Apuntes Personales y de Derecho de las Universidades Bernardo O Higgins y Santo Tomas.


1).-APUNTES SOBRE NUMISMÁTICA.

2).- ORDEN DEL TOISÓN DE ORO.

3).-LA ORATORIA.

4).-APUNTES DE DERECHO POLÍTICO.

5).-HERÁLDICA.

6).-LA VEXILOLOGÍA.

7).-EDUCACIÓN SUPERIOR.

8).-DEMÁS MATERIAS DE DERECHO.

9).-MISCELÁNEO


lunes, 9 de abril de 2012

18.-El Dólar Morgan; Dólar de plata.-a

  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farías Picón; Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala; Marcelo Yañez Garin; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 

  
El Dólar Morgan.


  

Dentro la rica historia de la acuñación de las monedas norteamericanas, el “Morgan Silver Dollar” (Dólar Morgan de Plata) es, quizás, la moneda más famosa. Su único rival sería el “Lincoln Penny” (Centavo de Lincoln). El diseño neoclásico del Morgan es inequívoco y lleva el estilo greco-romano que lo caracteriza como moneda norteamericana del siglo XIX. La moneda ha sido el foco de innumerables coleccionistas desde esa época.

Los dólares Morgan eran usados durante los últimos años del siglo XIX. El Morgan lleva el nombre del U.S. Mint Chief Engraver (Jefe de Grabadores de la Casa de la Moneda de Estados Unidos), George T. Morgan. La moneda fue producida durante los años 1878 a 1904, y otra vez en 1921. La Bland-Allison Act, pasada en el congreso en 1878, autorizó la creación de un nuevo dólar acuñado con el 90% de plata, 10% de cobre, y 412’5 gramos de metal precioso. Por un tiempo, estas medidas efectivamente establecieron el estándar monetario bimetálico en los Estados Unidos.

El dólar Morgan circuló durante 27 años, y por ello, da más variedad a los coleccionistas. Estas características aumentan el valor de las monedas a los aficionados a la historia. Adicionalmente, el dólar cubre todo el espectro para coleccionistas por dos razones: En primer lugar, la cantidad de los Morgans que últimamente fueron acuñados significa que hay una abundancia de ellos listos para ser comprados a buenos precios; por otra parte, aunque hay una abundancia de Morgans comunes, también existen Morgans raros. No importa el nivel de pericia de un coleccionista, seguramente hay un dólar Morgan para todos.

Otra característica de ésta moneda es la consistencia de su diseño. Durante todos los veintisiete años de su producción, la moneda no tuvo grandes alteraciones ni en el anverso ni en el reverso, además de la reducción de las plumas del águila en su reverso en 1878. La imagen de “Miss Liberty,” quien George T. Morgan actualizó, vino a definir una época entera de monedas norteamericanas. Los “Silver Dollars” no sólo son atractivos a los coleccionistas por sus cantidades de plata, sino también por su tamaño que deja al investigador analizar los detalles del diseño. 


Dólar Morgan de 1921 y la imagen de la maestra de escuela de Filadelfia,
 Anna Willess Williams, que posó para George T. Morgan.

El anverso enseña un busto de la “Lady Liberty,” mirando hacia la izquierda del campo. La “Lady Liberty,” tiene puesta una gorra frigia, una gorra Indo-greca antigua que significa la libertad durante el Siglo de las Luces. La palabra, “LIBERTY” (Libertad), es blasonada sobre la corona de su gorro y es aumentada con una corona de hojas de trigo y algodón. La corona de trigo y algodón representa dos importantes productos agrícolas de Estados Unidos. Debajo del busto se encuentra el año y en la parte superior la leyenda de “E PLURIBUS UNUM.” (De Muchos, Uno).


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En su reverso se muestra el águila heráldico del “Great Seal of the United States” (Gran Sello de los Estados Unidos) e incluso está rodeado por una corona de laurel. Escrito en la leyenda de la moneda parece el nombre del país emisor “UNITED STATES OF AMERICA” (Estados Unidos de América) y la denominación de “ONE DOLLAR” (Un Dólar) aparece sobre el borde. Si la moneda contiene una marca de la ceca, o tiene una o dos letras que designan cual departamento del US Mint fueron acuñadas, marca aparecerá debajo de las garras del águila. En el caso de la foto adjunto la marca es la “S” de la Ceca de San Francisco.


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¿Por qué se debe de agregar el Dólar Morgan a una colección?

El Dólar Morgan es la moneda más popular entre todos coleccionistas estadounidenses, incluso entre los nuevos y expertos. Cuando uno está en el proceso de decidir qué moneda quiere agregar a su colección, la accesibilidad y lo exhaustivo del registro numismático es lo primero que debe de ser considerado por la mayoría de coleccionistas. El dólar Morgan es muy accesible para todos, es una buen entrada a el mundo numismático para nuevos coleccionistas por el valor intrínseco alto de la moneda y porque tiene muchas fechas y marcas de ceca comunes.
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Adicionalmente, la acuñación alta de la moneda crea amplio registro para los coleccionistas por la producción de plata en los Estados Unidos desde 1870 y la Ley de Bland-Allison. Aunque ciertamente hay rarezas en la serie de dólares, hay suficientes de años y signo de la ceca comunes para realizar colecciones atractivas sin gastar mucho dinero en monedas individuales. En particular, los Dólar Morgan acuñados en Carson City, eran considerados excepcionalmente raros, pero al descubrir que la Administración de Servicios del Gobierno distribuyó más de 2,5 millones de Morgan Dollars de Carson City, disminuyó el valor de las monedas de esta Ceca de la US Mint. Aún todavía es relativamente raro en comparación a los dólares Morgan de otras Cecas, como Denver o Nueva Orleans. Hay numerosos métodos para coleccionar Morgan Dollars. 
Dos de los enfoques primarios son colecciones tradicionales y colecciones tipo. Las colecciones tradicionales completan un set que incluye todas las fechas y marcas de Ceca. Las colecciones tipo se enfocan en un tipo de moneda. Estas colecciones pueden variar desde las monedas “white,” las monedas de sólo un departamento de acuñación, o de monedas de cierta condición. De hecho, hay una gran variedad de maneras diferentes para ensamblar colecciones tipo. 
Sin embargo de cual modo uno prefiere para coleccionar, el dólar Morgan tiene mucha variedad sin tener que gastar montones de dinero. Aunque hay algunas variedades que pueden ser muy caras, especialmente en grados más al tos, todavía es posible para coleccionistas nuevos reunir piezas estándares considerables.



 
La Libertad sentada.


  

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El dólar  Libertad Sentada fue una moneda de un dólar acuñada por la Casa de la Moneda de Estados Unidos desde 1840 hasta 1873 y diseñado por su principal grabador, Christian Gobrecht . Fue la última moneda de plata de esa denominación que se acuñó antes de la aprobación de la Ley de Monedas de 1873, que puso fin temporalmente a la producción del dólar de plata. 
El anverso de la moneda se basa en el dólar de Gobrecht , que había sido acuñado experimentalmente desde 1836 hasta 1839. Sin embargo, no se utilizó el águila volando en el reverso del dólar de Gobrecht; en su lugar, la Casa de la Moneda de los Estados Unidos (Casa de la Moneda) usó un águila heráldica, basada en un diseño del fallecido grabador jefe de la Casa de la Moneda, John Reich, utilizado por primera vez en monedas en 1807.


  
Cardenal.


  
“La cabalgata papal”, entre tradición, significado e historia.

El Papa pasaba bajo los arcos triunfales de Septimio Severo, Tito y Constantino. (Museos Vaticanos)



En los siglos pasados, después de ser coronado en San Pedro, el Papa recién elegido acudía a la Basílica de San Juan de Letrán para la entronización. Entre ambas Basílicas se extendía toda Roma, que recorría escoltado por una larguísima y suntuosa procesión. El paso entre los restos de la antigua Roma imperial, con semejante aparato escenográfico, celebraba el primer acto público oficial del Papa. Una procesión que combinaba múltiples significados, vinculados al poder espiritual como temporal.

22/05/2025
María Milvia Morciano – Ciudad del Vaticano

La procesión marchaba lenta, solemne y magníficamente. Cientos de personas vestidas con sus mejores galas, telas preciosas, flecos y plumas de colores, algunos a pie, otros a caballo. Parecía que nunca terminaría. Una serpiente sinuosa, cuyo orden de precedencia estaba regulado con precisión milimétrica. Una jerarquía meticulosa y obsesiva, regulada por las distintas ordenanzas papales que se han sucedido a lo largo de los siglos. El Papa recién elegido que era coronado en San Pedro y ahora se dirigía a la Basílica de San Juan de Letrán para su entronización. Era su primer acto público oficial. “La cabalgata” mostraba a la gente congregada en las estrechas calles o plazas el rostro del nuevo Papa, pero también el de sus colaboradores y soldados y tenía por tanto un significado importante también como afirmación de su autoridad. “La cabalgata papal” – así se llamaba – era una ceremonia de orígenes muy antiguos y llena de complejos significados alegóricos, litúrgicos, religiosos y políticos.

Orígenes remotos.

El Papa León XIV, Obispo de Roma, tomará posesión de su “Cátedra Romana” el domingo 25 de mayo. Desde la Basílica de San Pedro, se dirigirá a la sede episcopal, la Santísima Catedral Papal, Archibasílica Mayor Romana del Santísimo Salvador y de los Santos Juan Bautista y Evangelista de Letrán, atravesando la ciudad. El ceremonial hoy, más de un siglo y medio después del fin del poder temporal de los Papas, es significativamente más simple y de carácter eminentemente espiritual, pero sus raíces históricas se remontan a muchos siglos atrás.
La primera “cabalgata papal” fue deseada por el Papa Nicolás IV el 27 de abril de 854, otros la remontan a un año más lejano, a León III, en 795, mientras que la de Bonifacio VIII en 1295 fue descrita con gran pompa, en hexámetros latinos. Otro ejemplo de particular pompa fue la toma de posesión del Papa León X, el 11 de abril de 1513. Francesco Guicciardini escribió al respecto:

«El primer acto del nuevo pontificado fue su coronación, celebrada, según la costumbre de sus predecesores, en la iglesia de San Juan de Letrán, con tanta pompa, tanto por su familia y corte, como por todos los prelados y numerosos señores allí reunidos, y por el pueblo romano, que confesó no haber visto jamás en Roma, tras las inundaciones de los bárbaros, un día más magnífico y soberbio que este...».

Las primeras cabalgatas papales.


Ceremoniales papales.

Las fuentes describen con gran detalle el recorrido desde San Pedro hasta Letrán, como en el Códice Cencio (Liber Censuum Romanae Ecclesiae) de 1192, la sección Ordo Romanus de consuetudinibus, que recoge los ritos y ceremonias papales, en uso hasta principios del siglo XVI, o la Gesta Innocentii III, una biografía de Inocencio III que se remonta a los años de su pontificado, entre 1198 y 1216. Por otra parte, ya de por sí un impacto visual impresionante lo dan las diversas estampas o el fresco de una luneta de la Biblioteca Apostólica Vaticana: una larga procesión serpenteante distribuida, para incluirlo todo, en diferentes registros horizontales. Debajo de cada grupo de personas, una nota explica quiénes son: grupos de cardenales a caballo, otros miembros del clero, nobles, milicias papales, extranjeros, mozos de cuadra, camareros, etc. Algunas figuras desaparecieron con el tiempo y aparecieron otras, como los abogados consistoriales presentes desde el siglo XVII.

Largo viaje urbano.

El Papa salía del Vaticano – la salida, llamada en latín, exitus – y recorría el Borgo, cruzaba el Puente Sant'Angelo y tomaba la Via Papalis (hoy Via dei Banchi Nuovi, Via del Governo Vecchio, Piazza Pasquino, Piazza San Pantaleo, Piazza di Aracoeli), hasta llegar al Campidoglio a donde ascendía (adscensus) y en el palacio senatorial se reunía con las autoridades de la ciudad que le rendían homenaje. El descenso (descensio) conducía al Foro Romano, cuyas ruinas se extendían a lo largo de la antigua Vía Sacra. El Papa pasaba bajo los arcos triunfales de Septimio Severo, Tito y Constantino y también bajo un efímero arco de madera, correspondiente al Jardín Farnesio. Caminaba entre montones de escombros antiguos, pero también de volúmenes que permanecían en pie, como la enorme masa del Coliseo.

Una representanción de "la cabalgata papal"

Símbolos que vinculan el pasado y el presente.

