| El Estatuto de Cataluña 1932-05-19 - Alejandro Lerroux Señores diputados: No vengo a pronunciar un discurso  de polémica; vengo a hacer una información. Se ha dicho, lo ha dicho el  más ilustre y más desdichado de nuestros escritores, que la pluma es la  lengua del alma; yo me atrevería, si no pareciera irreverencia, a decir de mi  parte que el silencio es una manera de expresar las intenciones. Pudiera  suceder que después de tanto tiempo como por una asistencia asidua al  Parlamento es esta la primera ocasión –la segunda: pero la primera fue  incidental- en que tengo el honor de dirigirme a él, hubiese quien tratase de  interpretar este largo silencio mío de una manera contraria a mis intenciones.  Ha significado respeto y deseo de que los hombres que, como yo,  tienen una larga tradición parlamentaria a la cual no pueden sustraerse, no  pesasen de manera alguna -ya sé que yo pesaría muy poco; pero algo  pudiera pesar- sobre la libre espontaneidad de una colectividad en la que  todos estábamos ansiosos de ver, y en parte hemos podido satisfacer nuestra  ansiedad, cómo surgían nuevos valores espirituales y nuevos valores  intelectuales.  Va a hacer, precisamente pasado mañana, treinta y un años de que por  primera vez una Junta de escrutinio me proclamó diputado por Barcelona.  Desde entonces, con breves interrupciones, debidas a los azares de la  política, yo no he dejado apenas una legislatura sin tomar parte en los  trabajos del Parlamento. Hablé mucho y aprendí mucho, porque aquí se  viene a aprender, y por aquello mucho que hablé, entendí que ahora me  tocaba, no la penitencia, sino la ventaja de oír y de seguir aprendiendo,  porque en un país que iba a organizarse y que ya está organizándose en  un Estado nuevo, con nuevas representaciones, necesariamente habían  de venir aquí personalidades -que antes no tuvieron ocasión de hacerlo, o  porque no quisieron o porque las circunstancias políticas no les fueron  propicias- a enaltecer el medio parlamentario y a ponernos a todos en  camino, como antorchas que se encienden en la obscuridad, de buscar el  porvenir que necesitamos para nuestra patria.  En esta desventura de unos años de tiranía que últimamente padeció  España, los que habíamos frecuentado constantemente el Parlamento,  acostumbrados a un continuo dinamismo, no podíamos resignarnos, no  ya solamente por el hábito, sino por el impulso de la protesta que nacía  espontánea en nuestra conciencia, a la quietud y a la abstención. Ya que  no podíamos intervenir en la vida pública, procuramos por todos los medios  que a mano hubimos allegar lo indispensable para poner a las fuerzas  políticas que comulgaban en nuestras ideas y a nuestros afines, en condiciones  de realizar un hecho de fuerza que redimiese a España de la vergüenza  de la Dictadura y a nosotros de una esclavitud a la que ya íbamos  pareciendo resignados. Pero los partidos republicanos, como el partido  socialista, como las organizaciones obreras, como todas las fuerzas no  dinásticas, andaban muy dispersos, y en distintos conatos por los que  procuramos concentrar en una organización, en un frente único –como  con frase heredada de la guerra se está diciendo y se viene diciendo hace  tiempo-, como no pudiéramos lograr esa aspiración de nuestros espíritus,  en el año 1926, por iniciativas ajenas a la disciplina de los partidos republicanos  históricos, llegamos a la fortuna de una inteligencia en una reunión  celebrada, que, por haber concurrido a ella distintos elementos políticos,  tomó el nombre de Alianza republicana.  El partido socialista, en cuya disciplina y en cuya colaboración fundábamos  grandes esperanzas, no habría de entenderse con nosotros para  ningún fin inmediato sino cuando todos los republicanos estuviésemos unidos.  Nos unimos y procuramos inmediatamente contar con el concurso del  partido socialista y de otras organizaciones obreras de nuestro país. Muchos  de los que me escuchan –algunos desde el altísimo sitial- son testigos  de mayor excepción de las gestiones persistentes que la representación  de Alianza republicana hizo para conseguir esa colaboración del partido  socialista, que considerábamos necesaria, indispensable, para el hecho  de acercarnos a la posibilidad del triunfo de la República. Sin haberlo  logrado, un día un marino republicano, amigo mío, me dirigió una carta, en  la que se nos brindaban posibilidades de contar con fuerzas militares importantes  que tomasen una iniciativa a favor de la República. Cumplí el  deber de convocar al Consejo Nacional de Alianza republicana, que se  reunió inmediatamente, y por su acuerdo consultamos a otro marino, republicano  también, que como el anteriormente aludido se sienta en estos  bancos, para persuadirnos de que no había en la comunicación del primero  nada que excediese los límites de lo verosímil. Y en ese momento, habiendo  adquirido la convicción de posibilidades que excedían de nuestras  fuerzas para su realización, entendimos que debíamos acudir a más sectores.  Lo hicimos así, y se convocó a una nueva reunión, a la cual concurrieron  representantes del partido derecha republicana, ya existente; del partido  radical socialista, de los partidos que se sumaban a la Alianza, y hubo  que lamentar la ausencia –motivada por las necesidades del veraneo- de  otras personas cuyo concurso nos parecía indispensable y de alguna del  partido socialista con la que habíamos siempre contado como un elemento  simpatizante.  Se discutió allí la manera de llevar a cabo una organización revolucionaria  que pudiese aprovechar la oferta que se había recibido, y se entendió  que era indispensable para lograrlo o intentarlo con probabilidades de éxito,  celebrar otra reunión a la que acudiesen los elementos ausentes a que  antes me he referido. Y, en efecto, convocamos a una reunión para el día  17 de septiembre de 1930, en la ciudad de San Sebastián. He ahí el origen  del llamado pacto de San Sebastián, que se ha comentado y se sigue  comentando de tantas maneras. A mí me importaba, por fidelidad a la  verdad, hacer referencia a estos antecedentes para lo que luego se conocerá.  En la última reunión celebrada en Madrid, que precedió a la de San  Sebastián, alguien sugirió la idea de que fuesen invitados los diferentes  partidos catalanistas de izquierda que vivían con personalidad independiente  en Cataluña. Como ocurre siempre en estos casos, el silencio fue  para mí una respuesta tácita. Yo recordé en el acto, sin animosidad de  ninguna especie, que por aquellos días quien hoy es ilustre compañero  nuestro había declarado su incompatibilidad y la de su partido conmigo, y  no para oponerme, sino para hacerlo constar, dije que yo, por mi parte,  para contribuir al advenimiento de la República, no era incompatible con  nadie, y, por consiguiente, que no me oponía a que en la reunión que se  convocaba estuvieran presentes partidos que, sin ser nacionales, tenían,  sin embargo, en un sector importante de la nación una fuerza interesante.  