en favor de los soldados mercenarios. Tras los alzamientos de Agrigento y de Siracusa, se desposeyó del poder al tirano Trasíbulo, se estableció una forma de democracia y se iniciaron múltiples procesos para devolver las propiedades confiscadas durante el régimen despótico. Aunque la mayoría de los litigantes sabía atacar y defenderse con eficacia y con precisión instintivas, pronto se advirtió la necesidad de un «manual» que ofreciera, de forma clara y sistematizada, unas técnicas sencillas de argumentación y unos métodos prácticos de debate.

El «arte» que Córax elaboró se proponía ayudar a los ciudadanos ordinarios a defender sus demandas en los tribunales. En aquella situación, al no ser posible presentar pruebas documentales para demostrar la veracidad de las reclamaciones, los discursos tuvieron que apoyarse en argumentos de probabilidad y de verosimilitud. El principio fundamental era el siguiente: más vale lo que parece verdad que lo que es verdad. La «verdad» que no es creíble, difícilmente es aceptada. El discurso retórico no trata de formular principios teóricos ni de establecer verdades abstractas sino de favorecer una «certeza» que, como es sabido, es un estado de ánimo subjetivo.

La principal contribución de Córax, conocido sobre todo por su doctrina de la «probabilidad general», fue, quizás, su división de las partes del discurso judicial: el «proemio», destinado a captar la atención y la benevolencia de los miembros del jurado; la «narración», en la que se presentan los hechos con claridad y concisión; la «argumentación», (que abarca la confirmación y la refutación), en la que se presentan las pruebas, la «digresión», que ilustra el caso y lo sitúa en un plano general, y la «peroración» o «epílogo», en la que se resume la cuestión del litigio y se procura provocar la emoción de los miembros del jurado. Esta organización fue el punto de partida de la posterior teoría retórica.

Aunque existen referencias en Platón, en Aristóteles, en Cicerón y en Quintiliano sobre el papel que juegan Córax y su discípulo Tisias en la formulación de la teoría retórica, ninguna de sus obras ha llegado hasta nosotros. Las citas dispersas que sobre sus ideas encontramos en diferentes autores, nos muestran que su teoría concernía exclusivamente a la Retórica de los tribunales y que escribió algunos discursos judiciales para que otros los pronunciaran.

A pesar de que ninguna de sus obras haya llegado hasta nosotros, se acepta que Córax y Tisias contribuyeron positivamente a la sistematización de los preceptos retóricos. Este último compuso un Arte (Téchne) en el que explicaba la técnica del eikós («argumento de probabilidad») que hace creíble lo probable, y en el que recomendaba varias fórmulas prácticas para exponer los hechos y para presentar las pruebas. 


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Práxedes Mateo Sagasta.



Actitud del Gobierno ante las aspiraciones de los Diputados catalanistas
1901-07-19 - Práxedes Mateo Sagasta

No quiere este Gobierno, ni ningún Gobierno, destruir la fuerza que supone el Sr. Robert, en Cataluña, sino que este Gobierno, como todos los Gobiernos, desea aprovecharla. Porque debe saber el Sr. Robert que las fuerzas a que S. S. se ha referido las ha creado Cataluña, pero las ha creado bajo el amparo, bajo el favor, bajo la protección de todos los Gobiernos de España. (Aplausos.) 

Se queja el Sr. Robert del régimen en que vivimos, de la organización del país, y de que por ese régimen y por esa organización no ha llegado España a tener la prosperidad que han alcanzado, afortunadamente para ellos, otros pueblos. Pero el Sr. Robert y los que como él piensan son los que menos razón tienen para quejarse de la organización ni del régimen en que vivimos, porque gracias a ese régimen, Barcelona es una de las poblaciones más importantes del Mediterráneo, y Cataluña es hoy próspera y feliz como no lo ha sido jamás. (Muy bien.- Aplausos.) 

¿Cómo he de negar la aptitud y las energías de los catalanes? Pero esa aptitud y esas energías, hubieran quedado quizá baldías, sin la protección que en todos los tiempos han dado todos los Gobiernos españoles a esa tierra feliz. Cataluña, que tiene todavía el hereu en la familia, Cataluña ha sido el hereu de la pobre España. (Prolongados aplausos.- El Sr. Rusiñol: ¡Muy hermoso; pero no es cierto!- Grandes rumores y protestas.) Pero, ¿quién lo duda? Habrá sido un hereu que ha sabido utilizar los privilegios y las ventajas que su madre le ha concedido. (El Sr. Rusiñol: Ventajas para todo el país. -Protestas y rumores.) 

