Hacer cantar en español a Shakespeare.
Las traducciones de Hamlet de Raúl Zurita y de Macbeth de Idea Vilariño representan un desafío enorme, un desafío que ambos han sorteado de manera notable, contribuyendo a acercar al lector actual unas obras que poseen la dificultad no solo de haber sido escritas en otra lengua (el inglés), sino que en una época muy distinta a la nuestra. Y ya se sabe: el inglés isabelino es apenas inteligible para el público anglófono de hoy.
Sebastián Duarte Rojas
22 Mayo 2025
La reedición de dos traducciones de Shakespeare, llevadas a cabo por Idea Vilariño y Raúl Zurita, es motivo de celebración y una oportunidad para pensar en la importancia que traducir al dramaturgo inglés ha tenido para tantos poetas hispanoamericanos. Solo para quedarnos en el caso de Chile, aquí tenemos aquella icónica traducción y, en algún sentido, apropiación —pese a ser sorprendentemente “fiel” a la obra, dejando de lado por un momento lo problemático de aquel concepto—: Lear, rey & mendigo, de Nicanor Parra, quien intentó además traducir Hamlet, un proyecto que por desgracia quedó inconcluso; también vale la pena recordar la traducción de Pablo Neruda de Romeo y Julieta, y otras dos adaptaciones más recientes en las tablas nacionales: La tempestad, reescrita por el gran dramaturgo Juan Radrigán, y El sueño de una noche de verano, en décimas que lograron capturar su sentido del humor, de los payadores Luis Villalobos y Manuel Sánchez.
Esta pequeña muestra de poetas interesados en su obra deja en evidencia que, pese a la aburrida impresión estereotípica que suelen dejar los colegios, Shakespeare escribió en el cruce entre alta y baja cultura: junto a la poesía que asciende hasta las nubes en algunos soliloquios, encontramos también la chispa y el lenguaje popular. Esto se debe a que el teatro isabelino no iba dirigido solo a una élite: a los asientos elevados del Globo asistían nobles e intelectuales, pero a los groundlings les bastaba con un penique para entrar al foso, desde donde observaban las obras de pie; el éxito de un montaje, por lo tanto, dependía de satisfacer a este amplio rango de espectadores.
Sin embargo, la doble barrera lingüística que nos separa del Bardo —doble porque el inglés isabelino es apenas inteligible para el público anglófono actual— hace difícil ver todo eso, y si sumamos la complejidad adicional de la naturaleza poética de sus parlamentos, la tarea de traducirlo al español, de lograr acercar a espectadores y lectores a esta obra desde nuestra lengua y nuestro tiempo, es un reto enorme, pero uno que ha obsesionado a varios poetas, o que al menos ha hecho que varios directores recurran a poetas cuando desean montar obras de Shakespeare, ya que confían en su capacidad de recrear en español la fuerza del lenguaje original.
Zurita tradujo Hamlet por encargo de Gustavo Meza, quien escenificó esta versión en 2012; luego el texto fue publicado por Tácitas en 2014, la misma editorial que, junto a Ediciones UCM, volvió a ponerlo en circulación una década después. Es otra editorial universitaria chilena, Ediciones UDP, la que rescató el Macbeth de Vilariño. La poeta y ensayista uruguaya tradujo a varios escritores, pero en especial a Shakespeare, y esta es una de las traducciones que hizo para la colección del autor en Losada. En esta reedición se añadió el fascinante ensayo “Sobre los golpes a la puerta en Macbeth”, de Thomas de Quincey, traducido por Juan Manuel Vial, y desde la editorial han informado que seguirán publicando más traducciones shakespearianas de Vilariño.
Los argumentos de estas dos obras son bien conocidos incluso para quienes nunca las han visto o leído. En Dinamarca, el príncipe Hamlet recibe la visita del fantasma de su padre, el rey del mismo nombre, que le anuncia que fue asesinado por su hermano Claudio, quien ahora ocupa el trono y comparte el lecho marital con su esposa Gertrudis; el meditativo príncipe jura venganza, pero primero emplea a una compañía de actores para confirmar la culpa de su tío, y en el camino le rompe el corazón a Ofelia, la joven cuyo final fue tan bellamente retratado por John Everett Millais. Macbeth, por su parte, recibe la profecía de tres brujas que le anuncian que será rey, lo que, junto a los empujones de su esposa, la implacable Lady Macbeth, lo lleva a matar hasta conseguir la corona de Escocia, tras lo que debe seguir deshaciéndose de los posibles herederos del trono, mientras las demás profecías de las brujas se cumplen una a una hasta que lo pierde todo.
