El Abogado Ángel Ossorio y Gallardo, señalo en libro "Alma de la Toga" que los Abogados de España y América Latina tiene una enorme incultura que caracteriza a la mayor parte de los Letrados. El abogado latinoamericano y español apenas lee. Este distinguido Abogado tiene razón, da rabia ver mayor parte de sus bibliotecas. Digo mal. Lo que da rabia es ver su absoluta carencia de bibliotecas. Muchos se valen solo manuales básicos, como manual de derecho procesal de Casarino o derecho civil de Meza Barros, si es lo que tiene, ya muchos usan los nuevos manuales de derechos, que se caracterizan por ser cada vez mas resumidos y esquemáticos. Contar con libros jurídico de peso como los de don Arturo Alessandri y don Claro Solar no es habitual, y alcanzar una cifra de 500 volúmenes es rarísimo en Bibliotecas de Abogados. Movimientos científico moderno, revistas jurídicas extranjeras, libro de historia, de política o sociología, novelas, versos, comedias... ¡Dios lo de! Y claro, al no leer viene el atasco intelectual, la atrofia del gusto, la rutina para discurrir y escribir, los tópicos, los envilecimiento del lenguaje.... Efectivamente, cuando llega a ese abandono, apenas hay diferencia entre un Abogado y un tinterillo; y la poca que hay a favor del tinterillo. Se argüirá: "leer es caro y no todos los abogados ganan bastante para permitirselo". Lo niego. Es inasequible para los bolsillos modestos forman una gran biblioteca; a nadie se le puede exigir tenerla, pero es fácil para todo el mundo reputar los libros como articulo de primera necesidad y dedicar a su adquisición un cinco o un cuatro o un tres por ciento de lo gane, aunque para ello sea preciso privarse de otra cosas. Mas costoso es para los médicos crear, entretener y reponer el arsenal mínimo de aparatos que la ciencia exige hoy para el reconocimiento y para la intervención quirúrgica, así como los elementos de higiene, desinfección, asepsia, etc; y a ningún medico le faltan ni se lo toleraría el publico. Y si el Abogado no pueda alcanzar ni aun ese limite mínimo, que no ejerza. El abogado debe tener inexcusablemente en su biblioteca. A).-una revista jurídica de su país y otra extranjera. B).-Una mitad - según las aficiones - de todos cuantos libros jurídicos se publiquen en el país. C).-Unos cuantos libros de novela, versos, historia, crónica, crítica, sociología y política. ¿Novelas? ¿ versos? Si. novelas y versos. Esa los recomendé porque son la gimnástica del sentimiento y del lenguaje.Se puede vivir sin mover los brazos ni piernas, pero a los pocos años de tan singular sistema los músculos estarían atrofiados y el hombre será un guiñapo. Pues lo mismo ocurre en el orden mental. La falta de lectura que excite la imaginación, amplié el horizonte ideal y mantenga viva la renovada flexibilidad del lenguaje, acaba por dejar al Abogado muerto en sus partes mas nobles, y le reduce a un código de procedimiento con figura humana, a un curialete con titulo profesional. En fin, hay que estudiar, hay que leer, hay que apreciar el pensamiento ajeno, que es tanto como amar la vida, ya que la discurrimos e iluminamos entre todos; Hay hacerlo o nos convertiremos en una profesión desprestigiada. Biblioteca de un Abogado de época moderna española |
Sobre el Estatuto de Cataluña 1932-05-19 - Ángel Ossorio Señores diputados, aunque es notoria mi añeja afición a los problemas de Cataluña, sobre los cuales he hablado y escrito copiosamente, no tenía yo el valor necesario para intervenir en esta discusión, porque estaba suficientemente enterado de que en debates de este volumen sólo tienen pleno derecho a hablar las fuerzas y las categorías, y yo no soy ni una cosa ni otra dentro de esta Cámara. Pero el otro día me hizo reaccionar un noble concepto del Sr. Lerroux, que el viernes realizó algo más que un discurso, realizó un sacrificio; el Sr. Lerroux dijo: «No es lícito recatar la opinión, porque sería desleal quedarse en la penumbra para que se pudiera presumir que dejábamos al Gobierno íntegramente la responsabilidad de una medida que muchos calificarían de separatismo.» Aquello llegó a mi conciencia, y, por escasa que sea mi personalidad, comprendí que tenía un cierto deber moral de exponer ante la cámara la perspectiva de mi opinión sobre el asunto, mostrando, ante todo, mi posición ideológica para que nadie se llame a engaño más tarde. Yo soy, de muchos años, simpatizante en alto grado con el regionalismo y con la autonomía. Nacionalista, no. Ya sería fenómeno sorprendente que de los barrios bajos de Madrid hubiera salido un nacionalista catalán. Nacionalista, no. Constantemente, la última vez en un artículo que tuvo la bondad de pedirme el señor Companys para La Humanidad, he tenido ocasión de decir que me parecía muy peligroso el desmedido uso del vocablo a que los políticos catalanistas vienen entregados, porque todo núcleo humano que se siente nación, plenamente nación, se juzga con derecho a un Estado, que es la representación jurídica de la nación, y en cuanto surge el Estado brota inexorablemente, por ley de lógica, la necesidad de la independencia. De modo que dentro de un concepto de regionalismo se puede llegar a las mayores amplitudes de respeto a los hechos diferenciales, sin ningún peligro para unidades superiores. En la aplicación de un criterio nacionalista, o se tiene que ser incongruente con el principio o se tiene que llegar a la separación. Mi opinión no discrepará substancialmente, en cuanto a las soluciones, de las demás que han expuesto en la Cámara diputados no catalanes. Lo advierto de antemano para que nadie pueda experimentar una decepción. Mas yo arrancaré de puntos de vista distintos, porque o no razonaré en jurista ni en filósofo; yo me atendré a unas realidades de naturaleza política, sobre las cuales aspiro a que se produzca un unánime sentimiento de la Cámara, lo cual sería ya tener mucho avanzado para el buen trámite de la cuestión. En la cuestión catalana creo que debe empezarse por afirmar estos dos hechos innegables. Primero. Hay en el conglomerado español una porción de ciudadanos que no se encuentran a gusto con el sistema político en que está incrustado. Son varios millones, significan una economía, una cultura, una perseverancia, una fuerza, cuya encarnación tiene un siglo de antigüedad. Es, pues, indiscutible que España se encuentra ante esos compatriotas con un problema de libertad. No se juzgan ellos bien acomodados en la estructura del Estado español; quieren libertad mayor, desembarazo mayor, desenvolvimiento mayor. El hecho, con ser hecho, tiene ya una enorme pesadumbre. Segundo. El movimiento nacionalista no es interesado. Yo en esto siento discrepar de otras opiniones. ¡Ojalá lo fuese! ¡Qué cosa más fácil, habría que tramitar una cuestión de mero egoísmo, de apetitos personales, de conveniencias mercantiles! Sobre eso es muy fácil regatear. Lo trascendental y grave es que ese problema, como todos los nacionalistas, grandes y pequeños, es fundamentalmente sentimental. No le han creado los mercaderes, ni los negociantes; le sostienen, le inspiran, le desarrollan los historiadores, los arqueólogos, los poetas, los críticos, los músicos, los pintores y los escultores. Y, por natural reacción, habréis de reconocer vosotros, catalanes, que la protesta del resto de España tiene también mucho de sentimental. Oiréis a veces frases descompasadas, agresiones excesivas, hasta violencias injuriosas, que sólo tienen paridad con las que en vuestra tierra se suelen usar para con nosotros, porque son extralimitaciones de una y otra parte. Pero en todo eso, lejos de haber un motivo para la desesperanza, hay un fundamento para la ilusión, porque con toda la acritud del vocablo, con todo el encono de la polémica, con toda la severidad de la dialéctica, en una y en otra parte hay un fundamento de amor. Estos hechos nadie puede negarlos, y siendo ciertos, como son, se deriva de ellos una conclusión también indestructible: la cuestión catalana no se puede soslayar ni aplazar; ha de resolverse de un modo o de otro, pero hay que llegar al final. Cataluña tiene algo de niño –perdonad que os trate con tanta confianza, porque os conozco bien. Un niño se subordina fácilmente a la negativa o a la reprensión, mas no al engaño. A Cataluña le podemos decir que estamos conformes o discordes con ella, que votamos tal o cual cosa; pero eludir el problema, dejar que estas Cortes acaben sin haber resuelto nada, eso no. No sería propio de nuestra lealtad, ni correspondería a la nobleza con que los catalanes, dentro de sus puntos de vista, han venido a plantear ante España la totalidad de su problema. Hay, pues, que resolver. Examinemos cuáles con los caminos de la solución. Primer camino: la compresión por la violencia, el asimilismo, la extinción brutal de la aspiración catalana. Nadie lo quiere, nadie lo desea. Ni aun los más enconados de vuestros adversarios tienen contra Cataluña propósito tan absurdo y cerril. Y aunque lo tuvieran, serían completamente inútil, porque por los caminos de la violencia se aplazan algunas cosas, pero no se resuelve ninguna. Todavía está Cataluña pasándonos facturas del conde-duque de Olivares y de Felipe V. Recientemente, la Dictadura tuvo la ingenuidad de creer que había suprimido el problema porque había desatado sobre el espíritu catalán una serie de disposiciones prohibitivas, vejatorias, ofensivas. No resolvió nada; al caer la Dictadura el problema estaba mucho más enconado que antes. No hay asimilismo que resuelva el problema. Segunda fórmula: la separación. Parece que hay separatistas allá; parece –y esto es novedad- que hay separatistas aquí. De tiempo atrás algunos catalanes han sostenido la necesidad de apartarse de España, recabando una plenitud de independencia. Ahora, cuando ellos no lo dicen (por lo menos no lo dicen los que tienen solvencia), cunde la especia por el resto de España, y otras personas exacerbadas, excitadas, indignadas, exclaman: «Acabemos; déseles no la autonomía, sino la independencia total, la Aduana del Ebro, y hemos terminado.» Yo no consigo asustarme demasiado ni por los unos ni por los otros, porque creo que ni en Cataluña ni en el resto de España hay separatistas. Creo que hay en Cataluña quienes dicen que son separatistas, y hasta pienso que ellos, d buena fe, piensan también que lo son; pero el curso de la Historia nos enseña que cuando llega el momento de serlo de veras, un llamamiento del afecto, un consejo de la conveniencia, un imperativo cualquiera de la realidad basta para acabar con toda aquella literatura de la desesperación y para colocar a las gentes en su terreno. ¿Por qué? Porque en España hay algo más, bastante más de lo que dicen los espíritus enconados en el momento del enojo. No quiero hablar con un texto mío; citaré uno de persona que, aunque políticamente haya merecido muchas impugnaciones de vuestra parte y de la Cámara en general, no se puede negar que ha sido un catalanista tipo y un gran conductor de la fe y del fervor catalanistas; me refiero al Sr. Cambó. Pues el Sr. Cambó, viejo y pertinaz catalanista, dice: «Es innegable que entre Castilla y Cataluña y entre Portugal y Vasconia hay diferencias más profundas que las existentes entre Sicilia y el Piamonte, entre Provenza y Bretaña, entre Inglaterra y Escocia…, y no digamos si entre Prusia, Baviera y Austria.