No; tened tranquilidad, tened calma, porque yo no lo digo en son de hostilidad a Cataluña, sino todo lo contrario; pero no se pueden negar las cosas. 

¿Quién duda que Cataluña se ha hecho rica por España y con España? ¿Quién duda que para hacerse rica, ha habido necesidad de concederla en las leyes ciertos privilegios, que le han dado ventajas sobre sus hermanas, las demás provincias de España? ¿Quién duda que quizá el malestar de nuestras perdidas Antillas?? (El Sr. Rusiñol: Nunca.- El Sr. Ruiz Capdepón: Siempre) ¿Quién duda que quizá el malestar de nuestras perdidas Antillas haya sido debido a la preferencia que daba España a Cataluña? ¿Es esto hostilidad a Cataluña? ¡Ah, no! Ésta es la realidad de los hechos y ésta es la demostración de que Cataluña no haría bien si no estuviera ligada a España como está ligado el hijo querido a la madre amantísima y cariñosa. (Grandes aplausos.) 

Quiere el Sr. Robert, y los que como él discurren (que no son, ni con mucho, afortunadamente, todos los catalanes), quieren cambiar el sistema en que hoy vivimos, que el Sr. Robert llama centralista, por el sistema regionalista, a cuyo nombre añade S. S. el de catalanista. Está bien, pero yo no sé si a Barcelona le puede convenir ese sistema, y desde luego me parece que no les conviene a las otras provincias catalanas porque las otras provincias catalanas, por lo que yo sé y comprendo, prefieren entenderse con la capital de la Monarquía, con la capital de España, a hacerlo con la capital de Cataluña, es decir, con la capital de la provincia de Barcelona; quieren más estar bajo la intervención del Poder central, del régimen central o como quiera llamarlo el Sr. Robert, que bajo la tutela de la capital de una provincia hermana, cuando es muy posible que esas capitales que quiere S. S. someter a la tutela de Barcelona tengan quizás tantos méritos como pueda tener Barcelona, y seguramente tienen no menos gloriosa historia, tan buen presente y tan lisonjero porvenir. (Muy bien, muy bien.) 

Yo no sé si en el resto de España pensarán como el Sr. Robert: no lo sé, lo dudo mucho, porque será un gran retroceso porque sería deshacer la obra que viene desde hace tanto tiempo elaborándose y que al fin cristalizó. 

Y una vez realizada esa obra, a la que aspiran todos los pueblos que todavía tienen regiones quiere S. S. despedazar a España, aniquilarla, debilitarla, como tiene que debilitarse una Nación que, después de haber vivido con la unidad, se deshace en pedazos; así como se fortifica cuando va por el camino contrario, a unir los pedazos para constituir la unidad total de la Nación. (Muy bien.) 

Su señoría nos ha hablado de los países en que, en efecto, hay todavía regiones, pero regiones muy distintas de las que S. S. reclama, y ha citado S. S. a Alemania. ¿Es que Alemania va por el camino que S. S. pretende, o va por el camino contrario? ¿Sabe S. S. lo que ha hecho el Emperador de Alemania, ese Emperador a quien S. S. con justicia ha alabado tanto? Pues ese Emperador ha aumentado el servicio militar a todo el que no sepa bien el idioma oficial, el alemán. De manera que ese Emperador va por el camino contrario al que S. S. señala. ¿Y sabe por el camino contrario al que S. S. señala? ¿Y sabe S. S. lo que ha hecho con las provincias que fueron francesas? Seguramente lo sabe S. S. ¿Para qué lo he de decir yo ahora? ¿Sabe S. S. lo que se hace en todas partes? Lo contrario de lo que S. S. quiere. Porque, de hacer lo que S. S. desea, ¡ah!, se fomentarían precisamente esas aspiraciones de que nos ha hablado aquí, y que dice que son las aspiraciones de unos cuantos soñadores porque el regionalismo traería como consecuencia inevitable, primero la aspiración a la autonomía, después las aspiraciones a la independencia y por último la aspiración loca del separatismo. (Muy bien.) A eso debemos oponernos con todas nuestras fuerzas. 