Este recorrido estaba imbuido de un significado simbólico muy fuerte, de continuidad entre el pasado del Imperio Romano, ahora terminado, y el presente del papado cuyo Vicario desfilaba ahora triunfante por la ciudad, como un antiguo caudillo, como un legítimo sucesor de los Césares. También sirvió como advertencia sobre la transitoriedad de las cosas terrenales. La frase Sic transit gloria mundi, “Así pasa la gloria del mundo”, que el cardenal protodiácono le había dirigido durante la coronación quemando un trozo de estopa, no quedaba aislada. Toda la ceremonia, hasta el acto final de la entronización, recordaba al nuevo Pontífice la naturaleza transitoria de las cosas terrenas.

Metáfora de la peregrinación.

Una vez pasados ​​los Foros, la procesión papal recorría el último tramo de la Vía Papalis y superaba el complejo de los Cuatro Santos Coronados; al final del “stradone di San Giovanni” llegaba a su destino, la Basílica de Letrán. Este largo itinerario es prácticamente el mismo que siguen los peregrinos, tanto jubilares como no jubilares, que acuden a las basílicas. No era un recorrido fácil: los caminos entonces eran tortuosos, húmedos y oscuros, más bien estrechos. Después de las lluvias el suelo estaba embarrado, a menudo también debido a las aguas servidas de las casas. El recorrido de la Vía Papalis o Vía Papae fue ampliado y pavimentado recién en 1588 bajo Sixto V. Una procesión que adquirió significados espirituales, que se convirtió en una peregrinación y unió alegóricamente la Jerusalén de Occidente, San Pedro, con la Jerusalén de Oriente, San Juan.

Los periódicos daban testimonio de la procesión

Medios de transporte.

A partir del siglo XII, el Papa viajaba a lomo de una mula blanca, lo que adquirió significados más simbólicos. Los Evangelios cuentan que el Domingo de Ramos, Jesús entró en Jerusalén montado en un burro o pollino; incluso antes, en la Biblia, Zacarías prefiguró la venida del Mesías que “humilde, cabalga sobre un asno, sobre un pollino, hijo de asna”. Finalmente, el burro blanco, llamado “chinea”, era el tributo del rey de Nápoles al Estado Pontificio, instituido en el siglo XIII y abolido en 1885. La mula no siempre fue el medio de transporte para realizar el trayecto a San Giovanni desde San Pietro o desde la residencia papal que entre 1583 y 1870 estuvo en el Quirinal. El caballo fue utilizado a menudo, sobre todo en el Renacimiento, como asimilación a la nobleza caballeresca, para demostrar también externamente la dignidad del Vicario de Cristo. Además, el caballo elevaba aún más al jinete, haciendo que quienes lo miraban y lo aclamaban percibieran toda su majestad, tanto espiritual como temporal. En el siglo XVI se popularizó la litera y en el siglo siguiente el carruaje. Desde 1939, con Pío XII, el medio de transporte pasó a ser el automóvil.

Un dibujo de la "cabalgata papal"


Tiempos de cambio.

Y fue el mismo Papa Pacelli quien retomó el antiguo uso de la "toma de posesión", interrumpido durante varios pontificados, desde León XIII a Pío XI. Después de la toma de Roma en 1870, el Estado Pontificio permaneció confinado dentro de los muros leoninos. La ciudad se había perdido y con ella el poder temporal del Papa, que desde entonces ya no era rey sino pastor de la Iglesia universal. En aquellos años, todos los ritos relacionados con la elección se celebraban en San Pedro. Incluso el Habemus Papam, el anuncio del Papa elegido, no se pronunciaba desde la Logia de las Bendiciones, frente a la plaza, y por tanto Urbi et Orbi, sino dentro de la misma Basílica. Naturalmente, también se suspendió la procesión papal a Letrán.
Pero con el Papa Pacelli los tiempos habían cambiado: la modernidad imponía otros lenguajes e impresionaba también una aceleración “tecnológica”. La “toma de posesión” se convirtió en un trayecto en coche mucho más sobrio y sencillo.


  
Porfirio de Tiro.


  
Porfirio (del griego Πορφύριος y del latín Porphyrius Tyrius, Batanea de Siria o Tiro c. 232 – Roma 304 d. C.)​ fue un filósofo neoplatónico sirio y discípulo de Plotino. Se encargó de la sistematización y publicación de la obra de Plotino Enéadas y su biografía, Vida de Plotino. Es un temprano expositor de la filosofía del vegetarianismo, como puede verse en su tratado Sobre la abstinencia.


Porfirio de Tiro (233-310?), cuyo nombre real era Malco (Rey –de ahí, por metonimia, Porphýrios, purpurado–), suele ser considerado como uno de los nombres más influyentes de la Antigüedad Tardía y una pieza clave en la transición entre la Filosofía Antigua y la Filosofía Medieval. Nace en Tiro –de una familia acomodada procedente de la región de Batanea–, donde pasó los primeros años de su vida y parte de la juventud; una ciudad dinámica y cosmopolita en la que concurrían diversas escuelas filosóficas entre las que cabe destacar las de los gnósticos –corriente contra la que Porfirio habría de ser muy crítico–. Durante este periodo de su vida, habría conocido a Orígenes, el cristiano, en la ciudad de Cesarea (Palestina), donde éste residía desde el 231, llegando a ser oyente del mismo durante algún tiempo. Su lugar de nacimiento, así como su esmerada educación explicarían que poseyera un buen conocimiento de las lenguas de esta parte oriental del Mediterráneo, como el hebreo, y que estuviera familiarizado con la astrología, la demonología, la angelología y un gran número de supersticiones orientales. Se podría decir que su conocimiento de la realidad de Oriente no era puramente libresco.

Más tarde se trasladó a Atenas, donde recibiría las enseñanzas de Apolonio, el gramático, y Demetrio, el geómetra. Así mismo, fue discípulo de Longino de Atenas (213-273) –al parecer, uno de los sabios más renombrados de la época–. Fue con Dionisio Longino con quien Porfirio obtuvo su formación filológica iniciándose a la vez profundamente en el platonismo.

A la edad de treinta años, Porfirio viaja a Roma, urbe en la que decidió establecerse –llegando a residir en la ciudad imperial durante cinco años– y donde recibió las enseñanzas de Plotino (203/204-270). Más tarde, Porfirio se “retira” a Lilibelo, en Sicilia; un retiro (267-270) que se ha vinculado con un ataque de melancolía, acaso movido por las diferencias con su maestro, y que habría llevado a varios intentos de suicidio. Algunos autores, en efecto, vinculan estos episodios biográficos con las propias disputas en el seno de la escuela de Plotino en relación con la valoración de la filosofía aristotélica y particularmente de la doctrina de las categorías por Plotino. Hacia el año 270, Porfirio ya había vuelto a Roma, encargándose de la dirección de la Escuela de Roma. Sería ahora, muerto Plotino, cuando redacta Isagoge –aunque para ciertos historiadores de la filosofía la Isagoge habría sido compuesta durante su estancia en Sicilia– a petición del senador Crisauro. Entre el 299 y el 301 escribió la Vida de Plotino que constituía la introducción a su edición de las Eneadas. Casi con sesenta años, se casa con Marcela, viuda de un amigo y madre de varios hijos, a quien va dirigida su famosa Carta a Marcela. Porfirio muere en tiempos del emperador Diocleciano, a principios del siglo IV.

Sus intereses filosóficos fueron muy variados, de manera que no se circunscribieron exclusivamente a cuestiones de lógica, pues también reflexionó sobre filosofía de las artes, gramática, historia, religión, etc. Aun teniendo en cuenta que de la mayor parte de sus obras tan solo conocemos el título y que de otras nada más que algunos fragmentos, siendo muy escasas aquellas que nos han llegado completas, podríamos clasificarlas, según un criterio que podríamos denominar lisológico, en comentarios sobre filósofos (Platón –Timeo, Parménides–, Aristóteles –Isagoge–), obras en las que expone su propia doctrina (Sobre la abstinencia, Sobre el retorno del alma, Sobre la animación del embrión, Cuestiones mixtas, Contra Boeto, Carta a Marcela, Elevaciones), religiosas (Filosofía de los oráculos, Sobre las estatuas, Carta a Anebón, Contra los cristianos), mitológicas (La Gruta de las Ninfas), históricas y biográficas (Vida de Plotino, la Crónica, la Historia filosófica, la Vida de Pitágoras), filológicas (Cuestiones homéricas) y científicas (Introducción a la apotelesmática de Tolomeo, Comentarios a la Armónica de Tolomeo).

Sobre Porfirio ha pesado enormemente la sombra de Plotino, hasta el punto de que se hace muy difícil reconocer en él a un filósofo original; de hecho el filólogo alemán, Max Pohlenz, lo valora como el discípulo más importante de Plotino, destacando su condición de gramático en menoscabo de su naturaleza filosófica. Hoy día, sin embargo, parece que hay cierto consenso entre los historiadores en reconocer que el nombre de Porfirio significa algo más que el principal discípulo de Plotino, aunque no hay acuerdo en qué sea ese «algo más». En general, los debates de orden doxográfico se centran en torno a la cuestión de si Porfirio es tan solo un neoplatónico o más bien un ecléctico que quería conciliar platonismo y aristotelismo llegando incluso a recoger en sus planteamientos filosóficos elementos estoicos. En este sentido, se ha defendido que Porfirio supondría un intento de conciliación entre Platón y Aristóteles como se confirmaría en Isagoge, donde, sin duda, las características aristotélicas están presentes, pero en la que no se puede obviar el platonismo latente. Desde esta perspectiva, la Isagoge no podría reducirse a una obra exclusivamente lógica porque removería también componentes ontológicos, lo que de alguna manera estaría pidiendo un análisis de Porfirio en términos de una historia filosófica de la filosofía.

Finalmente, hay que recordar cómo la doctrina de Porfirio ha sido concebida por la tradición en términos de la idea de identidad. A este respecto, debemos citar las palabras de Gustavo Bueno sobre la Isagoge:

«Por ello, es importante recordar cómo los predicables (las “cinco voces de Porfirio”: género, especie, diferencia específica, propio, accidente) fueron interpretados, de un modo más o menos explícito, precisamente como modulaciones de la identidad entre el predicado y el sujeto. La identidad se definía, muchas veces, como afirmabilidad de uno respecto del otro in recto –y esto aun en los casos en los que el predicado fuera accidental–, no in obliquo: si afirmamos que “Pedro es una criatura de Dios”, no por ello identificamos a Dios con Pedro. Esta doctrina se establecía, sin duda, contra las escuelas que defendieron que la única manera de predicación legítima era la «predicación idéntica» (esse est esse, “A es A”; así los megáricos, Antístenes, &c.); es decir, contra las escuelas que interpretaban a la identidad, en la tradición eleática, como unívoca. La doctrina de los predicables, en cambio, mantiene la concepción de que el ser copulativo (el est) expresa una identidad entre el predicado y el sujeto, sólo que añadiendo que esta identidad no es unívoca, sino que se modula, precisamente, en cinco formas o predicables, porque o bien identificamos el predicado, a título de género con el sujeto, o bien lo identificamos a título de especie, &c., &c. Los predicables (categoremas) son, pues, las formas según las cuales tendría lugar la identidad entre los predicados y los sujetos respectivos; o dicho de otro modo: la identidad predicada no correspondería, propiamente, ni al sujeto ni al predicado, sino al modo de su conexión. Ni el sujeto, ni el predicado, tendrían, por sí mismos, identidad predicativa (lo que no descarta que no pudieran tener otros tipos de identidad). Predicados diferentes (de diferentes materias o categorías: geométricas, biológicas, políticas, &c.) podrían identificarse con sujetos pertinentes, según los mismos predicables (“polígono” se predicará del triángulo identificándose con él como género, pero también “hombre” se predicará –digamos el Homo Sapiens de Linneo– del Hombre de Neanderthal o del Hombre de Cromagnon identificándose con estas especies como género: la revolución darviniana exigió cambiar la consideración lógica de aquel concepto que, de ser tenido como especie, pasó a ser tenido, por lo menos, como género)». (Gustavo Bueno)

Marcelino Javier Suárez Ardura

Árbol de Porfirio.

Cuando, en Isagoge, Porfirio de Tiro (233-310?) está tratando de caracterizar a la especie, distinguiendo entre los géneros generalísimos o supremos y las especies especialísimas, advierte que el género supremo es aquel por encima del cual no puede haber un género superior; así mismo, la especie especialísima deberá entenderse como aquella por debajo de la cual no existe ninguna especie subordinada. Pero, entre el género supremo y la especie especialísima, admite la existencia de otros subalternos que pueden ser género y especie al mismo tiempo, claro, que siempre con relación a cosas distintas. Así, si tomamos las categorías como géneros supremos cabría decir, por ejemplo, que la “substancia” constituye un género que acoge bajo ella al cuerpo; bajo el “cuerpo”, al “cuerpo animado”; bajo este, estaría el “animal” y, por debajo del animal, el “animal racional”, bajo el cual, a su vez, están “Sócrates”, “Platón” o cualquier “hombre particular”. Como vemos, Porfirio estaba estableciendo, a través de una metodología dicotómica, lo que tradicionalmente se denominó “árbol de Porfirio”. Mediante el ingenio de este sistema lógico se ordenaban las ideas concebidas unívocamente según las leyes de la intensión y la extensión. En efecto, mientras los géneros y las especies subalternas iban ganando en intensión, a medida que descendíamos del árbol, perdían extensión. Y, al revés, el género supremo tenía una amplia extensión a costa de una intensión más débil. Como se sabe, por otra parte, podemos encontrar antecedentes de este procedimiento en el método de las divisiones de Platón (428/427–347 a. C.), en los Tópicos de Aristóteles (384/383–322 a. C.) y en Las Eneadas de Plotino (203/204-270).