Esta es, señores diputados, la verdad que en el momento de crisis se impondría a todos los intransigentes. Queramos o no –que si queremos-, hay una unidad hispánica que ha hecho la Historia, la economía, el intercambio de intereses y de manifestaciones artísticas, todo, todo lo que tienen que llevar pueblos que han corrido la misma suerte durante muchos siglos y que se comunican, por ferrocarril, dos o tres veces diarias, en diez horas de tiempo. No hay, pues, separatismo ni hay asimilismo. ¿Cuál será el camino de la solución? Pues la inteligencia; no hay otro. Y cuando oigamos en las tertulias, en los casinos y o los cafés de la calle de Alcalá o de las Ramblas manifestaciones extremistas no las tomemos demasiado por lo trágico, porque, por exclusión, se llega a la solución de que no hay más remedio que entenderse. Una de las grandes glorias de esta Cámara será que nos entendamos, y para entendernos habremos de tomar la lección de las dos negativas: del asimilismo y de la secesión; es decir, que para entendernos ni podemos desconocer la personalidad de Cataluña ni se puede pensar en una España deprimida y débil. Son, pues, los dos conceptos los que han de prevalecer para el hallazgo de la solución. Y esa solución de inteligencia, ¿qué alcance tendrá? ¡Ah!, en esto cabe una gama muy extensa. Era ayer –en la Historia los años cuentan minutos- cuando un catalanista mallorquín, gloria de las letras españolas, cuyo nombre pronuncio siempre con reverencia por sus méritos y por lo que en mi ánimo influyó, Miguel Santos Oliver, veía en el problema catalán simplemente una cuestión de buen gobierno. Al otro extremo está la ideología de Prat de la Riba, secundada y seguida por todos sus discípulos y continuadores. «No se trata –decía a los castellanos- de que nos gobernéis bien o mal; se trata de que no nos gobernéis.» (El Sr. Royo Villanova: De que os marchéis.) Creo que la frase era «que no nos gobernéis». «No se trata de que nos gobernéis bien o mal, sino de que no nos gobernéis.» Pero, en todo caso, yo rogaría de la erudición del Sr. Royo Villanova que no me estimulase demasiado en el camino de la crítica, porque tengo que proceder con todas las cautelas, con todas las precauciones y con todos los frenos. Hemos de entrar, pues, en el camino de una inteligencia sobre esos dos supuestos: que ni España, la unidad de España, la singularidad, la firmeza, el Poder de España pueden ser desconocidos, ni tampoco puede ser olvidada la realidad de la personalidad catalana. En busca de la fórmula interesa apartar del camino dos obstáculos, que tienen más importancia verbal que substantiva; pero, en fin, en pueblo como el nuestro las palabras estorban a veces más que los hechos. Esas palabras son «soberanía» y «patriotismo». A cada paso, siempre que se afronta cualquiera de los aspectos del asunto, brota el tema de la soberanía. ¡Ah! ¡Esta facultad no se puede ceder porque merma la soberanía; de esto no se puede hablar porque desintegra la soberanía; esto no se puede hablar porque desintegra la soberanía; esto no se puede reconocer sin mengua de la soberanía! Veamos si el vocablo tiene tan enorme fuerza contentiva y limitativa como suele parecer. Yo pienso, con Jellinek, que la soberanía no es un concepto absoluto, sino una categoría histórica, y en el curso de los tiempos la soberanía ha tenido encarnaciones muy diferentes. Hay un proverbio francés de la Edad Media que dice: «Cada barón es soberano en su baronía.» Claro, porque en un régimen feudal no se concibe otra soberanía sino la del señor territorial y jurisdiccional, a cuyo sucesores vamos a dar un trato riguroso, si bien merecido, en el proyecto de ley agraria. Pero cambió el sistema político y la monarquía absoluta asumió todos los poderes antes esparcidos, y ya la voz de orden de la soberanía era otra; todos los monarcas pudieron decir con Luis XIV: «El Estado soy yo.» Y surgió un concepto de soberanía personal, patrimonial y hereditario. Avanza la Historia, y con los movimientos revolucionarios brota el concepto que no hubieran podido concebir ni llegaron a comprender nunca los monarcas absolutos ni los viejos señores: brota el concepto de la soberanía nacional, y ya está cambiado por completo lo que es soberanía y ya es el pueblo, con su manifestación del sufragio, sus múltiples y encontradas opiniones, sus juicios, sus pasiones, sus apetitos, sus deseos, quien encarna toda esa suprema potestad. Pero llegamos a nuestros días y apunta una teoría nueva, la del sindicalismo, y el sindicalismo dice: «No, no hay tal soberanía del Estado, ni el Estado tiene una función suprema sobre nadie. Los pueblos se han de gobernar por el concierto, por el pacto de gremios, corporaciones y sindicatos que libremente establezcan las relaciones jurídicas.» Y ya tenemos aquí otro concepto enteramente nuevo de la soberanía. Sin llegar a un fenómeno plenamente sindical, los Estatutos de los funcionarios han limitado una soberanía estatal que para nuestros padres era intangible y sagrada. El dictador español se murió sin comprender cómo era posible que él, que había deshecho la Constitución del reino, no podía acabar con un dependiente de un Ayuntamiento rural, porque brotaba siempre aquella soberanía compartida, hija de la ley, que hacía al funcionario inatacable por los ácidos corrosivos del Poder gubernamental, y bastaba una sentencia del Tribunal Contencioso para que el secretario del Ayuntamiento pudiera más que el dictador. Ahora, además, apunta otra manifestación de soberanía internacional, y no es ya la Iglesia católica, universal, internacional por su naturaleza, de siempre predecesora en esto, como en muchas cosas, de teorías que hoy se encuentran excelentes y nuevas, sin lo la Sociedad de Naciones, el Tribunal de Justicia Internacional y el movimiento obrero, que tiene su fuerza en su internacionalismo. Por consiguiente, dado este concepto de la soberanía, ¿hemos de pelear a propósito del servicio A o del servicio B, del nombramiento de este o del otro funcionario, de la concesión de tal o cual ley o reglamento, creyendo que en todo está envuelta la soberanía? No. Conviene achicar el concepto. La soberanía, a mi entender, queda limitada a un solo Poder: al Poder de creación, que es, por consecuencia lógica, el Poder de revisión. Por eso yo no me emociono demasiado cuando me dicen si esta facultad, si la otra atribución se puede dar o no con merma de la soberanía. No; de muchos modos viven los pueblos felizmente, y hay soberanía plena, y hay soberanía delegada, y hay soberanía compartida, y hay régimen unitario, y hay régimen federal. La soberanía no está más que en una cosa: en el Poder de creación. Segunda palabra: el patriotismo. Conviene mirar cara a cara a los vocablos. Vosotros tenéis esta tesis: «España no es nuestra patria, pero es nuestro Estado.» Y hemos perdido demasiado tiempo en querer forzar a entender y estimar la patria como la entendemos y estimamos nosotros. El esfuerzo es baldío, porque estas cosas no se imponen. ¡Qué más quisiera yo sino que vosotros tuvieseis de la patria española el mismo concepto que inunda mi alma, formada y creada en correrías innumerables por todo el territorio nacional, con predicaciones sin cuento, en contacto con los hombres de todas las latitudes españolas, con las más diversas costumbres, con los instintos y los apetitos más opuestos! Ese conocimiento generalizado me ha hecho, ya en mi madurez, amar a España, sentir a España mucho más que en los albores de mi juventud. Yo no sé si viajando los catalanes más por toda España acabarían participando más de estos sentimientos. (Rumores.) Un escritor distinguidísimo, D. Melchor Fernández Almagro, en un libro interesante por todo extremo, que acaba de publicar, se hace cargo de este mismo argumento y dice: «¿Para qué pelear sobre el concepto de patriotismo?» Edifiquemos sobre aquello que es común, y si los catalanes, con un sentimiento más reducido –l llamaré más subalterno- hacia la patria española tienen, sin embargo, un concepto de la necesidad del Estado español, trabajemos sobre eso; y si el Estado es el que unifica nuestras voluntades, pongámonos de acuerdo para reconocer que vosotros no querréis –yo estoy seguro de que no lo habéis querido en ningún momento- un Estado enteco, un Estado débil, un Estado flojo, que si fuera flojo en la relación con vosotros sería fácilmente arrollable en las relaciones con todos los demás; y eso ni a vosotros ni a nadie conviene, porque de fronteras para afuera no hay más que una cosa viva y latente: España. Apartados esos obstáculos del camino, vayamos ya a la elección del sistema de inteligencia. Se presentan dos: un régimen federal y un sistema de regionalismo autonómico. ¿Cuál podemos estudiar y plantear? ¿El federal? Yo creo que no, porque ya lo hemos eliminado en la Constitución. El tema ha sido aquí tratado, si no recuerdo mal, por el Sr. Sánchez Román. Sobre esto hay un punto gracioso. Todos sabéis que tuve el honor de presidir la Comisión Jurídica Asesora, redactora del anteproyecto de Constitución, que tan poco gusto dio a los señores (Risas.), y apenas lo publicamos nos encontramos, por la derecha y por la izquierda, con un ataque fundamentalísimo. Lo primero que nos dijeron fue: «¡Ah!; ¡pero si este proyecto no es federal!; ¡pero estos hombres no han hecho una Constitución federal!; pero ¿es que la Constitución no va a ser federal?» Y por todas las columnas de los periódicos circulaba un hálito de indignación porque no habíamos hecho un proyecto de Constitución federal. Yo confieso que llegué a pasar unos momentos verdaderamente bochornosos, porque me parecía que cuando iba por la calle las gentes me señalaban con el dedo, diciendo: «Fíjate, ese hombre voluminoso no es federal.» (Grandes risas.) Y ahora llega el dictamen de la Comisión, y todas las gentes que antes nos atacaban por poco federales atacan al dictamen y a la Comisión –no hay que decir que a los catalanes- por demasiado federales. Y gritan y se enojan diciendo: «¡Pero esto es una República federal! ¡No hemos votado la República federal!» Dejemos un poco su holgar a los comentaristas y fijémonos en la verdad del caso. La verdad es que hemos hecho una Constitución que no es federal, que admite la posibilidad de un desarrollo autonómico a las regiones que muestren unidad de historia, de lengua, de costumbres, etc.; pero federal, no. Por consiguiente, si no se trata de una organización federal, vamos a quitar también de en medio todas esas apostillas del Pacto de Cataluña con España, de la relación de Estado a Estado y hasta, si alcanza el tiempo, la preocupación de nuestro excelente amigo el Sr. Maspóns, que sostiene en un libro reciente que la Constitución española no rige en Cataluña. Dejemos todo eso. Tenemos que vivir dentro de la Constitución con lo que hemos sido hasta ahora históricamente, con lo que la nueva Constitución históricamente nos permitirá ser, y apartemos también todos esos conceptos, un poco agrios, que suelen perturbar la discusión sin fruto ninguno. Estamos, pues, ante una simple limitación de actividades del Estado a favor de la región auto´´onoma. ¿Qué es lo que Cataluña ha pedido esencial, fundamental y categóricamente? Dos cosas en las cuales se puede reputar envuelta su aspiración de estos últimos años: una, el respeto a su lengua; otra, que las facultades que se conceden a la región, pocas o muchas, lo sean de modo intensivo. El cuánto, habéis dicho, desde el Sr. Cambó hasta Acción Catalana, que no os interesa; lo que interesa es la substancia de la autonomía en la función que se nos encomienda, a tal punto que inventasteis, con fortuna, el símil de la autonomía vertical y dijisteis: «Nada nos interesan muchísimas facultades trazadas horizontalmente con el Poder del Estado intercalado a cada momento; preferimos pocas, trazadas en sentido vertical, donde nosotros tengamos la potestad desde la base hasta la cúspide.» Pues esto también facilita la inteligencia. En cuanto a la lengua, desde luego, porque en eso tenéis tal suma de razón, tan desbordante cantidad de razón que no habrá nadie en la Cámara que trate de cohibir vuestra expansión, ni siquiera de repetir conceptos ofensivos que otras veces eran corrientes y comunes contra vuestro idioma. En este trato de la lengua catalana ha radicado el mayor veneno de todo el asunto. No olvidará nunca que Prat de la Riba hablaba un día conmigo y me decía: «Si no fuera la cuestión de la lengua, quizás el tratamiento de todo lo que nos separa fuera meramente administrativo.» Aquellos testigos a quienes no entienden los Tribunales; aquellos