Acudieron, en efecto, a San Sebastián, no solamente los aludidos partidos  catalanistas, las fuerzas a que acabo de referirme, las personalidades  a quienes también aludí anteriormente, sino, de igual modo, una nueva  organización republicana que había surgido en Galicia. Se celebró la  sesión, solemne, severa, emocionante. Los primeros que hablaron fueron  los representantes de los partidos catalanistas, y hubo de hacerlo persona  a la que, teniendo todas mis simpatías, no la molesto si digo que tiene  también la fama de ser de las que se expresan con mayor aspereza. Planteó  con claridad el problema, y un ilustre hombre público, a quien no me  parece discreto aludir más concretamente en estos momentos, por la alta  situación que ocupa en la República, tomó la palabra; fijó los términos de  la cuestión, estableció los límites de las concesiones que nosotros podíamos  hacer y dijo que, de una parte, el reconocimiento de la personalidad  de Cataluña había de basarse en que Cataluña declarase, a su vez, el  reconocimiento de los derechos del hombre –ni una línea menos-, y, como  máximo límite, la obligación que se contraía de que el día en que la República  triunfante convocase Cortes Constituyentes, las aspiraciones de Cataluña,  en forma de Estatuto, viniesen a someterse a la deliberación de las  Cortes.  Hablaron algunos compañeros –unos con más, otros con menos  nervosidad; en general, con templaza-, y también, por la especial situación  que yo ocupaba (no sé si decirlo, porque puede parecer una alabanza, por  la modestia con que procuro producirme en todas las ocasiones), yo había  callado; pero entendí que en esos momentos, como en éstos, el silencio  podía parecer interpretado o podía prestarse a interpretaciones que estuvieran  en pugna con mi estado de conciencia, y pedía la palabra, y tuve el  honor de manifestar que aplaudía y alababa la franqueza y la claridad con  que la representación de los partidos catalanistas había expuesto sus aspiraciones,  porque entendía que era preferible que conociésemos las ambiciones  máximas de esos grupos que no que caminásemos a ciegas, pensando  que detrás de cada expresión había una reserva mental que podía  envolver algo con la cual no podíamos, cordialmente, entendernos con  nuestros interlocutores. Y poco más fue motivo de aquella reunión. Se  nombraron unas comisiones para ejecutar los acuerdos que se adoptaron,  y se disolvió la reunión, sin que de ella haya ocultado yo palabra alguna,  porque lo que me callo es cuestión puramente personal, que entra en ese  acervo de sacrificio callado que yo vengo realizando en servicio de la República,  y que no me propongo exponer como mérito, con aspiraciones a  ninguna compensación.  De modo, señores diputados, que si dais crédito a esta referencia de  aquella reunión, como espero, porque ella se compadece bien con la que  antes de ahora hizo mi querido amigo D. Miguel Maura, veis que por primera  vez, después de tantos años de luchas, la representación de los partidos  catalanistas, de acuerdo con los partidos republicanos (todavía entonces  no figuraba allí con representación autorizada el partido socialista),  se avenían a traer su pleito a las Cortes Constituyentes de la República y  ofrecían que cuando este hecho tuviese lugar, ellos se supeditarían a lo  que resultase como acuerdo de las Cortes Constituyentes.  Se ha dicho fuera de aquí que ese pacto de San Sebastián fue una  hipoteca que se hizo a favor de la República y a costa de la integridad de la  nación. Yo lo entrego a vuestro juicio, y si no fuera porque quien lo ha dicho  está cumpliendo en el extranjero voluntariamente la penitencia de sus pecados,  yo me atrevería a recordarle que quien sirvió a una monarquía que  en Bayona vendió el país a Napoleón, y ha seguido sirviéndola en su propio  tiempo y en su edad juvenil bajo un régimen de dictadura que comprometió  a la monarquía llevándola a humillarse en el Vaticano, a humillarse  también en el Quirinal, y terminó por hacer que se ausentase de la Sociedad  de Naciones la representación de nuestro país cuando acababa de  conquistar en aquella alta representación una personalidad internacional  que había perdido, no puede echar sobre aquellos hombres de buena voluntad,  españoles, patriotas, y con excepción mía, por aquel acto, todos  ellos insignes, la calumnia y la injuria que de esas acusaciones lanzadas  en la Prensa se derivan. (Muy bien.)  Lo que después ha pasado es bien conocido. Las comisiones nombradas  en San Sebastián, que se encargaron de gestionar el concurso del  partido socialista y de otras organizaciones obreras, cumplieron su deber  hasta el extremo y con el éxito que representa el hecho público de que en el  triunfo de la República apareció la Conjunción republicanosocialista. Se  convocaron las Cortes Constituyentes; a ellas acudió una numerosa representación  catalanista, que ahí está sentada; ha tomado parte en las discusiones  de nuestra Constitución: ha discutido con más o menos pasión, ha  defendido sus puntos de vista. Ciertamente, en la Constitución no se fijó el  criterio federal que algunos sentimos y defendemos; pero se fijaron, de  conformidad y con asentimiento de esa representación catalanista, aquellos  artículos por los cuales ha sido posible que la región catalana organice  su Gobierno, Gobierno provisional; confeccione su Estatuto, venga aquí y  lo presente, forme parte de la Comisión dictaminadora y comience a discutirse.  Yo no sé que pueda darse una prueba más categórica, de conformidad  con el compromiso de San Sebastián, de subordinarse al acuerdo de  las Cortes Constituyentes.  Todos los representantes de Cataluña son hombres de honor; todos los  representantes de Cataluña, que lo son de los partidos catalanistas, tienen  el valor de sus propios actos. Lo que aquí no digan es porque no lo tienen  en el alma, o porque, teniéndolo inspirado por la pasión, lo subordinan a  los dictados de la razón, que en eso se diferencian los hombres de responsabilidad  de los que no tienen ninguna. Y yo tengo la seguridad de que lo  que quiera que se diga fuera de aquí no tiene ni en su pensamiento ni en su  corazón asilo de ninguna especie. Tampoco lo tendrá en sus labios. No  puede ser que los que vienen aquí caballeros a someterse a la soberanía  nacional, que ha empezado a discutir el Estatuto por el cual Cataluña ha  de adquirir su personalidad regional, vayan luego fuera de aquí, ni en su  intención ni en su acción, a sublevarse contra la soberanía nacional. (Muy  bien.)  Hay una realidad a la que hubiera sido necio intentar sustraerse. Es  esa realidad viva, que de manera tan elocuente en su discurso ha expuesto  mi querido amigo y compañero el Sr. Hurtado. No podemos desconocerla;  podemos discutirla, apreciarla desde distintos puntos de vista, someterla  en nuestra discusión al más acerbo análisis, ¿por qué no?, al más apasionado  análisis. ¿Por qué no la pasión en estos debates, con tal de que  tenga las expresiones que son acostumbradas entre personas que saben  respetarse y estimarse? Cuando, hace unos momentos, palabras del Sr.  Hurtado suscitaban pasión, recibía ya la más categórica impresión de que  éste es y sigue siendo, a pesar de su labor agotadora, un cuerpo vivo que  siente todos los problemas del país. Que se discuta, sí, con serenidad;  pero que se discuta con pasión. Serenidad en las palabras, en los conceptos,  en los juicios; pasión en la intención de acertar con aquellas soluciones  que todos propugnamos como más convenientes para la patria común.  (Muy bien.)  Pero yo difiero de los que sostienen que hay un problema catalán, y un  problema gallego, y un problema vasco, y un problema andaluz. No; yo  sostengo que no hay más que un problema de reorganización nacional,  porque en nuestro país no se ha llegado todavía, desventuradamente, a  aquella integración que ha hecho en otras porciones de la superficie del  globo, de un conjunto de pueblos en su origen diferenciado, una unidad  política superior, que ha cumplido fines superiores también sirviendo a la  civilización y al progreso. Porque nuestra historia es un constante proceso  de integración y desintegración.  Salieron los Municipios de la obscuridad de la Edad Media con todas  aquellas magníficas libertades, monumento glorioso a que historiadores  extranjeros han aludido como libros en los que podrían venir a estudiar  espíritu de libertad otros países, y comenzó por afinidades, probablemente  de territorio antes que espirituales y económicas, una integración regional.  No me importa ni voy a entrar a discutir cuáles fueron Estados y cuáles  fueron naciones; eso, para otro lugar; aquí lo que a mi tema interesa es  hacer constar que en ese proceso de integración y desintegración se llegó  a un momento, el de los Reyes Católicos, en que España parecía integrada  en una unidad política y espiritual y económica superior llamada a cumplir  grandes destinos. Pero es que después los herederos de aquellos reyes,  que no dejaron cumplida esa misión porque no la consolidaron, al  establecer la tiranía el absolutismo, iniciaron un proceso de desintegración,  que, con varia suerte y alternativas varias, ha venido sucediéndose  hasta nuestros días; pero constantemente, a pesar de todas las vicisitudes,  en España, como en otros países, todo caminaba hacia esa unidad  política superior; se vió singularmente que aquella aspiración y aquel espíritu  que palpitaba en todos los pueblos peninsulares no había muerto en  aquella epopeya en que se levantaron todos contra la invasión napoleónica,  huérfanos de dirección, huérfanos de instituciones rectoras, entregados a  su propia iniciativa, constituyéndose en regiones y por regiones, con Gobiernos  distintos, sino que por ese mismo impulso de aspiración hacia la  unidad ni del territorio de Cataluña; se llamó y se habló de la guerra de la  independencia nacional; no se llamó ni se habló de la guerra de la independencia  regional. (Muy bien.) No porque con esto se obscureciesen las regiones,  ni desapareciesen las que habían dado ocasión a aquella magnífica  epopeya y a aquel levantamiento y resurrección del espíritu de España,  no; sino porque todas ellas comprendían, por un instinto que vive siempre  en el espíritu progresivo del pueblo, que solamente por una solidaridad de  afinidades, que solamente por una inteligencia –que no se realiza mediante  un procedimiento, porque hay más de uno- podría llegar esta porción de  territorio, que se engarza por el Norte, mediante los Pirineos, a Europa, y  está ceñido por distintos mares, como una diadema, en el resto de su  periferia, a tener una personalidad que fuese considerada en el mundo.  Pero siguiendo las vicisitudes de ese proceso de integración y desintegración  durante todo el siglo pasado, un día el infortunio de aquellos reyes,  sobre los cuales venían cayendo las maldiciones de la Historia, hizo que se  despertara España, habiendo perdido hasta el último trozo de territorio  colonial: en un verdadero estado de catástrofe, sin instituciones tampoco  que la rigieran vigorosamente, sin sentimiento de patriotismo que se levantase  a protestar contra aquella guerra absurda que nos había despojado,  aislados en el mundo, por una sustracción que habíamos hecho en holocausto  a la existencia de la monarquía, de nuestro concurso a la política  internacional, faltos de estadistas, sin partidos fuertes y hasta con la peseta  enferma, entonces muy por debajo de la par en relación al signo de  cambio de todos los demás pueblos. No podía ser la situación más desastrosa:  en el proceso de integración y desintegración, la alternativa correspondía,  entonces, naturalmente, a la desintegración.  Coincidiendo con aquel momento, de la propia manera que en todas  las vicisitudes de la Historia los pueblos recién solidarizados, cuando sienten  que la tiranía priva de las libertades a uno de ellos, todos los demás se  disgregan para defender las suyas propias , surgió en Cataluña un movimiento  nacionalista, que en las evoluciones posteriores tomó distintos aspectos.  No puede dudarse de que en aquel momento surgió como una  protesta contra una monarquía que nos había llevado a aquel desastre;  surgió como una aspiración a que si las demás porciones del territorio no  tenían energías suficientes para redimirse, ella, con las que se atribuía y  tenía, pudiera, convirtiéndose en nacionalidad independiente, salvar al  menos esa personalidad. Y así, en ese momento, en esa coincidencia a  que hizo alusión el Sr. Hurtado, aparecí yo en Cataluña. Y es cierto: en el  acto se produjo el choque entre dos sentimientos contrarios, porque entonces  no prevalecía allí la razón: lo que prevalecía era el sentimiento; y yo,  en efecto, representé las aspiraciones, no solamente de españoles, sino  también de muchos catalanes que no habían perdido la serenidad y entendían  que el separatismo era una demencia que a quien primero de todos  perjudicaba era a Cataluña.  Pero es que en la lucha y en la adversidad se aprende, y mi espíritu  federal aprendía en aquel momento de la Historia que cuando los pueblos  llegan a semejantes situaciones, para reducir esas diferencias la fuerza no  sirve, porque esos son problemas que sólo se curan con la libertad, y que  era necesario respetar modalidades, aspiraciones románticas, disparatadas,  si se quiere, más en la expresión que en el hecho, para conseguir  llegar a un estado de inteligencia que permitiese, juntos los unos y los  otros, encontrar fórmulas de avenencia.  Mi amigo el Sr. Hurtado reconocerá (y yo me lamenté de ello antes de  ahora, aunque no he sido nunca plañidero) que de muchas maneras intenté  yo compenetrarme con el alma catalana mediante la convivencia en sus  centros de cultura; pero es que en esos centros de cultura, prevaleciendo  también el sentimiento de protesta, no solamente contra el Estado oficial,  no solamente contra los autores de aquel estado de cosas, sino contra los  que hablábamos el idioma de España y contra los que de una manera  extraoficial allí la representábamos, me negaron esa convivencia que muchas  veces yo, humildemente, solicité.  