Apuntes Personales y de Derecho de las Universidades Bernardo O Higgins y Santo Tomas.


1).-APUNTES SOBRE NUMISMÁTICA.

2).- ORDEN DEL TOISÓN DE ORO.

3).-LA ORATORIA.

4).-APUNTES DE DERECHO POLÍTICO.

5).-HERÁLDICA.

6).-LA VEXILOLOGÍA.

7).-EDUCACIÓN SUPERIOR.

8).-DEMÁS MATERIAS DE DERECHO.

9).-MISCELÁNEO


lunes, 20 de enero de 2014

109.-Las técnicas de oratoria de Adolfo Hitler.-a

  
Oficina de Hitler en bunker


Oficina de Hitler en bunker

A 75 años de muerte de Adolfo Hitler, dos generaciones separan al conflicto más brutal en la historia de la humanidad con las realidades y penurias del mundo actual. Ya los testigos que pelearon o tenían vivencia de esta  epoca han desaparecido de la historia. Por fin el nazismo y la segunda guerra mundial ha desaparecido de vivencia actual de personas que viven en actualidad. 
20-7-2020

– A partir de un informe elaborado por el OSS en octubre de 1942, gracias a las informaciones de Ernst Hanfstaeng.
Ernst "Putzi" Hanfstaengl (Múnich, Alemania; 2 de febrero de 1887 – 6 de noviembre de 1975) fue un periodista-editor, músico, e hijo de un rico editor de arte alemán, Edgar Hanfstaengl, y madre estadounidense que tuvo una gran cercanía e influencia en la ascensión hacia el poder por parte de Adolf Hitler durante la República de Weimar.


Una vez tras otra, el Dr. Sedgwick ha sido interrogado sobre cómo Hitler hace sus discursos. El hecho es que Hitler no pueda soportar que se encuentre alguien en la sala mientras trabaja sus discursos. 
En los viejos tiempos (1922 y 1923) Hitler no dictaba los discursos como hace ahora. Tardaba de 4 a 6 horas en hacer un esquema en folios de tamaño grande: unos 10 o 12. En cada página había solo unas cuantas palabras que servían como apuntes.  
Hitler conocía muy bien el peligro de tener demasiadas cosas que decir. Mientras que Hitler solía leer muchos libros, raramente, por no decir nunca, los consultaba mientras preparaba un discurso. Muy a menudo el Dr. Sedgwick lo visitaba cuando trabajaba en un discurso para hacerle llegar un mensaje especial. Fuera, en la calle, las vallas publicitarias rojas, cubiertas con enormes carteles, anunciaban el mitin. Como de costumbre, el doctor encontraba a Hitler en su habitación con un sencillo jersey marrón y unas zapatillas de fieltro gris y de suela gorda. 
Ningún libro sobre la mesa, ningún papel sobre el escritorio. Una vez, en 1923, Hitler hizo una excepción a esa norma. Era mediados de julio y había de dirigirse a miles de gimnastas alemanes que habían llegado a Berlín desde toda Alemania para participar en el “Deutscher Turnertag” (Día del gimnasta alemán). Hitler quería hacer un esfuerzo especial. Había conseguido un volumen de von Clauserwitz y se enamoró tan profundamente que se llevó el libro al circo Krone.  
A la mitad del discurso, cuando Hitler estaba concentrado exponiendo la importancia del entusiasmo nacional y del fervor fanático del pueblo por el ejército, saco el libro de von Clauserwitz y se puso a leer 4 páginas. Parecía como si se hubiera olvidado de la audiencia que cada vez estaba más nerviosa. Cuando Hitler volvió su discurso, tuvo que restablecer de nuevo el contacto con el público. Hitler consciente de eso, puso en marcha inmediatamente la táctica de la rapsodia y salvó el día con unos 10 últimos minutos brillantes. Después de aquella experiencia, Hitler no volvió a subir nunca más con un libro al estrado. Cuando se acercaba la hora del mitin, caminaba de un lado a otro de la sala, como si ensayara mentalmente las diferentes partes del discurso. Durante ese rato el teléfono iba sonando continuamente.
 Normalmente quien llamaba era Christian Weber, Max Amann o Hermann Hesser, quienes explicaban a Hitler como estaba la situación. La típica pregunta que Hitler hacía cuando lo llamaban era “¿Ha venido mucha gente?, ¿Cuál es el estado de ánimo general?, ¿Habrá alguna oposición?” 
Después Hitler da instrucciones sobre el desarrollo del evento mientras se espera su comparecencia. Entonces cuelga el teléfono, y sigue caminando por la habitación.