El sistema lógico de los predicables y, por tanto, el árbol de Porfirio han estado a la base de numerosos sistemas de definición y clasificación, en distintos ámbitos gnoseológicos, desde la Edad Media hasta nuestros días; y aún se podrían citar algunos ejemplos recientes de ejercicio de la lógica univocista porfiriana. Ofrezcamos aquí, sin embargo, dos ejemplos clásicos de cómo esta metodología ha sido ejercida.

En primer lugar, la definición de Historia de Jerónimo Ezquerra Blancas (1587-1654); en segundo lugar, el sistema taxonómico de Carlos Linneo (1707-1778).

En su obra, Genio de la Historia, Jerónimo Ezquerra Blancas trata de la “naturaleza y ser” de la Historia en toda su amplitud, incluso teniendo en cuenta lo que “menos propiamente se puede llamar con ese nombre”. Así, con este propósito, establece su método; un procedimiento que no era otro que el árbol de Porfirio: “De la cual amplitud nos iremos recogiendo por la división de varios nombres y especies a la que más particular y propiamente goza con el nombre, la naturaleza y ser de la Historia”. Efectivamente Ezquerra Blancas establece la definición de la Historia mediante las divisiones partiendo del género (“narración”) y, teniendo en cuenta la diferencia, descendiendo por el género subalterno y la  especie (“significada”, “escrita”, “hablada”, “humana”, “divina”) hasta llegar a la Historia propiamente humana de la que dirá: “la que fuere narración humana y de cosas humanas, será Historia humana con todo rigor y propiedad”.

Igualmente, el sistema de clasificación de Linneo constituye uno de los ejemplos más genuinos de ejercicio de la lógica porfiriana. Se trataba de una clasificación de los seres vivos basada en un sistema según el cual se utilizaba un nombre para designar el género y un segundo para la especie. Este sistema no era otro, pues, que el de la aplicación del género y la diferencia según el cual se suponía que se estaba dando la definición de la esencia de lo que se definía, siguiendo así la más estricta lógica porfiriana aristotélica. Un sistema arborescente que partía de géneros supremos y descendía hasta las especies inferiores. Desde esta perspectiva, cualquier ser vivo (vegetal o animal) podría ser clasificado trepando por el árbol taxonómico hasta llegar al género generalísimo superior más extenso. El sistema de Linneo tuvo un éxito indeleble durante mucho tiempo, hasta que la teoría de la evolución rompió con la concepción fijista de las especies demoliendo así la cimentación porfiriana.

El sistema del árbol de Porfirio concibe los géneros como géneros anteriores, lo que de algún modo significa que el género contiene en sí todo lo que viene después. De ahí, que el género tenga que pensarse como anterior a la especie. La especie consecuentemente se definirá por la diferencia específica y se incluye en los géneros próximos, a su vez definidos por diferencias genéricas. Y, como hemos visto, estos en géneros subalternos hasta llegar a la categoría que es el género generalísimo o supremo. Se entiende que este sistema está diseñado según la lógica de clases en la que la relación definitoria es la relación de inclusión. En el fondo, se trata del sistema silogístico aristotélico. Este es el mecanismo que explica el funcionamiento del sistema linneano, claro, que mientras se mantuvo la concepción creacionista en la que se apoyaba el fijismo de las especies. A este respecto, el ingenio de Porfirio funcionaba como un mecanismo perfecto. Sin embargo, el darwinismo al socavar las bases creacionistas tumbó el fijismo. Ahora las especies proceden unas de otras según las transformaciones que se operen. La revolución darwinista era, a la vez y tanto más que una revolución biológica, una revolución lógica. Consecuentemente, se pusieron en entredicho los supuestos del árbol de Porfirio. El género, en cuanto que género anterior, no será suficiente y reclama una nueva concepción del mismo que permita incorporar la transformación de unas especies en otras. En otras palabras, es necesario tener en cuenta las particularidades dialécticas de la transformación de las especies. En este sentido, desde nuestras coordenadas, hablaremos de “género posterior” a las especies para referirnos a aquel género que se constituye en virtud del desarrollo y aparición de las nuevas especies. Si el género anterior nos remitía a las totalidades distributivas y a las clases porfirianas, ahora, el género posterior nos remite a las totalidades atributivas y a las clases combinatorias, así como al concepto de esencia genérica frente a la esencia de prosapia porfiriana, “una concepción ontológica o un uso práctico de la Idea de esencia como especie porfiriana (una concepción que está relacionada con el fijismo de la ontología megárica) ha de considerarse aquí como notoriamente inadecuada” (Gustavo Bueno).


  
Porfirio

Autor: Ignacio Yarza de la Sierra

Porfirio (234-305 d.C.) fue un filósofo muy apreciado por sus contemporáneos, y no sólo por su grande erudición, sino por su propia especulación metafísica. Además del pensamiento de Plotino, conoció en profundidad el de Platón y Aristóteles —es el primer filósofo que comenta extensamente a los dos—, así como el de otros pensadores platónicos de los dos primeros siglos, y supo elaborar un propio sistema filosófico, distinto en algunos puntos importantes del de su maestro Plotino. Porfirio fue, además, un pensador profundamente religioso, que quiso defender la religión tradicional greco-romana, oponiéndose para ello con vigor al cristianismo entonces en gran expansión, y sin miedo, en cambio, a acoger las novedades de religiones orientales y de Egipto que no contradecían su visión filosófica. La imagen de Porfirio como un pensador de grande erudición, pero de poca profundidad especulativa, como un simple comentador y buen discípulo de Plotino, hoy día no se considera apropiada. Los estudios actuales sobre Porfirio tienden a valorar la originalidad de su pensamiento, la valentía de su proyecto intelectual y la importancia de su influjo en la filosofía sucesiva, también en ámbito cristiano.

Índice

  • 1. Vida
  • 2. Obras
  • 3. Visión de conjunto del pensamiento de Porfirio
  • 4. Lógica
  • 5. Ética
  • 6. Física
  • 7. Metafísica
  • 8. Defensa de la religión tradicional y crítica del cristianismo
  • 9. Conclusión
  • 10. Bibliografía
  • a) Ediciones de las principales obras de Porfirio
  • b) Traducciones
  • c) Estudios

  
1. Vida

Sobre la vida de Porfirio poseemos algunos datos seguros y numerosos testimonios de veracidad incierta. La fuentes más fidedignas son, sin duda, sus propias obras ―sobre todo la Vida de Plotino y la Carta a Marcela― en las que consigna algunas informaciones sobre su vida. Eunapio de Sardes (347-414) es el autor de una breve Vida de Porfirio en la que mezcla noticias ciertas con otras de las que es razonable dudar. Los testimonios de autores platónicos posteriores, como Jámblico, Proclo o Simplicio, son útiles para reconstruir su pensamiento más que las circunstancias de su vida, y algo semejante se puede afirmar de las numerosas referencias de los Padres y escritores cristianos ―san Metodio de Olimpia, Eusebio de Cesarea, san Jerónimo, san Agustín y otros―, normalmente en obras cuya finalidad era confutar los ataques de Porfirio a la fe cristiana.
Porfirio nació el año 234 en Tiro, Fenicia, y recibió el mismo nombre que su padre, Malco, cuyo significado semítico, rey, fue sucesivamente traducido al griego por su maestro Longino como Porfirio, que significa vestido de púrpura. Si bien de origen era fenicio, su educación fue completamente griega, iniciando los estudios superiores en Atenas, donde pudo frecuentar diversos maestros y donde recibió sobre todo el influjo del filósofo y retórico Longino, descrito por Eunapio como «una biblioteca viviente y un museo ambulante» [Vida de Porfirio, 4, 1, 3, 2-3].
Es probable que, posteriormente, Porfirio se trasladara a Cesarea para recibir las enseñanzas de Orígenes. Aunque son dudosos los testimonios sobre sus contactos con el cristianismo ―algunas fuentes hablan incluso de su adhesión a la fe cristiana―, sí es cierto que Porfirio tuvo un profundo conocimiento del antiguo y del nuevo testamento y de la vida de la Iglesia.
A la edad de treinta años Porfirio se trasladó a Roma, en donde permaneció seis años en la escuela de Plotino. Si en sus primeros años de estudios Porfirio adquirió una vasta cultura y un buen conocimiento filológico y exegético, es lógico suponer que junto a Plotino adquiriera y madurara sus convicciones filosóficas más profundas, demostrando una gran sintonía con el pensamiento de su maestro, a la vez que la suficiente autonomía para distanciarse de él en algunas cuestiones importantes. A raíz de una fuerte depresión que le llevó, como él mismo cuenta, a plantearse incluso la posibilidad del suicidio, Plotino le aconsejó que se alejara de Roma a un lugar más tranquilo para restablecer su salud. Porfirio se estableció en Sicilia, en la ciudad de Lilibeo, la actual Marsala, donde continuó desarrollando su pensamiento filosófico. Aunque no se conoce cuánto duró exactamente su permanencia en Sicilia, residió allí al menos hasta la muerte de Plotino, ocurrida en el 270. Sucesivamente regresó a Roma, en donde se ocupó, entre otras cosas, de ordenar, pulir, completar la redacción y, finalmente, publicar los escritos de Plotino bajo el nombre de Enéadas. Es probable que Porfirio sucediera a su maestro en la guía de su escuela en Roma.

Otras noticias de la última etapa de su vida nos las da el mismo Porfirio en su Carta a Marcela, viuda con siete hijos, con la que contrajo matrimonio siendo él «ya cercano a la vejez» [Carta a Marcela 1, 9-10]. En su Carta a Marcela, además de defenderse de las insinuaciones maliciosas que su matrimonio había suscitado, Porfirio ofrece un testimonio de su elevado ideal filosófico, ético y religioso. No se sabe con exactitud la fecha de composición de esta Carta, pero el motivo de la misma, consolar y aconsejar a su mujer ante la necesidad de emprender un viaje ―«el interés de los griegos me llamaba y junto a ellos los dioses me presionaban» [Carta a Marcela 4, 5-6]― después de diez meses de convivencia, junto a otros testimonios, han llevado a algunos estudiosos a conjeturar la presencia de Porfirio en el Consilium principis convocado el año 302-303, en Nicomedia, por el emperador Diocleciano antes de lanzar su terrible persecución contra los cristianos.
Porfirio murió, probablemente en Roma, en torno a los primeros años del siglo cuarto.