otorgantes a quienes no comprenden los notarios; aquellos funcionarios que dicen al catalán: «¡Hable usted en cristiano!»; aquellos jueces y gobernadores que de tal modo atropellan una cosa que no se razona, porque es íntima, como nuestra sangre, como nuestra genealogía, como nuestro amor, como nuestro temperamento; todo ese desconocimiento de la lengua es la negación de una personalidad y frente a eso habéis protestado y os habéis indignado y os habéis sublevado. Y en este punto, toda la razón está de vuestra parte; pero, por fortuna, en estas Cortes republicanas, sobre eso, no hay cuestión: la lengua vuestra es tan sagrada para nosotros como la castellana. (Aplausos en la minoría catalana.) Y ahora vamos a las facultades y al verticalismo. Sobre este punto pienso que el dictamen de la Comisión ofrece campo suficiente para la concordia. Me ocuparé, rápidamente, de los temas de escisión; pero antes debo subrayar los numerosísimos asuntos en que el dictamen reconoce esa autonomía vertical. Sirva de ejemplo el régimen local. Se atribuye todo, de arriba abajo, a Cataluña; sin intromisiones de poder ninguno y lo mismo que éste los otros muchos conceptos que tiene el artículo correspondiente, y que no necesito citar porque todos los conocéis. Conste, pues, que hay numerosas y verticales autonomías y la discusión ha quedado ya reducida virtualmente a media docena de puntos. Sólo con esto ya estamos proclamando la excelencia de todos cuantos estamos aquí. Vamos a elogiarnos nosotros, ya que fuera nos regatean el aplauso. (Risas.) Estamos proclamando la excelencia de cuantos estamos aquí: Gobierno, mayoría, minorías, diputados sueltos, todos; porque hemos conseguido una cosa que no tiene precedente en la historia política: vosotros, los que sois tan viejos como yo, por desgracia vuestra, habéis visto siempre tratar de las cuestiones catalanas en el Parlamento con párrafos inspiradísimos, con oleadas líricas, con acentos de indignación, con sublevaciones dramáticas, con apóstrofes violentos; pero con serenidad, con calma, con cordura, sin que se extralimite ningún orador, sin que haya una palabra disonante, manteniéndonos tardes y tardes en una atención que tiene algo de unción religiosa, como dándonos todos cuenta del concepto de nuestra responsabilidad y de la trascendencia de nuestra misión, no lo hemos visto hasta ahora. Los que son diputados noveles pueden tener el orgullo; nosotros tenemos, con el orgullo, la sorpresa. (Un señor diputado: Es la República.) Pues ya es bueno que el señor diputado que me interrumpe lo crea así, porque si él atribuye –yo no se lo censuro- a la República esa virtud taumatúrgica, yo le suplicaré que siga poniendo en ella la misma confianza cuando se sienta tentado de discrepar. (Rumores y risas.) Y vamos a los contadísimos problemas que determinan contradicción en este debate. De ellos apartaré uno, el de la Hacienda, por dos motivos: primero, porque yo tengo una incapacidad nativa e incurable para entender de cuestiones financieras; la incompetencia mía en esto, más que una dolencia crónica, es algo así como una parálisis general progresiva. (Risas:) Como no entiendo de Hacienda y no quiero decir bachillerías apuntadas, más vale que me calle. Pero, por otra parte, no me preocupa eso demasiado, porque estoy bien enterado de que todo lo que es cuestión de números y de intereses materiales se resuelve fácilmente: la tela se corta centímetro más arriba o más abajo y se llega a la solución; es en los sentimientos, en las viejas ideas, es en la raíz de los espíritus donde se presentan los graves problemas, en los que no se puede regatear con tanta sencillez. Primera cuestión: revisión del Estatuto. El Estado dice: «No puedo conceder un Estatuto que sea ya irreformable y al cual me encuentre atado por los siglos de los siglos. ¿A qué quedaría reducida mi potestad si este Estatuto que hoy hagamos, nunca, por nada ni por nadie, se pudiese alterar?» Y tiene razón el Estado. Pero vosotros decís: «¿Qué Estatuto sería éste, al amparo del cual yo voy a organizar mi economía, mi sistema político, mis autoridades, mi burocracia, si me lo pudierais echar por tierra en una votación ordinaria de cualquier ley en Cortes ordinarias?» Y también tenéis razón; pero la solución está bien clara y la han apuntado los Sres. Hurtado y Abadal: el Estatuto ha de tener la categoría de un concepto constitucional, nada menos, pero nada más: es una pieza de la Constitución. Al hacer toda España, hacemos Cataluña con arreglo a este molde: queda, por consiguiente, esto engranado en la Constitución. ¿Cómo se reformará? Por los medios de reformar la Constitución: pudiendo ser Cataluña la que excite a la reforma, para lo cual siempre tiene libertad utilizando el quórum de Ayuntamientos, la votación plebiscitaria, etcétera. Ese es su derecho de petición. Y los demás, votando la propuesta del Gobierno o la de la cuarta parte de los diputados, que uno y otra pueden proponer la reforma de la Constitución y por ende la del Estatuto. Parece que éste es un camino bastante llano y sobre el cual se ha de llegar a un acuerdo sin gran esfuerzo. Segundo tema, que no sé si ha sido apuntado antes de ahora, pero que a mí me preocupa: órgano de relación entre la región autónoma, si queréis el Estado-miembro, como en los regímenes federales, y la autoridad del Estado mayor o unitario. En el proyecto y en el dictamen no hay órgano alguno de relación; España desaparece. Si prevaleciese todo lo que pretendéis, desaparecería el Gobierno, la Audiencia, la Delegación de Hacienda, la Universidad, todo; sólo quedaría una cosa, aceptada el en propio Estatuto: el general de división. ¿Os habéis dado cuenta del alcance que tendría, más contra vosotros que contra el Estado mismo, que en las constantes ocasiones en que tendréis necesidad de hablar, durante muchos años, yo creo que durante siempre, con el Estado español, no tuvieseis más órgano de comunicación que un general divisionario? Ya sé que vosotros estáis en la idea de que el órgano de relación es el presidente de la Generalidad: mas el concepto está un tanto necesitado de revisión; el presidente de la Generalidad, al fin y al cabo, brota como encarnación de uno de los dos, no digamos antagonistas, digamos dialogantes, y , por tanto, es parte en el pleito, ¡y él será el órgano de relación! Vosotros decís –alguno particularmente me lo ha dicho-: «Pues ocurrirá como con los alcaldes: los alcaldes también son del Ayuntamiento y, sin embargo, son el órgano de relación con el Poder central.» Sí, pero los que me hacéis esta observación tenéis que olvidar una cosa: que el Gobierno puede destituir a los alcaldes. ¿Es que aceptaríais un presidente de la Generalidad a quien el Gobierno pudiera destituir? Si yo fuera catalán, no lo aceptaría. Pero ¿es que vosotros vais a quedaros sin comunicación alguna con el Estado español, salvo la del general? No; hace falta un órgano. Como vosotros, los catalanes, sois mucho más propensos al humorismo de lo que la gente cree y sólo os emulan los asturianos, decís cuando se os habla de esto: «¡Ah! ¡El virrey, el pretor!» No, ni el virrey ni el pretor: el órgano de comunicación, con el nombre que se le quiera dar: gobernador, delegado, lo que se quiera. Cuando hicisteis todos los diputados catalanes el proyecto de Estatuto para Cataluña del año 1919, encarnaba en él todas las funciones de un verdadero Poder moderador el gobernador general; debo reconocer que ese Estatuto no dice quién le nombra, pero de este propio silencio y de todos los antecedentes que se recuerdan de aquella época, puede inferirse sin temeridad que aquel gobernador general que aceptabais el año 1919 era un gobernador propuesto por el Estado español, con el cual se relacionaba el Parlamento catalán y que ejercía las facultades de Poder armónico, nombrando y separando a los ministros; no me atrevería a proponer en el día de hoy autoridad de competencia tan extendida, pero sí me permitiría preguntaros: ¿tantas cosas han pasado desde 1919 a hoy, que ya, desde aquel gobernador general que aceptabais todos, todos, incluso D. Francisco Maciá, se ha de llegar a la supresión absoluta de todo órgano de relación? Pues no me lo explico. Vamos a la Justicia. ¿De quién ha de ser la Justicia? Por mi gusto, por mi criterio, del Estado central. Yo además tengo un deber de consecuencia porque ésa es la propuesta del anteproyecto de Constitución, y debo ser consecuente conmigo mismo; pero después de ser consecuente, soy lo bastante comprensivo para hacerme cargo de los motivos que tenéis vosotros para repugnar esta institución. Vosotros decís, es frase que tomo de uno de vuestros libros: «el que hace el Derecho, necesita tener el Poder para garantizarlo», y es una verdad; mas también es verdad esto otro, que en libros centralistas se lee: «una legislación uniforme debe recibir siempre una interpretación uniforme», y a mí me parece que por estos dos caminos se abre el cauce de la solución. Vosotros vais a tener una legislación peculiar, particularísima y exclusiva vuestra y otra legislación en la que no sois solos vosotros los árbitros; va a ser vuestro el Derecho civil de vuestra región, el que tradicionalmente ha iluminado vuestras familias y vuestras costumbres, y vais a tener un Derecho administrativo para todas aquellas funciones que van a quedar plenamente vuestras: pues bien, en eso que es totalmente vuestro, vuestro Derecho civil y vuestro Derecho administrativo, es congruente, es legítimo que tengáis los Tribunales de Justicia y que no entren los Tribunales del Estado a alterar para nada vuestra jurisprudencia. Es perfectamente lógico que en aquello sobre lo cual legisláis sin intervención del Estado, también juzguéis; pero aparte de eso, queda aquella amplia zona en que tenéis que estar en una convivencia con España; es todo el Derecho civil de obligaciones, recogido con España; es todo el Derecho civil de obligaciones, recogido en Suiza y en otras parte en Códigos especiales que escapan a la s particularidades de los Estados miembros; está el Derecho mercantil tendente, no a una unificación nacional, sino a una universalización de movimientos científicos y jurisprudenciales de más alto interés a cada instante para el Estado; está el Derecho penal, en el cual poderosas razones de humanidad aconsejan la unificación de sistemas y ordenamientos. Pues bien, en todo esto que no es lo peculiar de Cataluña, sino lo general de España, es legítimo que haya Tribunales de España, jurisprudencia española. Orden público. Es esta cuestión acaso más ardua que las anteriores. Si hay en Cataluña una autonomía verdadera, con un delegado español que gobierne la Policía y la Guardia civil, las situaciones que se van a producir serán enormemente tirantes, enormemente trágicas; la posición de este funcionario español será muy para considerada. Ello parece que aconseja abrir la mano en este punto, como la abría el Sr. Ortega y Gasset; mas también tiene mucho peso la observación del Sr. Maura: «¿Es que en estos momentos de congoja por que atraviesa la sociedad española se puede desconectar la herramienta de la seguridad pública en Cataluña de la que actúa en otras partes? También esto es peligroso. Mirad los momentos que estamos atravesando, y que entre la montaña de Figols y los llanos de Sevilla hay alguna compenetración, no siendo cómodo para los Gobiernos velar por la seguridad de toda España si tienen que detener su iniciativa ante una región que dispone de organismos propios de seguridad. Y todavía, antes de examinar el caso, habrá que pararse en otro episodio: ¿Quién va a encarnar la región autónoma? Porque si la encarna en moldes y manifestaciones de Gobierno, toda Cataluña, en íntima, cordial y sincera compenetración, la confianza de parte de todos los demás puede ser mucho más grande; pero si el Poder encarnase en sector o partido que tuviera determinados compromisos, obligaciones o simples contactos en contra de otros sectores de Cataluña, habríais traído el reflejo de vuestros antagonismos a la defensa de la seguridad de toda España. Bastan estos apuntes para dejar sentado que el tema, sin ser, ni mucho menos, insoluble –ninguno lo es-, merece una serena revisión. Y vamos a lo de la enseñanza. En lo de la enseñanza me puedo equivocar, como en todo; pero yo lo veo con perfecta claridad. Yo estoy a vuestro lado en todo, y vosotros, si procedéis con la nobleza que os atribuyo y es merecida, vais a estar a mi lado en un punto: decís que queréis defender la cultura catalana; no me meto en ese distingo, propio de los profesores, de si existe