Yo no vengo en son de hostilidad hacia los catalanistas, me basta la sensatez con que se han producido, aunque he oído con cierto disgusto algunas palabras del Sr. Robert; pero, al fin, no tienen esas palabras nada que ver con aquellas otras que en Barcelona se pronuncian, y que a mí no me entristecen tanto por los que las pronuncian como por los que las consienten. (Aplausos.) Porque, serán pocos o serán muchos, yo creo que, en efecto, son pocos las que la pronuncian; pero son muchos los que las oyen con una impasibilidad que no cuadra bien con el sentimiento patriótico. (Grandes aplausos.) 

Pero, ¿no se trata más que de la cuestión del regionalismo? ¿Se contentarían con que en lugar de estar dividida la España en 49 provincias, lo estuviera en 14, 15 ó 20 regiones, con tal que el sistema, el régimen fuera igual? 

Eso sería una cuestión a discutir. ¡Ah! Yo lo [751] combatiría con toda energía porque me parece un mal camino que debilitaría las fuerzas de la Patria, yo me opondría resueltamente, pero repito que sería una cuestión a discutir. ¿Qué quiere, pues, S. S.? Constituidas las regiones, pedirían la autonomía administrativa, la autonomía política, la autonomía económica; es decir, que lo quieren todo. (Varios Sres. Diputados: Todo, todo.) Pues eso es un pequeño Estado dentro de otro Estado; eso es lo que se llama patria chica dentro de la patria grande y es necesario que todas las patrias chicas desaparezcan, ante la energía, ante la fuerza y ante los medios de la patria grande. (El Sr. Rusiñol: No nos entendemos.- El Sr. Armiñán: ¿Y cuándo era S. S. liberal? El Sr. Rusiñol: Era un pecador. -Rumores.- El señor Armiñán: Pido la palabra). 

Este Gobierno, y entiendo que lo mismo los Gobiernos que le sucedan, se conducirá con Cataluña como se han conducido los anteriores; dará a Cataluña lo que Cataluña merezca, dará a Cataluña lo que con justicia pida, dará a Cataluña más de lo que con justicia pida: pero no se puede dar lo que pretende el Sr. Robert, porque sería en daño de la Nación, y para este, como para todos los Gobiernos, ante todo y sobre todo está la Nación española. (Grandes aplausos.)

Abolición del juramento religioso
1883-02-03 - Práxedes Mateo Sagasta


Señores Diputados, el Congreso acaba de oír el elocuente discurso del Sr. González Serrano, y habrá observado que en realidad no corresponde a la proposición que trataba de defender, porque S. S. no se ha ocupado más que del juramento que han de dar o no han de prestar los Cuerpos Colegisladores, pero no de la extensión que da a este asunto la proposición que ha leído el Sr. Secretario; porque ya, Sres. Diputados, no se trata de si han de jurar o no los Cuerpos Colegisladores; se trata, en el ánimo del Sr. González Serrano, de que no se jure en ninguna parte ni para nada; de que no se jure en los asuntos políticos, ni en los asuntos civiles, ni en los asuntos jurídicos, ni en nada (El Sr. Carvajal: No en nada, sino en esto.) Pues si no se jura en eso, no sé en qué se va a jurar. De manera que ya no se contenta el Sr. González Serrano con la supresión de la fórmula del juramento para los Diputados y Senadores, para los representantes del país en uno y otro Cuerpo Colegislador, sino que ya es necesario que no jure nadie, ni nadie prometa. (El Sr. Carvajal: Eso es otra cosa.) Me alegro de estas interrupciones que me hace mi distinguido amigo el Sr. Carvajal, para que vea el Sr. González Serrano que no soy tan aficionado a interrupciones que no haya quien me dé mucha ventaja. Pero lo cierto, Sres. Diputados, que según el Sr. González Serrano, debemos caminar muy de prisa en estos asuntos, que al fin y al cabo tienen alguna relación con los sentimientos más íntimos de la conciencia, siempre muy respetables, siquiera arranquen de preocupaciones que muchos llaman rancias y que no niego yo que algunas en efecto lo sean, y en adelante, según el Sr. González Serrano, ya no deben jurar su cargo ni los Senadores, ni los Diputados a Cortes, ni siquiera los testigos en las cuestiones jurídicas: es decir que por el momento nos pedís que acabemos en absoluto con el juramento, y después ya no iréis exigiendo que se acabe con otras muchas cosas, imitando en esto a cierto país no muy lejano del nuestro, que de supresión en supresión de muchas cosas que creía que no tenían importancia, ha llegado a un estado a que no quisiera yo ver llegar a nuestra pobre España. 