2. Obras.

Porfirio fue un autor muy fecundo, como lo demuestran las setenta y cinco obras que se le atribuyen y que, sin embargo, conocemos de modo bastante parcial. De muchas de ellas, algo más de treinta, tenemos noticia sólo del título; de un número aproximadamente semejante se conservan sólo fragmentos, más o menos extensos; sólo once de sus obras nos han llegado íntegras. La diversidad de los contenidos de sus escritos es amplísima y refleja la multiplicidad de intereses que ocuparon a Porfirio.
Parte de sus escritos son comentarios a obras de Platón y de Aristóteles. Porfirio comentó numerosos diálogos de Platón: Parménides, Filebo, Fedón, República, Sofista y Timeo; de todos estos comentarios conservamos sólo fragmentos. Nada nos ha llegado, sin embargo, de sus comentarios a otros diálogos, como Banquete y Crátilo. Entre los comentarios de Porfirio a escritos aristotélicos, los más conocidos, y probablemente los que más influyeron en la filosofía posterior, son su Comentario a las Categorías de Aristóteles y la Isagoge (introducción) a las Categorías de Aristóteles; además de estas dos obras, conservadas íntegras, se sabe que escribió otro Comentario a las Categorías (a Gedalio) del que han llegado sólo fragmentos. También se conservan fragmentos de comentarios al Peri Hermeneias y a la Física de Aristóteles, y se tiene noticia de comentarios a otros tratados aristotélicos, como las Confutaciones sofísticas, el Libro XII de la Metafísica y la Ética.
Porfirio se ocupó también del pensamiento de Plotino, no sólo ordenando y transcribiendo sus tratados hasta publicarlos bajo la forma de las Enéadas, sino escribiendo además un Comentario a las Enéadas, hoy perdido, y la Vida de Plotino, que constituye la fuente principal de nuestro conocimiento de la vida y de la personalidad de su maestro. Otra obra de carácter histórico es su Historia de la Filosofía, en cuatro libros, de los cuales se conserva prácticamente íntegro el primero, Vida de Pitágoras, y de modo fragmentario el resto.
Una obra importante de contenido metafísico, que nos ha llegado completa, son las Sentencias sobre los inteligibles. Tenemos noticia, y en algunos casos también fragmentos, de otras obras dedicadas a problemas filosóficos específicos, como Sobre el alma, contra Boeto, Sobre la materia, Sobre la unidad de las escuelas de Platón y Aristóteles, Sobre la diferencia entre Platón y Aristóteles, a Crisaorio.
De su preparación e intereses filológicos y exegéticos nos han llegado algunas obras dedicadas a Homero; además de las Cuestiones homéricas y Sobre Estige, ambas fragmentarias, conservamos completa el Antro de las Ninfas
Porfirio fue también el autor del primer Comentario a los Oráculos caldeos, texto del siglo segundo, atribuido a Juliano el caldeo y a su hijo Juliano el teúrgo, que presenta una presunta revelación divina, con elementos de procedencia medioplatónica y gnóstica, del que Porfirio se servirá a la hora de elaborar su sistema metafísico. En otra de sus obras, que conocemos también sólo de modo fragmentario, la Filosofía de los oráculos, Porfirio presenta una apología de la religión tradicional, greco-romana y de otros pueblos, a partir de diversos oráculos; su intención era demostrar la afinidad de fondo entre las diversas tradiciones religiosas y la filosofía griega [Wilken 1979]. Si en esta última obra Porfirio manifiesta su aversión al cristianismo, sus ataques a la fe cristiana se concentran en su libro Contra los cristianos. La unidad de esta obra, reconstruida en base a testimonios sobre todo de autores cristianos y cuyo título sólo aparece en el siglo once, es problemática, y bien podría tratarse de una colección de escritos de Porfirio dedicados a combatir el cristianismo.
Otras obras importantes de carácter ético-religioso son la Carta a Marcela y Sobre la abstinencia de carnes animales, conservadas íntegras; poseemos además fragmentos del Sobre el ‘conócete a ti mismo’, Sobre el retorno del alma a Dios, Sobre las imágenes de los dioses y de la Carta a Anebo, sacerdote egipcio, en la que Porfirio critica la excesiva confianza en la teúrgia, esto es en rituales, símbolos y objetos considerados sagrados, como recurso para unirse a Dios.
A todas estas obras se podrían añadir todavía otras dedicadas a cuestiones científicas, como su Comentario a los ‘Armónicos’ de Tolomeo y A Gauro, sobre la animación del embrión, conservadas completas.

3. Visión de conjunto del pensamiento de Porfirio.

Una breve frase que Plotino dirigió a su discípulo, transmitida por este último en su Vida de Plotino ―«te has revelado a la vez poeta, filósofo y hierofante» [Vida de Plotino 15, 4-6]― nos ayuda a distinguir al menos tres esferas entre los intereses de Porfirio. Por una parte Porfirio se dedicó a cuestiones filológicas y exegéticas, comentando textos de Homero y ocupándose también de otros problemas más técnicos de gramática y de filología. Porfirio fue también un filósofo muy apreciado por sus contemporáneos, y no sólo por su grande erudición, sino por su propia especulación metafísica. Además del pensamiento de Plotino, conoció en profundidad el de Platón y Aristóteles ―es el primer filósofo que comenta extensamente a los dos―, así como el de algunos pensadores platónicos de los dos primeros siglos, y supo elaborar un propio sistema filosófico, distinto en algunos puntos importantes del de su maestro Plotino. Por último, Porfirio fue un pensador profundamente religioso, que quiso defender la religión tradicional greco-romana, oponiéndose para ello con vigor al cristianismo entonces en gran expansión, y sin miedo, en cambio, a acoger las novedades de religiones orientales y de Egipto que no contradecían su visión filosófica.
La imagen de Porfirio como un pensador de grande erudición, pero de poca profundidad especulativa, como un simple comentador y buen discípulo de Plotino, hoy día no se considera apropiada. Los estudios actuales sobre Porfirio tienden a valorar la originalidad de su pensamiento, la valentía de su proyecto intelectual y la importancia de su influjo en la filosofía sucesiva, también en ámbito cristiano. Para comprender el alcance de su obra y la unidad de fondo de su proyecto, es necesario recordar algunos rasgos del ambiente cultural y filosófico en el Imperio romano del siglo tercero.
Desde una perspectiva filosófica, estamos acostumbrados a situar la figura de Plotino como frontera entre dos etapas distintas de la evolución del platonismo; con él terminaría la etapa medioplatónica e iniciaría el neoplatonismo. Sin embargo, esta distinción, seguramente útil y funcional a la hora de reconstruir la larga historia de la tradición platónica, no es completamente precisa. Ciertamente el pensamiento de Plotino introdujo importantes novedades en el seno del platonismo, pero ni todos sus discípulos ni todos los platónicos posteriores las acogieron completamente. Y la filosofía de Porfirio lo manifiesta de modo claro. En algunas cuestiones, en efecto, Porfirio prefirió seguir una orientación diversa y en cierto modo anticipada por otros platónicos anteriores a Plotino, como Plutarco, Numenio o Alcinoo [Zambon 2002]. Una cuestión bastante debatida en ámbito académico ya en el siglo segundo, era la convergencia entre el pensamiento de Aristóteles y el de Platón. Mientras Plotino criticó a Aristóteles y no sintió alguna necesidad de reconducir su pensamiento al de Platón, Porfirio al contrario dedicó buena parte de su esfuerzo filosófico no sólo a comentar las obras del Estagirita, sino a sostener la unidad de fondo en la filosofía de los dos grandes maestros. Otra cuestión entonces muy sentida era, sin duda, las relaciones entre la filosofía, producto cultural de claras raíces helénicas, y las distintas religiones de los diversos pueblos incorporados al Imperio romano. También en este ámbito Plotino demostró cierto desprecio por cualquier religión necesitada del soporte de una revelación divina, mientras que Porfirio manifestó grande interés por los Oráculos caldeos, las revelaciones herméticas, el hebraísmo y, más en general, por las religiones no griegas.
La entera obra de Porfirio, más allá de su aparente desorden y dispersión temática, conserva una profunda unidad, y puede entenderse como el intento consciente de demostrar la riqueza y la armonía de la cultura griega, en la que convergen el pensamiento de los más grandes filósofos ―Pitágoras, Sócrates, Platón y Aristóteles―, la gran literatura homérica, portadora de una sabiduría filosófica y divina, y la tradición religiosa. Éste es el sentido último de la exaltación de la figura de Pitágoras, reconduciendo a él el pensamiento de Sócrates y de Platón, que considera, sin duda, el punto de llegada de la filosofía griega, así como del esfuerzo de Porfirio por introducir en la misma corriente de pensamiento no sólo la obra de Aristóteles, sino también, a través de una hábil exégesis de sus textos, las obras de Homero. Y lo que la filosofía afirma sobre los dioses, la religión tradicional lo traduce en culto, sacrificios y oraciones, que en buena parte coincide con las revelaciones y el culto de otras religiones extranjeras. Desde esta perspectiva se entiende también la acogida favorable de algunas revelaciones y la feroz oposición de Porfirio al cristianismo, algunos de cuyos dogmas centrales contradecían las tesis platónicas y el politeísmo oficial.
Sin negar la veracidad de la afirmación de Plotino sobre Porfirio, es conveniente subrayar que Porfirio fue sobre todo un filósofo que puso al servicio de su proyecto intelectual su gran inteligencia, su erudición y su pericia filológica y exegética. La filosofía, por otra parte, era concebida en su tiempo más que como actividad especulativa, como un modo de vida que conducía a Dios; su finalidad no es otra que la de asimilarse a Él. Un modo de vida del que formaba parte el culto y la teúrgia, sin que, sin embargo, al menos en el caso de Porfirio, el pensamiento filosófico quedara subordinado, como sucedió en otros platónicos inmediatamente posteriores, a tales prácticas.
Como otros platónicos contemporáneos, Porfirio dividía la filosofía en ética, física y metafísica, también denominada epóptica o saber contemplativo concerniente los misterios, el culmen del saber. La finalidad última de la filosofía, como se ha dicho, era la unión con Dios, convirtiéndose de hecho en una filosofía religiosa o en una religión filosófica de carácter minoritario y elitista. A las tres partes indicadas, Porfirio añadía una previa, la lógica, que consideraba instrumental y propedéutica respecto al resto de la filosofía. En las páginas sucesivas seguiremos su mismo esquema, ocupándonos de Lógica, Ética, Física, Metafísica y, por último, de su defensa de la religión tradicional y la consiguiente crítica al cristianismo.

4. Lógica.

Porfirio se ocupa de lógica sobre todo en su Comentario a las Categorías de Aristóteles y en la Isagogé a la misma obra. La Isagogé es un breve tratado, presentado por Porfirio como una introducción necesaria para la comprensión de la doctrina de las categorías de Aristóteles. En el Comentario a las Categorías, escrito en forma de preguntas y respuestas, Porfirio se detiene en exponer el significado de cada categoría, dedicando la primera parte del comentario a explicar la intención de Aristóteles al escribir su tratado. En las dos obras Porfirio insiste en el carácter lógico, ni ontológico ni simplemente gramatical, de la doctrina aristotélica. Tal premisa es importante, pues le consentirá superar las críticas que otros platónicos ―entre ellos Plotino― dirigían a las categorías aristotélicas y lograr así conciliar su pensamiento con el de Platón. También en las dos obras Porfirio presenta la lógica aristotélica como una disciplina propedéutica para el estudio de la filosofía. Aristóteles no se dirigía en las Categorías, como en la Metafísica, a personas filosóficamente formadas, sino a quienes iniciaban a adentrarse en este saber [Comentario a las Categorías 134. 28-29]. Porfirio contribuyó de este modo, siguiendo en este punto a los estoicos, a fijar el puesto que sucesivamente la lógica ocupará en el curso de los estudios filosóficos, así como el lugar de las Categorías en el conjunto del Organon, las obras que Aristóteles dedicó a la lógica.
Manifestación de todo esto es la negación de Porfirio a detenerse, en la Isagogé, a estudiar algunas cuestiones entonces y sucesivamente muy debatidas. Es el caso del problema denominado de los universales, esto es: si los géneros y especies «son por sí mismos subsistentes o si son simples conceptos mentales» [Isagogé 1, 9-11].
Porfirio quiere presentar en la Isagogé la doctrina aristotélica de los predicables, como preámbulo necesario para entender la doctrina de las categorías. Los predicables para Aristóteles son, como es sabido, los modos en que el lenguaje se acerca a la realidad, ajustándose con mayor o menor precisión a lo que cada cosa es. Para Aristóteles los predicables son cuatro: definición, género, propio y accidente. La definición debe construirse, según Aristóteles, determinando el género próximo y la diferencia específica. Esto permite a Porfirio introducir alguna modificación en la clasificación aristotélica de los predicables, sustituyendo la definición por la diferencia y añadiendo la especie. De este modo para Porfirio los predicables son cinco: género, diferencia, especie, propio y accidente. En su tratado Porfirio determina las características de cada predicable, lo que entre ellos hay de común y lo que los distingue.
En su Comentario a las Categorías Porfirio no cita en ningún momento la Isagogé, pero es evidente que tiene presente cuanto allí ha explicado. Porfirio reitera en su Comentario el significado lógico, no ontológico, de las categorías aristotélicas; no se trata ―como pretendió Plotino― de un estudio sobre los modos de ser, sino sobre las palabras, los términos que significan las cosas sensibles: «Porque su intención no es hablar de los entes, en cuanto que son, y enumerar sus géneros, sino hablar de las palabras que principalmente sirven para significar los entes y enumerar sus géneros. Por lo tanto las palabras catalogadas pertenecen a las cosas que se dicen» [Comentario a las Categorías 86. 35-37]. Antes de afrontar el estudio de cada una de las categorías siguiendo fielmente el texto aristotélico, Porfirio se detiene a señalar los ante-predicamentos, esto es a aclarar los modos ―equívocos (homónimos), unívocos (sinónimos) y derivados (parónimos)― de la predicación.
Porfirio presta particular atención en su Comentario a la primera categoría, la sustancia. Como ya hiciera Aristóteles, Porfirio distingue la sustancia de las demás categorías, denominando a éstas ―como será luego común― accidentes; para Aristóteles, como es sabido, cada una de las categorías constituye un modo propio de ser, aun cuando todas se apoyen en la sustancia. La distinción sustancia y accidentes, junto a la distinción universal-particular, también presente en las Categorías de Aristóteles, constituyen los ejes del comentario de Porfirio. Éstas serían las cuatro distinciones más radicales de todos los términos, porque entre sí irreducibles, aunque admiten entre ellas alguna combinación:
«El universal se combina en efecto tanto con la sustancia como con el accidente, y éstas son dos combinaciones; y lo particular se combina tanto con la sustancia como con el accidente, lo que da otras dos combinaciones. Pero la sustancia, en cuanto tal, no puede devenir accidente, ni por su parte el accidente, en cuanto tal, sustancia y, de nuevo, el universal, en cuanto tal, no puede devenir particular, ni lo particular, en cuanto tal, universal» [Comentario a las Categorías 72. 10-15].