 Entrada 

Incluso cuando Hitler va vestido de civil, su apariencia es militar. No tiene nada que ver con el estilo excesivamente familiar de algunos demagogos. No hace caso a nadie mientras camina entre la multitud camino del podio. 
Tiene la mirada fija en las SS y SA que forman con las banderas.  La única excepción, desde 1932, es cuando alguien hace salir un niño a su paso para que le de un ramito de flores. Coge las flores con la mano izquierda. En todo eso Hitler sólo dedica unos segundos. Pasa el ramito de flores a Shaub o a Brückner y sigue su camino.

                                                                                 
Interrupciones

 Cualquier interrupción en el recorrido de entrada o salida que no tenga nada que ver con madre y niños puede encender la ira de Hitler. Desgraciado el comandante de la SS responsable de una de esas infiltraciones. El Dr. Sedgwick recuerda que en el año 1932, cerca de Königsberg, Hitler estaba saliendo de un estadio cuando, de repente, una señora de mediana edad, histérica, le cortó el paso, se arrodilló delante suyo e intentó ponerle en la mano un rollo de papel con revelaciones que aseguraba haber recibido del más allá. Hitler, furioso, llamó a Brückner: “¡Saca a esta loca de mi camino!”. Hitler estuvo de mal humor el resto del día. 

Discurso 

Muy a menudo alguien hace un discurso previo para aprovechar el tiempo esperando la llegada de Hitler. A Hitler no le importa quien hable antes, pero no quiere de ninguna manera que nadie hable después de él. Tanto antes como después de su discurso siempre suena una inspiradora música marcial. Cuando Hitler se acercaba al atril para hablar, solía colocar sus notas en una mesa ubicada a su izquierda, y una vez las había mirado, las dejaba en otra mesa ubicada a su derecha. Tardaba de 10 a 15 minutos en discursar sobre las notas de cada folio. 
Los discursos normalmente duraban entre dos horas y dos horas y media, hasta tres horas se consideraban normales antes de que empezada a tener problemas en la garganta. También acostumbraba a beber cerveza de una jarra, de vez en cuando, lo que en Munich siempre provocaba un aplauso extra. 

Postura 

El Dr. Sedgwick, que ha estado sentado detrás de Hitler en innumerables ocasiones, mirándolo de cerca, ha observado que siempre comienza con una postura militar. La postura la mantiene durante 15, 20 o 25 minutos, según el caso. Durante todo ese tiempo, los talones de sus botas están firmemente unidos, no hay un segundo de relajación. Toda su figura tiene una firmeza absoluta, incluidos los hombros y la cabeza. Tiene las manos cogidas en la espalda. 
Es el estilo que probablemente adoptó en 1919 y en los años siguientes, cuando sirvió como instructor no oficial en los barracones de Munich. Para él y para la audiencia, este es un periodo de disciplina y se corresponde en cierta manera a la tradición entre los concertistas de piano de abrir el programa con una selección de Bach. 

Después de 20 minutos mueve un pie por primera vez, seguido de las manos. A partir de entonces las cosas comienzan a despertarse. Comparados con una pieza de música, los discursos de Hitler consisten en dos tercios a tiempo de marcha creciente cada vez más deprisa hasta llegar al último tercio, que son hechos probados y anécdotas cada vez más irónicas.
 Como ya es sabido, nunca sufre interrupciones ni comentarios molestos. Sabedor que una presentación continuada a cargo de un solo orador sería aburrida, encarga de una manera magistral un alter ego imaginario que lo interrumpe a menudo con un argumento en contra y, después de haber rebatido completamente a su oponente, retorna al hilo del pensamiento original. Esta estrategia proporciona a la audiencia un especial toque teatral que a menudo es interrumpido por una lluvia de aplausos espontáneos, aunque Hitler no haga discursos estrictamente con el objetivo de recibir aplausos.

A menudo parece que solo quiera convertir a las personas a sus ideas y se ofende cuando cualquier ruido prematuro lo interrumpe. Si el aplauso se alarga demasiado para su gusto, lo corta enseguida, a veces hasta en el inicio, con un gesto: haciendo temblar la mano. Todo el entusiasmo ha de reservarse para la tercera parte del discurso, el que va de la exhortación, la promesa y la dedicación, a la rapsodia final. El tempo se anima. Las explosiones de staccato ocurren más frecuentes y el discurso converge en la apoteosis. 