El Sr. González Serrano empezó por hacer un cargo al Gobierno suponiendo que los hombres que le constituyen ofrecían mucho en la oposición y no cumplían en el poder nada de lo que ofrecieron en la oposición. En eso está S. S. muy equivocado, hasta el punto de que si S. S. quisiera demostrarlo, le costaría mucho trabajo, y en mi opinión no llegaría a conseguirlo, porque nosotros en lo que hasta ahora hemos podido (que no se puede todo de una vez), hemos cumplido cuanto hemos ofrecido en la oposición, y si alguna diferencia está a favor de lo que practicamos, que es bastante más de lo que prometimos; es más, estamos dispuestos a continuar haciendo lo mismo que hasta aquí, porque si no lo hemos hecho ya todo, es porque no es posible hacerlo todo en un instante; pero espere el Sr. González Serrano, y no creo que tenga que esperar mucho, que a pesar del temor que debe inspirarnos el recuerdo que su señoría nos hacía de por dónde se viene la muerte, aun creo que la muerte ha de tardar tanto en venir, que hemos de tener tiempo de cumplir en el poder todo lo que ofrecimos en la oposición. 

Alguna seguridad debía inspirar al Sr. González Serrano respecto a este punto, lo que ha ocurrido precisamente en esta cuestión del juramento, en que S. S. dice que no hemos hecho nada más que establecer una especie de contubernio con el partido conservador; afirmación por cierto que el Sr. González Serrano contradijo poco después al decir que el partido conservador no quería variar un ápice en estas cuestiones, porque si el partido conservador estuviera, como el Sr. González Serrano dice, aferrado al statu quo en esta materia, mal podía haber entrado en la transacción que patrióticamente ha realizado, por la cual yo le felicito y creo que debe felicitarle el país. 

Pero en esta cuestión, S. S. lo ha dicho, hay muchos entre nuestros amigos, como los hay entre los de S. S., que quieren la supresión del juramento, pero hay otros muchos que no la quieren; y como he dicho que esta no es una cuestión de partido, ni debe ser una cuestión de partido ni aquí ni en ningún país, resulta que el partido constitucional, cuando estuvo en la oposición, no pudo como partido hacer ese ofrecimiento para practicarlo estando en el poder. Podrán algunos individuos del partido constitucional tener las ideas que tiene S. S., aunque no en la extensión que S. S. les da; pero como bandera del partido, yo no sé que el partido constitucional haya incluido la supresión del juramento, y es más, no sé que haya levantado esta bandera ningún partido. 

En esta cuestión el Gobierno ha procedido como debía proceder. En lugar de dejar que esta sea una cuestión de partido y esencialmente de partido, provocando luchas de partido a partido sobre la supresión o continuación del juramento, ha debido procurar que haya una transacción entre todos los partidos, porque no hay nada que ponga más en ridículo a un país en asuntos tan graves como este y que afectan a intereses tan sagrados, que el estar variando de criterio a cada cambio de partido, haciendo que hoy desaparezca el juramento porque vienen unos hombres al poder, y que mañana se restablezca porque son otros los encargados de dirigir los destinos del país. Esa es una falta de formalidad que no quiero que mi país cometa. 

Por consiguiente, el Gobierno ha esperado a que [758] entrando la reflexión en unos y en otros, se llegase a una fórmula de transacción, y cuando ha creído que había llegado ese momento ha planteado la cuestión que antes no le había parecido conveniente plantear. Y por eso, y no porque creyera el Gobierno que era una cuestión baladí, la ha dejado a la iniciativa del Parlamento. ¡La iniciativa del Parlamento! ¿Es que S. S. cree que sólo son dignas de la resolución y de la iniciativa del Parlamento las cuestiones baladíes? 

En el momento en que el Gobierno ha visto que había cierta elasticidad patriótica en este punto de parte del partido conservador, y que no había oposición sistemática, oposición tenaz ni mucho menos de parte del partido de la izquierda, entonces es cuando el Gobierno, aprovechando el momento oportuno, ha planteado la cuestión, para resolverla de una vez con el acuerdo del mayor número de partidos posible. 