o no una cultura catalana; a mí me basta con que creáis que la tenéis para que me parezca absolutamente respetable. Defensa de la cultura catalana: muy bien. Universidad catalana: perfecto; profesores: los vuestros; idioma: el catalán; sistemas de enseñanza: los que queráis. Así toda la organización universitaria, ajustada a vuestro antojo, a vuestro albedrío. Pero no queráis que nos vayamos, porque ése es el punto en que nunca, nunca, un alma madrileña, un alma de cualquier región de España, os podrá entender. La autonomía quiere decir respeto a vuestra libertad, consideración y homenaje a vuestra lengua, a vuestra ciencia, a vuestras artes, a vuestros propósitos, a vuestra administración, a vuestros anhelos educativos, a todo; pero no quiere decir dimisión de nuestro deber ni escapada, como fugitivos, de un sitio en donde hemos actuado, quizá no con fortuna, pero ciertamente sin desdoro. (Muy bien, muy bien.) Eso es lo que hará que no nos entendamos, y en ese detalle podemos trazar una discusión; puede que no sienta la necesidad de tener Universidad alguna, que eso depende de vosotros; pero también puede que sienta esa necesidad. Un Estado maniatado ante vosotros, que se comprometa a dimitir de su función universitaria, eso no puede ser. Una seña del Sr. Hurtado me tranquiliza porque demuestra que, por lo visto, su pensamiento no anda muy distante del mío; como yo tengo por el Sr. Hurtado una añeja estimación, me ha bastado ver que hace así (Signos afirmativos.) con el puño y con la cabeza para quedar completamente tranquilo y pasar a otro punto. (Rumores.) Pues todo esto, con ser tan importante, me parece que tiene un interés muy subalterno, porque, en definitiva, los pueblos no los hace la Gaceta; lo que importa más, porque en todo llegaremos a una coincidencia -¡no hemos de llegar!, ¡no faltaba más!, no pueden ocurrir las cosas de otra manera-, lo que importa más es el estado de espíritu, es que acometamos el nuevo sistema, unos y otros, con el alma limpia y la intención elevada. Si nos vamos a mirar siempre como adversarios, pensando en que nos va a engañar el otro, pensando cuándo el otro nos perturbará o nos sorprenderá, es inútil que discurramos el Estatuo literalmente más perfecto; no servirá de nada: es el estado de conciencia, es la limpieza del alma lo que tenemos que cuidar aquí unos y otros. Por eso creo yo que nuestro interés como parlamentarios consiste en que no fracasen los catalanes, ni los de la izquierda ni los de la derecha, todos me merecéis igual respeto y además estáis unidos en este problema; nuestro interés, señores diputados, es que estos hombres no vuelvan fracasados a Cataluña, que lleguemos a un acuerdo con ellos, prudente, justiciero y aceptado libremente por todos, porque si fracasasen ellos, detrás de ellos vendría una crítica que daría el mando, ya que no la razón, a los extremistas disolventes, y la autoridad moral de estos parlamentarios catalanes es un activo de España que el Parlamento no puede tratar con desdén. En alguna ocasión se ha estado a punto de coincidencias, y malhadadas circunstancias las han hecho fracasar. Quizá pudo haber una coincidencia en el año 1907; testigo yo de mayor excepción de lo que era el movimiento de solidaridad de Cataluña en relación con el régimen local de D. Antonio Maura, he guardado siempre en mi ánimo la convicción de que si entonces se hubieran llevado las cosas por el buen camino, muchas de las que hemos visto después no las habríamos presenciado, porque era leal la actitud del Sr. Maura, y era leal, absolutamente leal, la actitud cooperadora de la gran mayoría de los políticos de Cataluña. Y ya que he nombrado al Sr. Maura, me perdonará el señor Hurtado una leve rectificación a su discurso del otro día: quiere D. Miguel Maura que se la deje a él, pero no renuncio a hacerla. El otro día, en una efervescencia retórica, aludía el Sr. Hurtado a aquellos debates, y decía: «Ya veis: ¿qué queda del señor Maura? Nada. Y nosotros estamos aquí.» Señor Hurtado, sus señorías están ahí, con honor y satisfacción de todos; pero no es justo S.S. al decir que de Maura no queda nada: de Maura quedan las ideas, lo más grande que los hombres pueden dejar, y todos los hombres conservadores que queremos tener un sentido humano, racional y comprensivo del conservadurismo, de las ideas del Sr. Maura seguiremos nutriéndonos durante muchos años. Yo sé, Sr. Hurtado, que en lo íntimo del alma de S.S. hay una reverencia para el Sr. Maura, aunque el otro día no alcanzó una feliz forma de expresión: ahora la tiene sólo con ese sentimiento. El otro momento en que pudo llegarse a la compenetración fue el de la Mancomunidad. Si la Mancomunidad hubiera sido cariñosamente tratada y aceptada por todos en lugar de ser degollada con la máxima inoportunidad, ¿no es posible que la Mancomunidad hubiera sido el cauce para desarrollar todas estas cosas con una facilidad que ahora, a veces, escasea? Pero, en fin, perdidas aquellas ocasiones, cojamos ésta. Y después de llegados al acuerdo, ¿cuál será el porvenir? ¿Es que ya nunca volveremos a oír ninguna estridencia de Cataluña? Quiero sumarme en este punto -¡ojalá tuviera nivel para sumarme en todo!- al concepto del Sr. Ortega y Gasset: no engañemos a la gente diciendo: «Esto es la terminación del problema. No. A mí pocas cosas me han hecho reír tanto en la vida como esos títulos y subtítulos ingenuos de ciertos libros que dicen: «Solución del problema social.» No. El problema social es una cosa en un devenir constante; es tan viejo como la Humanidad; tendrá sus cristalizaciones, sus encarnaciones diversas cada día, pero no hay nadie que lo resuelva con una ley ni con producto alguna de ninguna farmacopea. Pues algo de esto pasa con problemas como los regionalistas, que están incrustados en la entraña del pueblo. Que nadie se llame a engaño si después de votar un Estatuto nos encontramos con unas palabras violentas del grupo: «Nosaltres sos» o del «Tot o res», o quien sea. Eso es inevitable; lo que importa es que no prenda en el ánimo de la generalidad de los catalanes; que sea la excepción; que sea el desconcierto; que sea el enojo contra ellos mismos. Pero que tendrá que haber siempre algo de esto, sería inocente desconocerlo. Y entonces, ¿no habrá nunca tranquilidad? ¿No viviremos acordes? Nuevamente quiero ponerme aquí al lado del Sr. Ortega y Gasset: el Sr. Ortega y Gasset dijo un verbo que a mí me parece atinadísimo, el verbo «conllevar», que no todos recibisteis en su simpática y espiritual acepción, porque muchos han creído que quería decir «soportar». Yo creo que interpreto mejor a mi ilustre amigo el Sr. Ortega y Gasset, si pienso que conllevar quiere decir hacer juntos un camino teniendo que entenderse y ceder y transigir recíprocamente los que lo hacen, como pasa entre los seres que se estiman más: se tienen que conllevar el marido y la mujer, el padre y el hijo, los hermanos entre sí. Tendremos que seguir tramitando indefinidamente esta cuestión, que por su propia naturaleza no puede resolverse de un plumazo, y el que crea otra cosa se engaña y corre el peligro de engañar a los demás. Entonces argüirá algún pesimistas, ¿siempre en detrimento de España? ¡Ca! La vida es más compleja de lo que creen algunos glosadores. En 1714 Cataluña yacía bajo la garra incomprensiva de Felipe V, que la imponía la ley del vencedor, y quedaba en su ánimo reconcentrado un enrome acervo de protesta y de indignación. Pues no había pasado un siglo, y en 1793 Cataluña era la vanguardia de la defensa de España frente a la Revolución francesa, y se hizo entonces lo que por antonomasia se llamó la guerra grande (bien ajenos aquellos abuelos nuestros de lo que habían de ser guerras grandes andando el tiempo), en que Cataluña, con sus modos y maneras peculiares, defendió la unidad de España. ¿Por qué? Porque había brotado para todos los españoles un sentimiento de alarma ante el criterio revolucionario, una identificación, muy poco merecida, en el respeto a Carlos IV y a su familia, y una sublevación ante la decapitación de los reyes de Francia. Y aquella guerra fue un gran servicio de Cataluña a España. Si me perdonáis una digresión, que durará sólo un minuto, os diré un episodio característico de esa campaña. Se batían entonces en el Pirineo catalán los somatenes, como ellos son, como los hemos conocido antes de que los falsificase la Dictadura (Risas.): los hombres del campo, que defienden la libertad y la seguridad de su patria, y el general francés envió un recado al general español, diciéndole: «No estoy dispuesto a tolerar que bandas de paisanos desarrapados ataquen a mis soldados; por consiguiente, no guardaré la ley de la guerra sino al ejército regular. En cuanto mis tropas cojan a un paisano con armas, lo fusilarán sin formación de causa.» Y el general español, hombre bondadoso (creo que era el conde de la Unión; ya debía haber muerto el general Ricardos), dijo esto a los catalanes y les invitó a ponerse una insignia, una simple insignia, que le permitiera a él decir que eran tropas regulares. Los catalanes dijeron que no querían, que ellos no se sometían a una uniformidad y que ellos no eran tropa regular; que ellos eran ciudadanos en armas y preferían perder la vida fusilados a cobrar garantías formando parte de un ejército regular, al que no querían pertenecer. Fueron con sus modos a la defensa de España. Y muy pocos años después llegó la guerra de la Independencia y brotó otro sentimiento común en Cataluña y en España entera, y tan altos como Gerona quedaron otros pueblos, pero más altos, no. Y poco más tarde surge la brutalidad, la enorme brutalidad, la deshonrosa e infamante brutalidad de las guerras civiles, y los catalanes participan en ella tan ciegos y obcecados como cualquier otro español, y de Cataluña salen figuras como la de Cabrera y movimientos políticos como el de los Apostólicos; y cuando en época de bonanza queréis hacer una muestra esplendorosa de vuestra producción y de vuestras iniciativas, organizáis las dos Exposiciones memorables, la del 88 y la reciente; y no lo hacéis para vosotros solos, y sois vosotros mismos los que planteáis conuntamente, simultáneamente, sin parar en si os perjudicaba, con la Exposición de Barcelona, la de Sevilla, rindiéndoos a un ideal de arte que era superior a vuestra propia convivencia. Y llega la Dictadura, y el día de la sublevación del general, los catalanes –no me digáis que vosotros precisamente, no; me es igual- se equivocaban, como los demás españoles, porque se habían sumado a una protesta política con el resto de los españoles, y en la estación vitoreaban al dictador que les había de defraudar muy pocos horas más tarde; pero su ceguedad era la misma que la de los españoles. Y cuando llegó la política atropelladora para Cataluña y el dictador vejó vuestra Lengua, fuimos intelectuales castellanos los que libramos una batalla a vuestro lado dirigiendo mensajes al Poder público y defendiendo el catalán con el mismo fervor y con más indignación que si se tratase de nuestra Lengua, para la cual, venturosamente, no conocimos ningún atropello. Y ahora ha llegado el momento de la proclamación de la República y en vosotros la inspiración de la libertad se ha puesto por encima de todo el sentimiento catalanista, porque, ¿qué duda cabe, señores diputados, que si el día de la proclamación de la República, Barcelona hubiera sido in transigentemente catalanista, no estaríamos donde estamos? Y, sin embargo, ellos aceptaron la fórmula que se quiso proponerles para que tramitáramos el pleito en común. ¿Pues qué significa esto, señores diputados? Que la cuestión no es de regateo, no es de desconfianza; es de ideal común, de elevación en las aspiraciones, de poner en el cielo el alma encendida y, en eso, los propios catalanes nos marcan el camino. Cuando el Sr. Cambó ha escrito un libro titulado Por la concordia, que todos conocéis, no ha sido para disgregar, ha sido para fundir y ha dicho: «Fundámonos en un ideal, en el ideal ibérico.» Y luego, el Sr. Bofill y Martas, de significación absolutamente opuesta, en otro libro dice: «El Sr. Cambó no tiene razón; no es ése el ideal; el ideal es que España unida, compenetrada con los pueblos del Norte, constituya unas tenazas que coloquen a la Sociedad de Naciones en su sitio y la doten de una idealidad y de un programa práctico.» Es decir, que estos mismos catalanes buscan para la convivencia un ideal superior a lo íntimo del área española. Pues, señores diputados, el camino es ése. Hagamos el Estatuto con las modificaciones indicadas o con otras que sean más acertadas; lleguemos a un acuerdo; llevemos a la La Gaceta el fruto de nuestra deliberación, que sólo con llegar a término por vía tan limpia como esta en que se desarrolla, ya será ejemplo para la Historia, pero sobre todo, pongamos el alma en una obra de compenetración efusiva y busquemos para España, para España –en satisfacción de D. Miguel de Unamuno-, para España entera, ideales elevados que borren todos nuestros distingos, nuestras diferencias, nuestras pequeñas disensiones. La fórmula es bien sencilla –casualmente la dio también un catalán-: ahogar el mal en la abundancia del bien. (Grandes y prolongados aplausos en toda la Cámara.) |