Y, sin embargo, él ha recordado que yo, combatido por todos (no podía  ser, por consiguiente, una lagotería que hacía al sentimiento contrario),  hasta el extremo de que llegó un momento en que mi criado no pudo encontrar  en el mercado quien le vendiese los menesteres necesarios para  mi despensa, elevé la bandera de mi patria con los colores entonces nacionales,  y en ella, tributo debido a la realidad, persistencia de mi propósito de  cordialidad y de fraternidad, incluí las barras de la bandera catalana. Porque  allí hay un hecho que no se puede negar: hay un idioma, hay un sentimiento,  hay una literatura, hay un arte –yo no digo una cultura, porque no  diferencio las culturas-; hay, evidentemente, una personalidad, y esa personalidad  exaltada, vigorizada. Cuando yo llegué allí, Sr. Hurtado, en muchas  familias que hoy llamaríamos familias bien, era síntoma de mal tono  hablar en idioma catalán; poco después dejaba de ser de mal tono, y entonces  penetraba ese signo de la espiritualidad de un pueblo y de una raza  en todos los hogares, de tal manera, que luego aquel movimiento formidable  de «Solidaridad catalana» nos arrollaba a todos y traía aquí, como  habéis traído ahora, íntegra o casi íntegra, la representación parlamentaria,  y a los contrarios nos reducía a la nada, y los más intransigentes nos  negaban todos los derechos.  Podrá parecer a la representación catalana que acaso estas lamentaciones  en este instante, que no ha podido contener mi alma, son inoportunas.  Sí; yo declaro que no estaba en mi ánimo decirlo; pero me parecía  que, llegado el momento, y habiéndose venido a mi imaginación, y como  un quejido a mí, yo, a quien esta tarde habéis recibido con tan amoroso  acento para que contribuya al triunfo de vuestro ideal, tenía que deciros a  costa de cuántos sacrificios he aprendido cuáles son vuestros derechos,  sin olvidar cuáles son los de la nación. (Aplausos en la minoría radical.)  Negar que existe el hecho sería negaros a vosotros mismos. ¡Qué mejor  testimonio de la existencia del hecho que el de que toda aquella representación  que antes venía de Cataluña, bastante amañada muchas veces  –no quisiera lastimar sentimientos de personas que tienen mi consideración  y que me oyen tan de cerca-, que tantas veces viniera aquí con el  auxilio del caciquismo, haya venido con el voto espontáneo de aquel pueblo  -no entro a juzgar si acertado o desacertado- a representar sus aspiraciones!  De ahí deduzco otra vez que el hecho existe.  ¿Soslayarlo? ¡Ah! No: la República no tiene derecho a soslayarlo, porque  si la República ha venido a algo, ha sido a reorganizar el Estado, ha  sido a hacer una patria nueva, ha sido a afrontar todos los problemas  valientemente, en plenitud de responsabilidad y de conciencia. Soslayarlos  no es resolverlos. Un Gobierno que los soslayara no haría más que  adquirir una responsabilidad personal; unas Cortes que los soslayaran  adquirirían una responsabilidad criminal, porque habrían cometido un delito  de lesa patria. (Muy bien. Muy bien.)  Habéis venido, y cumpliendo estrictamente los requisitos, los preceptos  que establece la Constitución, habéis traído vuestro proyecto de Estatuto,  se ha sometido a examen de la Comisión, la Comisión ha dictaminado;  pero esto, que repito por tercera vez, sin ánimo de refrescar vuestra  memoria, sino de afianzar mi argumentación, representa un noble allanamiento  al compromiso contraído, al que seguís siendo, como nosotros,  leales, en San Sebastián, de estar a lo que acordasen las Cortes; esto no  ha estado precedido de algo que hubiese sido necesario y muy interesante.  Vosotros veis, y de ello se lamentaba el Sr. Hurtado, que protesta se ha  levantado en el país entero contra esto que estamos discutiendo o vamos  a discutir. ¿Por qué? En parte, porque nada se hizo, debido acaso a esa  adustez, que es también sinceridad, de vuestro carácter, para cohonestar  aquellas expresiones que, rápidamente, y algunas veces malignamente  propaladas en los papeles, han llevado a todas partes la casi certidumbre  de que, mal que pese a vuestra noble actitud, allí queda, creen ellos, que  una mayoría dispuesta a rebelarse contra todo lo que aquí acordéis, porque  en ella alienta el espíritu separatista, y no está dispuesta a más que a  una concesión del Estatuto integral.  Habéis incurrido vosotros, pertenecientes a un pueblo tan ducho en las  artes de la propaganda, en una omisión no propagando suficientemente  ese Estatuto, porque yo os aseguro que a la hora presente el 90 por 100 de  las personas que llevan en sus labios sinceramente, la mayor parte de  buena fe, anatemas contra el Estatuto, no lo han leído. Pero yo digo; si  hubiesen leído, no ya el Estatuto, que se presta a esos recelos, porque es  maximalista (luego me ocuparé de eso), sino el dictamen de la Comisión,  yo os aseguro que toda esa pasión que se ha levantado por ahí estaría  muy atenuada, no digo extinguida. Es verdad que esa misma imprevisión  se echa de ver como omisión en el Gobierno, no lo digo como censura,  sino como cariñosa observación; a estas fechas, señor presidente del Consejo  de Ministros, ¡cuánto hubiera contribuido a la paz espiritual que no  faltase en el tablón de anuncios de ningún Ayuntamiento de España una  copia del dictamen de la Comisión sobre el Estatuto de Cataluña, y cuánto  hubiese contribuido al conocimiento y a la pacificación de los espíritus el  que muchos millones de esos ejemplares se hubiesen extendido por toda  España (Murmullos.)  ¿Quiero yo decir con esto que el dictamen de la Comisión satisfaga  mis anhelos y calme mis inquietudes y pueda calmar los recelos de la  opinión nacional, ahora tan exacerbada? No; quiero decir que es necesaria  una base de discusión, una base de conocimiento, y que no la hemos  tenido.  Vivimos en un régimen de opinión, y no basta con que nosotros, en  pleno derecho legal, nos llamemos representantes de la opinión pública;  es menester que constantemente, después de haberla halagado con la  posibilidad en muchos casos del referéndum, esa opinión pública esté tan  bien informada como nosotros de los asuntos de trascendencia que van a  discutirse en el Parlamento. Y no lo está. Por eso, en el momento actual, si  examinamos todos nuestro estado de conciencia individual, encontrare  mos esto que a mí me parece indudable e indiscutible: discutiremos tan  largamente como sea necesario, con la minuciosidad que será conveniente,  tan a fondo como interesa hacerlo, todos los artículos y todas las cuestiones  que abarque el Estatuto, que son muchas, muy graves y muy complejas;  pero, aun así, por ahí seguirá el mismo estado de opinión, y cuando  lleguemos a votar todos –lo mismo unos que otros-, votaremos con el  convencimiento de que votamos un dictamen del Gobierno, y echamos  sobre el Gobierno la responsabilidad que le atribuirá la opinión pública por  haber dado paso a una aspiración separatista en una región española. Y  yo os digo que mi partido y que la minoría que tengo el honor de representar  no puede, ni debe, ni quiere, abroquelarse en trinchera de esta naturaleza,  que más bien parecería alevosa emboscada para combatir al Gobierno.  (Muy bien, muy bien.)  Por eso, lo que yo vengo a pedir, lo que yo vengo a iniciar, después de  esto que no puedo llamar preámbulo porque es demasiado largo, es una  discusión serena, concitante si se quiere, de todas las palabras del dictamen  sobre el Estatuto; pero a pediros también que acordéis un Estatuto.  