Y la ha resuelto, ¿cómo? Poniendo el Reglamento en armonía con la Constitución del Estado, y llevando al Reglamento el espíritu de tolerancia religiosa que consigna nuestra Constitución. Al Sr. González Serrano le parece que este paso es pequeño, que esto no vale nada: pues a mí me parece muy importante, y sobre todo la manera como se está realizando; que en otras ocasiones y en otros tiempos, estas cuestiones que en algo se rozan con los asuntos religiosos, nos hubieran traído grandes perturbaciones, por lo menos dentro de la política, como se viene haciendo en este país, mientras que ahora lo hacemos con calma y con prudencia, como puede hacerse en el país más normal, más tranquilo y acostumbrado a este género de debates, que haya en el mundo. 

Pues este es un gran progreso, Sr. González Serrano; progreso que no obtendríamos probablemente si nos fuéramos todos a las exageraciones a que S. S. quiere conducirnos, en cuyo caso obtendríamos aquí, con más razón que en otras partes, los mismos funestos resultados que en otras partes tienen esas exageraciones. 

Que yo aplaudo las exterioridades que en Inglaterra y otros países se practican, sin profundizar las cuestiones y sin observar que esas exterioridades no son obstáculo allí al desenvolvimiento de ninguna de las libertades. 

Pues precisamente, Sr. González Serrano, porque sé que esas exterioridades no son obstáculo al desenvolvimiento de la libertad en Inglaterra, y porque sé más, porque sé que por conservar esas exterioridades, ese desenvolvimiento se ha realizado con gran prosperidad para aquel país, es por lo que me encanta aquella peluca blanca del Presidente, aquella saca de lana sobre la que se sienta, y aquellas ceremonias religiosas con que se inauguran siempre los debates parlamentarios en aquel país. Como he visto que nada de esto es incompatible con la libertad y con el progreso, y como he visto que el país en donde eso se realiza es más libre y más próspero, o uno de los más libres y de los más prósperos de la tierra, por eso quiero seguir el ejemplo, no sólo en el desenvolvimiento de las libertades, sino en la base de la formalidad, de la seriedad, de la importancia que le dan estas exterioridades (Muy bien.) 

Señores, ¡qué empeño de destruirlo todo, cuando no nos embaraza para nada en nuestra marcha y en nuestro camino! ¡Qué empeño en prescindir de lo pasado, como si los pueblos no vivieran tanto como de la vida material, de la vida moral! ¡Ah señores! ¡qué empeño! Pues a mí esas exterioridades me hacen, Sr. González Serrano, y no tengo reparo ninguno en confesarlo, el mismo efecto, y me producen el mismo respeto que aquel venerable anciano que sentado en su sillón sin poderse mover, me cuenta con labios trémulos los hechos que en su tiempo se realizaron. No me sirven, no, sin duda alguna quizá, para el presente; pero ¡ah! ¡qué enseñanza, qué estímulo y qué ejemplo para el porvenir! Bueno es que leamos los libros de los pensadores que, privilegiados por su inteligencia, prevén quizá el porvenir y lo determinan; pero no debemos despreciar los libros del pasado, los libros que otros escribieron, porque de esa manera podemos sentar con más seguridad el pie en el camino que los que prevén el porvenir nos anuncian, estableciendo y partiendo de la base de los que ya pasaron, y que no por haber pasado merecen menos respeto que los que están por venir. 

Pero el Sr. González Serrano preguntaba: ¿para qué sirve el juramento? Para nada, contestaba en seguida. Y yo me hago esta reflexión: pues si no sirve para nada, entonces, ¿por qué tanto empeño en hacerle desaparecer? ¡ah! Pero el Sr. González Serrano está equivocado; sirve para algo. Su señoría decía que no tenemos nosotros autoridad, y sobre todo yo, acerca de cuya personalidad S. S. ha caído en una serie de contradicciones, porque yo que no hago nada ni tengo iniciativa para nada, soy el causante de que el juramento no desaparezca, y soy el causante de todo lo que está pasando. Pero decía el Sr. González Serrano antes: " ¿Por qué, a pesar de haber muchos partidarios que quieren la supresión del juramento aun dentro de la mayoría, el juramento se sostiene? Pues se sostiene el juramento porque hay un Sr. Ministro que es una institución en este sitio. " 

Bien ha hecho el Sr. González Serrano en decir que no recogía ese run-run de las conversaciones de café y de gacetillas de periódicos, que no merece otra importancia semejante aseveración. 