Un visionario para el exilio mexicano. El diplomático Ángel Ossorio planificó el éxodo de republicanos a México. JESÚS RUIZ MANTILLA 29 JUL 2015 Fue nada más aterrizar. En la última visita de los reyes a México, Felipe VI agradeció la generosidad del país norteamericano con el exilio. La avalancha de españoles sin tierra que fueron a parar a aquel país no respondía a una mera improvisación. A la generosidad nunca suficientemente alabada por la historia del presidente Lázaro Cárdenas, hay que añadir un dato que prueba otro de los documentos salidos de la Fundación Castañé a la Residencia de Estudiantes esta pasada primavera. Sin que tenga que servir de consuelo, hubo hombres y mujeres en mitad de la barbarie bélica que conservaron el seso e, incluso, más allá, la visión. Ángel Ossorio y Gallardo fue uno de ellos. En un informe diplomático ejemplar fechado el 11 de marzo de 1937, este político pragmático, conservador, pero leal a Azaña hasta su muerte, muestra el camino de intelectuales y científicos hacia el país que más ampliamente los acogió en el exilio. Corría el inicio de la guerra civil y en los planes de casi nadie cabía la derrota. Salvo en la mirada de zorro vestido con pieles de político de raza que demostró Ossorio y Gallardo. Sin duda, el diplomático realizó un trabajo soberbio. Lo prueba este informe dirigido a Julio Álvarez del Vayo, ministro de Estado entonces. “Quiero confiar a usted, con la reserva del caso, un proyecto que juzgo importante…”, comenzaba el embajador con cierta complicidad de literato. Ambos estaban en las antípodas ideológicas, pero unidos en la causa republicana. Ossorio, jurista de prestigio, escritor de cierto éxito, se dirigía a Álvarez del Vayo, que antes de haberse metido en política de la mano del socialista Largo Caballero, entonces presidente del consejo de ministros, había sido periodista en El sol y El universal, aparte de corresponsal de The Guardian en España y alumno de la London School of Economics. Miseria de los ilustrados “En el supuesto del hundimiento de la República (aun por poco verosímil que fuese, discretamente cabría prevenir) uno de los fenómenos más graves que se producirían, sería la dispersión de los hombres de ciencia y de arte que se mantienen al lado del Gobierno y la consiguiente evaporación de la cultura española. La muerte, el éxodo, la miseria de esos hombres ilustrados (o su rendimiento por hambre) privaría a España por muchos años de su más alta significación mundial y dejaría confiada su representación a pequeños núcleos de conspiradores impotentes. Por eso creo que conviene reunirlos desde ahora en una institución cuyos trazos voy a esbozar”. Con dicho planteamiento, conscientes ambos de una gravedad con riesgo de dispersión nuclear, Ossorio define la solución y programa directamente uno de los grandes ejes del exilio en tan sólo cuatro folios fascinantes: “Sustancia: Se trataría de una universidad libre, donde se dieran las mismas enseñanzas que en las nuestras y que en nuestras escuelas especiales. Sería condición esencial que la Universidad tuviera un sentido humano, liberal y español. Su alcance directo sería influir con nuestra cultura en los pueblos de habla española. Piense usted en los nombres valiosísimos de los hombres de la cátedra y fuera de la cátedra que están a nuestro lado, y calcule el efecto que haría en el mundo verlos reunidos para defender el tesoro intelectual de España aunque hubiese perdido su libertad y su territorio”. Con varias décadas de adelanto, Ossorio, directamente, esbozaba la actual estrategia de influencia global con la herramienta hermana del idioma, algo que todavía hoy muchos políticos en ejercicio son incapaces de ver. Propone tres lugares para realizar su proyecto y elige uno. Desecha Francia —“París está rodeado y minado por el fascismo”, asegura antes de que hubiese estallado incluso la Segunda Guerra Mundial— y descarta Estados Unidos, precisamente por el idioma. “Por exclusión hay que ceñirse a México. De no pensar en México, sólo se me ocurre Costa Rica, por ser país rico y liberal. Seguro que cualquiera de esas dos naciones nos acogerían con entusiasmo”. No se equivocaba Ossorio. Sin duda veía en el gobierno de Lázaro Cárdenas a un aliado que apoyaba ya a la República en foros internacionales. Justo en 1937, su mujer, Amalia Solórzano, había iniciado labores de socorro acogiendo a 456 huérfanos de combatientes dando cobijo en su país a quienes acabaron conociéndose como los niños de Morelia. Lo que vino después, ¿sería estrategia de Ossorio? En este documento, pide permiso mediante Álvarez del Vayo al Gobierno. “Si en principio y a usted y al consejo de ministros les parece bien, podría yo articular más al por menor mi pensamiento. Creo importante acometerlo pronto para tener echados los cimientos y aseguradas las posibilidades en el caso de mala fortuna”. Todo indica que sí. |
ÁNGEL OSSORIO EN EL EXILIO. RELIGIÓN, CULTURA Y POLÍTICA ENTRE ESPAÑA Y ARGENTINA (1939-1946)1
En los últimos años las ciencias sociales han repensado los vínculos entre religión y cultura. Un nuevo prisma para entender estas relaciones ha salido del estrecho marco de las relaciones meramente institucionales (la Iglesia y el Estado) para abarcar a una multitud de actores2. Los efectos de la intervención de la Iglesia católica en la política argentina, candente a partir de los años veinte y treinta, coincidió con la crisis del liberalismo como un constructo ideológico hegemónico. La aparición de un catolicismo social y político, vinculado
en muchos casos al nacionalismo, a modelos autoritarios y antidemocráticos, antimodernos y en algunos casos antisemitas, fue una de las marcas del periodo de entreguerras.
El presente trabajo indaga sobre algunos de estos problemas, a través del abordaje de la figura del último embajador de la Segunda República española en Buenos Aires, el madrileño Ángel Ossorio y Gallardo. Diversos trabajos han abordado la biografía de este personaje destacado de la vida política española de
1 Agradezco la ayuda brindada por María Teresa Pochat, el personal del Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca y del Archivo Histórico Nacional de Madrid, y a Àngel Duarte y Maximiliano Fuentes Codera por los comentarios y sugerencias que oportunamente hicieron a una primera exposición sobre el tema en la Universidad de Girona en enero de 2015.
2 Donegani, Jean-Marie, «Itinéraire politique et cheminement religieux», Revue Française de Science Politique 29, 4 (1979), pp. 693-738; Wuthnow, Robert, «Understanding Religion and Politics», Daedalus 120, 3 (1991), pp. 1-20; Garcia-Ruiz, Jesús y Michel, Patrick, «Religion, politique et monde(s) en mouvement», Socio-anthropologie 25-26, (2010); Gentile, Emilio, Politics as religion, Princeton, Princeton University Press, 2006; Levine, Daniel H., Politics, religion, and society in Latin America. Religion in politics and society, Boulder, L. Rienner, 2012; Wuthnow, Robert, «Understanding Religion and Politics», Daedalus 120, 3 (1991), pp. 1-20.
los años de la Restauración y de la República3. Dada la variedad de ámbitos en los que intervino, en tan sucinto espacio sólo podrán abordarse algunas de las huellas que ha dejado Ossorio en forma de misivas, bibliografía, e intervenciones en la prensa española y argentina, buscando en ellas algunas respuestas al problema de los vínculos entre cultura y religión, de sus interacciones mutuas y de su transformación en las décadas centrales del siglo XX. Dada también la multiplicidad de escenarios en los que Ossorio desplegó su actividad, el trabajo versará sobre la circulación de ideas y de capitales específicos a lo largo de la década de 1930, entre España y Argentina4.
3 Zambrana Moral, Patricia, El epistolario jurídico y político andaluz de Angel Ossorio y Gallardo (1927-1935), Barcelona; Cátedra de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad de Málaga, 1997; Gonzàlez i Vilalta, Arnau, La creació del mite Lluís Companys: el 6 d’octubre de 1934. La Defensa de Companys per Ossorio y Gallardo, Barcelona, Editorial Base, 2007; ídem, Un catalanófilo de Madrid: epistolario catalán de Ángel Ossorio y Gallardo (1924-1942), Bellaterra, Universitat Autònoma de Barcelona, 2007; Peláez, Manuel J. y Seghiri, Miriam, «Ángel Ossorio Gallardo (1873-1946), abogado e intelectual católico, embajador y ministro de la República en el exilio: defensa de las instituciones y de los valores republicanos de 1931 a 1946», Cuadernos republicanos, 64
(2007), pp. 47-63; López García, Antonio, Ángel Ossorio y Gallardo. Sus proyectos políticos, Madrid, Centro de Investigación y Estudios Republicanos, 2010; ídem, «Ossorio y Gallardo en Argentina ¿embajador o publicista?», Segle XX: revista catalana d’història, 8 (2015), pp. 23-45.
4 La bibliografía sobre el exilio es muy amplia, sobre el caso argentino puede consultarse Pochat, María Teresa, El destierro español en América: un trasvase cultural, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1991; Rein, Raanan, The Franco-Perón alliance: relations between Spain and Argentina, 1946-1955, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1993; Jiménez, Norma A., Testimonios republicanos de la Guerra Civil española, Buenos Aires, Rosa Blindada, 2001; Schwarzstein, Dora, Entre Franco y Perón: memoria e identidad del exilio republicano español en Argentina, Barcelona, Crítica, 2001; De Zuleta, Emilia, Españoles en la Argentina: el exilio literario de 1936, Buenos Aires, Atril, 1999; Pochat, María Teresa, «España Republicana, una lectura de la Guerra Civil desde Argentina», Olivar, 8 (diciembre de 2006), pp. 195-207; Macciuci, Raquel, «Intelectuales españoles en el campo cultural argentino: Francisco Ayala, de Sur a Realidad (1939-1950)», en Pagni, Andrea (ed.), El exilio republicano español en México y Argentina: historia cultural, instituciones literarias, medios, Madrid/Frankfurt/México D. F, Iberoamericana/Vervuert, 2011, pp. 159-88; Ortuño Martínez, Bárbara, El exilio y la emigración española de posguerra en Buenos Aires, 1936-1956, Tesis doctoral, Universidad de Alicante, 2010.
Conservador, liberal y católico
Ángel Jesús Francisco Miguel Ossorio nació el 20 de junio de 1873 en Lavapiés y falleció en su exilio en Buenos Aires, el 19 de mayo de 1946. Cursó sus estudios en el Instituto de San Isidro y tramitó la licenciatura en derecho.
Comenzó a ejercer como abogado de pobres cuando cumplió los 21 años. En sus memorias subraya que el «hacerse a sí mismo» en extenuantes jornadas de trabajo reforzó su individualismo y su fe en la libertad.
En 1902 Ossorio obtuvo su primer cargo público como concejal del Ayuntamiento de Madrid. En 1903, como candidato del conservadurismo, ganó la elección a diputado por Zaragoza. En 1907 fue nombrado gobernador civil de Barcelona. Dos años después se produjo la Semana Trágica, y su renuncia al cargo. En 1913, al producirse la división del partido conservador, se alineó con Maura. Cuando regresó al gobierno en 1919 Ossorio lo acompañó como ministro de fomento, cargo en el que permaneció sólo tres meses. En 1922 fue parte de la fundación del Partido Social Popular, junto a Severino Aznar y José María Gil Robles. Cuando el rey Alfonso impulsó el golpe de estado de Primo de Rivera –a quien Ossorio despreciaba profundamente– rompió con el monarca, aunque siguió creyendo en las ventajas del monarquismo. En sus memorias recordaba los años de la dictadura como una época particularmente oscura. Creó la Sociedad de estudios políticos, sociales y económicos, vinculada a las ideas de la democracia cristiana, inspirado en el modelo del padre Sturzo.
Creyó encontrar en la democracia cristiana un movimiento moderno en el que podía volcar sus principios liberales, socialcristianos y conservadores. El grupo, sin embargo, se fue disolviendo por las resistencias que generó entre los mismos católicos que, según Ossorio, veían demasiado avanzado el proyecto.