Porque si por una causa cualquiera la discusión se interrumpiera, el Parlamento  acabase sus tareas y quedara sin resolver este problema, dejaríais  a ese Gobierno, o al que le suceda, una cuestión muy grave y muy ardua,  que no sé si siquiera con la colaboración de todos vosotros podría resolverse  en paz o habría necesidad, en defensa de la soberanía, de la autoridad  del Estado y de la unidad nacional, de apelar a las armas, abriendo un  abismo que difícilmente podría llenarse después en mucho tiempo, y que  constituiría una dificultad que surgiría constantemente ante el paso progresivo  de la República, que si quiere incorporarse a la civilización contemporánea,  tiene que andar muy de prisa.  De modo que aquí no estamos tratando una cuestión de partido, sino  una cuestión nacional, y yo os digo que para mí esta cuestión consiste  nada menos que en esto. Porque, queramos o no queramos –lo ha dicho  noble y francamente el Sr. Hurtado-, el sentimiento separatista vive y alienta  todavía en el alma catalana, no sé en qué proporción: pero en proporción  suficiente para alarmar mi espíritu, y la labor que deben hacer las  Cortes consiste en reconquistar a Cataluña para España por la justicia, por  la libertad y por el amor. (Muy bien, muy bien.)  Y ahora estoy en condiciones de entrar a tratar concretamente, no muy  largamente, del Estatuto; mejor dicho, del dictamen de la Comisión sobre  el Estatuto. Yo os quisiera decir que ese dictamen no es aquel que yo, en  mis ilusiones, leyendo el Estatuto, hubiese redactado. Habéis traído un  Estatuto maximalista. Yo me lo explico; soy ya bastante viejo para explicármelo  y comprender todo. Me lo explico como una doble táctica, porque  vosotros sois hombres bastante razonables y bastante experimentados para  comprender que todo lo que pedís no os lo iba a conceder el Parlamento.  Pero esa doble táctica tiene este doble fin: de un lado, y yo os lo aplaudo,  contener la violencia de aquellas masas, en parte respetables, porque son  electores, que constituyen vuestra clientela; de otro lado, ofrecer margen  suficiente al Gobierno y a la Comisión dictaminadora para que, cercenando  unas cosas y discutiendo vosotros para que sean las que menos os  importen, os concedan aquellas otras sobre las cuales vais a levantar vuestra  personalidad regional.  Es un Estatuto maximalista; el dictamen no dejará un Estatuto  minimalista. Yo hubiera concebido un dictamen mediante el cual el Estatuto  de Cataluña, para Cataluña, hubiese tenido la flexibilidad bastante para  que, planteando en principio todas las aspiraciones que vosotros aspiráis  a realizar, no levantase suspicacias patrióticas, patrióticas, aunque a vosotros  os puedan parecer patrioteras –no descontéis la buena fe con que  sienten la patria muchos que están equivocados-, porque de ese modo  hubieran encontrado manera, practicando el Estatuto en la sucesión del  tiempo (no me entrego a centurias, ni siquiera a quinquenios), quienes  están preparados por ensayos anteriores, a cuyo éxito formal yo contribuí,  para gobernarse a sí mismos, de poder demostrar rápidamente la competencia  y la experiencia necesarias para hacerlo en la plenitud de facultades  a que aspiran.  Pero yo os quiero decir, sin reservas mentales, que la integridad, no ya  del Estatuto, sino del dictamen de la Comisión, en muchas partes, me  inspira grandes temores. ¡Ah! Si yo supiese que los que iban a constituir  durante buen número de años el Gobierno de la Generalidad, los que iban  a interpretar los acuerdos del Estatuto, los que iban a ejercer los derechos  que el Estatuto contenga habían de ser los que en estas Cortes han oído la  voz de España, han sentido el corazón de España, han visto la sinceridad  de los representantes de otras regiones, que han discutido y que van a  discutir con vosotros, y que, hombres de corazón, modificado su juicio,  amoldado su temperamento a la realidad, sabrían, aun cediendo de su  derecho, acompasar la marcha de su gobierno a las conveniencias armónicas  del país entero, para que no surgiesen esos recelos que siempre que  surjan serán dificultades para vosotros; si yo supiese eso, no tendría inconveniente  en deciros: no el dictamen, el Estatuto, salvando algunos particulares  de que luego hablaré. ¿Pero estáis seguros de que mañana, cuando  convoquéis al pueblo catalán a las elecciones, de las cuales han de salir la  Generalidad y el Parlamento catalán, seréis vosotros mismos los elegidos,  que por el hecho de haber venido aquí os habéis compenetrado con España,  que ésta es magia del corazón de España, ésta es la simpatía extraordinaria  de Madrid, que convierte en españoles a los separatistas y a  los más antagónicos en madrileños; atracción de la raza que tiene una  historia de generosidad tan amplia, que la derramó por el mundo entero,  por toda la tierra, en forma que no hubo una raza que pudiera llamarse  subordinada, humillada, explotada por ella, que en todas partes va dejando  con su recuerdo una unción cuasi evangélica, que está resucitando en  la Historia por la labor de los hombres que quieren hacer justicia a nuestra  patria?  Me diréis que ninguna obra puede salir perfecta de primera intención  de manos del artista. Ya lo sé: ése es prodigio que se puede pedir a la  suerte o al genio; a la razón, generalmente, no. Pero por eso mismo, yo os  digo que debierais haber confeccionado un Estatuto y la Comisión un dictamen  en términos tales, que no hubiese rigidez alguna que se opusiese a  nuestro deseo de establecer, por la letra y por el hecho, entre vuestro Estatuto  y nuestra Constitución, una confraternidad; yo os pediría que en muchas  cosas, en algunas cosas, hubieseis cedido, con reserva de pedirlas  más adelante. ¿Para qué? Para dar una prenda, no de vuestra buena fe,  porque todos, vosotros como nosotros, somos hombres leales; pero todos,  vosotros como nosotros, estamos expuestos a que nos desborde la representación  que ostentamos, los que han delegado en nosotros su representación,  y nos desautoricen, en tanto que si paulatinamente, establecidas  las delegaciones o las cesiones de facultades que el Estado ha de hacer al  Estatuto de Cataluña, fueran ellas ensayándose, las suspicacias, los recelos,  desaparecían, con esta inmensa ventaja: que vueltos los ojos de otras  regiones que están en condiciones, como Cataluña, de ostentar una personalidad,  podrían aprender en la práctica de vuestro gobierno qué defectos  habrían de evitar para mañana, al solicitar iguales beneficios, con qué  amplitud, o con qué restricciones podrían traer aquí la expresión de su  voluntad.  Mis compañeros de minoría, que en las reuniones que hemos celebrado  se han ocupado detenidamente del dictamen de la Comisión sobre el  Estatuto de Cataluña, se encargarán de analizar minuciosamente –porque  vosotros no teníais qué concedernos; pero nos habéis reconocido el derecho  a analizar con esta minuciosidad- todos los problemas que abarca el  Estatuto: yo voy a limitarme a muy poco, para hacer una afirmación concreta  en lo que se refiere a la justicia, a la enseñanza; y creo que los términos  en que se produce el dictamen de la Comisión ofrecen posibilidad de  que lleguemos todos a un acuerdo. Pensad en esto, en lo que no hay la  menor molestia para vosotros: yo, que conozco el catalán y que conozco el  pensamiento catalán traducido al castellano, cuando se ve obligado a escribir  en nuestro idioma nacional, he conocido en el dictamen qué es lo que  se debe al dictado de plumas catalanas. Eso tiene este inconveniente: que  muchos no están habituados como yo a interpretar los giros de vuestro  idioma cuando los traducís al castellano; yo sé lo que quieren decir, y casi  instintivamente, sin parar mientes en la forma, me voy al fondo. Pero todos  no pueden hacer lo mismo, y hay expresiones, son expresiones; pero estamos  tocando un problema tan vidrioso y tan delicado, que esas expresiones  (también lo decía el Sr. Hurtado, que, aunque más joven que yo, puede  ser maestro mío en tantas cosas, y de él estoy aprendiendo en su discurso  de esta tarde), aunque insignificantes al parecer, son, sin embargo,  importantísimas para dar viabilidad a soluciones posibles de este problema.  