Final de discurso 

Hitler decía:

“Acabar bien un discurso es una de las cosas más difíciles de hacer. Has de saber que quieres decir y que no quieres decir”. “Es siempre un experimento nuevo, y, oyendo la reacción de la audiencia, has de saber exactamente cuando es el momento de lanzar la última jabalina flameante que enciende al público y los envía a casa con una idea principal zumbando en la cabeza.  
Podemos medir exactamente la fascinación de la audiencia por si el público de la galería y del resto del recinto va girando la cabeza. Esto es señal de que el orador aún no se ha hecho con su audiencia. I esto también es una de las razones por las cuales no puedo escuchar los discursos de otro”.

(El único hombre al que Hitler puede soportar escuchar es a Goebbels). 

Omisión de nombres y personajes 

Cuando hable, Hitler evita cuidadosamente mencionar nombres de personajes públicos, estén muertos o vivos. Por ejemplo, en lugar de decir “Una vez Bismarck dijo…”, Hitler diría “el canciller de hierro dijo…”; o en lugar de decir “nuestra deuda con el general Ludenforff…”, él diría:
“nuestra deuda con el gran intendente de la Guerra Mundial…”.

 A Schiller y Goethe nunca los nombraba por su nombre, siempre como “grandes poetas anónimos”. La única excepción que hace a esta regla es Richard Wagner. 

Técnica de salida 

Cuando el discurso de Hitler se acerca a su final orgiástico, llega la última fase que ha de ser la apoteosis del mitin. La banda toca el himno nacional, el Deutschland ueber Alles (nacionalismo) seguido por la Canción de Horst Wessel (nacionalsocialismo). Sin esperar, Hitler saluda a derecha e izquierda y se va durante la interpretación. Normalmente llega al coche antes de que acaben los cánticos. 
 Ya sea hecha expresamente o inconscientemente, esta retirada tiene muchas ventajas. Además de facilitarle una salida sin molestias hasta el coche, prevé que la exaltación del público se apague antes de que el se vaya. También lo protege de entrevistas indeseadas y deja intacta la imagen de apoteosis que el público ha recibido del final del discurso.  


Una vez Hitler le dijo al El Dr. Sedgwick: 

“Es un gran error que hacen muchos oradores, el de quedarse cando el discurso ya se ha acabado. Eso solo lleva a el anti clímax, y a veces hasta incluso surgen comentarios que podrían destruir completamente dos horas de labor oratoria” 

Después pasando a una comparación con el teatro dijo: 

"No me han gustado nunca los actores que cuando acaban su papel salen a saludar al final de la obra. Mata la ilusión cuando un Hamlet o un Tristany que acaba de morir magníficamente en el escenario, aparece a sonreír y hacer reverencias para agradecer los aplausos del público. Por descontado, los actores profesionales que viven de esos aplausos y que el número de bises determina su estatus dentro de la profesión. Richard Wagner murió cuando prohibió los bises de saludos en las representaciones. Es y será una profanación”. 
Paula Flores Vargas;

 

La oratoria de Hitler.


Ernst Putzi Hanfstaengl (Múnich, Alemania; 2 de febrero de 1887-6 de noviembre de 1975) fue un periodista-editor, músico, e hijo de un rico editor de arte alemán, Edgar Hanfstaengl, y madre estadounidense que tuvo una gran cercanía e influencia en la ascensión hacia el poder por parte de Adolf Hitler durante la República de Weimar.


En tanto que otros oradores daban la triste impresión de estar hablando a sus oyentes desde un plano superior. Hitler poseía el inestimable talento de expresar con toda fidelidad los pensamientos de quienes le oían. Tenía también el buen sentido, o acaso el instinto, de apelar a las mujeres que iban a escucharle y que, a fin de cuentas, constituían un nuevo factor político en la Alemania después de la guerra.