 Tanto la sustancia como los accidentes pueden ser considerados en su concreta singularidad o en universal. La crítica que Plotino dirigía a Aristóteles era precisamente ésta, la de atribuir un mismo nombre, sustancia, a realidades pertenecientes a dimensiones distintas, sensible-particular e inteligible-universal, haciendo de tal modo que el término sustancia resultara equívoco, homónimo, pues aplicable a realidades completamente distintas, unas sensibles y otras inteligibles.
Porfirio, que conocía bien la doctrina aristotélica que niega al ente la condición de género ―«pues aquí no existe un género único que se divida en diez especies» [Comentario a las Categorías 86. 10-11]―, debía buscar una solución a esta dificultad. La encuentra, por una parte, como se ha advertido, negando a la distinción categorial valor ontológico y, en consecuencia, salvando el primado que en tal dimensión Aristóteles atribuye a las sustancias inteligibles en Metafísica XII, y afirmando, a la vez, la prioridad de la sustancia física en un tratado, como las Categorías, de alcance exclusivamente lógico.
 «Lo que diría es que su propósito [de Aristóteles] es considerar las palabras significativas; ahora bien, las palabras han sido en primer lugar aplicadas a las cosas sensibles (en efecto, los hombres han comenzado a dar nombre a las cosas que se ven y a las que se perciben) y secundariamente a las cosas naturalmente primeras, pero segundas para la percepción; es, pues, normal que haya puesto como sustancias primeras las primeras cosas que han sido denominadas por las palabras, esto es las cosas sensibles y las cosas individuales. En consecuencia, es por referencia a las palabras significativas que las sustancias individuales sensibles son sustancias primeras, mientras que en relación a la naturaleza, las primeras son las sustancias inteligibles» [Comentario a las Categorías 91. 19-25]. 

La diferencia entre Platón y Aristóteles no sería, por tanto, de carácter metafísico, sino de perspectiva. Pero, además, como veremos después, Porfirio introdujo otras modificaciones que le permitirán sostener no sólo la convergencia entre el pensamiento de los dos filósofos, sino también la armonía de fondo entre la filosofía aristotélica y la de quien le dirigió tales críticas, Plotino.
Sin duda la doctrina más conocida de la Isagogé es el posteriormente denominado árbol de Porfirio, es decir la construcción lógica que procede desde el género supremo hasta la especie ínfima. Tal esquema puede ser aplicado a cada una de las categorías, porque en cada una de ellas «se dan los géneros supremos por una parte y las especies ínfimas por otra, más los términos intermedios entre los géneros supremos y las especies ínfimas» [Isagogé 4, 15-16]. Porfirio en su obra se sirve, a modo de ejemplo, de la sustancia. Vale la pena leer el texto completo.
«Aclaremos este discurso tomando como ejemplo una categoría. La sustancia es ella misma un género, al que queda subordinada la especie cuerpo; subordinado al cuerpo está el viviente; a éste queda subordinado animal, mientras que a animal está subordinado animal racional; a éste, todavía, está subordinado hombre, y a hombre, por último, quedan subordinados Sócrates, Platón y los demás individuos. Entre todos estos términos sustancia es el género supremo, porque sólo es género, mientras que hombre es la especie ínfima, porque es solamente especie; cuerpo, sin embargo, es especie de sustancia y, a la vez, género de viviente. Por su parte, viviente es especie de cuerpo y género de animal; y del mismo modo animal es especie de viviente y género de animal racional; animal racional es especie de animal y género de hombre; hombre, por último, es especie de animal racional, pero no es género de los hombres individuales, sino sólo especie. Y todo predicable que viene inmediatamente antes de los individuos puede ser sólo especie y nunca género. Por lo tanto, así como sustancia, siendo el término más alto, más allá del cual no hay ningún otro género, era el género supremo, de modo similar hombre, siendo especie por debajo de la cual no hay ninguna otra especie ni nada divisible por la especie, sino sólo individuos (individuo, en efecto, es Sócrates, lo mismo que Platón y este objeto blanco), no podrá ser otra cosa que especie, y la especie última, la especie ínfima, como hemos dicho. Los términos intermedios serán especies de los precedentes y géneros de los sucesivos» [Isagogé 4, 21-5, 6]

Además del contenido propio de estos dos tratados, y su enorme influjo en la lógica sucesiva, su interés añadido consiste en mostrar de modo evidente la fusión que Porfirio realiza entre el pensamiento de Platón y el de Aristóteles. Se puede decir que Porfirio en estas dos obras platoniza a Aristóteles, introduciendo su pensamiento en un contexto profundamente platónico. Aun cuando la intención de Porfirio fuera la de mantenerse en los límites propios de la lógica, la estrecha conexión de la lógica aristotélica con su doctrina metafísica provocó inevitables cortocircuitos.
Dicho de modo extremamente sintético, si el pensamiento de Platón es decididamente eidético, en cuanto identifica el ser con la idea, con la forma, y entiende el primer principio como Idea suprema, género generalísimo, el Bien o el Uno, Aristóteles, al contrario, considera que el ser es sobre todo la sustancia en acto, el ente real y concreto, y entiende el primer principio como acto puro y motor inmóvil. Pues bien, a la hora de tratar los problemas lógicos de los predicables, Porfirio deja constancia en más de una ocasión de introducir conceptos propios de la lógica aristotélica en un contexto ontológico platónico. Quizá la afirmación más llamativa en este sentido sea la repetida declaración de la anterioridad natural del género y la especie respecto de los individuos: «los géneros y las especies son anteriores por naturaleza a las sustancias individuales» [Isagogé 17, 9-10]. Porfirio, como se ha dicho, conoce la negación aristotélica de considerar el ente como un género común y, en consecuencia, la negación a admitir la sinonimia, la univocidad, entre los modos de predicarse el ente: «Como [Aristóteles] sostiene en las Categorías, acepta que los primeros diez géneros sean como diez principios primeros; y afirma que, aunque todos sean denominados entes, tal denominación es formulada por homonimia, y no por sinonimia. Si, en efecto, el ente fuera el género único y común de todas las cosas, todas las cosas se dirían entes por sinonimia; sin embargo, si los géneros primeros son diez, su comunicación queda limitada al nombre y no afecta al concepto expresado por el nombre» [Isagogé 6, 7-11]. Sin embargo, ello no le impide reafirmar su convicción de la anterioridad natural de los géneros y las especies respecto del individuo, ni, en general, acercar el esquema lógico aristotélico a la metafísica platónica, en la que el género supremo sería el principio primero [Isagogé 5, 11-12], y la distinción entre géneros y especies el reflejo de la estructura jerárquica de la realidad, que procede desde la máxima unidad hasta la multiplicidad [Isagogé 6, 16-23]. Cada género y especie es explicado por Porfirio, en una curiosa mezcla de aristotelismo y platonismo, sirviéndose tanto de conceptos y lenguaje platónico ―unidad-multiplicidad, todo-parte― como de conceptos y lenguaje aristotélicos: potencia-acto, materia-forma. Cada género y cada especie, en efecto, son una unidad que, a semejanza de las ideas platónicas, unifica una multiplicidad, un todo que contiene en sí una multiplicidad de partes. Detrás de estas afirmaciones se puede entrever la convicción platónica, que Porfirio comparte, de una derivación de toda la realidad de un primer principio, entendido como absoluta unidad y simplicidad; cuanto más se acerca una realidad al principio, será más unitaria; al contrario, cuanto más se aleja del principio, estará más presente en ella la multiplicidad. Pero, a la vez, Porfirio no encuentra dificultad en comparar los géneros y especies con la potencia, en cuanto contienen en sí mismos, potencialmente, la multiplicidad actual que encierran, ni tampoco con la materia ―aunque esta comparación es más complicada―, porque conservarían de modo indiferenciado lo que sucesivamente la forma distingue.
Esta platonización de Aristóteles estaría también presente en el más extenso Comentario a las Categorías que Porfirio dedicó a Gedalio, como P. Hadot ha mostrado. En la reconstrucción de este estudioso [Hadot 1999: 355-382], Porfirio respondería a la crítica de Plotino señalando que para Aristóteles el término sustancia no es simplemente homónimo, ya que entre las sustancias sensibles e inteligibles existe, tanto para Platón como para Aristóteles, una relación de dependencia. La sustancia no constituye un único género, pues efectivamente es necesario distinguir las sustancias inteligibles de las sustancias físicas, pero entre ellas, como el mismo Plotino enseña, existe una relación de dependencia. Para Plotino, en efecto, la unidad de la sustancia procede de la unidad de su origen: toda sustancia procede de la primera sustancia inteligible, el Uno. Lo que Plotino no tiene en cuenta, y Porfirio señala, es que Aristóteles comparte esa misma enseñanza: también para él la sustancia primera es la sustancia inteligible, de la que hace depender toda la realidad sensible. Interpretando de modo platónico, incluso plotiniano, el libro XII de la Metafísica, Porfirio considera que también para Aristóteles existe una sustancia inteligible inmóvil y motriz, el primer motor, que se correspondería con la segunda hipóstasis de Plotino, el Nous, necesitada ―como en cierto modo Aristóteles deja entrever en la Metafísica― de un principio anterior de unidad, que se correspondería con el Uno plotiniano; y existiría, además, la sustancia sensible, que Aristóteles distingue en sustancia física incorruptible ―el cielo y los astros― y sustancia física corruptible. La sustancia, por tanto, estaría presente de modo diverso en cada nivel de realidad, extendiéndose desde el primero, la sustancia inteligible, de la que depende toda la realidad, a los inferiores. Teniendo en cuenta la dependencia causal de toda sustancia respecto de la primera, la predicación del término sustancia no sería ya simplemente homónima. Entre las sustancias sensibles el término se aplicaría de modo sinónimo; entre las sustancias sensibles y las inteligibles, el término se aplicaría según una homonimia de derivación (aph’henos = a partir de uno), pues todas proceden de una primera, o de relación (pros hen = en relación a uno), pues todas tienden a una primera como a su fin. Porfirio, además, parece entender que tal homonimia debe ser asimilada a la analogía, pues desde las sustancias sensibles se pueden conocer, por analogía, las inteligibles. De este modo, aunque no de manera explícita, Porfirio introduce una novedad importante para el sucesivo desarrollo de la noción de analogía, transformando el sentido que Aristóteles daba a este término y acercándolo a la homonimia de la que se servía para explicar las relaciones entre la sustancia y las demás categorías. La metafísica platónica de la participación sería, en definitiva, complementaria a la doctrina aristotélica de la subsistencia de la realidad sensible [Zambon 2002: 332-334].

5. Ética.