Estas ediciones de Shakespeare presentan diferencias formales que pueden llamar la atención. Partiendo por la más externa, Vilariño, debido a que este fue un encargo editorial y solo luego recibió montajes escénicos, escribió una introducción y notas al pie, las que no estorban en la lectura, ya que se atienen a referencias poco conocidas y problemas de traducción. Zurita en cambio, en lugar de agregar elementos, quitó las acotaciones que suelen acompañar el texto, lo que para algunos lectores puede resultar confuso, pero deja en evidencia un aspecto esencial del teatro de Shakespeare (y del teatro occidental anterior): cuando los avances en escenografía y efectos eran escasos, el habla era la responsable de crear la acción dramática, era en sí misma un lenguaje acotacional; esto explica, por ejemplo, que Ofelia, luego de que Claudio se ve acusado en el escenario, diga:
¿Es perfecta alguna de estas dos traducciones?
No, como en cualquier otra, uno podría ser quisquilloso y ponerse a criticar una palabra o verso que habría resuelto de otra manera, pero qué sentido tiene eso ante versiones que, vistas como un todo, logran transmitir la potencia escénica y literaria de estas obras, versiones en las que sin duda priman los aciertos y en las que incluso encontramos una que otra epifanía por parte de los poetas-traductores.
¿Qué más les podríamos pedir?
En su traducción de Macbeth, Vilariño, una poeta que en su propia obra se mueve con comodidad entre el metro y la rima, intenta conservar los elementos formales de la obra, como la distinción entre los personajes que hablan en verso o en prosa, o las secciones rimadas y no rimadas —suele haber un pareado al final de ciertas escenas; riman los cantos de las brujas y su diosa, Hécate—; también busca conservar el pentámetro yámbico mediante endecasílabos, si bien estos, debido a que el inglés es una lengua mucho más sintética que el español, en especial en manos de un poeta con la concentración expresiva de Shakespeare, requieren más versos en castellano para intentar decir lo mismo. Toda esta mezcla la lleva a insertar versos adicionales más breves para compensar cuando no tiene otra salida:
“Lo hermoso es feo y lo feo es hermoso; / revoloteemos / por entre el aire lóbrego y brumoso”, cantan las brujas al inicio.
En Hamlet, Zurita toma otra ruta. Solo conserva el verso en contadas ocasiones: el rimado se restringe a los parlamentos de los actores que, por encargo del príncipe, escenifican La Ratonera, la obra dentro de la obra, y a las canciones finales de Ofelia; en cuanto al verso sin rima, este aparece en dos soliloquios de Hamlet y uno de Claudio, en los que la versificación es, como puede reconocer cualquier lector del poeta, absolutamente zuritiana, desde la extensión de las líneas, largas y cadenciosas, a la manera en que las corta:
“¡Ah si ablandada por las torrenciales lágrimas esta carne / demasiado densa pudiese disolverse, derretirse, / convertirse en humo! ¡Ah si el Eterno su decreto / contra el suicidio no fijara!”.
Es digno de nota que, pese a ser versos mucho más largos que los de Vilariño, igual emplea más líneas en español para expresar lo que en inglés se decía en menos.
Zurita, además, tradujo la obra de lleno al español local, lo que queda claro desde la primera escena, una conversación entre dos guardias:
- Francisco: Mil gracias por el cambio. Hace un frío de pelarse y siento una opresión en el pecho.
- Bernardo: ¿Todo tranquilo?
- Francisco: Positivo. No se ha movido ni la cola de un ratón.
“Positivo” no traduce ninguna palabra de la versión en inglés, es un agregado como guiño al lenguaje policial chileno. La ventaja de esto no es solo la mayor cercanía con el público, sino también que le permite a Zurita poner en evidencia ciertos rasgos de los personajes que se observan en inglés, como las diferencias de clase (“compadre, si no fuera una pitucacha te apuesto que no tendría entierro cristiano”, dice uno de los sepultureros sobre Ofelia) o el lado adolescente de Hamlet, que reacciona así tras las revelaciones del fantasma:
“¡Calaña de mujer, la más criminal, la más puta! ¡Maldito rastrero, adulón, chupapicos!”.
Esta elección léxica puede llamar la atención, pero escénicamente es más efectiva que otras traducciones, como la clásica del dramaturgo español Leandro Fernández de Moratín:
“¡Oh, mujer, la más delincuente! ¡Oh! ¡Malvado! ¡Halagüeño y execrable malvado!”.
Vilariño, por su parte, tiende a conjugar en vosotros, lo que podría resultar alienante, pero uno casi ignora ese bache debido a la delicadeza conversacional y fuerza poética de sus versos, como se puede ver al inicio de uno de los soliloquios fundamentales de la obra:
Lady Macbeth:
Venid aquí, vosotros, los espíritus
que servís a las ideas de muerte,
¡asexuadme y llenadme enteramente,
de la cabeza hasta los pies,
de la más espantosa crueldad!
¡Haced que se espese mi sangre,
cortad acceso y paso a la piedad;
no vaya a conmover con su visita
algún remordimiento natural
mi propósito cruel, ni se interponga
entre este y su ejecución!