Luego de la caída del rey y la declaración de la Segunda República, Ossorio fue elegido diputado para las cortes que redactarían la nueva constitución. Fue uno de los pocos en la asamblea que declaró su fe monárquica, posición que defendería hasta iniciada la Guerra Civil, cuando mutó en republicano. Fue convocado como miembro de la Comisión jurídica asesora, que lo eligió presidente, con el objeto de redactar el nuevo proyecto de constitución5.
Durante esos meses, sus roces con los representantes de los partidos de izquierda se
5 Peláez Albendea, Manuel, «Juristas democristianos, conservadores y republicanos de centroizquierda en 1931 ante la Comisión Jurídica Asesora durante la Presidencia de Ángel Ossorio y Gallardo», Contribuciones a las Ciencias Sociales (enero 2010). En línea: www. eumed.net/rev/cccss/07/mjpa.htm (consultado el 1/4/2016).
agudizaron, como dan testimonio sus intercambios epistolares con el ministro de justicia, Fernando de los Ríos6. Concluida la tarea, su nombre no fue incluido en la comisión redactora, por lo cual decidió renunciar a su cargo. La explicación de esta derrota se la brindaría el presidente del gobierno, Niceto Alcalá Zamora. El capital de Ossorio, obtenido en el universo político de la Restauración, valía menos en una república de partidos. Al carecer de una afiliación a uno de los bloques existentes, sus posibilidades se habían evaporado7.
Se mantuvo al margen de la vida pública durante el «bienio negro». En una misiva a Gracián Sánchez-Boxale confesaba su retiro de la política: «… vivo dedicado al bufete y de vez en cuando hago alguna calaverada literaria […] mejor sería decir que no hablo porque, en efecto, no hablo con nadie, pero mi pensamiento está frecuentemente ocupado con la tragedia mundial que nos toca presenciar y que se agravará de hora en hora». Ossorio creía haber fracasado al no poder crear una fuerza política de derecha «con sensibilidad social, y adhesión a la ley y a los principios democráticos»8.
Por otro lado, viejos y nuevos reproches con los demócratas cristianos hacían imposible una relación más fluida9.
En 1934, luego del fallido levantamiento de octubre, Ossorio actuó como abogado de Manuel Azaña y Lluís Companys. Creía que su vida política había acabado, desestimando reiterados pedidos de volver a participar o candidatearse para algún cargo público. Continuaba, sin embargo, interviniendo en la prensa, tanto española como argentina. Su figura era ya muy conocida en América Latina, sus libros y artículos tenían amplia repercusión más allá de la península10. A medida que la crisis política española se agudizaba, la posición de Ossorio no varió respecto de su liberalismo doctrinario. Un intercambio epistolar con el dirigente socialista Ángel Galarza nos permite apreciar el punto en el que se encontraba su mirada en las vísperas de la Guerra Civil. A pesar de haber condenado la represión que el gobierno cedista había ejercido contra
6 Véase Ossorio a Fernando de los Ríos, 21/4/1931, Centro Documental de la Memoria Histórica, Sección Político-Social Madrid (en adelante, CDMH-PS Madrid) 738-44; ibidem, 13/7/1931, CDMH-PSMadrid, 734-224; ibidem, 29/7/1931, CDMH-PS Madrid, 734-224; De los Ríos a Ángel Ossorio, 11/8/193, CDMH-PS Madrid, 734-224.
7 Alcalá Zamora a Ángel Ossorio, 9/8/1931, CDMH-PS Madrid, 734-271.
8 Ossorio a Gracián Sánchez Boxa, 28/11/1933, CDMH-PS Madrid, 737-39-2.
9 Véase Aznar a Ángel Ossorio, 20-7-1932, CDMH-PS Madrid 736-101 y Ossorio a Severiano Aznar, 21-7-1932, CDMH-PS Madrid, 736-101.
10 Félix Etchegoyen a Ossorio 28/2/1934. CDMH-PS Madrid, 808-186-1.
los alzados de octubre de 1934, no dejaba de recordar los errores del primer bienio republicano:
«Lejos de eso, hemos de reconocer que la presencia de la CEDA en el Gobiernoviene sirviendo hasta ahora para la consolidación de la República, siquiera sea como continente y forma. En el contenido cabe discrepar. Cierto que se hace cosas malas.Pero tampoco todo lo que hicieron Vds. era bueno […] estamos, pues, en la accióndel péndulo, propia de la vida política […] Hemos de reconocer también que Vds.pusieron de su parte lo necesario para justificar los abusos de hoy. También ustedes suspendieron periódicos, deportaron y encarcelaron a la gente e inventaron lapreciosa ley de defensa de la república, enorme desatino de los pies a la cabeza»11.
En su respuesta, Galarza no compartía el optimismo de Ossorio. Por el contrario, estaba convencido de que la derecha preparaba un golpe de estado y discrepaba acerca de los servicios de la CEDA a la República y «…de que cuanto sucede sea realización de la ley política del péndulo». Rechazando las acusaciones de Ossorio, si había algo que imputarle a las izquierdas era su falta de decisión, más que sus abusos «¡Pobre e ingenuas izquierdas las que gobernaron! Su mayor pecado fue la timidez». Respecto de la ley, Galarza distinguía a los periodos revolucionarios por sus singulares características:
«Yo nunca me reí de la juridicidad […] Para mí un periodo revolucionario, indica una época de formación del derecho […] Era juridicidad prender a todos cuantos habían responsables de la dictadura, aun cuando no existía una ley que definiese su delito, porque existía como motivo de la revolución al sancionar aquellos actos que, las revoluciones crean derecho; y no hay uno solo que no se haya engendrado en la violencia de una revolución».
Ossorio no difería en esta concepción del nacimiento del derecho, pero protestaba por instrumentos como «la ley de defensa de la República y de aquellas facultades que fueron conferidas a nuestro amigo Casares para meter en la cárcel a quien quisiera […] Yo protesto de aquellas suspensiones de periódicos, legalmente inmotivadas… Para dejarlos salir después». «Yo acepto todas las formas jurídicas, me agraden o no me agraden. Contra lo que me revuelvo es contra el imperio del capricho, contra los poderes sin freno, contra el desmán autoritario»12.
11 Ossorio a Ángel Galarza, 30/7/1935.CDMH-PS Madrid, 735-61-4.
12 Ossorio a Ángel Galarza, 10/8/1935, CDMH-PS Madrid, 735-61. Galarza culmina la discusión interpelando a Ossorio «¿Cuál era la legalidad que la República podía instaurar, en su proclamación? La que emanase de su gobierno provisional. No había, ni podía haber otra fuente. Realidad, por el hecho; ficción jurídica, por la necesidad, en él residían todos los poderes, el de legislar y el de ejecutar; el de administrar y el de juzgar. Absolutamente todos…». Galarza a Ángel Ossorio, 19/8/1935. CDMH-PS Madrid, 735-61-20.
Itinerarios reformistas, perspectivas revolucionarias
Al producirse el levantamiento del 18 de julio, Ossorio optó por la República, abandonando sus últimos resabios monarquistas. Álvarez del Vayo le solicitó que asistiera como delegado a la Sociedad de Naciones y embajador en Bruselas. Su paso por la diplomacia fue conflictivo. Desde su perspectiva, «Todo allí era mentira, empezando por el lenguaje, ya que todo era obra de un sistema separado de la verdad y atemperado a claves previamente concertadas para que los pueblos grandes consumasen el aplastamiento de los chicos»13.
De allí fue enviado a Francia, cargo de altísima relevancia y en el que Ossorio se encontraba igualmente incómodo. Creía que la diplomacia francesa y el mismo León Blum dependían de las decisiones del Foreign Office, hostil desde el inicio a la República14. Años después le confesaría a José Giral que Negrín desaprobaba su misión en Francia, que creía «que un embajador tenía que ser hombre muy listo, muy listo que, a fuerza de listeza, lograse que el gobierno francés ayudase a España. Ya podría enterarse que me sustituyó un embajador comunista, y demás tomó él personalmente las gestiones, las cosas no solo siguieron mal sino que se pusieron peor». Ossorio creía que hablar con los ministros franceses era perder el tiempo. Su estrategia consistía en influir en la opinión pública, a lo que se dedicó. «Sin embargo» –recordaba– «el pueblo francés estaba muerto de miedo de ayudar a España, si eso lo acercaba a la guerra»15. Finalmente, y sin muchas explicaciones, Ossorio fue enviado a Buenos Aires, su último destino diplomático y el último, también, de su extensa vida pública.
Embajada y exilio porteño
La Buenos Aires que recibió a Ossorio en 1938 había experimentado, en términos religiosos, una vertiginosa transformación en los veinte años previos.
Luego de la Primera Guerra mundial, al igual que otras sociedades de Occidente, Argentina fue testigo de un «renacimiento» del catolicismo. Aumentó la presencia pública de lo religioso, expresada en la apropiación del espacio
13 Ossorio y Gallardo, Ángel, Mis memorias, Buenos Aires, Editorial Losada, 1946, p. 234.
14 Ossorio a José Giral, 11-8-1937. Archivo Histórico Nacional (en adelante, AHN). Diversos-Giral, 3-109.
15 Ossorio a José Giral, 5/7/1940. AHN. Diversos-Giral, 14-216.
público por parte de los católicos, así como el surgimiento de una nueva generación de laicos, portadores de un discurso triunfalista que buscaba la «restauración cristiana» de la sociedad. Esta mutación se puso de manifiesto en múltiples iniciativas, más o menos avaladas por la jerarquía eclesiástica.
En 1922 surgieron los Cursos de Cultura Católica (CCC), intentando suplir la carencia de una universidad confesional, en la que esta nueva generación de laicos bebió de la literatura del renacimiento tomista europeo. En 1928 se fundó la revista Criterio, como una iniciativa de los Cursos. La publicación se convirtió rápidamente en una de las más prestigiosas revistas culturales del país, en donde participaban diversas figuras de la vanguardia estética y del pensamiento católico europeo y argentino. El censor de la publicación era el sacerdote Zacarías de Vizcarra, que junto al embajador de la dictadura de Primo de Rivera, Ramiro de Maeztu, tuvieron una indudable influencia en la redefinición del concepto de hispanismo y su difusión a través de esta nueva generación de intelectuales católicos. En 1934 se reunió en Buenos Aires el Congreso Eucarístico Internacional16. Las ceremonias públicas congregaron a cientos de miles de fieles, lo cual causó un duro impacto en la prensa liberal que pensaba a la Argentina como un país laico, en el que el factor religioso carecía de relevancia política y la influencia de la iglesia iba en descenso. Por el contrario, el Congreso Eucarístico impulsó el crecimiento del laicado a través de la Acción Católica Argentina. El incremento numérico de sus afiliados, al igual que la ampliación de otras organizaciones especializadas, se encuadra en un proceso de «desprivatización» de lo religioso17.
Para 1936 el catolicismo podía exhibir una clara influencia pública a través de sus organizaciones dirigidas por la jerarquía, así como una nutrida juventud intelectual que mantenía complejas relaciones con la máxima dirigencia de la iglesia local18. En el primer año de la Guerra Civil española los jóvenes de los CCC lograron la visita de Jacques Maritain, figura tutelar de esta generación de intelectuales católicos. Antes de su arribo a Buenos Aires, el filósofo de Meu
16 Lida, Miranda y Mauro, Diego A (eds.), Catolicismo y sociedad de masas en Argentina, 1900-1950, Rosario, Prohistoria, 2009; Lida, Miranda, Historia del catolicismo en la Argentina entre el siglo XIX y el XX, Buenos Aires, Siglo veintiuno, 2015.
17 Sobre el concepto de desprivatización, véase Casanova, José, Oltre la secolarizzazione: le religioni alla riconquista della sfera pubblica, Bologna, Ilmulino, 2000.