Porfirio expone su pensamiento ético sobre todo en la Carta a Marcela y en su tratado Sobre la abstinencia de carnes animales.
Como poco más de un siglo antes había hecho Plutarco de Queronea, también Porfirio escribe una carta consolatoria a su esposa, en este caso a causa de su obligada ausencia del hogar familiar, para exponer su ideal ético-religioso, que coincide con su ideal filosófico. La filosofía era para Porfirio, como para buena parte de sus contemporáneos, un modo de vida que en cierta medida se confunde con una práctica religiosa. La filosofía es para Porfirio una religión filosófica o una filosofía religiosa que requiere, como toda filosofía, el empleo de la razón y, como toda religión, el ejercicio de la fe, del conocimiento, de la esperanza y del amor, como él mismo señala a su mujer:

«Cuatro principios fundamentales deben sobre todo tenerse en cuenta por cuanto se refiere a Dios: fe, verdad, amor (erôs), esperanza. Es necesario, en efecto, creer, pues la conversión a Dios es la única salvación; quien ha creído debe, en cuanto le resulta posible, esforzarse por conocer la verdad sobre Él; quien la ha conocido, amar a quien ha conocido; quien lo ha amado, nutrir su alma de buena esperanza durante toda su vida» [Carta a Marcela 24, 5-11].
Esta confusión entre filosofía y religión es una de las características más peculiares del pensamiento del siglo tercero: mientras la fe cristiana se esforzaba por mostrar la racionalidad de las verdades reveladas, los filósofos paganos parecían necesitar de la autoridad de la fe para asegurar sus convicciones racionales [Dodds 1975: 160-161]. En la filosofía religiosa de Porfirio confluyen, en efecto, dos elementos: el aprecio de la piedad tradicional greco-romana ―«éste es el fruto más grande de la piedad: honrar la divinidad según las costumbres de los padres» [Carta a Marcela 18, 1]― y su propia teología metafísica. Y de estos dos elementos, como veremos, lo que Porfirio considera determinante son sus convicciones filosóficas, la autoridad no de una revelación, sino de su pensamiento filosófico.
La Carta a Marcela se presenta como un prontuario moral que Porfirio elabora a partir de un corpus gnómico-pitagórico que recoge aforismos de diversa procedencia. Un prontuario moral que sintetizaba, en definitiva, lo que Porfirio consideraba las mejores enseñanzas morales de la tradición filosófica y religiosa greco-romana y que, en opinión de algún estudioso, Porfirio presentaba como alternativa al estilo de vida cristiano, la filosofía que, en su tiempo, se difundía con gran vigor [Sodano 1993: 3-45].
La Carta no presenta una doctrina elaborada ni sobre Dios ni sobre el hombre, pero supone la adhesión a algunas verdades de fondo sobre las que Porfirio construye su defensa de la piedad tradicional y a partir de las cuales le infunde, a la vez, un nuevo fundamento. Entre tales verdades se puede destacar la afirmación de la existencia de Dios o lo divino. Aunque Porfirio se refiere con frecuencia a Dios en singular, no faltan referencias a lo divino, los dioses, los demonios buenos y malos, y a los ángeles divinos. El mundo divino de Porfirio, al igual que el de otros filósofos platónicos contemporáneos, está lleno de dioses e incluye, además del primer Dios, que en sede metafísica identifica con el Uno-Ser, otras divinidades ordenadas jerárquicamente: los dioses y demonios de la religión tradicional, los ángeles divinos, quizá por influjo de la Sagrada Escritura, y en último término los hombres divinizados, como los héroes griegos, los grandes filósofos del pasado e incluso, como veremos, el mismo Cristo. De Dios y de los dioses depende completamente el mundo y a Dios y a los dioses los hombres deben orientar completamente la propia vida. Aunque Porfirio no se detiene en esta obra a hablar sobre la naturaleza de Dios, es evidente que piensa en un ser de naturaleza espiritual, incorruptible, providente, bienaventurado y majestuoso. No niega cuanto en textos de carácter metafísico afirma sobre Dios y la divinidad, se limita más bien a describirlo de un modo más personal y con un lenguaje más cercano a la piedad tradicional. Donde en esta Carta aparece más presente el pensamiento filosófico de Porfirio es en sus afirmaciones sobre la condición humana. La verdadera naturaleza del hombre, su yo más personal, es, en efecto, su alma, hasta el punto de afirmar que «el cuerpo que le ha sido inseminado, no forma parte del hombre» [Carta a Marcela 32, 6-7]. Porfirio recuerda a su mujer una doctrina que no deberá olvidar nunca, esto es la caída del alma en el devenir y, como consecuencia, la convicción de que la vida en esta tierra no es sino una etapa transitoria y extraña que es necesario superar. El prontuario moral que Porfirio dirige a su mujer no es sino una guía del camino de retorno hacia la verdadera meta, marcada por un ascetismo riguroso, pues es necesario purificarse, liberarse de las pasiones, sufrir, en definitiva huir del cuerpo [Carta a Marcela 9, 1-9; 7, 9-10; 14; 34, 2-4]. Tal esfuerzo será de todos modos premiado con la visión de Dios, con la unión con Él ya en esta tierra, pues a pesar de su encadenamiento al cuerpo, el alma conserva siempre la presencia en ella de la divinidad [Carta a Marcela 9; 12 e 17].
La ascesis moral deberá, además, ser acompañada por una piedad que se manifieste en oraciones y actos de culto dirigidos a Dios y a los dioses. En cierto modo la ascesis se funde con la piedad, pues si la ascesis es sincera constituye la más elevada virtud y la mejor manifestación de culto [Carta a Marcela 11, 1-7; 12, 4-5; 16; 17, 1-6; 19, 4-6; 23, 5-24, 1; 24, 2-4]. Al contrario, el culto solamente externo, desligado de la ascesis, carece de verdadero valor, no conduce a la unión con Dios [Carta a Marcela 13, 5-9; 14, 7-15, 1; 16, 12; 19, 7-8; 24, 2-3].
Como se ha adelantado, la doctrina ético-religiosa de Porfirio presenta fundidos dos elementos, la piedad tradicional y la teología metafísica de Porfirio. En cierto modo Porfirio introduce en la piedad y el culto tradicionales un nuevo fundamento, el de su especulación filosófica. Si las prácticas religiosas constituyen la dimensión externa de la vida religiosa, su alma es la filosofía, la vida filosófica: «Solamente el sabio es sacerdote, sólo él es querido por Dios, sólo él sabe rezar» [Carta a Marcela 16, 12-17, 1]; una piedad sin filosofía, sin conocimiento, sería una piedad vacía, incluso nociva.
En Sobre la abstinencia de carnes animales, además de examinar las razones que aconsejan prescindir nutrirse de carne como parte de la ascesis propia de la vida filosófica, Porfirio expresa un ideal filosófico-religioso semejante al de la Carta a Marcela: 
«Es necesario, en consecuencia, que, uniéndonos y vinculándonos a su esencia, le ofrezcamos nuestra propia elevación como sagrado sacrificio, ya que ella es, a la vez, nuestro himno y nuestra salvación» [Sobre la abstinencia II, 34, 10-13].
 Mientras las divinidades inferiores pueden apreciar otros tipos de sacrificios, el sacrificio más grato al primer Dios es nuestra elevación, nuestra vida filosófica.
Esto permite comprender que, a pesar de su referencia a la fe, lo que para Porfirio resulta determinante, el elemento en el que deposita el peso de la autoridad, es la cultura secular con la que se identifica y a la que defiende; una tradición en la que Porfirio considera que está presente la sabiduría divina. El lugar ocupado en otras religiones por la revelación, corresponde en la propuesta ético religiosa de Porfirio a la tradición. Una tradición, por otra parte, que en ningún modo puede prescindir de la especulación filosófica, cuya última y más auténtica expresión sería el pensamiento platónico tal y como Porfirio lo entiende; a tal pensamiento Porfirio atribuye, en último término, la tarea de cribar, interpretar y, si fuera el caso, integrar en la tradición greco-romana aquellos elementos de otras culturas que no contrasten con ella.
Porfirio, por lo tanto, no entiende la religión filosófica, ni la fe que ella requiere, como la adhesión a verdades reveladas y antes desconocidas, procedentes de la iniciativa de algún dios que se manifiesta de un modo sorprendente e inesperado; la religión que él propone pide la adhesión a cuanto la tradición greco-romana había ya descubierto y que Porfirio se siente capaz de justificar racionalmente. Por este motivo Porfirio liga siempre la fe a la verdad y al conocimiento, considerando irracional una fe privada de tales elementos. Sería posible creer en la existencia de los dioses sin conocerlos, pero en tal caso la ignorancia comprometería la autenticidad de tal fe: 
«Aunque piensen que honran a los dioses y estén firmemente persuadidos de su existencia, pero descuidan la virtud y la sabiduría, reniegan de los dioses y les privan de su honor. Una fe irracional separada del vivir recto, no se eleva en efecto hasta Dios, ni es pío honrarlo sin haber antes conocido de qué manera la divinidad quiere ser honrada» [Carta a Marcela 23, 1-5].
La ausencia de un nexo suficientemente fuerte entre la fe y la verdad, la fe y el conocimiento, sería característica, según Porfirio, no sólo del cristianismo, sino también, como denuncia en su Carta a Anebo, de aquellas religiones que confían en la teúrgia como camino de acceso a Dios. No rechaza Porfirio las prácticas teúrgicas, pero sí limita su alcance; como testimonia san Agustín, Porfirio confiaría a la teúrgia la purificación de la parte irracional del alma, pero la meta del hombre, su divinización, será tarea exclusiva de la vida filosófica [La ciudad de Dios X, 9, 13-24].
La religión filosófica y el estilo de vida que Porfirio propone, no se apoya en otra autoridad que la de la razón filosófica griega. Todas las autoridades que Porfirio respeta e incluso venera ―Homero, Pitágoras, Sócrates, Platón…― quedan incorporadas a la cultura que han contribuido a forjar; y los Oráculos Caldeos, como cualquier otro elemento externo, merecerán respeto en la medida en que puedan ser integrados, quizá a través de la interpretación alegórica, en el cauce de la racionalidad griega.

6. Física

Para conocer el modo en que Porfirio entendía la realidad física, es necesario recordar cuanto señalábamos al tratar de la lógica, esto es la introducción de afirmaciones aristotélicas en un contexto metafísico platónico. A pesar de la pretendida limitación de la doctrina aristotélica de las categorías al ámbito lógico, su aceptación, como se ha visto, contenía algunas admisiones que incidían en la metafísica de Porfirio. Aunque Porfirio introduce algunas novedades en el pensamiento de Plotino, se mantiene con todo fiel ―en particular en sus Sentencias sobre los Inteligibles― al sistema plotiniano de derivación de toda la realidad desde un primer principio. Tal principio es el Uno que, hasta cierto punto, Porfirio fusiona con el ser aristotélico, al que concede el máximo grado de unidad y de simplicidad. Porfirio acoge la afirmación aristotélica sobre la idéntica extensión del uno y el ser, así como la multiplicidad de sentidos del ser y del uno. Entre todos ellos el primero, como hemos visto, es la sustancia, pero la sustancia, desde un punto de vista ontológico, es una realidad múltiple y por ello requiere un principio anterior, el Uno-Ser, absolutamente libre de toda multiplicidad. Toda la realidad sucesiva Porfirio la entiende como un progresivo proceso de multiplicidad y diversidad.
El principio primero, el Uno-Ser, Porfirio lo concibe más allá del ente, como no ente superior al ente (to huper to on mê on); el grado ínfimo de lo real, al contrario, será la materia que Porfirio la entiende como no ente inferior al ente [Sentencias sobre los inteligibles 26]. La realidad más cercana al principio son, como se ha dicho, las sustancias inteligibles, ta noêta, mientras que la realidad física, por su contacto con la materia, es una realidad debilitada y empobrecida. Como afirma en sus Sentencias sobre los inteligibles, «los predicados de lo sensible y de lo material son en realidad éstos: ser arrastrado por todas partes, ser cambiante, subsistir en otro, ser compuesto, ser corruptible en sí, ser en un lugar, ser pensado en una masa y otros muchos semejantes a éstos. En cambio, los predicados de lo que es verdaderamente ente y subiste en sí son: ser inmaterial, permanecer siempre en sí, ser idéntico según la identidad, ser sustancializado en la identidad, ser por esencia inmutable, simple, indisoluble, no ser ni en un lugar ni en una masa, ser no generado e incorruptible, y tantos otros semejantes a éstos» [Sentencias sobre los inteligibles 39].
Porfirio se encuentra con el problema de explicar la realidad de la materia, auténtico no ser y principio del mal; lo hace siguiendo a Platón y a Plotino. Por una parte, en efecto, Porfirio acerca la materia a la díada grande-pequeño de las doctrinas no escritas de Platón y, a la vez, se sirve de algunas afirmaciones propias de Plotino: la materia como tendencia y su comparación con un espejo. 

La materia, a diferencia del movimiento y del reposo, es verdaderamente no ente, «tendencia a hacer de sustrato, está en reposo sin estarlo verdaderamente, hace aparecer en sí los contrarios, lo pequeño y lo grande, el menos y el más, el defecto y el exceso; siempre deviene y nunca permanece, sin que por otra parte pueda desaparecer, pero es privación de todo ente. Por ello miente en todo lo que anuncia […] es como un juego que huye hacia el no ser […] las formas en ella están en una forma inferior, como en un espejo, que refleja en un lugar lo que está en otra parte; parece lleno, pero en realidad no tiene nada, aunque parezca que lo tiene todo» [Sentencias 20].