Ese fragmento muestra uno de los puntos comunes a estas dos obras y otras de Shakespeare, en las que el asesinato es algo tan antinatural que, para llevarlo a cabo, Lady Macbeth debe abandonar hasta su sexo para abrazar la crueldad, y su esposo se siente deshumanizado por apenas contemplar la idea:
“Mi pensamiento, cuyo asesinato / solo es imaginario todavía, / choca mi frágil condición de hombre”.
En ese sentido, Claudio y Macbeth son muy similares: los dos obtuvieron la corona por la sangre y se sienten perseguidos por el peso de su transgresión.
“¡Ay! La fetidez de mi monstruosa culpa va ascendiendo / hasta el cielo llevando la más atroz de las maldiciones: / el asesinato de un hermano”, reza Claudio en Hamlet:
“Si este brazo aborrecible se ha manchado / con la sangre filial, dime, Dios, ¿habrá en tus cielos / compasivos lluvia suficiente para lavarlo y dejarlo / blanco como la nieve?”.
El “blanco” de esa línea alude a la pureza, un significado obvio para los espectadores y lectores actuales, pero no pasa lo mismo en Macbeth, donde ese mismo color se usa en más de una ocasión como señal de cobardía, tal como cuando, luego de que su esposo expresa pensamientos similares a los recién citados de Claudio, Lady Macbeth le responde esgrimiendo estos versos, de donde proviene el título de esa gran novela de Javier Marías: “Mis manos son del color de las tuyas; / pero me sentiría avergonzada / llevando en mí un corazón tan blanco”.
En Macbeth, el personaje que más fascinación despierta es aquella feroz reina, mientras que en Hamlet es la figura del príncipe la que presenta más facetas a las que un buen actor puede sacar provecho. En su traducción, Zurita permite ver varios rasgos de esa personalidad, no solo un joven herido, dubitativo, forzado a la venganza, sino también burlesco, ingenioso y cruelmente irónico:
“Economía, Horacio, economía. Todavía no se han enfriado los platos del velorio cuando ya están servidos en las mesas de la boda…”.
Y en el representativo soliloquio del “Ser o no ser”, en que ese no ser es la ideación suicida, el poeta chileno hace evidentes las conexiones con el presente:
(…) Porque, ¿quién podría soportar
los quebrantos y penas de la lacrimosa vejez,
la injuria de las enfermedades, el atropello homicida
de los dictadores, el desprecio de los poderosos,
las descuartizantes angustias del amor desdeñado,
el maltrato de los empleados, la corrupción
de los jueces, cuando bastaría que el puñal trazara
apenas una línea en la frágil muñeca para liberarlo
del infortunio?
“El mundo está al revés. ¡Maldita suerte haber nacido y tener que arreglarlo!”, dijo Hamlet algunas escenas antes, una frase que resume el eje de estas dos obras: como la corona está en manos de quienes la obtuvieron por medio de la traición, no solo se producen nuevos derramamientos de sangre, sino también un desequilibrio fundamental en el reino y en la realidad toda. Lo mismo —traducido con especial cuidado por Vilariño, quien claramente entiende que es un punto que nos confirma la perenne actualidad de estas obras— se hace explícito en Macbeth:
Ross:
¡Ay, pobre patria! Casi tiene miedo
de reconocerse a sí misma.
No puede ser llamada nuestra madre
sino nuestro sepulcro; donde a nadie
como no sea a aquel que nada sabe
se le vio sonreír alguna vez;
donde suspiros, gritos y gemidos
que desgarran el aire son lanzados
pero pasan inadvertidos; donde
la violenta aflicción parece solo
una emoción corriente (…).
¿Es perfecta alguna de estas dos traducciones?
No, como en cualquier otra, uno podría ser quisquilloso y ponerse a criticar una palabra o verso que habría resuelto de otra manera, pero qué sentido tiene eso ante versiones que, vistas como un todo, logran transmitir la potencia escénica y literaria de estas obras, versiones en las que sin duda priman los aciertos y en las que incluso encontramos una que otra epifanía por parte de los poetas-traductores.
¿Qué más les podríamos pedir?
A las buenas traducciones de Shakespeare quizá debamos aplicar lo que dijo De Quincey sobre el conjunto de sus obras:
“Han de ser estudiadas con la total sumisión de nuestras facultades, bajo el convencimiento absoluto de que en ellas no puede haber demasiado ni demasiado poco, nada inútil o inerte, puesto que mientras más insistamos en nuestros descubrimientos, más pruebas obtendremos de una composición y de una estructura que se sostiene a sí misma allí donde el ojo negligente no había visto nada salvo casualidad”.
ultimo articulo sobre los apellidos de las grandes familias que han sido miembro del toisón de oro.
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