18 Zanca, José, «Intelectuales, curas y conversos. La sociabilidad de los Cursos de Cultura Católica en los años veinte» en Bruno, Paula (Dir.), Sociabilidades y vida cultural: Buenos Aires, 1860-1930, Bernal, UNQ, 2014.
don había expresado su posición «neutral» respecto de la situación española. En el catolicismo se fueron distinguiendo quienes permanecían atados al Maritain de los años de 1920 (el de la Acción Francesa, discípulo del antisemita padre Clerisacc), del Maritain de los años treinta que, al menos desde la publicación de Religión y Cultura en 1930, había comenzado a reconsiderar las relaciones entre el catolicismo y la modernidad19. Luego de su paso por Argentina estalló una conocida polémica en la prensa católica y nacionalista, centrada en la posición «legítima» que los católicos debían adoptar frente a la guerra española20.
Se fue definiendo entonces el perfil de una nueva sensibilidad, que sin tener un programa político claro, se amojonaba por oposición al nacionalismo. Un segmento del catolicismo –que filiamos con el humanismo cristiano– rechazaba el proyecto del general Franco, o al menos lo que los nacionalistas argentinos reproducían de él. A lo largo de la contienda este segmento afirmó su oposición al fascismo y a la jerarquía española por apoyar al bando franquista21.
La llegada de Ossorio a Buenos Aires se dio en un marco apoteótico. Miles de personas lo esperaron en el puerto y lo acompañaron en sus primeros pasos por la capital. Se convirtió, desde ese momento, en una figura de la cultura local y, en breve, un referente de la prensa antifascista, en donde publicaría multitud de colaboraciones. Análoga en intensidad sería la hostilidad que recibiría de la prensa y los intelectuales católicos, para los que Ossorio era poco menos que un hipócrita. Todavía resonaban los ecos de la polémica en torno a la visita de Maritain, y el tímido surgimiento de un grupo de «católicos evangélicos», cuando Ossorio vino a plantar la bandera de un catolicismo alternativo. Uno de sus atacantes, Gustavo Franceschi, había disparado poco antes contra el flamante embajador en un artículo que buscaba desmentir los horrores cometidos por las tropas rebeldes. Franceschi sostenía que se trataba de «fotos trucadas y de exageraciones de un prensa anticristiana», detrás
19 Maritain, Jacques, Religion et culture, París, Desclée, 1930.
20 Véase Zanca, José, Cristianos antifascistas: conflictos en la cultura católica argentina, 1936- 1959, Buenos Aires, Siglo XXI, 2013; ídem, «Jacques Maritain en Buenos Aires: la cita envenenada» en Bruno, Paula (Comp.), Visitas culturales. Argentina, 1890-1930, Buenos Aires, Ed. Biblo, 2014.
21 La antropología del humanismo cristiano podía compatibilizarse con el liberalismo en tanto el proyecto de la «nueva cristiandad» de Maritain suponía un hombre histórico, que había «evolucionado» en la toma de conciencia de sus derechos. La era de su madurez había llegado y por lo tanto, si bien las críticas al liberalismo –por su individualismo– seguían en pie, consideraba que era posible una sociedad de «inspiración cristiana» en la que no necesariamente la iglesia católica ejerciera un rol tutelar.
de la cual el público católico podía incluir al enemigo que considerara más adecuado. Frente a estas denuncias «sobreactuadas», según el sacerdote, no se hablaba del terror rojo. Interpelando a aquellos «buenos católicos» que podrían mellar su apoyo a la causa franquista por estas denuncias, Franceschi dirigía estas aclaraciones:
«… a los hombres de buena fe, que no se escandalizan farisaicamente, sino que juzgan con serenidad y examinaron alguna vez su propia conciencia. No me interesan en cambio los que, como Ossorio y Gallardo y sus compañeros, lloran en un conocido manifiesto por el bombardeo ‘de su querida Madrid’, pero no hallaron una palabra para condenar el bloque de las atrocidades extremistas: quien siendo gobernador monárquico de Barcelona en 1909 no tuvo la energía para evitar la semana sangrienta, y volvió casaca contra el rey cuando cayó la dinastía, está inhabilitado para defender ni atacar una causa cualquiera»22.
Con el fin de la guerra civil y la derrota, Ossorio entregó la embajada al representante de la España franquista y comenzó su vida de exiliado. Sus vínculos porteños le permitieron una vida digna, aun cuando no pudo revalidar su título de abogado. Escribía en forma habitual en la prensa y dictaba charlas, fue convocado para elaborar el anteproyecto de código civil boliviano23. Era una figura de la vida porteña, intensamente vinculado a la cultura de izquierda.
En abril de 1940, la revista Conducta lo fotografiaba en un palco del Teatro del Pueblo, sonriente, junto al embajador de México Felix Palavicini y su esposa24.
En sus años como exiliado Ossorio desplegó con énfasis un anticlericalismo cristiano, de honda raíz ibérica25. Cuidó su relación con el exilio local republi-
22 Franceschi, Gustavo, «El movimiento español y el criterio católico», Criterio, 489 (15 de julio de 1937), pp. 245-254.
23 Ossorio y Gallardo, Ángel, Anteproyecto del Código Civil boliviano, Buenos Aires, Imprenta López, 1943.
24 Conducta. Al servicio del pueblo, abril de 1940, s.n.
25 La bibliografía sobre el anticlericalismo en España es muy amplia, véase Maddox, Richard, «Revolutionary Anticlericalism and Hegemonic Proces in Andalusian Town», American Ethnologist 22, (1995), pp. 125-43; Amsbury, Clifton, «Reflections on anticlericalismo and power relation in Spain», American Ethnologist 22, 3 (1995), pp. 614-15; Delgado Ruiz, Manuel, «La mujer fanática. Matrifocalidad y anticlericalismo en España», La Ventana 7 (1998), pp. 77-117; De la Cueva, Julio, «Religious persecution, anticlerical tradition and revolution. On atrocities against the clergy during the Spanish Civil War», Journal of Contemporary History 33, 3 (1998), pp. 355-69; Barrios Rozúa, Juan Manuel, «La legislación laica desbordada: el anticlericalismo durante la Segunda República», Historia Contemporánea 12 (1999), pp.179-224; Salomón Cheliz, María Pilar, «Beatas sojuzgadas por el clero: la imagen de las mujeres en el discurso anticlerical en la España del primer tercio
cano y su par mexicano, palpable en la correspondencia que mantuvo, a poco de terminada la guerra, con José Giral. En octubre de 1939 Ossorio le daba un panorama tranquilizador de su situación:
«Yo he tenido una providencia para mi uso particular. Tengo aquí todos mishijos, todas mis nueras y todos mis nietos: 16 de familia. Pero todos vamos abriendocamino. Yo hablo, escribo y aunque parezca inverosímil me pagan por hablar y porescribir. Aunque no he podido rehabilitar mi título de abogado, me piden de vezen cuando algún dictamen. Mi hijo Manolo empieza a sacar algún provecho de sucompetencia en seguros sociales. Los otros dos hijos y la hija tienen destinos particulares modestos pero nos ayudan a vivir. En fin, que la economía particular es hoypor hoy, la menor de mis aflicciones»26.
En 1940 fue nombrado miembro de la Junta Central de la Acción Republicana, uno de los fracasados proyectos de unificación del exilio. La postura de Ossorio durante la Segunda Guerra respecto de la situación española era terminante: no había lugar para la negociación ni con los monárquicos, y menos con la iglesia católica. Rechazaba de plano el agrupamiento de intelectuales y políticos que se definieron en torno a la «Tercera España».
La prensa católica, en especial Criterio y Franceschi, continuaron atacando a Ossorio. Con motivo de la edición de una versión en español de La política y la moral del padre Sturzo, traducida por el exembajador de la República, Criterio fustigó con dureza a Ossorio por agregar notas al texto, en donde polemizaba con el sacerdote italiano. «Contradice y rectifica a Don Sturzo –sobre diversas materias […] Ataca al autor, o trata de ridiculizarlo, o hace propaganda de los rojos españoles de la guerra civil, o truena contra los católicos que intervinieron en la misma, o contra los partidarios y simpatizantes del general Franco […] acusa a la iglesia de pactar con Dios y el diablo…». Alarmado, Franceschi escribió directamente a Sturzo –exiliado en Inglaterra– y éste respondió que no había autorizado las notas incluidas por «el ilustre traductor» de La política y la moral27.
En agosto de ese mismo año, Franceschi utilizó una conferencia de Ossorio en Santiago del Estero como excusa para dar su versión doctrinaria de las relaciones entre el totalitarismo y el orden cristiano. No desaprovechaba la oportunidad para criticar duramente al exembajador «partidario de la repú-
del siglo XX», Feminismo/s 2, (2003), pp. 41-58; Sanabria, Enrique A., Republicanism and anticlerical nationalism in Spain, New York, Palgrave Macmillan, 2009.
26 Ossorio a José Giral, 19/10/1939. AHN. Diversas. Giral, 6-287.
27 «La política y la moral», Criterio, N° 674, 30 de enero de194, p. 106.
blica moderada, servidor de la república izquierdista, embajador de la república comunizante, abogado defensor de los tribunales normales, leguleyo que intentó justificar los ‘tribunales populares’ que sólo en Málaga condenaron a muerte a más de ocho mil víctimas…». Lo que motivaba la ira de Franceschi, en este caso, era que Ossorio hubiera sostenido que los católicos «idolatraban a Hitler» y éste ni siquiera había inventado algo nuevo, sólo había inventado una palabra («nuevo orden»), pero «nadie sabe a ciencia cierta qué representa esa
frase». Franceschi acusaba a Ossorio de generalizar el uso del término católico «¿Puede ignorar acaso el Sr. Ossorio y Gallardo que en todos los seminarios y universidades católicas del mundo entero, por orden expresa de la Santa Sede, se dictan clases refutando el totalitarismo y el racismo y mostrando su incompatibilidad con la doctrina católica?»28.
Si bien Ossorio destacaba que en Buenos Aires el exilio no estaba atravesado por grandes conflictos internos, sus relaciones con los exiliados vascos fueron empeorando. Las redes que vinculaban a sus instituciones con figuras destacadas de la vida política les otorgó privilegios respecto del resto de los exiliados españoles, al considerar que los vascos eran un pueblo «trabajador y decente»,y fundamentalmente cristiano29. Para Ossorio esto no era más que una nueva intervención de la iglesia:
«Ahora han abierto aquí la puerta para los vascos como fruto de una maniobra clerical, pero sigue cerrada para los demás. Los vascos están enteramente apartadosde nosotros. […] Mi impresión es que hacen una labor separatista apoyada en elsentimiento religioso. Supongo que será una táctica practicada en el mundo enteroy que quizás de sus frutos deplorabilísimos»30.
La polémica pública estalló poco después de que el presidente del gobierno vasco en el exilio, José Antonio Aguirre, hiciera su reaparición pública en 1940.
Aguirre había salido de España y no se supo nada de su paradero durante meses. Reapareció en América bajo un nombre falso, al mismo tiempo que iniciaba un entusiasta gira por toda Sudamérica. En Argentina fue recibido por las más importantes figuras de la cultura, la política y la sociedad de la época.
Para Ossorio, la salida de Aguirre de Europa, controlada por Hitler, no dejaba
28 Franceschi, Gustavo, «¿Nuevo orden?», Criterio, n. 701 (7 de agosto de 1941), pp. 345-349.
29 Véase Güenaga, Rosario, Algunas repercusiones de la guerra civil en Argentina (el caso del nacionalismo vasco) (Separata del 11º Congreso Nacional y Regional de Historia Argentina, Córdoba, 20 al 22 de septiembre de 2001), Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 2001.
30 Ossorio a José Giral, 23/1/1940. AHN. Diversos-Giral, 16 – 290
de ser sospechosa, y así lo expresó en un artículo en España republicana, en donde sostenía que la liberación del expresidente de Euzkadi «de la crueldad alemana» era «cosa hasta ahora bastante oscura»31.
EuzkoDeya, el periódico de los exiliados vascos en Argentina, recogió el guante. Si bien la figura de Ossorio era ponderada –tal vez con cierta ironía– como «una de las personalidades de mayor volumen de la vida política contemporánea española», la sospecha sembrada por Ossorio sobre Aguirre obligaba a Ramón María de Aldasoro, director de la publicación, a explicar su salida de Santander y Cataluña, su fuga a Bélgica en donde lo sorprendió la invasión alemana, y su final huida gracias a la ayuda de los servicios norteamericanos y de otros que no podía nombrar «sin poner en riesgo sus vidas»32.