Hay una cuestión sobre la que yo llamo la atención del Parlamento, la  atención de la Comisión y la atención del Gobierno: la de los señores representantes  de Cataluña está llamada por su propio interés, y no es necesario  invocarla, que si no la tuvieran acuciada en todos los momentos  faltarían a su deber: me refiero a la cuestión de orden público. El artículo  14 de la Constitución, en sus apartados cuarto, séptimo y dieciséis, establece  cuáles son los servicios y las fuerzas que han de quedar en Cataluña  en representación del Estado nacional. El artículo 11 del dictamen de la  Comisión, en su apartado segundo, hace diferenciación entre lo que es  servicio de policía y servicio de orden público, y establece el modo y manera  cómo la Generalidad podrá hacer uso de las fuerzas que la República  española dejare en Cataluña. En primer lugar, y en vuestro propio interés,  os digo que hay en esto una obscuridad y una confusión que entraña un  grave problema. ¿Vais a pedir que la República aparte de Cataluña la Guardia  civil, la Guardia de Seguridad y los agentes de Vigilancia? Tendréis que  reemplazarlos. ¿Vais a reemplazarlos con gentes que no están preparadas,  que no tienen experiencia? Para reemplazar la experiencia y el prestigio  que la tradición acumula sobre esos agentes que España tendría que  retirar de Cataluña, tenéis que aumentar el número, y aumentando el número  tendréis que militarizarlos, porque vuestros problemas de establecimiento  del Estatuto, complicándose con los problemas de orden social y  agravados en las circunstancias presentes con las complicaciones de orden  económico, son de tal naturaleza que no podréis reemplazar número  por número.  Tendréis que aumentarlos, tendréis que pertrecharlos, tendréis que  municionarlos, y -¿para qué vamos a engañarnos si más vale hablar con  toda claridad?- ¿sabéis lo que pensará esa opinión que anda alrededor  nuestro creando ese ambiente a que antes unos y otros nos hemos referido?  Que organizáis un ejército que el día de mañana, aun contra vuestra  voluntad, puede levantarse enfrente de la soberanía de España. Y yo os  digo: tenéis en Cataluña, en todas vuestras ciudades y aun en todos vuestros  pueblos, la Guardia municipal para los servicios urbanos; tenéis para  el servicio rural los mozos de escuadra; tenéis el Somatén tradicional, que  es una guardia ciudadana; todo esto no ha suspendido sus funciones, convive  con la Guardia civil, con los guardias de Seguridad y con los agentes  de vigilancia: ¿qué inconveniente hay en que siga esa convivencia, por lo  menos para irla extinguiendo paulatinamente? Lo que antes pudo ser, ¿por  qué no podrá ser ahora? ¡Ah!, es que vosotros, probablemente, veríais en  eso una ofensa, una injuria por la desconfianza. Pudiera ser que fuese una  desconfianza –no nos engañemos-; pero ¡si las cosas son así! De la propia  manera que no podemos soslayar, sino que hay que plantear y resolver  eso. Si pareciese desconfianza, si vosotros estáis seguros de que no se ha  de producir motivo alguno que justifique esa desconfianza, ¿qué interés va  a tener España en sentir sobrecargado su presupuesto con el sostenimiento  de una fuerza que rápidamente demostrase que no sería necesaria?  Pero aún queda otro problema: el de las fuerzas del Ejército. ¿Van a  subsistir y permanecer tal como están las que están ahora? (Un señor  diputado: No.) No tomo en cuenta contestaciones esporádicas que se me  den, porque no representan todavía un criterio oficial ni de la Comisión ni  del Gobierno; conjeturo, hago hipótesis y discurro. Si el Gobierno las man  tiene tal como están, el Ejército va a tomar allí la categoría de un ejército  colonial de ocupación; va a parecerlo; se va a prestar a esas interpretaciones.  ¿No? –respondo a un movimiento de cabeza de un diputado de toda  mi estimación-. ¿No? Pues dicen el dictamen de la Comisión, y probablemente  dirá el Estatuto que se apruebe, cuándo, cómo y de qué manera la  Generalidad tendrá el derecho de hacer uso de las fuerzas del Ejército para  reprimir los casos de desorden público. Es decir, que el ejército, bajo las  órdenes de la Generalidad, acudirá a reprimir las cuestiones en que se  altere el orden público.  Pensadlo bien; yo no he visto en la calle, para alterar el orden público,  nunca, como no fuera para venir a gritar contra mí «¡Muera!», agentes de  bolsa, banqueros, ni gente bien; para alterar el orden público he visto siempre  en la vía pública a la clase trabajadora; y el ejército, a requerimiento de  la Generalidad, cuando vuestras fuerzas no puedan reprimir el desorden,  acudirá a reprimirlo. ¿Es éste el papel que corresponde al Ejército de la  nación, cuando en todas partes se están vigorizando las fuerzas de la Guardia  civil para que no tenga que entrar en choque en los conciertos de orden  social con la clase obrera? Ni por el prestigio de la nación ni por el prestigio  del Ejército; y si el Ejército que hay actualmente tuviera que reducirse, ¿no  teméis que llegue un momento cualquiera en que de un choque resulte tal  estado de inferioridad, que por esa inferioridad, que infiere una afrenta al  Ejército nacional, el resto del país se levantase otra vez contra vosotros,  aun estando enteramente ausentes del conflicto vuestra intención, vuestra  voluntad y hasta vuestra responsabilidad? Yo os pido a todos que meditéis  acerca de esto y que estéis dispuestos a hacer todo linaje de concesiones,  que limite al mínimo posible el contenido de este artículo del dictamen de  la Comisión.  No; yo no puedo votar un artículo que entregue la representación militar  de mi país a las órdenes de un poder regional, que lo manejará únicamente  en funciones de policía: porque eso de los conflictos extrarregionales  y superregionales yo no lo he sabido entender; a mí me ha parecido una  cosa que no está escrita.  Hay otra parte del dictamen que es necesario que discutamos a fondo,  señores diputados, y entro en un asunto que no puede ser más ajeno a mi  competencia y hasta a mi afición; pero en el pormenor y en el detalle diputados  hay en esta minoría que habrán de analizarlo profundamente; yo voy  a ocuparme solamente de lo general: me estoy refiriendo a la cuestión de  hacienda.  