Yo no he sido nunca partidario de la abolición del juramento, y S. S. no me habrá oído una sola palabra, desde que esta discusión se inició, que demuestre que lo haya sido jamás, ni lo sea. Yo he querido siempre que la fórmula del Reglamento se ponga en armonía con la Constitución del Estado, ni más ni menos; pero no he creído conveniente que en España hagamos lo que no se hace en ningún país, y sobre todo, lo que no han hecho los liberales de ninguna parte; porque es bueno que lo sepa ¡no lo ha de saber! Lo sabe mejor que yo el Sr. González Serrano, que cuanto más liberal es un país, es más, cuanto más republicano, más aferrado está a las fórmulas del juramento; y que si hay algún país donde el juramento, el compromiso, la promesa o la adhesión de alguna manera considerado, se haya suprimido, no lo podemos citar aquí como ejemplo ni de progreso, ni de libertad, ni de orden, ni de otra porción de cosas que necesita tener la España y todo país regularmente organizado. 

Pero fuera de eso, si en alguna parte deja de existir el juramento, o ha sido por la imposibilidad de establecer una fórmula, dada la diversidad de los miembros que le constituyen, como sucede en el Congreso alemán, o ha sido en países que no disfrutan verdaderamente libertad; pero en los países que aquí se nos presentan siempre como ejemplo de países liberales, observadlo, allí el juramento está establecido y se mantiene hasta como un precepto constitucional. Y no quiero de- [759] cir, ya que de los republicanos hablo, lo que pasa en los Estado Unidos, en que el juramento es mucho más intenso, es mucho más eficaz, es mucho más profundo que lo es la fórmula del juramento nuestro. 

Por consiguiente, si no estorba para nada el juramento al desarrollo de la libertad, ni al desenvolvimiento del progreso, ni a su prosperidad, en ninguno de aquellos países, ¿por qué lo hemos de quitar en España, cuando vamos a chocar contra el sentimiento que es necesario respetar más mientras ese sentimiento no sea un obstáculo para nada? ¿Por qué no respetarle, si de todos modos sería respetable aun cuando se quitase el juramento? 

Pero dice el Sr. González Serrano: "es que el juramento, es que la promesa es un obstáculo que se pone, es una traba que se establece para la soberanía nacional. " Yo no lo sé, porque ya me lo va haciendo dudar la repetición de este argumento; pero me parece a mí que en los Estados Unidos se practica bien constante y permanentemente el ejercicio de la soberanía nacional y hasta ahora no se le ha ocurrido a ningún americano el decir que el juramento sea un obstáculo a la soberanía nacional. Y lo mismo sucede en todos los países donde la soberanía nacional ha sido base y origen de los Poderes públicos y de las instituciones que los rigen. No se le ha ocurrido a ningún italiano hasta ahora decir que el juramento sea un obstáculo a la soberanía nacional. 

Pero dice el Sr. González Serrano: " ¿es que al exigirnos a nosotros, republicanos, el juramento, se pretende que hayamos de dejar de ser republicanos? " No; lo que se pretende es que seáis leales; eso es lo que se pretende. Lo que se pretende es que no se metan dentro de las instituciones, y por los medios que las instituciones procuran y a la sombra de estas instituciones, para herir a mansalva y con la protección que las instituciones les prestan, a estas mismas instituciones; esto y no más es lo que se pretende. Y para esto no hay que dejar de ser republicano: el que no quiera, que no lo deje. 

Pero dice S. S.: "es que vosotros no tenéis autoridad para exigirnos a nosotros el juramento, porque habéis sido perjuros. " Lo que es a mí no me puede el Sr. González Serrano hacer semejante cargo, porque desde el momento en que yo en alguna ocasión con parte de mi partido me puse enfrente de las instituciones, desde aquel instante me puse ya fuera de la legalidad; y el origen y la causa y el fundamento de la abstención de una parte del partido progresista entonces fue éste, ni más ni menos que éste, el de que nosotros nos creíamos obligados si acudíamos a los colegios electorales, o si éramos investidos con el carácter de Diputados o Senadores, a venir aquí a prestar fidelidad a las instituciones, y nosotros no queríamos prestarla en aquella ocasión; por eso nos separamos del Parlamento y hasta de la prensa. 