Más de una vez enfrentado a un auditorio en el que abundaban los adversarios dispuestos a poner obstáculos y en su afán por crearse un primer grupo de apoyo, le vi hacer algunas observaciones acerca de la escasez de alimentos, de las dificultades domésticas o del fino instinto de sus oyentes femeninos, con lo que levantaba las primeras salvas de aplausos. Tales muestras de aprobación procedían siempre de las mujeres y representaban el primer paso para romper el hielo. Yo figuraba ya entonces entre sus más inmediatos colaboradores y me sentaba detrás de él en el estrado Observé reiteradas veces que mientras duraba la primera parte de su discurso se mantenía clavado en su sitio, rígido e inmóvil, hasta que soltaba la primera andanada que sacudía al público. Cada discurso incluía un pasado, un presente y un futuro, y todos parecían constituir una completa revisión histórica de la situación, y si bien su repertorio de imágenes y argumentaciones era infinito en su variedad, una frase aparecía invariablemente en la primera fase del discurso: - Cuando nos preguntamos hoy día qué es lo que ocurre en el mundo, nos vemos obligados a proyectar nuestras mentes hacia el pasado… Esto era la señal de que tenía ya al auditorio bajo su dominio, y tomando por base los acontecimientos que determinan el colapso de la Alemania del káiser, levantaba la pirámide entera del presente adatándola a sus propias convicciones. Los gestos que tanta impresión me causaran la primera vez que le oí, tenían tanta variedad y flexibilidad como sus argumentos. A diferencia de lo que ocurre con otros oradores, no eran movimientos estereotipados con los que se trata de hallarles ocupación a las manos, sino parte integral de su método de exposición. Lo más sorprendente, en contraste con el socorrido puñetazo en la palma de la mano a que recurren tantísimos oradores, era que Hitler emplease un movimiento ascendente del brazo con el que parecía dejar en el aire infinitas posibilidades.

Algo había en ese movimiento que recordaba los de un director de orquesta realmente grande, cuando sugiere la existencia de ocultos ritmos y significados con el movimiento ascendente de su batuta. Para continuar con la metáfora musical, conviene señalar que dos tercios de un discurso de Hitler seguían el compás de marcha, haciéndose cada vez más rápido, y finalizaba con un último tercio esencialmente rapsódico. A sabiendas de que una exposición continua por un mismo orador acabaría cansando a sus oyentes, recurría a encarnar en forma maestra un imaginario oponente, para luego volver a la línea original de pensamientos, tras haber aniquilado por completo a su supuesto antagonista.

El final ofrecía siempre un curioso aspecto. Poco a poco fui convenciéndome de que Hitler era una especie de narciso para el que la multitud venía a ser algo así como un sustituto de la mujer que nunca pareció capaz de hallar. El hablar venía a ser para él algo así como la satisfacción de cierta necesidad de desahogo y juzgándolo de esta manera, a mí se me hacía más comprensible el fenómeno de su fuerza oratoria. Los últimos diez minutos de un discurso suyo semejaban un orgasmo de palabras. Espero no parecía una blasfemia si digo que la Biblia le enseñó muchas cosas. Cuando le conocí Hitler era un ateo convencido, si bien todavía se mostraba tolerante con las creencias religiosas y las aceptaba como base de los pensamientos de los demás. Su sistema de pasar revista al pasado y repetir luego por cuatro veces sus ideas básicas derivada directamente del Nuevo Testamento, y nadie podrá decir que no fuese un método sobradamente probado. Sus argumentaciones políticas se desarrollaban siguiendo un sistema que yo denominé de la figura horizontal del ocho.

Solía moverse primero hacia la derecha, hacia entonces su exposición crítica, y acto seguido daba vuelta hacia la izquierda, en espera de las muestras de aprobación. Continuaba luego, invirtiendo el proceso, para acabar justamente en el centro y entonar el Deustchland über alles entre una tempestad de aplausos. Atacaba a los antiguos gobernantes culpándoles de haber admitido la derrota de la nación; les reprochaba sus prejuicios de clase y de mantener un sistema económico feudal. Con ello se aseguraba el aplauso de los elementos izquierdistas.

A continuación fustigaba a los que estaban dispuestos a renegar de las verdaderas tradiciones de la grandeza alemana y provocaba el entusiasmo de sus oyentes derechistas. Cuando al fin llegaba al término de su peroración no había nadie que no estuviese conforme con cuanto había dicho. Era el suyo un arte que nadie más igualaba en Alemania y mi convencimiento de que tarde o temprano tenía que llevarle a la cima del palenque político, me confirmó en mi propósito de mantenerme a su vera tanto como me fuese posible. Hitler no soportaba que nadie estuviese en su habitación cuando preparaba alguno de sus discursos. En los primeros tiempos no recurrió a dictarlos como posteriormente hizo. Tardaba de cuatro a seis horas en pergeñar uno y lo hacía anotando solamente unas quince o veinte palabras clave en diez o doce grandes hojas de papel. Cuando se acercaba la hora del mitin solía pasearse de un lado para otro de su habitación, como si repasase mentalmente los diferentes pasajes de su argumentación. Mientras tanto, el teléfono no cesaba de sonar, a fin de que Weber, Amann o Hermann Esser fuesen informándole de cómo iban las cosas en la sala.