Se me antoja –es posible que no pase de ser una ligereza de mi juicio-  que la Comisión ha redactado los artículos (cinco me parece que son los  referentes a este asunto) con el ánimo alegre y demasiado ligero. Comprendo  perfectamente (no podéis hacerme la injusticia de presumir lo contrario)  que una entidad que va a organizarse ha de pensar, después que ha  pensado en la parte espiritual contenida en el Estatuto, en la parte material,  y tiene que pensar en los medios que han de constituir su Hacienda  privativa; pero también creo que cuando habéis pensado en esto, como  siempre, y es natural, y eso demuestra lo profundo de la gravedad del  problema y lo profundamente arraigado que está en vuestro ánimo, en  estas cuestiones se produce siempre la entidad que las plantea con un  poco y, si no os ofende, con un mucho, de egoísmo, se mira exclusivamente  a la personalidad; Cataluña no ha mirado más que a la región que va a  constituir; al resto de la nación yo creo que no ha mirado más que para  pedirle lo que necesita. También es natural, no se lo va a pedir a Francia,  no se la va a pedir a Portugal; pero, al pedir, ha debido tener en cuenta  circunstancias conexas.  En un país de régimen federal, nada más fácil que resolver esta cuestión.  Ya se que en el programa federal de D. Francisco Pi y Margall tiene  una solución simple y facilísima; también sé que ningún federal, ni aun los  más ortodoxos –no los llamo recalcitrantes, porque yo también lo soy-, ni  aun los más ortodoxos, en las actuales circunstancias propondría la aplicación  de esas fórmulas del programa federal, sin estudiar previamente la  economía del mundo, la economía de Europa y la economía de España.  ¿La habéis tenido en cuenta?  En los momentos de evolución económica y del sistema tributario, que  toma por base el producto para transformarse en impuesto global sobre la  renta, vosotros, señores catalanes, no olvidar que no estáis divorciados de  la economía española y que vuestro florecimiento económico dependerá  del nuestro. Por ello yo he pedido y os pido que midáis bien lo que pedís, y  aprovecho, señores, el momento para decir al ministro de Hacienda que  España necesita una amplia reforma tributaria, porque hay aspiraciones y  deberes que no se pueden olvidar.  Así, pues, las cargas del Estado deben ser satisfechas por todos los  pueblos y regiones.  Y ahora, señores, es de tal manera nacional el partido que tengo que  dirigir, que os diré que como yo opina una mayoría, y que hay otros que  piensan de manera distinta. Por eso siempre aprende uno algo nuevo; yo,  contra lo que se decía, no he venido a hacer oposición al Gobierno; pero yo  no admito lecciones de nadie, ni del banco azul a los escaños rojos, y por  ello declaro que se da la paradoja de que aun no contando aquí con la  mayoría, sí contamos con la de la calle.  Nosotros no tenemos apetencia de poder; pero si éste fuese resignado,  nosotros nos haríamos cargo de él, o bien pidiéndolo o bien exigiéndolo;  pero nada de emboscadas, aun cuando sabemos la reacción y la anarquía  que reina en el campo.  Pero nosotros, señores, sentimos la patria, y nuestros votos condicionados  serán a base de que no haya nada en el dictamen que roce la unidad  nacional.  Y nada más. (Aplausos.)  | 
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1901-07-20 - Alejandro Lerroux 
Señores diputados, cuando yo descendí 
desde los humildes asientos 
de la tribuna de la prensa a estos 
escaños ya sabía que no habría de 
encontrarme con un Congreso 
que se diferenciase notablemente 
de aquellos que conocí en los largos años que 
desde aquella tribuna asistí a las sesiones de 
esta Cámara. 
He visto que el Gobierno no tiene criterio 
alguno sobre ninguna de las cuestiones tratadas. 
No tiene soluciones para la cuestión religiosa, 
no tiene soluciones para la cuestión económica 
y no las ha presentado tampoco para 
la cuestión regionalista. 
A propósito de la cuestión religiosa, y aun 
cuando no sea muy pertinente al asunto de la 
proposición que estoy apoyando, me cumple 
decir una cosa sin que de ella se deduzca de 
ninguna manera que haya en estos bancos de 
la minoría republicana discrepancias de fondo; 
me cumple decir, repito, que mis compañeros 
el señor Blasco Ibáñez, el señor Soriano 
y yo entendemos que hay algo más que lo que 
aquí, con elocuentísima palabra, nuestro docto 
compañero el señor Álvarez exponía como 
solución para las cuestiones religiosas. 
Nosotros creemos, como el señor Pi y Margall, 
que se impone de momento, que es práctica, 
que es conveniente la separación de la 
Iglesia y del Estado; nosotros creemos que es 
conveniente la supresión del presupuesto del 
culto y clero, aplicando, como decía el señor 
Pi yMargall, el importe de este presupuesto a 
la contratación de un empréstito dedicado al 
fomento de las obras públicas y a la enseñanza. 
Nosotros creemos, además, que importa 
tanto como la secularización del Estado la secularización 
de la sociedad, y he de decirlo 
con toda la modestia que a mí me corresponde; 
he de decirlo sin intención de ninguna especie; 
sin que parezca que vengo a traer aquí 
la voz de los meetings populares, pero con la 
convicción honrada y sincera que pongo en 
mis manifestaciones; he de decir que creo conveniente 
la secularización de la sociedad, porque 
entiendo que se puede vivir perfectamente 
sin Dios y sin religión. 
Por lo que respecta a la cuestión social, sobre 
todo en lo que hace relación con la cuestión 
obrera, todos habéis oído elocuentísimos 
discursos, en los que, cuando más, podríamos 
recoger aquellas orientaciones de que yo hablaba 
hace un momento; pero ¿qué habéis 
oído al Gobierno que a esto se refiera? El Gobierno, 
para las cuestiones obreras, para los 
conflictos obreros, no tiene absolutamente 
ninguna solución; las oposiciones tampoco 
las han presentado, unos porque no han tenido 
ocasión, otros porque no han querido o 
porque han tenido miedo, y el Gobierno porque 
no tiene quizá soluciones para ellas; como 
que el Gobierno, en último caso, para solucionar 
los conflictos obreros no tiene más 
que un medio: la Guardia Civil. 
Los políticos, señores diputados, forman 
algo así como una tribu que monopoliza el 
ejercicio del poder en España en nombre de 
una clase que gobierna, para tener sujetas a su 
explotación, pudiera decir su tiranía, a todas 
las demás clases, singularmente a las clases 
desheredadas, al proletariado. En virtud de 
ese monopolio, y así me explico yo aquel divorcio 
de que hablaba hace un momento, en 
virtud de este monopolio el proletariado se va 
separando por completo y en absoluto de nosotros; 
porque no nos hemos ocupado, mejor 
dicho, porque no os habéis ocupado, que yo, 
afortunadamente, en eso no tengo responsabilidad 
de ninguna especie, porque no os habéis 
preocupado de sus necesidades; porque no conocéis 
sus dolores; porque no sabéis lo que sufre; 
porque no habéis estudiado los medios 
que puedan encontrarse dentro de las leyes, 
dentro del Gobierno, dentro de la política, 
para poder satisfacer aquellas aspiraciones 
que tienen legitimidad. 
En cuanto a esto, yo entiendo que la tienen 
todas; pero yo me coloco en vuestro punto de 
vista, y aun así, habéis de convenir en que 
aquí no se ha hecho más que hablar de diferentes 
proyectos muy a la ligera, mencionándolos 
como un índice de reformas a realizar, 
pero que no se realizarán nunca. 