Pues a vosotros no se os exige tanto, ni mucho menos; lo único que se os pide es que dentro del cargo seis leales a las instituciones. Esto es ni más ni menos lo que significa para vosotros el juramento. 

¿Es que eso os cuesta trabajo? ¿Es que para eso tenéis que sacrificar vuestros ideales? No, absolutamente no. Podéis continuar en vuestros ideales, y dentro del cargo que dentro de las instituciones habéis conseguido, ser leales a estas instituciones; y en eso estriba la moralidad. Y dada la transacción que por ejemplo se ha establecido en el Senado, y que no sé si el Congreso se servirá aceptar en el dictamen que hay presentado o va a presentarse, adoptar una cosa parecida o igual, de modo que así tendríais todos los medios de salvar vuestras opiniones. 

¿No queréis prestar el juramento religioso? ¿Creéis que vuestra conciencia se violenta colocando la mano sobre los Santos Evangelios, que es el juramento que después de todo han de prestar casi todos los Diputados que vengan aquí representando a su país? ¿Creéis que repugna a vuestra conciencia poner la mano sobre los Santos Evangelios para jurar fidelidad y obediencia a las instituciones? Pues tenéis la libertad de prometerla bajo vuestro honor, en lo cual no hacéis nada que no sea digno; podéis hacerlo con la frente muy levantada, porque en último resultado lo que hacéis no es más que prestar acatamiento y respeto a las instituciones, que es principio vuestro y nuestro, y tenemos proclamado, sancionado y mantenido. 

Y mientras eso sucede, y mientras la soberanía nacional por una de sus grandes manifestaciones no demuestre lo contrario, todos, nosotros y vosotros, cualesquiera que sean vuestros ideales, a esas instituciones les debemos igual acatamiento y respeto. Pues a eso es, ni más ni menos, a lo que os obligáis al prestar el juramento o al hacer la promesa, cosa que podéis hacer con la frente levantada y conservando vuestros ideales para el porvenir, que yo lo creo, afortunadamente para mi Patria, muy lejano, tan lejano, que el Sr. González Serrano con ser tan joven no ha de verlo realizado. 

Y voy a concluir, Sres. Diputados, pidiendo al Congreso que tal como viene la proposición del Sr. González Serrano, no la tome en consideración; porque hay que advertir que la proposición no es lo que ha dicho el Sr. González Serrano en su brillante discurso, sino que tiene una extensión mucho mayor. 


Lo que S. S. ha dicho en su discurso es lo que será punto de discusión dentro de breves días; y si la proposición no dijera más que eso, no había para qué tomarla en consideración, porque de eso se está ocupando una Comisión que ha de dar dictamen. Pero S. S. quiere más; S. S. quiere que no juren, no solamente los Diputados y Senadores, sino que no jure nadie, y a eso el Gobierno se opone y pide al Congreso que se oponga también. He dicho.

Sobre la edad de voto
1869-04-08 - Práxedes Mateo Sagasta

Señores, yo no sé si en la clasificación que ha hecho el señor Orense de santones y santoncitos me colocará a mí en la primera o en la segunda de esas categorías: yo creo que no soy ni santón ni santoncito: si los santones del partido progresista han rechazado siempre a la juventud, no me corresponde a mí esa clasificación, que no la he rechazado ni quiero rechazarla; yo espero mucho de la juventud, y aunque no soy viejo todavía, me hago sin duda la ilusión de ser más joven de lo que soy realmente, por [908] que me encuentro mucho mejor entre los jóvenes que entre los viejos. 

El Sr. Marqués de Albaida cree que el Gobierno provisional estableció la edad de 25 años para gozar del derecho electoral solo por rechazar a la juventud: esto no exacto. El Gobierno no rechazó a la juventud; el Gobierno no quitó a la juventud lo que la juventud no tenía: la juventud comprendida entra los 20 y los 25 años no ha usado nunca del derecho electoral; el Ministro que tiene la honra de dirigir la palabra a las Cortes había que sujetarse a algún criterio para la concesión del derecho de sufragio, y creyó adoptar el criterio más liberal. 