Él les preguntaba si había mucha gente, cuál era su estado de ánimo o si se esperaba que hubiese mucha oposición. Continuamente daba instrucciones en cuanto a la manera de entretener a la concurrencia mientras le esperaban y media hora más tarde de que el mitin comenzase, pedía su abrigo, su látigo y el sombrero y precedido de su guardaespaldas y el chófer, se dirigía al automóvil. Una vez en la sala, acostumbraba a colocar sus notas sobre una mesa, a su derecha. Cada página le bastaba para hablar por espacio de diez minutos o un cuarto de hora. Al finalizar, la banda interpretaba el himno nacional. Hitler saludaba entonces con la mano derecha y abandonaba la sala antes de que la música cesase. De ordinario se hallaba ya en su automóvil cuando aún se oían las últimas notas. Esa súbita retirada no dejaba de reunir cierto número de ventajas. Además de permitirle llegar al vehículo sin ser molestado, evitaba que menguase el entusiasmo de la multitud, le ponía a salvo de inoportunas entrevistas y dejaba intacto el espectáculo de apoteosis que, cara al público, formaba al final de su discurso. En cierta ocasión me confesó: Muchos oradores cometen el gran error de permanecer en la sala conversando una vez que su discurso ha terminado. Esto solo lleva a una disminución del entusiasmo, ya que la controversia y la discusión pueden anular por completo unas horas de labor oratoria. Lo que a mí me tenía totalmente perplejo -y con el tiempo le pasó lo mismo a millones de personas- era que no concedía a las palabras vitales igual significado que tenían para los demás. Siempre que yo hablaba de nacionalsocialismo, lo hacia pensando en los antiguos términos de Friedrich Naumann, en los que se fundía toda la esencia de los elementos tradicionales y sociales de la comunidad. Los pensamientos de Hitler nos se avenían en absoluto con la idea de una confederación patriótica de tal especie. Todos sabíamos, aunque pasásemos por alto las profundas implicaciones del hecho, que la primera manifestación de su personalidad había sido como soldado. El hombre que declamaba desde la tribuna no sólo era un soberbio orador, sino también un experto instructor militar que había sabido ganarse la voluntad de aquellos de sus camaradas del ejército que se dejaran influir por la revolución de noviembre.

Cuando hablaba de nacionalsocialismo lo hacía pensando en un socialismo militar, sujeto a una disciplina militar o, para decirlo en términos civiles, en un socialismo de estado. Ignoro ciertamente cuál sería el momento en que sus procesos mentales le llevarían a dar forma definitiva a esa clase de socialismo, pero lo que sí es indudable es que el germen estuvo siempre en él.


Además de ser un gran orador, era también taciturno e introvertido en grado extremo y parecía tener un sentido instintivo respecto all que no debía decir, a fin de mantener la confusión en la gente en cuanto a sus verdaderas intenciones. He de confesar, de todas formas, que nuevamente me refiero a unas impresiones obtenidas con el discernimiento que se posee a los treinta años.



A mi la oratoria de Hitler me recuerda mucho a la de los pastores cristianos, Hitler era muy teatral, esos silencios que dejaba para que la masa se callara, esos ademanes exagerados justo como los de los pastores cristianos.
 El gran acierto de Hitler fue hacer del nacionalsocialismo una especie de religión con adeptos fanáticos y el mismo lo aclara en "mi lucha", Hitler dice en su libro que las masas son de índole mas femenina, es decir, son mas EMOCIONALES y si controlas a la masa desde la emocionalidad la tendrás rendida a tus pies.

 Por eso las religiones, sectas e ideologías funcionan, si convences a tus adeptos y haces que se sientan "parte de grupo" (una necesidad psicológica de los seres humanos "el sentido de pertenecía") ellos estarán dispuestos a dar su vida por ti y por tu causa. 

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