Yo he oído hablar aquí de una fórmula que 
se repite en todas partes como posible solución 
para el problema social y para el problema 
obrero; de la armonía entre el capital y el 
trabajo; y yo declaro que la armonía entre el 
capital y el trabajo es imposible, como es imposible 
la armonía entre el ladrón y el robado. 
Yo me explicaré; pero tengo que sentar las 
premisas para sacar luego las conclusiones. 
Yo puedo aceptar la armonía entre el capital 
y el trabajo; yo puedo aceptarla como una 
transacción en el camino de la evolución 
progresiva que realiza la humanidad; pero yo 
entiendo que esa armonía únicamente puede 
ser la obra de un momento; porque es indudable 
que llegará un día en que no existirá el 
capital, en que no habrá otro capital que el 
trabajo, en que no habrá diferencia entre los 
hombres, y entonces no habrá necesidad de 
armonizar dos elementos que son irreconciliables. 
Por eso, señores diputados, por eso, porque 
es imposible la armonía entre el capital y el 
trabajo y porque entendéis vosotros, bien el 
Gobierno, bien los que estudiáis estas cuestiones, 
por armonía entre el capital y el trabajo 
el mantenimiento del statu quo, por eso surgen 
los conflictos entre el capital y el trabajo; 
y surgen, además, porque no os preocupáis 
(he de insistir hasta la impertinencia en este 
punto), porque no os preocupáis nunca, en 
ninguna ocasión, del pueblo trabajador, del 
conflicto obrero; y cuando aparecen estos conflictos, 
como he dicho antes y repito ahora, 
no tenéis más que un medio de resolverlos, 
apelar al medio que se llama en todas partes 
fuerza pública, la cual emplea los fusiles contr 
los trabajadores. 
De este modo, ejerciendo una coacción que 
da pena y sobre la que yo quisiera fulminar 
todos los anatemas que surgen de mi corazón 
indignado, apeláis a los representantes de la 
fuerza pública que están en contacto con el 
pueblo, apeláis a la Guardia Civil, para que... 
Yo no sé de qué manera decirlo para que no 
me llamen otra vez al orden, y para que vosotros, 
que sois propietarios y tenéis una gran fe 
en la Guardia Civil, no os alteréis; pero yo, 
que, poniendo a recaudo mi honor, no tengo 
ninguna otra cosa que perder, yo tengo que 
lanzar todos esos anatemas contra esa institución, 
contra ese Cuerpo a quien se pone en la 
necesidad (lo diré así para que no se altere 
ningún nervio) de disparar sus armas contra 
el pueblo, generalmente cuando vuelve las 
espaldas. 
Necesito yo también, señores diputados, ya 
que no se me había ofrecido ocasión más propicia, 
en mi calidad de representante de Barcelona; 
necesitaba ocuparme algo del problema 
regionalista, porque también se liga íntimamente 
con el problema obrero, como tendré 
el honor de demostrar. No quise, o no 
pude ayer, cuando el señor diputado por Barcelona, 
doctor Robert, me dirigió cierta alusión, 
no quise recogerla, como tampoco recogí 
una más directa que me hizo el señor Lombardero; 
que yo no vengo aquí a ser representante 
de masas, agrupaciones o colectividades 
que se llamen de esta o de la otra manera; 
yo pertenezco a un partido, y dentro de él tengo 
un matiz más o menos radical, pero no 
autorizo a nadie para que me encasille en 
aquellos otros que pueden tener ideas con las 
cuales no comulgo todavía, aunque espero comulgar 
en el porvenir. 
Yo no entiendo que pueda condenarse como 
ilegal, ni siquiera desde el punto de vista 
de un patriotismo muy susceptible, la doctrina 
catalanista; pero entiendo que el catalanismo, 
quieran o no quieran sus mantenedores, 
lleva en sus entrañas, aun contra su voluntad, 
el separatismo; y siento mucho que mis compañeros 
en representación de Barcelona no se 
encuentren en estos bancos, porque tengo la 
seguridad de que ellos y yo habríamos de discutir 
esta cuestión y llegaríamos a ponernos 
de acuerdo. 
No es el catalanismo el separatismo, pero lo 
lleva en las entrañas. Mas he de añadir una 
razón y una consideración. El separatismo no 
se incuba allí, en Barcelona. El separatismo se 
incuba y se fomenta cuando para contestar a 
legítimas aspiraciones de una parte del pueblo 
español, se emplean discursos amorfos, contestaciones 
anodinas, como el discurso que 
pronunció, dicho sea con todo el respeto que 
me merece su ancianidad, el señor presidente 
del Consejo de Ministros en la tarde de ayer. 
El catalanismo se incuba también en el Gobierno 
Civil de Barcelona, en la Delegación 
de Hacienda y en la Capitanía General. Afortunadamente 
para la unidad nacional hay en 
Catalunya una masa obrera que no es ni será 
nunca catalanista, porque esa masa obrera de 
Barcelona, ilustrada, inteligente, piensa que 
no estamos en tiempos en que es posible hacer 
patria chica, ni conveniente, ni necesario; 
porque sabe muy bien que mientras no se solucionen 
aquellos problemas por virtud de los 
cuales ha de mejorar su condición moral y material, 
al pasar de una a otra organización política 
del Estado, no haría más que cambiar de 
dueño. 
Los obreros de Barcelona, o son radicales, 
con aquel radicalismo que piensa en una patria 
universal y en la fraternidad de todos los 
pueblos, o son republicanos, también radicales, 
que entienden que la República no es un 
fin, sino un medio para llegar al planteamiento 
de más nobles y grandes ideales. 
Sí, señores diputados, la garantía de la unidad 
nacional en Catalunya la tenéis en los partidos 
republicanos, la tenéis en la masa obrera 
republicana, y precisamente veo con dolor 
que en estas Cortes no está Catalunya representada 
aquí más que por dos diputados republicanos, 
por el señor Pi y Margall y por un 
humilde servidor vuestro, que no es catalán; 
pero advertid si tiene importancia, si da relieve 
a la representación que yo traigo aquí, inmerecida 
sin duda, el hecho mismo de que los 
catalanes hayan elegido para representante suyo, 
legítimo representante (y no quiero metermeen 
esta cuestión, porque habríamos de discutir 
muy largamente), a uno que no es catalán, 
pero que está identificado con el sentir de 
aquel pueblo, con el sentir de aquella masa. 
Y dicho esto, no tengo que añadir más que 
una cosa. Nosotros, los que aquí representamos, 
como el señor Soriano, como el señor 
Blasco Ibáñez y como yo, una tendencia radicalísima 
dentro de la minoría republicana, nosotros 
tenemos un ideal que cabe perfectamente 
dentro de la unidad nacional; pero 
ideal que encarna en las masas, que encarna 
en las muchedumbres; ideal que no solamente 
es político, sino que también tiene escrita 
en su bandera la petición de aquellas reivindicaciones 
sociales que son necesarias para que 
llegue al proletariado, al eternamente explotado, 
una mayor cantidad de justicia, y siquiera 
la esperanza de que puede ir verificándose 
con normalidad la evolución progresiva que 
ha de llevarnos a un estado de justicia, de paz 
y de fraternidad. 
Buenas tardes.  | 
 

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uno de los grandes oradores de la vieja españa
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