El Antro de las ninfas contiene afirmaciones semejantes sobre la materia. Sirviéndose de la interpretación alegórica, Porfirio compara la materia, infinita y amorfa, con la tierra de la que el mundo físico está construido y de la que deriva cuanto de oscuro y tenebroso hay en él; su bondad y belleza, al contrario, procedería de la presencia en él de las formas. La materia es, pues, impenetrable al pensamiento humano.
Tanto en el Antro como en las Sentencias, Porfirio describe el descenso de las almas en el mundo sensible. Siguiendo el esquema de Plotino, las hipóstasis subsistentes son tres, el Uno-Ser, la Inteligencia (Nous) y el Alma. Cada una de ellas, excepto la primera, se dirige a la hipóstasis de la que procede para adquirir su propia identidad. El cosmos procedería del Alma y hacia ella, que lo ha dotado de inteligencia, debe dirigirse. Toda la realidad se dirige de modo mediato o inmediato hacia el Uno, salvo las sustancias particulares del mundo sensible, que pueden tender tanto hacia lo múltiple, hacia la materia y el mal, como hacia el Alma.
En las Sentencias sobre los inteligibles Porfirio dedica bastante espacio a explicar la relación entre el alma y el cuerpo, y el proceso de derivación de las almas particulares desde el Alma universal.
La solución del primer problema la encuentra en la explicación más general de la relación trascendente-inmanente entre las tres hipóstasis divinas. Así como el principio, el Uno-Ser, está a la vez en todas partes y en ningún lugar, análogamente cada alma particular está presente en todo el cuerpo permaneciendo, sin embargo, más allá del cuerpo, en ninguna de sus partes. Su presencia causa la vida del cuerpo sin perder por ello su trascendencia respecto de él. El alma ni se confunde ni se mezcla con el cuerpo, se une a él a través del pneuma o vehículo que preserva su propia naturaleza, distinta tanto de la naturaleza de la Inteligencia (Nous), como de la de los cuerpos: «intermedia entre la esencia indivisible y la divisible de los cuerpos» [Sentencias 5].
En la Sentencia 37 Porfirio explica que la multiplicidad de los cuerpos procede de la multiplicidad de las almas, y ésta de la unidad-multiplicidad del Alma universal. Así como en la Inteligencia subsisten en unidad la multiplicidad de los inteligibles, en el Alma universal subsisten todas las almas singulares sin comprometer su unidad. Como se ha dicho, el proceso de derivación de la realidad desde el Uno-Ser implica un crecimiento progresivo de la multiplicidad en la medida en que la realidad se aleja del principio; proceso que el hombre, su alma, deberá superar desligándose de las ataduras del cuerpo. Un camino que es, a la vez, ascético y cognoscitivo. En el extremo superior Porfirio sitúa un conocimiento más allá del pensamiento ―«no pensamiento superior al pensamiento» [Sentencias 25, 2]―, en cuanto el Uno-Ser, por su condición de no ente más allá del ente, excede la capacidad del pensar humano; en el extremo más bajo se encuentra la materia, incognoscible precisamente por ser no ente por debajo del ente. Entre los dos extremos discurre el alma humana, cuyo conocimiento oscilará según la relación que establezca con el cuerpo, desde el más bajo nivel, propio del alma vegetativa, hasta el superior que, desligándose del cuerpo, se apoya en la presencia de la Inteligencia en el alma racional que le permite «comprenderlo [el Uno-Ser] sin comprensión y pensarlo sin pensamiento […] alcanzar la indecible prenoción (proennoia)» [Comentario al Parménides II, 16-20].
Si en otros ámbitos de su pensamiento Porfirio busca la convergencia entre la filosofía platónica y aristotélica, en lo referente al alma y su unión con el cuerpo rechaza decididamente la doctrina de Aristóteles.

7. Metafísica

Porfirio en algunos textos ―Sentencias sobre los inteligibles e Historia de la filosofía― acoge la estructura triádica de las hipóstasis divinas pensada por Plotino: Uno-Inteligencia-Alma. Sin embargo, es precisamente en este ámbito de su pensamiento donde Porfirio se muestra más original, introduciendo algunas modificaciones anticipadas en parte por filósofos medioplatónicos ―como Numenio― y presentes también en los Oráculos Caldeos.
Desde un punto de vista historiográfico, reviste cierta importancia la atribución a Porfirio de un Comentario al Parménides considerado durante siglos anónimo. En dicho comentario Porfirio se separa claramente de Plotino, considerando que a la primera hipóstasis, el Uno, no se le puede negar la condición de Ser. Porfirio piensa el Uno, como se ha dicho, como no ente más allá del ente; no ente que coincide, sin embargo, con el Ser, que se identifica con él. La primera hipóstasis trascendente, el principio primero es, pues, para Porfirio el Uno-Ser, entendido como simplicidad máxima, como actividad pura y absoluta indeterminación, idea de ente.
«Mira ahora si Platón no parece dar a entender esto, que el Uno que está más allá de la sustancia y del ente, no sea ni ente, ni sustancia, ni actividad, sino que más bien actúe y sea Él mismo puro obrar; en consecuencia Él mismo sería el Ser que es antes del Ente; participando de este Ser por tanto, el Segundo Uno posee un Ser derivado, y esto es el ‘participar del ente’. Se sigue, por tanto, que el Ser es doble: el primero preexiste al Ente, el segundo es aquel que es producido por el Uno que es más allá; y el Uno es en absoluto él mismo Ser, de algún modo es la Idea del Ente; el Segundo Uno ha sido generado participando de este Ser, y a él está unido el ser segundo que procede del Ser primero» [Comentario al Parménides XII, 22-35].
De este modo, como señala Hadot, a quien corresponde el mérito de la atribución del Comentario a Porfirio, aparece con claridad una distinción que sucesivamente tendrá gran peso en la historia del pensamiento, la de ser como actividad e indeterminación máxima, y ser como ente, ser determinado que participa y recibe realidad del primer ser [Hadot 1999: 317-353].
Pero más allá de esta concreta afirmación, la tendencia general del pensamiento metafísico de Porfirio es la de subrayar la recíproca implicación de las hipóstasis subsistentes y, a la vez, su peculiar identidad.
En cierto modo Porfirio consagra una tendencia que será seguida por el sucesivo pensamiento platónico: poner de manifiesto el dinamismo interno, la continuidad y las relaciones entre las hipóstasis divinas. En el fondo se trataba de un problema latente en los diálogos platónicos y sentido como particularmente relevante en la filosofía-teología hebrea ―Filón de Alejandría―, cristiana ―Clemente de Alejandría y Orígenes― y pagana, Oráculos Caldeos.
Si Plotino, sin negar la relación entre ellas, insistía en la identidad propia de cada hipóstasis, Porfirio buscaba en cambio subrayar su recíproca implicación; no sólo su distinción, sino sobre todo su continuidad.
Porfirio, además, acerca el ser a la vida (zoê) y al pensamiento (nous), actividades fundamentales que el mismo Platón en sus diálogos atribuía al ser verdadero [Sofista 248 e-249 a], que caracterizaban también al primer motor de Aristóteles [Metafísica XII, 7, 1072 b 13-30] y que Plotino atribuía a la segunda hipóstasis, Ser, Vivir y Pensar [Enéadas VI 9, 2, 21-25]. De este modo Porfirio identifica la tríada Uno-Ser, Inteligencia y Alma con la tríada Ser, Pensamiento y Vida, subrayando, como se ha dicho, su recíproca implicación. Por ello el Uno-Ser es entendido también como Pensamiento y Vida, sin que sin embargo los términos se confundan. El Uno es Ser e Inteligencia de modo diverso a como lo es la segunda hipóstasis, la Inteligencia, primer Ente generado por el Uno-Ser, y es Vida, o mejor vivir, en modo diverso de la hipóstasis tercera, el Alma. En el primer Uno ser, vivir y pensar son infinitos, carentes de toda determinación, mientras que en las hipóstasis sucesivas el pensar y el vivir se determinan precisamente como Pensamiento y Vida. Al Uno-Ser le corresponde un pensar pre-eterno, mientras que la Inteligencia es propiamente pensamiento eterno. Y la Inteligencia está a la vez presente en la tercera hipóstasis, el Alma que, sin embargo, es entendida sobre todo como Vida. El proceso generativo de las hipóstasis a partir del Uno-Ser sigue el ritmo, obviamente atemporal, de la permanencia, procesión y retorno. Del Uno-Ser procede la Vida infinita que, en cuanto retorna al Uno se constituye en Pensamiento, y del Pensamiento procede el Alma, que adquiere su identidad dirigiéndose al Pensamiento [Girgenti 1996: 167-235].
De este modo la tríade de las hipóstasis adquiere diversidad de matices e implicaciones, que Porfirio ordena de modo ternario y en donde cada terna contiene y mide todo. Así el primer principio es a la vez Uno-Ser, Pensamiento y Vida, del que procede la segunda hipóstasis, segundo Uno, Pensamiento que es también Ser-Ente y Vida, dios engendrado que contiene en sí los inteligibles y de quien procede la tercera hipóstasis, el Alma. Y en el Alma también está presente el Uno-Ser, la Inteligencia ―en este caso una inteligencia demiúrgica― y la Vida, causa directa del universo visible, del alma cósmica y de todas las almas particulares de las sustancias físicas.
Una de las Sentencias de Porfirio, la 10, contiene una afirmación que encierra de alguna manera la clave de su modo de pensar: 
«Todo está en todo, pero de modo propio según la esencia de cada cosa». 
Hay sí una derivación jerárquica de toda la realidad desde el Uno, pero a la vez una fuerte continuidad y semejanza entre las hipóstasis. Este modo de pensar permite a Porfirio acoger alguna de las afirmaciones de los Oráculos Caldeos, sobre todo aquellas que subrayan la trascendencia del primer principio y las recíprocas implicaciones entre los principios, acercando de este modo a su propia triada la triada caldea: Padre (patêr), Potencia (dunamis) e Intelecto (nous).
Probablemente fue el mismo Porfirio quien permitió que los Oráculos fueran interpretados como un sistema de tríadas. Se debe advertir, sin embargo, que la apertura de Porfirio a los Oráculos no era de carácter religioso, como si se tratara de un texto verdaderamente revelado; los aceptaba en la medida en que eran susceptibles de una interpretación conforme al pensamiento platónico. De esta manera, a la vez, justificaba su convicción de que toda sabiduría, también aquella extraña a la cultura griega, confluía en el pensamiento de Platón.

8. Defensa de la religión tradicional y crítica del cristianismo.

No hay duda de que Porfirio fue un pensador profundamente religioso y, a la vez, estrechamente ligado a la tradición cultural greco-romana. Porfirio, como parte de los intelectuales de su época y, con alguna frecuencia, la misma autoridad política, vieron la rápida difusión del cristianismo como un peligro para la supervivencia de la propia tradición cultural y para la estabilidad del Imperio.
Los tratados en los que Porfirio se ocupa de la cuestión religiosa se enmarcan dentro de un mismo proyecto cultural, que miraba a proponer un ideal de vida ético-religioso en sintonía con la tradición religiosa greco-romana ―Carta a Marcela―, a señalar el acuerdo universal entre todas las religiones, que reconocerían la trascendencia de un primer principio, Dios, el cual se manifiesta a los hombres de modos distintos y complementarios, sirviéndose de una multiplicidad de dioses inferiores ―Filosofía de los oráculos― y, en tercer lugar, a denunciar la religión cristiana en la medida en que se separaba y rechazaba la religión tradicional que Porfirio defendía ―Contra los cristianos. Si esta última obra contiene los ataques directos de Porfirio al cristianismo, también en las otras obras citadas manifiesta, de modo más o menos velado, su aversión a esta fe.
La Carta a Marcela puede, en efecto, ser leída como una propuesta de vida filosófica alternativa al cristianismo, que Porfirio consideraba una fe irracional. En la Filosofía de los oráculos Porfirio defiende el culto al Dios trascendente y a los dioses en el primer libro, el culto a los daimones, en el segundo, y en el último el culto a los héroes. El propósito de Porfirio es justificar la religión tradicional, tanto greco-romana como de otros pueblos. En el tercer libro incluye a Cristo entre los hombres divinos, como otros filósofos y héroes del pasado, pero ataca a los cristianos por su pretensión de hacer de Cristo el primer Dios y, en consecuencia, por su apostasía de la religión tradicional.
Antes de detenernos a examinar algunas de las principales críticas que Porfirio dirige al cristianismo en la tercera de las obras mencionadas, es necesario señalar las condiciones en que el texto del Contra los cristianos nos ha llegado.
Porfirio fue considerado por los cristianos del siglo IV el mayor enemigo de su fe, hasta el punto de que sus obras fueron condenadas a la destrucción, primero, en torno al 320, por el emperador Constantino, y después, en el 448, por los emperadores Teodosio II y Valentiniano III. Esto explica la dificultad de conocer con exactitud el contenido del Contra los cristianos. Durante algún tiempo, siguiendo el testimonio de Eusebio [Hist. Eccles. IV,19, 2], se consideró que se trataba de una obra que Porfirio habría escrito en Sicilia, antes del 270, año de la muerte de Plotino. Hoy la mayor parte de los estudiosos tienden a asignarle una datación posterior, en torno a los primeros años del siglo IV, y a considerarla quizá más que una obra unitaria, una colección de escritos en los que Porfirio atacaba al cristianismo. La obra comprende, en efecto, una serie de fragmentos, extraídos en su mayor parte de obras de autores cristianos, que sin embargo no todos los estudiosos concuerdan en atribuir a Porfirio. Por este motivo, la principal edición de la obra preparada en 1916 por A. von Harnack, que constituye todavía hoy el texto de referencia, no resulta del todo satisfactoria. Concretamente, son discutidos los 52 fragmentos, buena parte del total, procedentes del Apocriticus de Macario de Magnesia, apologista cristiano del siglo IV [Ramos Jurado 2006].
La seriedad de las críticas de Porfirio derivaban de su buen conocimiento de la Escritura cristiana y de la vida de la Iglesia, de su preparación filosófica, histórica y filológica, y de su aguda inteligencia. Porfirio resaltaba las contradicciones que, desde una perspectiva puramente humana y condicionada por fuertes prejuicios, encontraba en la Sagrada Escritura, en algunos casos las mismas que los teólogos cristianos intentaban resolver sirviéndose de la interpretación alegórica y del significado unitario de la revelación.
No es fácil dar una idea del contenido del Contra los cristianos. En su edición, von Harnack agrupa los fragmentos en torno a las críticas que Porfirio dirige al valor de los testimonios de los evangelistas y apóstoles sobre la persona de Cristo, al antiguo testamento, a los hechos y palabras de Cristo, a los dogmas cristianos y a la Iglesia. Tales críticas van precedidas, a modo de introducción, por el juicio que en su conjunto el cristianismo merecía para Porfirio. Y es precisamente en este primer fragmento, conservado por Eusebio en su Preparación evangélica, donde Porfirio, después de haber señalado las razones por las que, en su opinión, los cristianos se habían hecho acreedores del desprecio de los paganos ―cambio de vida, separación de las costumbres tradicionales, rechazo de la divinidad, desprecio de los sacrificios, de los ritos de iniciación y de los misterios, pretensión de verdad de la propia fe, seguidores de las fábulas de los hebreos― añade:

«¿Cómo no va a ser manifestación de perversión y de extrema volubilidad el cambiar fácilmente las costumbres propias, y elegir con una fe irracional y no sometida a examen los usos de los impíos y de los enemigos de todos los pueblos sin confiar siquiera en aquel Dios honrado por los judíos según sus leyes, y tomar en cambio una vía para ellos insólita, solitaria e impracticable, que no es seguida ni por las costumbres de los griegos ni por las costumbres de los judíos?» [Contra los cristianos, fr. 1, 16-21].
En su conjunto, Porfirio continuaba a considerar la fe cristiana, como antes que él Galeno (129-216) y Celso (s. II), irracional, alogon. Una fe que no sólo prescinde de la razón, sino que confía en dogmas que Porfirio considera en evidente contraste con ella. Los cristianos, en efecto, no sólo se separan de la religión tradicional greco-romana, sino también de la religión hebrea, de la que por otra parte pretenden ser sus continuadores. Su camino es solitario, pues a diferencia de los judíos, y de los demás pueblos, no adoran un primer Dios trascendente, sino a un hombre, Jesús, que pretenden identificar con el Dios supremo.
Fe irracional, pues las creencias de los cristianos no estarían apoyadas, en opinión de Porfirio, por la argumentación de la razón. A diferencia de la fe que él propone, que contiene, como garantía de su verdad, la tradición religiosa greco-romana, y hasta cierto punto las convicciones de las demás religiones, sostenida por la filosofía helénica, la fe cristiana se apoya solamente en la autoridad de la Sagrada Escritura. Por este motivo, el cristianismo sería para Porfirio un burdo fideísmo, cuyos contenidos se aceptan sin reflexión: 
«llamamos difamadores ―dice Eusebio con referencia a Porfirio― a aquellos que sostienen que no podemos demostrar nada por medio de la prueba, sino que nos presentamos como quienes abrazan una fe irracional» [Contra los cristianos, fr. 73, 6-8].
La entera vida de quienes siguen a Cristo sería para Porfirio irracional, como muchos de sus dogmas. Y no servirían a nada los esfuerzos interpretativos de los cristianos en su intento de superar las paradojas que presentan las narraciones de la Sagrada Escritura y las palabras de Cristo. Porfirio conocía, según el testimonio de Eusebio, la interpretación alegórica de Orígenes, y probablemente tenía presente en sus críticas su trabajo exegético. Porfirio, que dedicó algunas de sus obras a interpretar alegóricamente a Homero, no aceptaba sin embargo la aplicación del mismo método a las Escrituras cristianas, porque las consideraba sobre todo narraciones históricas sin un particular valor literario y sus autores, además, a diferencia de Homero, no las escribieron con la intención de esconder otros significados. Aplicar a las Escrituras la interpretación alegórica, como había hecho Orígenes, no era sino trasladar de modo abusivo un instrumento propio de la cultura griega a un ámbito cultural completamente diverso y, además, no para aclarar significados ocultos, sino para evitar las evidentes contradicciones que contenían. Porfirio consideraba que las Escrituras debían ser entendidas según su significado literal y, en consecuencia, dejando en pie todas sus contradicciones [Zambon 2002: 245-250].
Precisamente porque las Escrituras representaban para los cristianos el principio de autoridad de su fe, Porfirio concentró sus ataques en minar la veracidad y la historicidad de las Escrituras. El antiguo testamento no merecería para Porfirio credibilidad alguna, por lo inverosímil de algunos hechos narrados, como la historia de Jonás o del profeta Oseas, y por la falsa atribución de alguno de sus libros a Moisés o a Daniel. Y tampoco merecería crédito el nuevo testamento ―los evangelios, los Hechos de los apóstoles y algunas cartas de Pablo―, basado en el testimonio de los evangelistas y los apóstoles, personas poco fiables, seguidores, también ellos con una fe irracional, de un hombre, Jesús, cuyas palabras y actitudes resultaban a Porfirio poco comprensibles, con frecuencia criticables, e incoherentes con su pretensión de ser considerado más que un hombre.
De esta manera Porfirio oponía su propia fe, su filosofía racional, a la fe cristiana, irracional e incapaz de demostrar su credo. Entre las verdades del dogma cristiano que más contrastaban con la fe racional de Porfirio, y de las que quedan rastro en el Contra los cristianos, estarían: la omnipotencia divina, la encarnación de Dios, la condición de Jesús como logos, la redención a través de la cruz y, más en general, la plausibilidad de una salvación realizada en el tiempo, y la resurrección de los muertos. Algunas de estas verdades fueron ya criticadas por Galeno y Celso, y hasta cierto punto Porfirio se mueve en continuidad con sus predecesores. La novedad que Porfirio introduce, tanto en la defensa de la religión tradicional como en su ataque al cristianismo, radica en la inserción de su propio pensamiento filosófico que, por una parte, ofrece a la religión tradicional un nuevo fundamento y, por otra, le concede nuevos argumentos para rechazar algunos dogmas cristianos y considerar irracional e inaceptable la entera fe cristiana. La fusión en Porfirio entre la religión y el pensar filosófico llega hasta el punto de impedirle acoger cualquier creencia que en algún modo lo contradiga. La filosofía se convierte para Porfirio, como se ha señalado, en religión, un modo de vida fundado sobre lo que él considera una fe racional.

9. Conclusión.

Por los motivos ya señalados, no resulta posible una reconstrucción completa del pensamiento de Porfirio. Sin embargo, los estudios de los últimos años han contribuido a modificar en buena medida la imagen que de él se tenía y su relevancia en la historia del pensamiento posterior. En esta conclusión se hará referencia brevemente a su influjo en dos ámbitos distintos ―lógica y metafísica― y con más detenimiento a su crítica al cristianismo, porque hasta cierto punto encierra la clave de su filosofía.
Porfirio tuvo una importancia decisiva, a través de la Isagogé y de sus Comentarios a las Categorías de Aristóteles, en la configuración de los estudios filosóficos de la tarda antigüedad y del medioevo. Sus obras fueron durante algunos siglos el vehículo obligado para introducirse a los estudios filosóficos y, a través de ellas, Porfirio transmitió, además de la lógica de Aristóteles, una visión platonizada del aristotelismo que sin duda dejó una profunda traza en la filosofía de la tardoantigüedad y del bajo medioevo.
Los principales filósofos platónicos posteriores a Porfirio se distanciaron en algunos puntos de su teología metafísica; no aceptaron, sobre todo, la crítica de Porfirio a la teúrgia. Como afirma Damascio (462-538), «algunos ponen sobre cualquier otra cosa la filosofía, como Porfirio, Plotino y otros muchos filósofos; otros ponen en primer lugar el arte hierática, como Jámblico, Siriano, Proclo y todos los hieráticos» [In Phaedonem (versio I), 172, 1-3]. Y, sin embargo, su especulación sobre las hipóstasis divinas y sus recíprocas relaciones influyeron no sólo en la posterior metafísica pagana, sino también en la teología trinitaria de algunos autores cristianos, como Mario Victorino y san Agustín.

Se manifiesta de este modo una aparente paradoja: el respeto, por una parte, de algunos autores cristianos por el pensamiento de Porfirio y, a la vez, la dura oposición de esos mismos escritores, junto con otros muchos, a sus ataques al cristianismo. No faltaron, en efecto, respuestas al Contra los cristianos de Porfirio. En el fondo lo que estaba en juego no era tanto algunos de los principales dogmas cristianos que Porfirio no aceptaba, sino su rechazo general del cristianismo como fe irracional. En este sentido, la crítica más adecuada a Porfirio, porque dirigida a la raíz del problema, es la que Metodio de Olimpia († 311), de modo aparentemente marginal, le dirige: 
«equiparan a Dios a la medida de su propio modo de pensar» [Contra los cristianos fr. 83, 2-3].
 En efecto, algunos de los postulados de Porfirio, heredados de Plotino y del platonismo de su tiempo, condicionan su modo de entender a Dios y al hombre, e indirectamente condicionan su comprensión del cristianismo. Además de otras circunstancias de carácter cultural, lo que en Porfirio parece decisivo a la hora de interpretar tanto la religión tradicional como la fe cristiana es su especulación filosófica. En este sentido resulta determinante la identificación que establece entre el ser y el pensar. Ente, en sentido fuerte, es para Porfirio la realidad inteligible, ta noêta, y en consecuencia el primer principio, el Uno-Ser, debe ser pensado como no-ente más allá del ente, no pensamiento más allá del pensamiento y, a la vez, como ser indeterminado, actividad pura, idea de ente y pensar absoluto, más allá del pensamiento, pensar sin objeto. Tal principio, Uno-Ser, es sin duda considerado por Porfirio trascendente, indecible e ininteligible y, sin embargo, nunca podrá liberarse completamente de la decisión previa de identificar el ser y el pensar y, como consecuencia, resultará siempre un Uno-Ser relativo a tal modo de pensar. De modo correlativo, la materia se convierte para Porfirio, por su estructural indiferencia, en la última problemática realidad, auténtico no ser, no-ente inferior al ente. Tal visión de la materia incide en la comprensión del hombre, considerado exclusivamente como alma, que deberá someterse a un rígido ascetismo para poder aspirar a su unión con el primer principio. Tal unión es posible por la presencia del principio en el alma humana; todo está en todo, también todo está presente en el alma a causa de su unión con el nous, que le permite captar lo que por sí mismo no se puede captar, el primer principio más allá del ente y del pensamiento.
La afinidad que Porfirio establece entre el pensar y el ser, y la consiguiente confusión entre ontología y gnoseología, impiden que su dios, ser-pensar, pueda librarse de las redes de un pensamiento que así lo piensa, que explica de ese modo su incognoscible trascendencia. Dios queda obligado a plegarse a las leyes de tal pensamiento, quedando privado de la libertad de ser y manifestarse de modo diverso a como tal pensamiento lo concibe.
La teología metafísica de Porfirio, aunque en algún momento invoque la fe, se ve obligada a defender sólo una fe racional, capaz de acoger cuanto sobre Dios su razón reconoce y, al contrario, rechazar, porque irracional, un Dios que pretenda manifestarse en manera diversa del modo como su razón lo piensa, también porque tal razón, como toda razón humana, es para Porfirio consustancial a la Inteligencia y no puede, cuando consigue entrar en sí misma, sino reflejar la divinidad: cada uno, «en virtud de su propio ser y a través de sí mismo, puede elevarse al no-ente más allá del ente» [Sentencias sobre los inteligibles 26, 5-6].
En definitiva, aunque Porfirio proclame la trascendencia de Dios, en realidad la niega, porque, como afirma Metodio, mide su naturaleza y su obrar con la medida del propio pensamiento. La fe cristiana, que Porfirio consideraba irracional, deja en cambio la iniciativa a Dios, permitiendo que sean el pensamiento y la revelación divinas quienes midan el pensamiento humano.

10. Bibliografía

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No existen traducciones españolas de todas las obras y fragmentos de Porfirio. Señalo en primer lugar las traducciones en español de algunas de sus obras y, a continuación, las traducciones en otras lenguas, principalmente en italiano, de las que me he servido.

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