En el número siguiente Ossorio aclaraba en EuzkoDeya que en ningún momento había dudado de la persona de Aguirre, y que cuando se refería a las obscuridades de su liberación, no pensaba que lo habían ayudado los alemanes, sino la iglesia católica «…nuestra implacable enemiga, nuestra mortal enemiga, desde mucho antes de estallar la guerra». Aldasoro, por su parte, desvinculó a la iglesia de la fuga de Aguirre, admitió que «muchos católicos se siente alejados de la Iglesia», aunque el ejemplo del martirio de los sacerdotes vascos «debería hacerlo reflexionar sobre estos juicios»33.
En su segunda misiva a EuzkoDeya, Ossorio reconocía el valor y la dignidad del clero vasco, «españoles y católicos de primera línea». Al mismo tiempo recordaba los desplantes de los que habían sido víctimas por parte de la jerarquía:
«¡Pues los vascos! ¿No recuerda Vd. cierto viaje de calificadísimos compatriotas de Vd. a Roma? ¿Y de cierta audiencia que solicitaron respetuosamente y no les fue otorgada? ¿Y de cierta descortesía evidente que recibieron? […] Sí, sí, claro que lo recuerda Vd. mucho mejor que yo. Lo que pasa es que como Vd. hace política tiene Vd. que proceder con miramiento y con cautelas no del todo sinceros; y como yo no lo hago, hablo con el desenfado y la despreocupación que he usado toda mi vida»34.
31 Ossorio y Gallardo, Ángel, «Toque de llamada», España republicana, 22 de noviembre de 1940.
32 «Agradeceríamos a Don Ángel Ossorio y Gallardo nos aclarara qué obscuridades ha podido advertir, en la conducta de Don José Antonio Aguirre y Lecube», EuzkoDeya, 30 de noviembre de 1941, p. 1.
33 «Con el propósito de mantener con Don A. Ossorio un diálogo cortés y provechoso para todos», EuzkoDeya, 12 de octubre de 1941, pp. 1-2.
34 «Con motivo de otra carta del Dr. Ángel Ossorio», EuzkoDeya, 20 de diciembre de1941, p. 1
Ossorio estaba íntimamente indignado con el viaje de Aguirre. Le molestaba su carácter apoteósico. Y que lo recibieran los jefes de estado. Los mismos que le cerraban las puertas al resto del exilio español. No podía aceptar una política separatista, aunque hubiera defendido las autonomías regionales. Y también percibía en el viaje una presencia vaticanista. «Este cortísimo resto que me queda de vida» –afirmaba en correspondencia con Carlos Esplá– «quiero pasarlo en congruencia con mi conducta de siempre. No seré jamás separatista ni clerical. Pero como advierto que los republicanos de América no ven nada de eso, tengo que admitir la posibilidad de ser yo el equivocado»35.
A partir de 1941 las diferencias en el catolicismo argentino empezaron a hacerse públicas. La prensa antifascista local daba lugar a esas polémicas, mostrando cómo los «verdaderos católicos» abandonaban su neutralismo ubicándose junto a los Aliados. A fines de ese año comenzó a publicarse la revista Orden Cristiano, en donde muchas figuras del exilio vasco tuvieron una principalísima participación.36 Toda una corriente de católicos antifascistas se expresó a través de ésta y otras publicaciones como Estrada, y cuando podían, en la misma revista Criterio. Una de las participantes más singulares de este espacio fue Eugenia Silveyra de Oyuela. Militante de la Acción Católica, empezó a escribir en el diario católico El Pueblo en 1936. Decididamente profranquista, fue una de las que criticó a Maritain por su neutralidad en el conflicto ibérico, acusándolo de colaborar con el comunismo37. Pero a diferencia de muchos católicos nacionalistas no se alineó con el neutralismo, ni con el Eje al estallar la guerra mundial, sino que se convirtió en una ferviente aliadófila, redactora habitual de publicaciones antifascistas locales como Argentina Libre, Antinazi…, Orden Cristiano y la revista de la Junta de la Victoria.
A fines de agosto de 1941 Eugenia Silveyra fijó su posición frente al nuevo escenario abierto por el ataque alemán a la Unión Soviética. Señalaba que el apoyo de Hitler a la «justa» revolución encabezada por Franco había llevado a muchos católicos –entre los que se incluía– a «disimular» las acciones pagani
35 Ossorio a Esplá, 30/9/1942 en Angosto Vélez, Pedro Luis, La insurrección contra la inteligencia: epístolas republicanas: Carlos Esplá, Amós Salvador, Ángel Ossorio y Gallardo. Madrid:
Centro de Investigación y Estudios Republicanos, 2007.
36 Véase Zanca, José, «¿Se ha hecho Dios fascista? Orden Cristiano y los intelectuales católicos argentinos durante la II Guerra Mundial» en Rodrigues, Cândido y Zanotto, Gizele, Catolicismo e sociabilidade intelectual na América Latina, Cuiabá, Editora da Universidade Federal de Mato Grosso, 2013.
37 Silveyra de Oyuela, Eugenia, «Frente a la polémica versus Maritain ¡Comunismo no!», El Pueblo, 25 de agosto de 1936.
zantes y anticristianas del régimen nazi, y especialmente la persecución contra la iglesia católica. En realidad, recordaba, el Sumo Pontífice había ya definido el simultáneo repudio al comunismo y al nazismo en las encíclicas Divini Redemptoris y Mit breneder Sorge. Sin embargo, «…las persistentes y cada vez más claras noticias del apoyo nazi a la España católica, al colmar las ansias de la angustia cristiana frente a la persecución bolchevique, se convirtieron para muchos en venda impenetrable de lo real». En el peor de los casos, pensaba, la influencia del «caudillo católico» lograría la conversión del «Führer alemán», «…algo así como un nuevo Pablo de Tarso, cuyas enseñanzas irradiando sobre el mundo entero, ‘renuevan la faz de la tierra’». Reivindicando a la España franquista, llamaba a admirar su recuperación y a lamentar que voluntarios falangistas participaran junto a las tropas que combatían bajo «la cruz gamada»38.
Ángel Ossorio contestó al artículo de Eugenia Silveyra desde las páginas de Argentina Libre. Se alegraba de que una destacada escritora católica militara en el campo antifascista, pero le reprochaba su postura respecto de España. Luego de recordarle los crímenes del franquismo, y de negar que la República hubiera cometido todos aquellos que se le imputaron, Ossorio conminaba a Silveyra a «hacerse cargo de las infinitas mujeres españolas, tan católicas como Usted que han sido expulsadas de los templos […] hágase usted cargo de que hoy todavía se trate de comunistas a Maritain, a Mauriac, a Bernanos, a Mounier, a Seigneur, a los de Esprit, a su paisano Durelli…»39.
Son llamativas las discusiones de Ossorio con exiliados vascos y con católicos antifascistas como Eugenia Silveyra. Nunca participó, por otro lado, en la emblemática revista Orden Cristiano. Seguramente porque su estrategia respecto del catolicismo era muy diferente a la del resto del antifascismo católico: si éste quería demostrar que el Papa y los obispos no eran neutralistas, y que por el contrario la sana doctrina llamaba a apoyar a los Aliados, Ossorio denunciaba a la iglesia institucional y la mayoría de los católicos de colabora
38 Silveyra de Oyuela, Eugenia, «Nazismo o comunismo», La Nación, 30 de agosto de
1941.
39 Ossorio y Gallardo, Ángel, «Católicos, fascistas y comunistas», Argentina Libre, 7/9/194, p. 2. Eugenia Silveyra respondió reafirmando su apoyo a Franco, aunque con mucha más tibieza que cinco años antes. La República había sido culpable por haber atacado «la esencia de España», su religión. «Si Franco cumplió o no en devolver a España la plenitud y libertad de su alma católica, lo dirá Dios y lo veremos con el tiempo […] Pero los hechos externos lo presentaron reedificando los templos y restituyendo a Cristo a la vida intelectual de la nación». Véase Silveyra de Oyuela, Eugenia, «Respuesta a Ángel Ossorio», Argentina Libre, 18/9/1941, pp. 9-10.
cionistas. Ninguna estrategia de captación de las voluntades de los católicos podía tenerlo entre sus filas. En buena medida esa era la respuesta que le daba a José Giral en 1941. Él no era parte de ningún grupo o partido en Argentina «… sigo siendo, como lo fui toda mi vida, un francotirador […] me dispongo a morir en soledad…»40.
En 1942, sintetizó buena parte de sus ideas sobre la Iglesia en La guerra de España y los católicos. «No hay duda de que en muchas conciencias –afirmaba–, por ejemplo, en las que siguen a Maritain, el valor jurisdiccional de la Iglesia cada día significa menos y el valor de los mandamientos de la ley de Dios cada día significa más. Estos significan más porque se ven sanguinariamente contradichos y perseguidos, y van ganando el prestigio que conquistan todas las víctimas de agresiones injustas». Esto se debía al increíble espectáculo de ver que «las masas católicas militen al lado del fascismo y el nazismo y combatan a los hombres que defienden la libertad y la democracia». Para Ossorio, el apoyo de los católicos al fascismo tenía un origen exclusivamente reactivo frente al avance de la clase obrera, dado que el ochenta por ciento de los católicos eran «… adoradores del dinero. Para ellos la Iglesia es una gendarmería. El temor de las penas eternas es una amenaza contra los pobres para que no ambicionen dineros ajenos». Finalmente recordaba, en referencia a monseñor Miguel de Andrea, que «un obispo argentino –que suele discrepar de casi todos los obispos del mundo– dijo en cierta ocasión que “es más fácil y más cómodo abominar de las deficiencias de la democracia que luchar por ella”»41.
A modo de conclusión
Ángel Ossorio aparece en este sucinto recorrido como una figura multifacética, de la que sólo hemos tocado aquellos aspectos que consideramos iluminaban los cambios en la relación entre política, cultura y religión en las décadas centrales del siglo XX. Podemos concluir que la Guerra Civil española sirvió para catalizar el descontento de un segmento del laicado, especialmente de aquellos intelectuales que estaban en desacuerdo con alinearse con las figuras de la nueva derecha que aparecían en el horizonte político europeo en los años de 1930. Esto trajo necesariamente conflictos y debates internos, que
40 Ossorio a José Giral, 13/1/1941. AHN. Diversos-Giral, 14-690.
41 Ángel Ossorio y Gallardo, La guerra de España y los católicos, Buenos Aires, Patronato
hispano-argentino de cultura, 1942, p. 23.
transitaron las páginas de los principales medios de difusión confesional y que circularon, como Ossorio, entre Europa y América Latina. Esas polémicas internas tuvieron como efecto la relativización del poder de la jerarquía para fijar una posición incontrovertible. Por otro lado, las discusiones entre laicos y sacerdotes sobre qué era lo evangélicamente correcto en el caso del conflicto español, terminarían generando, como efecto no deseado, el surgimiento de una verdadera «opinión pública» en el seno de la iglesia.
El caso de Ossorio es, a su vez, característico del reverdecer de un anticlericalismo católico. De la crítica directa de los católicos a las pretensiones de influencia de los agentes clericales, pero también de un debate sobre la interpretación correcta del texto bíblico. Es posible entender esta transformación del rol del intelectual en relación a la cultura católica en tanto la búsqueda por parte de la iglesia de reconquistar a la sociedad a través del uso de instrumentos «profanos» terminaría generando una paradójica apertura de la iglesia a las practicas mundanas, uno de cuyos efectos será la introyección de las lógicas del mundo en su seno. Ossorio, un intelectual fronterizo entre el catolicismo, el liberalismo y el conservadurismo, permite observar estos cambios.
A su vez Ossorio recorría otra frontera. Aquella que separaba las prácticas políticas de la Restauración, de la sociedad y partidos de masas. Ossorio hizo siempre gala de su autonomía, reflejándose en el espejo del imaginario de la ciudadanía del siglo XIX, que no aceptaba mandatos sino de su conciencia, rechazando por igual las directivas del clero, como la adulación religiosa a las masas. Si la política cambiaba la religión, a partir del efecto que la hora española causó en los católicos argentinos, la religión también dejó su huella en la política: la concepción individualista del ciudadano, de su ingreso como un ser despojado de toda singularidad a la esfera pública, no sobreviviría, al igual que Ossorio, a la segunda posguerra.
un gran discurso
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