El principio que le sirvió de guía fue el siguiente: " todo ciudadano que esté en el pleno goce de sus derechos civiles debe gozar de todos los derechos políticos no hay en el decreto sobre sufragio universal, absolutamente más que esa restricción." ¿Por qué el Gobierno provisional no concedió entonces a los jóvenes de 20 25 años el goce de los derechos políticos y especialmente el de sufragio, que es uno de los principales? Porque hablando de sujetarse a un criterio, se sujetó a ese que acabo de indicar: no creyó que la mayor edad para ejercer los derechos políticos deba ser menor que aquel que me exige para ejercer los derechos civiles: yo ya que el Gobierno pudo entonces variar la edad para ejercer los derechos civiles; pero a mí no me corresponde eso, y aunque me hubiera correspondido, no hubiera creído prudente variar aisladamente una de las bases que constituyen nuestro Código civil. Hubiera yo deseado, como el Sr. Orense, que la mayor edad para ejercer los derechos políticos fuera menor, más temprana que la de 25 años; pero me encontré ya esa base establecida, podía variarla y me parecía anómalo determinar una edad menor de la que se exige para el ejercicio de los derechos civiles. 

Hay además otra circunstancia: el mal uso que un ciudadano pueda hacer de sus derechos civiles más bien daña a su persona y a sus intereses particulares que a los generales de la sociedad, mientras que lo contrario ocurre con el mal uso de los derechos políticos. Por esta razón, en algunos países que bien pueden servirnos de modelo en cuestiones de libertad, se exige una mayor edad para el ejercicio de los derechos políticos que para el de los derechos civiles: ¿habíamos aquí de establecer nosotros lo contrario de lo que está establecido en naciones que tantos ejemplos dignos de imitar pueden darnos en la práctica de la libertad? 

Es de advertir, señores que yo no estoy por esto; y no creo que deba exigirse para el ejercicio de los derechos civiles más edad que para el de los políticos, aun teniendo presente que el buen o mal uso de los primeros compete y atañe directamente, inmediatamente, a la persona y a los intereses particulares del que los ejerce mientras que el ejercicio de los derechos políticos influye generalmente en los intereses sociales; pero cuando menos no estoy porque la edad para el ejercicio de los de techos políticos no sea menor de la que se requiere para el ejercicio de los civiles. Si yo hubiera encontrado en el Código establecida una edad menor de 25 años para el goce de los derechos civiles, la hubiera aceptado con mucho gusto para el uso del derecho electoral; no sé si se deba rebajar hasta los 20 años; quizá sea esto demasiado; de todos modos creo que debe rebajarse algo de los 15. El Sr. Ministro de Gracia y Justicia ha de traer muy pronto a la aprobación de las Cortes Constituyentes el Código civil, en cuyo título I está la cuestión de los derechos civiles: si allí se rebaja, como creo que se rebajará, la mayor edad para el goce, de los derechos civiles, rebajada quedará también para los políticos. 

No me opongo yo, pues, antes bien ruego a los señores Diputados que tomen en consideración la proposición del Sr. Orense, aunque no creo como S.S. que deba pasar a la comisión constitucional, porque la cuestión me parece pequeña y de detalle para que tenga cabida en el Código fundamental: hay otra comisión, que es la de ley electoral, que está llamada a dar dictamen más directamente sobre este asunto, a la cual creo que corresponde el examen, el estadio y el acuerdo sobre esta proposición, y a esta comisión creo que deba pasar el asunto. Si el señor Orense está conforme con esta observación, no encuentro inconveniente en que la proposición sea tomada en consideración por las Cortes; si no lo está, tampoco tengo yo por mi parte inconveniente alguno: no hay más sino que no creo yo que el asunto sea bastante grave y tanga la importancia suficiente para figurar en el Código fundamental. 

Participando yo, pues, en parte, de las opiniones del Sr. Orense; no siendo mi ánimo rechazar de ninguna manera a la juventud; esperando antes bien de ella grandes pruebas de patriotismo y de actividad e inteligencia políticas, suplico a los Sres. Diputados que tomen en consideración la proposición del Sr. Orense; pero al mismo tiempo creo que, en vez de pasar a la comisión de Constitución, que tampoco había de hacer ya nada en el asunto, una vez presentado y puesto a discusión su trabajo completo, debe pasar a la comisión de Ley electoral. 


Yo me alegraría mucho de que esta solución que yo propongo fuese del agrado del Sr. Orense, y que conviniera conmigo en la oportunidad, en la procedencia y en la conveniencia de pasar su proposición a la comisión de ley electoral, en vez de ser a la de Constitución, como su señoría ha pedido en su discurso.

1 comentario:

  1. una importante rama de la literatura, practica e importante en la historia de occidente

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